Walt Whitman sobre Abraham Lincoln y la guerra civil

Contexto Condensado

Vamos cerrando la serie sobre la guerra con el poeta más importante del siglo 19, el padre del verso libre: Walt Whitman. Mientras duró la Guerra Civil Norteamericana, o Guerra de Secesión, entre 1861 y 1865, Whitman, que tenía 42 años cuando empezó el conflicto y que hacía 6 que había publicado sus Hojas de Hierba, se dedicó a auxiliar enfermos. Considerando que su edad, sus energías, su salud y su espíritu no le serían propicios para batallar en la cancha, el poeta se enlistó en el ejército del norte y trabajó como tres años como enfermero voluntario. Viajó por varias ciudades con un diario y una ambulancia, y lo que vio y experimentó quedó grabado en dos trabajos: Memoranda during the war y Drum-Taps — o Diarios durante la guerra, en prosa, y Redobles de tambor, en verso.

La colección de poemas fue publicada por primera vez el año final del conflicto e incluye uno de sus poemas más famosos, gatillado por el asesinato del presidente Abraham Lincoln, a quien está dedicado. Lincoln, cuya elección terminó de disparar una guerra ya inevitable, y cuya muerte marcó también el fin de la secesión.

Antes de entrar a ver esta guerra civil norteamericana como en una clase de historia, desde arriba y desde lejos, veamos un par de retratos internos e íntimos de lo que sucedía—de lo que sucede en cualquier guerra. Los que nunca hemos peleado en una, los que sólo la vemos en los libros y en la tele, y en otros lugares y en otras épocas, no tenemos realmente idea alguna de lo cruda que puede ser. Como préambulo, una entrada suave de los diarios, un retrato de Lincoln y su impacto en Whitman. Luego lo mismo, pero de la guerra.

(Traducción de Eduardo Moga).

Autor: Walt Whitman

Libro: Diarios durante la guerra (1862-1865)

Abraham Lincoln

[12 de agosto de 1863]

Veo al presidente casi todos los días, puesto que vivo por donde él pasa, cuando va o viene de su residencia, en las afueras de la ciudad. Nunca se queda a dormir en la Casa Blanca cuando aprieta el calor, sino que lo hace en unas dependencias menos malsanas a unas tres millas al norte de la ciudad, en el Hogar del Soldado, unas instalaciones militares de los Estados Unidos. Lo he visto esta mañana, hacia las ocho y media, en la avenida Vermont, cerca de la calle L, cuando se dirigía, a caballo, a su despacho. Siempre lo escoltan veinticinco o treinta jinetes, con los sables desenvainados al hombro. Dicen que esta guardia lo acompaña contra sus deseos, pero ha dejado que sus asesores impusieran su criterio. Ni los uniformes ni los caballos de la escuadra llaman demasiado la atención. El Sr. Lincoln suele montar un caballo gris de buen tamaño y fácil manejo, y viste enteramente de negro. Remata la ropa, algo raída y polvorienta, un sombrero de copa también negro. Parece, por su indumentaria, y en todo, el más corriente de los hombres. Un teniente, con galones dorados, monta a su izquierda, y les siguen los jinetes, en columna de a dos, con casacas de franjas amarillas. Suelen ir despacio, al trote, puesto que ése es el paso que les marca quien los precede. Suenan los sables y los arreos, pero el cortege, tan escasamente ornamental, que trota hacia la plaza Lafayette, apenas despierta interés, y sólo algún forastero curioso se para a mirarlo. Veo con claridad el rostro moreno de Abraham Lincoln, y sus líneas pronunciadas, y sus ojos, que tienen siempre, a mi parecer, una expresión de profunda tristeza. Hemos llegado incluso a intercambiar saludos, y muy cordiales.

A veces, el Presidente va y viene en una calesa descubierta, acompañado siempre por la caballería, con los sables desenvainados. He observado a menudo que, cuando sale por la noche —y a veces también por la mañana, si vuelve temprano—, se desvía y se para en la magnífica residencia del Secretario de la Guerra, en la calle K, para conferenciar con él. Si va en calesa, veo desde la ventana que no se apea, sino que sigue sentado, y que el Sr. Stanton sale a atenderle. A veces, uno de sus hijos, de diez o doce años, lo acompaña, montado en un pony, a su derecha.

A principios del verano, también he visto en alguna ocasión al Presidente y a su esposa en la calesa, ya bien entrada la tarde, paseando por la ciudad. La Sra. Lincoln vestía completamente de negro, con un velo largo de crespón. El carruaje era de lo más corriente, sin nada extraordinario, y de sólo dos caballos. Una vez pasaron muy cerca de mí; iban despacio, y vi al Presidente de frente. Su mirada, aunque abstraída, se dirigía a mí. Me saludó y sonrió, pero, tras esa sonrisa, advertí con nitidez aquella expresión a la que me he referido. Ningún artista, ningún retrato, ha captado la profunda, aunque sutil e indirecta, expresión del rostro de este hombre. Hay en ella algo más. Nos hace falta uno de los grandes retratistas de hace dos o tres siglos.


Visión de terribles escenas de guerra

[noviembre de 1864]

En uno de los últimos movimientos de nuestras tropas en el valle (cerca de Upperville, creo), una potente partida de guerrilleros de Moseby[1] atacó un tren hospital y a su escolta de caballería. Los vagones transportaban a unos 60 heridos, muchos de los cuales eran oficiales de alta graduación. Los rebeldes iban en gran número; tras un breve tiroteo, se hicieron con el tren y capturaron a la escolta. Tan pronto como nuestros hombres se rindieron, empezaron a saquear el convoy y a asesinar a los prisioneros, incluso a los heridos. Y he aquí la escena, o una parte de ella, que tuvo lugar diez minutos después. Entre los oficiales heridos que viajaban en el tren había un teniente de las fuerzas regulares y otro de mayor rango. A ambos los guerrilleros, aquella turba demoníaca, los sacaron a rastras, los rodearon y los acribillaron a machetazos. A uno de los oficiales le clavaron los pies al suelo con bayonetas. Y los dos recibieron, como se comprobó en un examen posterior, una veintena de puñaladas, algunas en la boca, en la cara, etc. Al resto de los heridos también los habían sacado de los vagones (para darse mejor al pillaje), y a muchos los habían despachado: sus cuerpos yacían ensangrentados e inertes. Otros, aún con vida, pero horriblemente mutilados, gemían. A la mayoría de los soldados que se habían rendido, los habían lisiado o asesinado.

En ese momento, una fuerza de caballería, que había seguido al tren a cierta distancia, cargó violentamente contra los captores rebeldes, que se dieron a la fuga lo mejor que pudieron. La mayoría lograron escapar, pero capturamos a dos oficiales y diecisiete soldados que habían participado en los actos descritos. La situación era tal que apenas cabía discusión, como se puede imaginar. Los diecisiete prisioneros y los dos oficiales pasaron la noche bajo vigilancia, pero se resolvió, en aquel mismo momento y lugar, que habían de morir. A la mañana siguiente, se llevó a los oficiales al pueblo —cada uno a un lugar diferente—, se los puso en medio de la calle, y se los fusiló. A los diecisiete hombres se los trasladó a un campo abierto, algo apartado; allí se los situó en un agujero del suelo, y los rodearon dos de nuestros regimientos de caballería. Uno hacía tres días que había encontrado los cadáveres sanguinolentos y desjarretados de tres de sus miembros, a los que los guerrilleros de Moseby habían colgado de los árboles por los talones; al otro hacía poco también que le habían asesinado a doce hombres que se habían rendido, a los que luego habían colgado de los árboles por el cuello, con una inscripción burlesca, además, en el pecho de uno, un sargento. A aquellos tres y a estos doce, como digo, los habían encontrado los regimientos que ahora formaban, con los revólveres desenfundados, un ominoso cordón en torno a los prisioneros. Se los puso, a continuación, en el centro del agujero, se los desató y se les dijo, irónicamente, que se les iba a dar «una oportunidad de luchar por su vida». Algunos echaron a correr. Pero ¿para qué? Les llovieron balas de todos lados. En apenas unos minutos, los diecisiete cadáveres llenaban el agujero. Yo tenía curiosidad por saber si algún soldado de la Unión (al menos uno o dos de los más jóvenes) se abstendría de disparar a aquellos hombres indefensos. Pero no. Sin alegría, y sin apenas hablar, casi en silencio, todos contribuyeron con sus disparos.

Multiplicá lo anterior por veinte, o por cien; verificalo en cualquier circunstancia posible, en lugares y entre individuos distintos; iluminalo con las pasiones más espeluznantes —la del lobo, la del león que lame la sangre de sus presas para saciar la sed, la del volcán en erupción de la venganza del hombre por los hermanos y camaradas masacrados— y con el resplandor de las granjas incendiadas, y sus brasas negras —unas brasas completamente negras, y peores, en el corazón humano—, y los escombros humeantes, y tendrás una idea de lo que es esta guerra.



[1] Nota del traductor: John Singleton Mosby (1833-1916) —no Moseby, como escribe Whitman— fue un comandante de caballería de la Confederación, que se significó por sus acciones de guerrilla en la franja central del norte de Virginia. Se le llamaba «El fantasma gris».


Cf.:

Jerónimo Becker: Guerra de Secesión en los Estados Unidos
De 1861 a 1865 sufrieron los Estados Unidos una crisis gravísima que puso en peligro su existencia, amenazando con la división de aquellos en dos distintas nacionalidades que habrían sido forzosamente enemigas, manteniendo así en perpetua agitación la América del Norte. Aquí sus causas.

#inglés#en la guerra#guerra y paz