Victoria Ocampo sobre Virginia Woolf
Cerramos ahora la mini-serie que trae alabanzas de un artista a otro, producto de encuentros en París. Lo hacemos con un escrito que empieza en París, pero se remonta a Londres: Victoria Ocampo sobre Virginia Woolf.
“Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo fue una escritora, intelectual, ensayista, traductora, editora, filántropa y mecenas argentina”. Nació en 1890, murió en 1978. Está enterrada en ese cementerio al que seguramente has ido a sacarte fotos si has estado en Buenos Aires, el de Recoleta. No se pueden nombrar aquí todos los premios y órdenes que recibió en vida, de variados países. En 1931 fundó la revista y también editorial Sur, hogar intelectual de algunas de las mentes más brillantes de la literatura del siglo 20, “De los que han venido a América, de los que piensan en América y de los que son de América”.
Pero Ocampo, y su labor, eran conocidas en todo el mundo (literario). Una vez, en 1934, “en Londres, Aldous Huxley me pasó a buscar con la vaga esperanza de que nos encontráramos allí con Virginia Woolf, a quien me presentaría. Ella salía muy poco y era difícil verla. Sin embargo, tuve suerte”.
Esto escribió Victoria Ocampo cuarenta años después de ese encuentro, en noviembre de 1974, en la novena y penúltima serie de sus Testimonios, que empezaron a publicarse en 1935. Esta obra, muy particular de ella, funciona también como una especie de serie autobiográfica. En esa su serie, cabe esperar, como en esta nuestra mini-serie, habla mucho de sus muchos viajes y de sus muchos encuentros con otros intelectuales.
A Virginia, Victoria le tenía un aprecio muy especial. Ocampo intentó que su amistad creciera y se profundizara, pero—ella misma admite—este deseo no fue correspondido. Intercambiaron varias visitas y un par de docenas de cartas. En ellas, la una alentaba a la otra a escribir—como lo hacía con otras mujeres que le expresaban su deseo de perseguir esta tarea—, y de hacerlo de forma autobiográfica, sobre su vida; la otra expresaba su deseo de hacerlo “más o menos bien, pero como una mujer”. En el intercambio se preguntaban, ¿qué hacés en París?
Pero en sus otras cartas, Woolf la describe a veces como “molesta e inoportuna” (también como “bella y sensual”). “Muy rica”, dice también variadas veces; quería comprarla con regalos especiales (como el que vas a ver a continuación) y orquídeas. Virginia le tuvo que pedir que los dejara de llevar y enviar. Eso no interrumpió la admiración de Ocampo, quien en 1954, 13 años después de la muerte de Woolf, escribe que la relación era “unilateral, pues yo la conocía y ella no a mí; pues ella existía inmensamente para mí y yo para ella fui una sombra lejana en un país exótico creado por su fantasía”. Todo esto empezó en aquel encuentro de 1934, y en el primer volumen de los Testimonios que largan con una Carta a Virginia Woolf, escrita poco después de aquél encuentro.
[Para saber más sobre esta relación, podés consultar este texto de Alicia Salomone en la Revista Chilena de Literatura (número 69, noviembre de 2006).]
Virginia Woolf, por su parte, por si hace falta hablar algo de ella, que fue una de las escritoras más grandes del siglo 20 y de la historia de la literatura, digamos lo recurrente en este trip: su relación con el modernismo (y habrá que dedicarle una mini-serie al modernismo): es una de las figuras más destacadas de este movimiento, sobre todo en su Gran Bretaña. La novela modernista tiene en ella una de sus luces más brillantes. Y es en su casa y la de su hermana Vanessa, cuando apellidaba Stephen antes de casarse con Leonard Woolf, donde surge el Círculo de Bloomsbury, en honor al barrio donde estaba la casa que hacía de centro y donde vivían la mayoría de sus miembros, miembros que fueron influyentes en el mundo londinense del arte y la literatura, miembros que publicaron en la editorial que fundó con su marido, parte fundamental del modernismo inglés
Te dejo con uno de los tantos textos de Victoria sobre Virginia. No sucedió en París, pero allí empieza el relato. Terminamos la mini-serie como la iniciamos: con un suicidio y el miedo a la idea de un inevitable dominio nazi, igual que el aquí mencionado Stefan Zweig. Todo está conectado.
Autora: Victoria Ocampo
Libro: Testimonios, novena serie (1975)
Reencuentro con Virginia Woolf (extracto)
Cuando llegué a París, el año pasado, una escritora francesa, Viviane Forrester, estaba haciendo una encuesta sobre Virginia Woolf. A esta encuesta la difundiría France Culture, en una serie de emisiones tituladas Le chemin de la connaissance [El camino del conocimiento]. Sobre Virginia hablaría su sobrino, Quentil Bell, hijo de Vanessa, la hermana tan querida. Hablaría John Lehmann, colaborador y socio de la Hogarth Press (la editorial de los Woolf). Hablaría Alix Strechey que, junto con su marido James, y Anna Freud, hija de Sigmund, tradujo para la Hogarth Press la obra entera de Freud. Hablaría Stephen Spender, y yo finalmente. Todos conocíamos a una Virginia distinta y sin embargo coincidente. A todos nos había fascinado. Todos o casi todos los testigos de Virginia eran ingleses, menos yo, que llegaba de tan lejos para asomarme a la vida de esta inglesa arisca y frágil.
Mis entrevistas con Viviane Forrester fueron largas. Desde luego, no hablamos todo el tiempo de Virginia. Lo que a Virginia se refería pasó por radio en París, hace meses. Tal vez les interese conocer las preguntas que me hicieron y cómo traté de contestarlas.
La primera pregunta fue: “¿En qué circunstancias conoció usted a Virginia Woolf?”
Contesté: Conocí a la señora Woolf en 1934, en una exposición del gran fotógrafo Man Ray, en Londres. Aldous Huxley me pasó a buscar con la vaga esperanza de que nos encontráramos allí con Virginia Woolf, a quien me presentaría. Ella salía muy poco y era difícil verla. Sin embargo tuve suerte. Llegó esa tarde a la exposición, con un gran sombrero adornado con plumas. Yo la miré con admiración. Ella me miró con curiosidad. Tanta curiosidad por una parte, y admiración por otra, que enseguida me invitó a su casa (que las bombas nazis iban a destruir pronto; yo la vi transformada en escombros en 1946, cuando Virginia ya se había suicidado). Lo primero que me llamó la atención en esta mujer fue su belleza. La belleza en ella empezaba, como diré... por el andamiaje, los huesos del rostro, las arcadas superciliares, la frente, la nariz, el mentón dibujados con una firmeza desmentida por la boca, dolorosamente vulnerable. La boca contradecía inocultablemente todo el resto de la cara, menos la mirada, cuando parecía perderse, desconsolada, en la lejanía. Esa mirada fue captada por una de las fotos de Gisèle Freund (esas fotos que me costaron un disgusto). A Vita Sackville-West, su amiga de siempre, la obsesionaba esa imagen, después de la muerte de Virginia. ¿Por qué no nos hemos dado cuenta de que estaba al borde del suicidio, ya?, me decía. Pero si bien es cierto que de pronto la mirada fija de esos ojos se anegaba en una marea de melancolía que la alejaba de cuanto la rodeaba (esto lo descubrí al conocerla), ella era también lo contrario de la melancolía: un fuego de artificio. Los seres y las cosas le interesaban demasiado para perder contacto con ellos. Los observaba con pasión. Los describía. Su palabra hablada, briosa, imprevista, galopada, como su palabra escrita, surgía espontánea, sin el menor dejo libresco, al parecer. Esta escritora que tan bien conocía su oficio hablaba menos de lo escrito que de lo vivido. Por lo menos así ocurrió conmigo. Era lo opuesto a un Borges, a quien le cuesta salir del radio de la literatura, y que si se desvía de ella no la pierde jamás de vista.
—De qué hablaron—me preguntó Viviane Forrester—. ¿De qué hablaron en ese primer encuentro?
Estábamos, como le dije, en una exposición, contesté. Ella, indiferente al vaivén, como si nos encontráramos en una isla desierta, empezó un verdadero interrogatorio sobre cosas aparentemente insignificantes. ¿Había muchas mariposas en la Argentina? (esto de las mariposas la maravillaba y la intrigaba). Supongo que habría leído en Darwin la descripción de una extraña invasión de mariposas que presenció a 10 millas de la bahía de San Blas. Me preguntó a qué jugaba en mi infancia, cuántas hermanas tenía, cómo era mi casa, cómo era el campo, qué impresión guardaba de Mussolini. Yo llegaba de Roma. Había hablado más de media hora en tête-à-tête con el Duce. Lo había interrogado sobre el papel de la mujer en el fascismo, conociendo y repudiando de antemano sus respuestas. A Virginia y a mí nos irritaba hasta la exasperación su manera—la de Mussolini—de relegar a la mujer a la condición de gallina clueca, sin más misión que la de multiplicar pollos para el matadero.
Le conté a Virginia que el Duce, galantemente, me había acompañado hasta la puerta del inmenso salón en que daba sus audiencias, y que me besó la mano al despedirse, como si estuviéramos en la corte de Versalles. No era un hombre antipático. Sus ideas sí lo eran. Sin apearse de ellas, trataba de ser amable (o trató ese día). Virginia comentó irónicamente: “He liked you, the beast”.
Viviane Forrester quiso saber, a renglón seguido, si mi correspondencia con Virginia continuó después de mi regreso a Buenos Aires.
Sí, le dije. Me hablaba en sus cartas de nuestras inmensas llanuras de un verde azulado. ¿Cómo se llaman?—agregaba entre paréntesis—. Han de ser impresionantes, como el ganado salvaje, decía. Y yo pensaba al leerla: ¡Santo Dios! Con el trabajo que les ha costado a nuestro estancieros criar vacas, toros, caballos, carneros dignos de figurar junto a los mejores de Inglaterra (de donde muchos provienen). Pero si te divierte imaginar las cosas así, Virginia, no me opongo. Ganado salvaje, hierbas verde azulado de la pampa, mariposas revoloteando en el aire. Virginia creaba una Argentina a su paladar.
Cada vez que salgo a la calle—me escribía—fabrico otro cuadro de Sudamérica. Sin duda se sorprendería usted mucho si pudiese ver su casa tal como yo la imagino y tal como yo la arreglo. Hace siempre calor y veo mariposas nocturnas sobre flores plateadas. Y todo eso en pleno día.
Y ¿qué más, qué más?, me preguntaba Viviane Forrester, insaciable. ¿Qué más? ¡Tantas cosas! Le contaré—dije—cómo recibió Virginia Woolf un regalo que le mandé y que usted ha visto en Monk’s House (el cottage de los Woolf en Sussex).
Milagrosamente, esa cosa tan frágil se salvó de las bombas y fue trasladada de Londres a Monk’s House. Las personas encargadas de llevar a Tavistock Square el paquete voluminoso fueron una prima mía y una institutriz inglesa, muy simpática. Ni una ni otra tienen aspecto que llame la atención por misterioso o raro. Pero con Virginia era difícil prever a qué clase de persona investiría con un misterio que de ella manaba, o que sus antenas captaban.
En esta ocasión, me escribe: “Two veiled ladies (subrayo porque jamás he visto a mi prima o a Miss May con velos), dos señoras misteriosas se presentaron en el hall de mi casa en momentos en que me despedía de una amiga ascendida a la encumbrada y ridícula situación de gobernador del Canadá. Quiero decir su marido, no ella. Estas señoras me entregaron un gran paquete y después de murmurar unas palabras musicales pero ininteligibles desaparecieron”. (Aquí haré una acotación. Mi prima habla inglés. Miss May era inglesa como Virginia. ¿Ininteligible? Sigamos, después de este paréntesis, a la autora de Orlando; su fantasía es más seductora que nuestra visión, por demás matter of fact.) “Puse—continúa—diez minutos en darme cuenta que se trataba de un regalo y que ese regalo era una caja llena de mariposas bajo vidrio. Nada podía ser más fantásticamente irreal (nada excepto usted misma, Virginia, pensé). Era una tarde destemplada de octubre y estaban componiendo la calle. Una hilera de lucecitas rojas marcaba el borde de la vereda deshecha y en medio de eso llegaron sus mariposas. Venían a comer unos amigos: Forster y alguien de la BBC. Durante toda la noche miré, olvidando a los comensales, las mariposas apoyadas en el respaldo de una silla, y pensé en las diferencias que existen entre dos mundos. Debo reconocer que ha tenido usted una ocurrencia extraordinaria. Y a pesar de mi bisabuelo puritano, no puedo desaprobar ni rechazar este espléndido regalo. Por consiguiente, he resuelto colgarlo de la pared sobre el retrato de mi adusto antepasado, con la mística esperanza de que un día lleguen a reconciliarse. Hasta el momento presente las mariposas llevan las de ganar”. Y agrega unos párrafos después: “¡Cómo la siento de lejos, o cómo me parece de hundida en el tiempo y el espacio! Lejos, en aquellas vastas llanuras verde azulado...”. Y de nuevo empieza a contarme cómo es de exótica la Argentina que ella imagina. Al final de la carta recomienda: “Si no recibe a menudo cartas mías, no crea que es por frialdad. Todo lo contrario. No soy una persona indiferente”.
En cuento a la historia de las fotografías tan impresionantes de Gisèle Freund (porque hubo toda una historia), mi empeño en que un buen fotógrafo la fotografiara fue mal interpretado por Virginia. Provocó el único malentendido que tuvimos a lo largo de nuestra amistad. Pero las fotos, fieles imágenes de su belleza en la madurez (ella no creía tenerla), bien valían ese disgusto y no me arrepiento. Le conté a Viviane Forrester ese desgraciado y feliz incidente. Una tarde de junio de 1939 iba yo en taxi por Piccadilly a despedirme de Virginia. El tráfico estaba imposible y el taxi se detuvo a la altura de la esquina de Fortnum & Mason. En otro taxi vi a Gisèle Freund y le hice señas para que se detuviera. Le grité: Gisèle, voy a ver a Virginia Woolf. Venga conmigo. Tiene que fotografiarla. Gisèle, encantada (estaba fotografiando a los grandes escritores y no había conseguido incluir a Virginia en su colección), pasó de su taxi al mío y seguimos viaje juntas. Cuando llegamos a Tavistock Square, Gisèle se quedó abajo y yo trepé hasta el living-room de Virginia. Le di un beso y le dije: “Discúlpeme. He traído sin avisarle a alguien que encontré por casualidad en la calle. Casualidad providencial. Es una gran fotógrafa. Permítale que la fotografíe, por favor”. Sentí inmediatamente que mi pedido caía mal. Virginia se puso tiesa, se empacó, diríamos nosotros. Pero al principio no percibí hasta qué punto llegaba su enojo. Mi conciencia estaba tranquila. Había sacrificado el placer de conversar a solas con ella porque me parecía indispensable que quedaran algunas buenas fotografías de ese momento de su vida.
La amenaza de una catástrofe pesaba sobre Europa y me hacía prever que mi vuelta a Londres no sería ni fácil, ni a breve plazo. Era necesario aprovechar la ocasión.
Virginia hizo subir a Gisèle y fijaron día para las fotos. Gisèle se fue y yo me quedé. Me quedé poco rato. Virginia estaba crispada y yo inhibida. Esta última entrevista se malogró totalmente por el asunto de las fotografías. Volvía a Buenos Aires y a poco de llegar recibí una carta muy dura de Virginia. No me perdonaba que la hubiese obligado a dejarse fotografiar por Gisèle (pues Gisèle la fotografió), sabiendo yo que ella detestaba eso; sabiendo que la sacaba de quicio. La carta era injusta. Yo no estaba al corriente de esa fobia. Llevé a Gisèle a Tavistock Square pensando en Virginia, no en mí, puesto que perder una oportunidad de hablar con ella en tête-à-tête era un gran sacrificio. Mi atrevimiento se justificaba porque era importante que quedara una buena foto de Virginia. A mi vez le escribí una carta muy seca. No tardó en llegar su contestación. Me pedía disculpas. Ella no sabía que yo no sabía. El tono había cambiado completamente. Era afectuoso. Me invitaba a que fuera a verla a su nueva casa en Mecklenbourg Square, si los aliados vencían al damned Hitler.
Con motivo de este enojo exagerado de Virginia, Viviane Forrester me preguntó si yo no había notado en ella alguna señal de desequilibrio.
La verdad que no, contesté. Tensiones las hay siempre en los seres sensibles como ella a la atmósfera del momento, a la presencia, a las palabras, a las reacciones de otros seres.
Desequilibrio no. Conmigo, lo repito, era un fuego de artificio. Se divertía contándome cosas y preguntándome otras. Me miraba como si algo extraño viera en mí. Esto me recordaba una salida de la condesa de Noailles, una noche que comimos con unos compatriotas, ella y Waldo Frank. Anna de Noailles decía todo lo que le pasaba por la cabeza y lo hacía adrede. Esa noche le describió a Frank cómo eran los Estados Unidos, donde ella jamás puso un pie. Le explicó que nosotras, las sudamericanas, no nos parecíamos nada a las norteamericanas. “Mire—insistía—a estas mujeres sentadas alrededor de esta mesa. Mírelas. Son pájaros de las islas (des oiseaux des îles). Las norteamericanas son bicicletas.” Nos reímos, pero Frank se rió a medias. En cuanto a eso de ser oiseaux des îles, pájaros de las islas, no estoy segura de que fuera del todo halagador. Frente a Virginia yo recordaba aquella definición. Sospecho que me miraba con la misma curiosidad que hubiese despertado en ella una tijereta o un tucán. Se me ocurre que Virginia al principio sentía cierto asombro al comprobar que yo podía articular palabras. Formaba parte de esa Argentina del ganado salvaje, de las mariposas y las llanuras verde-azulado por ella inventada. Me inventaba también a mí. Como dice Alix Strechey, Virginia trataba de tomar contacto con las personas, de adivinar lo que eran en realidad y llegaba, a veces, a las más extravagantes conclusiones. Conversar con ella era quedarse embobado oyéndola, dijera lo que dijese. Le gustaba hablar incluso de cosas tan materiales y caseras como la cocina. Pero inmediatamente la cocina y el quehacer doméstico se transformaban en otra cosa, como aquel zapallo del cuento de hadas transformado en carroza. Era dueña sin saberlo de una varita de virtudes. En cuanto, con esa varita, tocaba a personas o cosas, personas y cosas se remontaban como barriletes contra el viento, hacia las nubes. Sin embargo, en medio de toda esa fantasía poética y genial, era una excelente cocinera. Comí en su casa un pescado preparado por ella que nada tenía que envidiarle al de cualquier chef conocedor de su profesión. Me había invitado advirtiéndome que cocinaría ella porque su casera (que cumplía esta función) tenía a sus dos chicos enfermos. Sarampión.
En las últimas líneas escritas por Virginia en su Diario, cuatro días antes de suicidarse, se refiere a la cocina. “Estar ocupada—dice—es lo principal. Y ahora descubro con cierto alivio que son las siete; y tengo que preparar la comida. Merluza y picadillo de cerdo. Se me ocurre que es verdad; se adquiere cierto dominio sobre la merluza y el picadillo de cerdo cuando se escribe acerca de ellos.” Virginia temía volverse loca y se lo dice a su marido en la carta de despedida. Ese “estar ocupada en lo principal” significa para mí: “Lo principal es no tener tiempo para pensar. Lo principal es huir de Virginia”. Un poeta ya lo dijo: “The busy bee has no time for sorrow” [William Blake]. Y en cuanto a aquello de que se adquiere cierto dominio sobre la merluza y el picadillo de cerdo cuando se escribe acerca de ellos, viene a confirmar lo que siempre he visto en ella: escribir para Virginia era entrar en posesión del mundo por intermedio de su varita de virtud y transformar personas y merluzas transportándolas al reinado de su fantasía poética: una sublimación, se llamaría ahora.
Las preguntas de Viviane Forrester hubieran seguido horas. Estábamos encerrados en mi cuarto de hotel más bien chico, ella, un técnico de la Radio francesa y yo. Con las ventanas cerradas, para que no se oyeran en la grabación los ruidos de la calle. Yo me moría de calor. Salí de la entrevista y de mi cuarto como de un baño turco, pensando en Virginia, en esas últimas semanas de su vida, que debieron ser de tensiones insoportables. No olvidemos que Leonard Woolf, a quien tanto quería, era un judío abiertamente antinazi. Por eso tal vez escribe Virginia en su diario: “Vivimos sin un mañana. La nariz pegada a una puerta cerrada”. La idea de perder la guerra era para los Woolf la certidumbre de la muerte o de la separación. Se preparaban a no esperar que el enemigo les infligiera ese tormento. Escribe Leonard: “Hemos discutido, tranquilamente, con Virginia, lo que haremos en caso de que Hitler desembarque en estas costas. Lo menos que puede ocurrirme, por el simple hecho de ser judío, es recibir una tremenda paliza que me deje molido. Hemos decidido que cuando llegue la hora, no hay razón para seguir viviendo”. Pensaba suicidarse.
Nervios más templados que los de Virginia se desgastarían en esa pesadilla diaria: la que algunos hombres crean e imponen a otros. Bruno Walter decía a los Woolf: “Ustedes tienen que pensar en el estado en que se encuentra el mundo, es terrible, terrible. ¡Que tanta mezquindad y tanta estupidez sean posibles!... Esta Alemania que yo adoraba, con sus tradiciones y su cultura. Ahora no nos queda sino la vergüenza”. Refugiado en Brasil, Stefan Zweig se adelantó en el camino que se proponían seguir los Woolf.
He recibido la semana pasada, una carta de Nigel Nicolson, el hijo de Vita Sackville-West (director de una gran editorial). Me escribe: “Fue una sorpresa agradable recibir su inesperada visita. La he recordado mucho, antes de su llegada, porque sabía que Virginia Woolf le había escrito con frecuencia, y me alegró saber que usted conservaba sus cartas. Le agradecería de veras si pudiera mandármelas para publicarlas en nuestros volúmenes de la correspondencia de Virginia. Como le dije, la publicación tendrá varios tomos. El primero saldrá en 1975. Si hay alusiones que yo no llegue a entender en esas cartas, ¿me podría usted aclarar su sentido en una hoja aparte? Y también si Virginia no ha fechado sus cartas, decirme en qué época o año fueron escritas”.
Estas son las últimas noticias de los proyectos de publicaciones de la Hogarth Press. A juzgar por las cartas que tengo, las que Virginia les ha de haber escrito a otros amigos, parientes o colaboradores, serán de gran interés.
Quentin Bell, inteligente y sagaz, admirador de su tía, dice que Virginia sufría de que la consideraran una highbrow. No le gustaba que la catalogaran. La palabra highbrow es parienta de la palabra francesa précieuse, tan usada en la época de Molière. Tiene un matiz peyorativo. En todo caso, dice Quentin, no le iba mal a Virginia en el sentido de que era una intelectual.
Yo disiento. Desde luego. Virginia era una intelectual, por su cultura y por su inteligencia. Pero ese adjetivo, adecuado a un Caillois, a un Valéry, a un Borges (sin matiz peyorativo), no se lo aplicaría yo a ella. Es cierto que sabía griego y que cuando oye voces, en momentos en que entra en ese extraño territorio del que poco se sabe y que llamamos locura, oye que los pájaros hablan en griego. Esto parece la locura de un profesor erudito. Tres veces estuvo Virginia en los umbrales de ese territorio. En 1905 (cuando murió su madre), en 1914, y en 1941, cuando se suicidó. Se recordará que Septimus, en Mrs. Dalloway, oye en Hyde Park a un gorrión que lo llama por su nombre y le habla en griego. Septimus es el único personaje demente de Virginia. Y comprobamos que le presta experiencias propias. Septimus se suicida, en la novela, dieciséis años antes que Virginia.
Sostengo que Virginia era una highbrow, y sin embargo me consta que para ella lo principal era la cosa escrita. Lo ha repetido. Pero lo esencial para un intelectual no parece haber sido lo esencial para Virginia. Virginia era un poeta intuitivo que escribía en prosa. Como Mrs. Dalloway, “if you put her in a room with some one, up went her back like a cat’s; or she purred”. Clive Bell, su cuñado decía: “Para nosotros, lo importante en la vida es una aventura amorosa. Para ella, una mariposa que entra por la ventana”. Yo diría que lo importante era lo que su sensibilidad registraba de los hechos aparentemente insignificantes. A eso debía de referirse Leonard Woolf cuando afirma que Virginia tenía por momentos una visión de las cosas que en nada se parecía a la visión común.
We are led to believe a lie
When we see with not through the eye.
Como Blake, Virginia no veía nunca con sino a través de su ojo.
To see the world in a grain of sand.
And heaven in a wild flower;
Hold infinity in the palm of the hand,
And eternity in an hour...
Virginia, como Blake, veía el mundo en un grano de arena, y el cielo en una flor silvestre. Por eso llevaba el infinito en la palma de su mano y vivía la eternidad en una hora. Tal vez en un minuto. Para ella como para Blake, el infinito estaba en todas las cosas.
Londres, este verano, fue Virginia para mí, como lo había sido, aparte de todo lo demás, desde que la conocí. Londres era su ciudad. “I like walking in London”, decía Mrs. Dalloway, una mañana de junio, cuando entraba en una florería y cerraba los ojos para oler las alverjillas (sweet peas); cuando indecisa, como un precioso pájaro espantadizo, se posaba en una esquina para prepararse a cruzar la calle. Las campanadas de Big Ben le estaban repitiendo que era la hora del almuerzo y que la esperaban. Clarisa Dalloway, obediente a la voz conocida, volvió a su casa. Subió lentamente la escalera con la mano sobre la baranda. Llegó a su dormitorio, se quitó los pinches del sombrero y lo tiró sobre la cama. Era un sombrero con plumas, igual al que llevaba puesto Virginia cuando la vi por primera vez, hace casi cuarenta años, en Londres.
Noviembre de 1974
Cf. de Conectorium:
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