Voltaire: la guerra civil y sus costumbres
Cuando América se “descubrió” o cuando se reintegró al mapamundi, cualquiera sea la descripción o historia de tu preferencia, el tema entre pensadores se puso, lógicamente, de moda. Pero fueron pocos, entre los que nunca cruzaron el charco, los que buscaron profundidad de conocimientos. Los franceses fueron, quizá, los más interesados. Entre ellos, el que más fue Voltaire.
A Voltaire, que era muy curioso, le interesaba saber de todo, desde Chile hasta la China, desde Persia hasta el Paraguay. Este filósofo fue uno de los pocos en escribir, en su época, defensas y alabanzas del trabajo de los jesuitas, que fueron expulsados del Reino Español en 1767 (Voltaire tenía 73 años). Los jesuitas habían construido un imperio paralelo al español en América del Sur, un “triunfo de la humanidad” según nuestro pensador del día. Su salida, que fue una de las causas que gatilló las guerras de la independencia en este lado del planeta, fue decretada por el rey Carlos III de España, también Carlos I de Parma y Plasencia, Carlos VII de Nápoles, Carlos V de Sicilia.
Pero volvamos a París y a Voltaire, que tenía acciones en minas sudamericanas. En 1756 publicó una de sus mejores obras, que también es una de sus más conocidas (esto no siempre coincide); su título completo es: Ensayo sobre la Historia General y sobre las Costumbres y el Espíritu de las Naciones y sobre los Principales Hechos desde Carlomagno hasta Luis XIII. Carlomagno empezó su reinado el año 768, Luis XIII de Francia murió en 1643. Estamos hablando de que la obra es un tratado sobre historia general que cubre un período de 9 siglos. Es el resultado de poco más de 15 años de investigaciones que hizo en varias ciudades de Francia, Bélgica, Alemania y Suiza. No terminó nunca de revisarlo, ajustarlo y defenderlo, publicando nuevas ediciones hasta el año de su muerte, en 1778.
Su nombre más corto es Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones; más corto todavía es Ensayo sobre las costumbres. Está compuesto por 197 capítulos; el número 154 habla Del Paraguay. Del dominio de los jesuitas en aquella parte de la América; y de sus disputas con los Españoles y los Portugueses. Las misiones jesuíticas comienzan aquí su conquista más allá de lo geográfico. “El país de las misiones”, lo llama el francés. Alcide d'Orbigny, su coterráneo que nació en 1802, leyó el Ensayo y cayó presa de una ilusión que lo convertiría en alguien a quien “nada le faltaba para ser feliz”: explorar América, donde visitó las tierras que fueron de los jesuitas, los españoles y los portugueses. Cuando llegó a la misión jesuítica de Santo Corazón, la más oriental de las reducciones jesuíticas en la Chiquitania boliviana, le causó “un placer que no podría expresar. Con frecuencia había considerado un sueño alcanzar ese punto”. Santo Corazón, “confín del mundo”, era el “objetivo de su viaje por Bolivia”, porque quería llegar hasta el lugar más oriental de la República, “el centro del continente, a seiscientas leguas de las costas del gran océano y casi a igual distancia del océano Atlántico”. (Agradecemos a la historiadora cruceña Paula Peña por este dato, y por la conexión entre d'Orbigny y Voltaire.)
Voltaire, que habló de pueblos no europeos como pocas autoridades de su calibre lo había hecho en Europa hasta entonces, sacudió costumbres y despertó espíritus que ansiaban conocer otras naciones. Las Antillas, la India, la China, Persia, Brasil, Perú, los Mongoles, el Asia, los Tártaros, los Otomanos, el África, Marruecos (“también hubo allí guerras civiles como en otras partes”), las Provincias Unidas de los Países Bajos, Francia, Inglaterra, España... todo esto sólo en el tomo séptimo de la edición de 1827 de la Librería Americana de París, traducida al español por un tal D. J. J. (d'Orbigny acababa de pisar América). El tomo en cuestión va desde el capítulo 147, sobre Hernán Cortés, al 172, sobre el Concilio de Trento; así de variadas son sus expediciones mentales.
Para entrar en la materia que nos interesa en esta mini-serie, reproducimos líneas abajo extractos cortos de varios ensayos: lo que escribe Voltaire, en este tomo, sobre la guerra civil. Empezamos donde terminamos el capítulo anterior (todo está conectado): en la Guerra de los Ochenta Años, la de Flandes, la independencia de los Países Bajos de la corona española (1568-1648).
Autor: Voltaire
Libro: Ensayo Sobre las Costumbres y el Espíritu de las Naciones (1756)
Capítulo 164: Fundación de la república de las Provincias Unidas
(Año 1565) [El rey Felipe II de España] Quiso pues abolir todas las leyes, imponer contribuciones arbitrarias, crear nuevos obispos, y establecer la inquisición que no pudo hacer recibir ni en Nápoles ni en Milán. Los Flamencos son naturalmente buenos vasallos y malos esclavos, y el solo temor de la inquisición hizo más protestantes que todos los libros de Calvino, en un pueblo cuyo carácter no está seguramente dispuesto a las novedades ni a las variaciones. Los principales señores se reunieron primeramente en Bruselas a fin de representar sus derechos a la gobernadora de los Países Bajos, Margarita de Parma, hija natural de Carlos V [del Sacro Imperio Romano Germánico (el reino de Carlomagno), Carlos I de España]: sus juntas tenían en Madrid el nombre de conspiración, y: en los Países Bajos eran un acto legítimo. Es constante que los confederados no eran rebeldes, supuesto que enviaron al conde de Berg y al señor de Montmorenci-Montigny para que presentasen sus quejas al pie del trono en España. Solicitaban la separación del cardenal Granvelle, primer ministro, cuyos artificios temían. La corte envió al duque de Alba con tropas españolas e italianas y con la orden para emplear a un mismo tiempo los verdugos y los soldados. Lo que en otras partes podía haber apagado una guerra civil, fue precisamente lo que la hizo nacer en Flandes. Guillermo de Nassau, príncipe de Orange, llamado el Taciturno, fue casi él solo que pensó en tomar las armas, mientras que los demás pensaban en someterse.
Hay algunos espíritus soberbios y profundos, de una intrepidez tranquila y tenaz que se irritan por las dificultades. Este era el carácter de Guillermo el Taciturno, y el que tuvo su bisnieto el príncipe de Orange, rey de Inglaterra. Guillermo el Taciturno no tenía ni tropas ni dinero para resistir a un monarca como Felipe II, pero las persecuciones se lo proporcionaron. El nuevo tribunal establecido en Bruselas excitó la desesperación de los pueblos: los condes de Egmont y de Horn junto con dieciocho hidalgos fueron decapitados, y su sangre fue el primer cimiento de la república de las Provincias Unidas...
Capítulo 169: De la Reina María Estuardo [Mary Stuart, María I de Escocia]
Los desastres de la familia real de Escocia cayeron sobre la nación dividida en facciones producidas por la anarquía. El conde Murray fue asesinado por un partido que se aumentaba con el nombre de María: los asesinos entraron a mano armada en Inglaterra y cometieron algunos desórdenes en la frontera.
(Año 1570) Isabel [I de Inglaterra] envió luego un ejército para castigar a estos bandidos y para imponer respeto a la Escocia, e hizo elegir por regente al conde Lennox, hermano del rey asesinado [Enrique, el esposo de María]: en todos estos pasos solo se encuentra justicia y grandeza; pero al mismo tiempo se conspiraba en Inglaterra para libertar a la reina [María] de la prisión en que se hallaba [apresada por Isabel, su prima, porque Mary era católica y tenía derecho a reclamar el trono inglés]. El papa Pío V hacía fijar en Londres, muy indiscretamente, una bula por la cual excomulgaba a Isabel y alzaba el juramento de fidelidad que le habían prestado sus vasallos. Este atentado, tan familiar a los papas, tan horrible y tan absurdo, fue el que hirió el corazón de Isabel. Se quizo socorrer a María y la perdieron: las dos reinas negociaban a un mismo tiempo; pero la una elevada en el trono, y la otra desde el fondo de una prisión, y parece que María no se conducía con la reflexión que exigía su desgracia. La Escocia durante este tiempo se inundaba en sangre: los católicos y los protestantes hacían una guerra civil. (1571) El embajador de Francia y el arzobispo de san Andrés fueron hechos prisioneros, y este último ahorcado bajo la declaración de su propio confesor, que juró que el prelado se había acusado a él de haber sido cómplice en el homicidio del rey.
La gran desgracia de la reina María fue la de haber tenido amigos en su infortunio. El duque de Norfolk, católico, quiso casarse con ella, contando con una revolución y con el derecho de María a la sucesión de Isabel. En Londres se formaron partidos en su favor, muy débiles la verdad, pero que podían fortificarse con las fuerzas de España y las intrigas de Roma. Cortaron la cabeza al duque de Norfolk, a quien los pares condenaron a muerte por haber pedido socorros en favor de María al rey de España y al papa. (1572) La sangre del duque de Norfolk estrechó las cadenas de esta princesa desgraciada, pero un infortunio tan prolongado no desanimó a los partidarios que tenía en Londres, alentados por los príncipes de Guisa, por la Santa Sede, por los jesuitas, y principalmente por los españoles.
El gran proyecto era poner a María en libertad, y establecer la religión católica sobre el trono de Inglaterra que debía ocupar María. Se conspiró contra Isabel; y Felipe II [de España] preparaba ya su invasión: entonces la reina de Inglaterra, habiendo hecho morir a catorce conjurados, hizo jurar a María, su igual, lo mismo que si hubiera sido su vasallo...
Seguimos por la misma época, con las mismas peleas religiosas, y el orgullo jesuita. Vamos a un momento en que “la Francia estaba llena de singularidades de esta especie: los desórdenes de las guerras civiles habían destruido toda policía y todo decoro”. (A todo esto, Voltaire escribió un Ensayo sobre las guerras civiles de Francia, publicado en 1722, escrito originalmente en inglés).
Capítulo 171: De la Francia. Minoría de edad de Carlos IX
En los tiempos en que Teodoro de Beze y otros ministros venían a Poissy [1560-1563] a sostener solemnemente su religión [protestante], en presencia de una reina [Catalina de Médici] y de una corte en la que se cantaban públicamente los salmos de [Clément] Marot [protestante], llegaba a Francia el cardenal de Ferrara, legado del papa Paulo IV. Pero como él era nieto de Alejandro VI [papa nacido Rodrigo Borgia], por parte de madre, se desapreció su nacimiento más de lo que se respetó su dignidad y su mérito. Los lacayos insultaron a su cruciferario, y a su presencia se fijaban estampas que representaban la historia de los escándalos y de los crímenes de la vida de su abuelo. Este prelado llevó en su compañía al general de los jesuitas, Lainez, que no sabía una palabra de francés, y que disputaba en italiano en los diálogos de Poissy; Catalina de Médicis había hecho esta lengua familiar en la corte, y entonces influía mucho en la lengua francesa. Este jesuita en el diálogo tuvo el atrevimiento de decir a la reina que no le pertenecía el convocarle y que usurpaba los derechos del papa: sin embargo disputaba en esta asamblea que reprobaba, y dijo hablando de la Eucaristía, «que Dios estaba allí en lugar del vino, como un rey que él mismo se hace su embajador». Esta puerilidad excitó la risa, y su audacia con la reina produjo la indignación: las pequeñas cosas dañan mucho algunas veces, y según la disposición de los espíritus todo favorecía la causa de la nueva religión.
El resultado de los diálogos y de las intrigas que se siguieron fue un edicto por el cual los protestantes podían tener sus prédicas fuera de las ciudades, y este edicto de pacificación fue también un manantial de guerras civiles. El duque Francisco de Guisa, que ya no era teniente general del reino, quería siempre ser el señor; ya se había amistado con el rey de España Felipe II, y se hacía mirar por el pueblo como el protector del catolicismo ... El duque de Guisa, pasando cerca de Vassi, en las fronteras de la Champaña, encontró a los calvinistas que gozaban del privilegio del edicto, cantando pacíficamente sus salmos en una granja; sus criados insultaron a estos desgraciados; mataron cerca de sesenta, e hirieron y dispersaron a todos los restantes. Entonces se sublevaron los protestantes en casi todo el reino, y toda la Francia se hallaba dividida entre el príncipe de Conde y Francisco de Guisa. Catalina de Médicis flotaba entre los dos partidos, y en todas partes hubo asesinatos y robos. En aquel tiempo se hallaba en París con su hijo, y viéndose sin autoridad, escribió al príncipe de Conde que viniese a libertarla: esta carta funesta era una orden para continuar la guerra civil que se hacía con demasiada humanidad, siendo cada ciudad una plaza de guerra y las calles un campo de batalla.
[...]
Finalmente, en medio de tantas desolaciones, una nueva paz parecía que hacía respirar la Francia; pero esta paz no sirvió para otra cosa sino para preparar los asesinatos del día de san Bartolomé [año 1572]. Aquella espantosa mortandad se meditó y se preparó durante dos años, y se concibe difícilmente como una mujer del carácter de Catalina de Médicis, criada en los placeres, y a quien el partido hugonote [protestantes calvinistas] era el que le hacía menos sombra, pudo tomar una resolución tan bárbara; y aun admira más un horror semejante en un rey de veinte años [Carlos IX de Francia había dejado de ser menor de edad, tenía 22 años]. El partido de los Guisas tuvo mucha parte en esta empresa, y dos italianos que después fueron cardenales, Biragua y Retz, dispusieron los ánimos. Entonces se hacía un grande aprecio de las máximas de Maquiavelo, y particularmente de la que no debía cometerse un crimen a medias. La máxima de que nunca debería cometerse ningún crimen hubiera sido más política; pero las costumbres se habían hecho feroces por causa de las guerras civiles...
[...]
Si fuese posible que hubiese alguna cosa más deplorable que los asesinatos del día de san Bartolomé, es el que causaron la guerra civil en lugar de cortar de raíz los alborotos. Los calvinistas ya no pensaron en todo el reino sino en vender muy caras sus vidas. Se habían degollado sesenta mil de sus hermanos en plena paz, y quedaban cerca de dos millones para hacer la guerra, y así se siguieron nuevos asesinatos de una y otra parte. El sitio de Sancerre fue memorable: los historiadores dicen que los reformados se defendieron allí como los judíos en Jerusalén atacados por [el emperador] Tito: fueron vencidos como ellos y experimentaron las mismas extremidades, pues se refiere que un padre y una madre se comieron a su propia hija, y lo mismo se dice del sitio de París por Enrique IV [de Francia, Enrique III de España, Enrique de Navarra o de Borbón]...
Salgamos de las preguntas y de Europa, pero sigamos en el mismo siglo. Volvamos a América, al capítulo que habla De la conquista del Perú. (Año 1533) El rey Carlos V [o Carlos I de España] ya había recibido “treinta mil marcos de plata, y tres mil de oro en barras, y el peso de veinte mil marcos de plata, y dos mil de oro en obras del país”, pagados por Atahualpa, el último emperador inca, como rescate luego de ser secuestrado por los conquistadores españoles a la cabeza de Francisco Pizarro y Diego de Almagro. Este rescate había sido acordado y firmado, y el soberano había hecho traer la mayor cantidad de metales preciosos de todos los confines de su imperio para pagar su liberación. Pero Atahualpa había sido capturado en una trampa tendida por Pizarro, que lo había invitado a una reunión. En retrospectiva, ¿queda alguna duda de que nunca iba a ser liberado? Luego de pagar su rescate, Atahualpa fue juzgado por un consejo presidido por el mismísimo Pizarro, y al amanecer del día siguiente ya había sido condenado, y antes de la noche, ejecutado.
Como dato final, Atahualpa fue capturado cuando estaba camino al Cuzco a su coronación como emperador del Imperio Incaico, luego de derrotar en una guerra civil a su hermano Huáscar.
Capítulo 148: De la conquista del Perú
No se sabe si se debe admirar más el valor tenaz de los que descubrieron y conquistaron tantas tierras, como debe abominarse su ferocidad: el mismo origen, que es la avaricia, produjo tanto bien y tanto mal. Diego de Almagro marchó al Cusco por en medio de multitudes que era preciso separar, penetró hasta Chile por más allá del trópico de Capricornio, y por todas partes se tomaba posesión en nombre de Carlos V. Muy luego se introdujo la discordia entre los conquistadores del Perú, del mismo modo que había enemistado a Velásquez y a Hernán Cortés, en la América septentrional.
Diego de Almagro y Francisco Pizarro excitaron la guerra civil en el Cusco mismo, la capital de los Incas. Todos los reclutas recibidos de Europa se dividían y combatían en favor del jefe que elegían: tuvieron una acción sangrienta bajo los muros del Cusco, sin que los Peruvianos se atreviesen a aprovecharse de las pérdidas del enemigo común. Al contrario, había Peruvianos en cada partido, y peleaban a favor de sus tiranos: las multitudes de Peruvianos dispersos esperaban estúpidamente qué partido de los de sus destructores quedaría sometido, y cada uno no era sino de cerca de trescientos hombres. ¡Tanta es la superioridad que la naturaleza había dado en todo a los europeos sobre los habitantes del Nuevo Mundo! Al final Almagro fue hecho prisionero, y su rival Pizarro le hizo cortar la cabeza; pero este poco después fue asesinado por los amigos de Almagro...
Cf. de Conectorium:
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