Una cita con la pálida muerte
Nietzsche escribió, respondiéndose a sí mismo: “Que en mis escritos habla un psicólogo sin igual, tal vez sea ésta la primera conclusión a que llega un buen lector, un lector como yo lo merezco, que me lea como los buenos filólogos de otros tiempos leían a su Horacio”. Y es que Quinto Horacio Flaco no solo fue uno de los más grandes poetas de la antigüedad romana, uno de los sátiros más renombrados de la historia, sino que también, hasta el día de hoy, se lo sigue usando como caso de estudio en estudios sobre el latín, sobre la rima, sobre la traducción...
Nació hijo de un esclavo liberto el año 65 a. C., murió poco antes de cumplir 57. A los pocos años de nacido, se dio el fallido intento de golpe de la conjuración de Catilina, que incluyó el fallido plan para asesinar a Cicerón. Cicerón y Horacio vivieron luego la dictadura y el asesinato de Julio César. En la subsiguiente guerra civil, ambos estuvieron del lado perdedor, el republicano. El bando de Casio y Bruto, llamados liberatores. En el lado ganador estaban Octaviano y Marco Antonio, enfrentados por el poder, hablando mal el uno del otro, desarmando y denunciando planes de asesinato. Cuando los dos se reconciliaron, y añadieron a Lépido al triunvirato, Octavio dio la espalda a Cicerón y permitió que Marco Antonio lo condenara a muerte. Cuando se volvieron a enfrentar, Octavianus mandó a Lépido al exilio y a Marco Antonio al suicidio. Marco Antonio murió en Alejandría en brazos de Cleopatra, y ella se quitó la vida pocos días después. Octavius se convertía en el fundador y primer emperador del Imperio Romano. Para terminar con la confusión sobre su nombre, eligió otro para su recuerdo imperial: Augusto.
Poco tiempo antes, cuando éste había perdonado a los republicanos derrotados, Horacio, nacido en una provincia al sur de la península, decidió retornar y rearmar su vida en Roma. Desde la pobreza trepó hasta la cumbre socioeconómica. Fue uno de los adulados de Gayo Mecenas, su gran amigo. Dice Ramón Bach Pellicer, en su traducción de las Meditaciones del emperador Marco Aurelio: “Mecenas, descendiente de una noble familia etrusca, amigo de Augusto, protector y amigo de los poetas Virgilio y Horacio”. Dice Voltaire: “Este Mecenas era la segunda persona del Imperio Romano, es decir, un hombre más importante y más poderoso que lo que es hoy el mayor monarca de Europa”. Su apoyo a las artes y los artistas ha sido inmortalizado en el lenguaje español, en el que llamamos mecenas a los individuos patrocinadores.
Horacio ha visto su figura inmortalizada en varios de sus versos, los que han sido tan repetidos, desde Séneca hasta hoy, que algunos son sinónimos o memes que explican situaciones enteras. Uno de ellos es su «pallida mors», la idea de la «muerte pálida», siendo mors la personificación latina de la muerte. “Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turre”, escribió Horatius Flaccus. Y la cita fue repetida sin descanso desde entonces, y ha llegado incluso hasta el vocabulario urbano del consumo de alcohol y drogas en el mundo latinoamericano contemporáneo: si «te pega mal», «te da la pálida».
El verso viene de la cuarta de sus Odas, una obra dividida en cuatro libros que abre con un poema a Mecenas, en el que podemos leer su carácter. Escribe Irene Vallejo3:
El siglo I a. C. fue una época de esperanza para los escritores. Ciertos títulos elegidos se copiaban y se distribuían por una geografía inmensa, integrándose en una red sin precedentes de bibliotecas públicas y privadas, así como de escuelas. Quizá por primera vez en la historia, los autores más aplaudidos tenían sólidos motivos para confiar en un largo porvenir. La condición para lograrlo, eso sí, era entrar en las listas. En uno de los pasajes más explícitos del ansia canónica romana, Horacio sugiere sin rodeos a su protector Mecenas que lo incluya en el pódium de los mejores: «Si me colocas entre los poetas líricos, tocaré con mi elevada frente las estrellas». Con el verbo inserere traducía el griego enkrínein —separar el grano de la paja, cribar—, metáfora que en el lenguaje de los bibliotecarios de Alejandría significaba seleccionar a un autor. Encantado de leerse, Horacio se consideraba un digno colega de los famosos nueve líricos griegos, y no dudó en compartir con sus lectores una opinión tan imparcial acerca de sí mismo. En el mismo libro de odas, asegura que sus poemas, escritos sobre frágiles hojas de papiro, sobrevivirán al metal y la piedra: «He concluido un monumento más duradero que el bronce y más alto que las regias tumbas de las pirámides, que no podrán destruir las lluvias persistentes, los fríos vientos ni el paso del tiempo con su serie innumerable de años. No moriré del todo».
A Horacio se lo ha tildado de adulador; con su labia compraba su futura gloria. La segunda de sus Odas la dedica al emperador Augusto, la tercera a la nave de Virgilio, y la cuarta del primer libro va para su amigo y político Lucio Sestio. Leamos esta carmen —en latín «poema» o «canto»; su plural Carmina titula originalmente las Odas— que es cortita, en la versión en verso que intenta ser fiel al género y la estructura original, hecha por el poeta y filólogo español Luis Alberto de Cuenca. En otra traducción, Alfonso Cuatrecasas resume el canto diciendo “que constituye un canto a la primavera. Al final del poema intenta persuadir a Sestio de que la vida es breve y ha de apresurarse a gozarla”. Fue publicada el año 23 a. C.
La agradable vuelta de la primavera y del céfiro hace desvanecer al riguroso invierno;
las máquinas arrastran las quillas secas;
y el ganado ya no goza en los establos, ni el labrador en el amor,
ni los prados blanquean con escarchas de nieve.
Ya la Citerea Venus guía los coros a la luz de la luna
y las hermosas Gracias, unidas a las Ninfas,
agitan alternativamente la tierra con su pie;
en tanto, el ardiente Vulcano examina las fábricas laboriosas de los Cíclopes.
Ahora es apropiado coronar la cabeza esplendente con verde mirto
o con la flor que producen las tierras poco compactas;
ahora también conviene hacer sacrificios para Fauno en los bosques umbríos,
ya reclame de cordera o prefiera de cabrito.
La pálida Muerte golpea con igual pie las cabañas de los pobres
y las torres de los reyes. ¡Oh Sestio afortunado!
La breve suma de la vida nos impide iniciar una larga esperanza.
En seguida la noche, los Manes de la leyenda
y la pequeña morada de Plutón te oprimirán;
en cuanto hayas partido hacia allí,
no sortearás con los dados la realeza en el vino,
ni admirarás al tierno Lícidas, por quien la juventud
toda está enardecida hoy y de quien las muchachas estarán enamoradas mañana.
Hay una anécdota famosa, apócrifa, de cuando Alejandro Magno se encontró con el cínico Diógenes. Dicen que lo vio removiendo una pila de huesos y le preguntó: «¿Qué hacés?». Diógenes le respondió: «Estoy buscando los huesos de tu padre, pero no puedo distinguirlos de los de un esclavo». Sobre lo mismo reflexionaba Marco Aurelio cuando escribía en sus Reflexiones: “Alejandro el Macedón y su mulero, una vez muertos, vinieron a parar en una misma cosa”. Tómese el tiempo que necesite el lector para recuperarse.
Continuamos. Así como uno a veces cree que sólo a uno se le ocurren ciertas cosas, o que sólo a uno le ocurren ciertas cosas, o que tales cosas pasan sólo ahora, o sólo en nuestro rincón del mundo, lo mismo sucede con las conexiones. Incluso esta conexión entre Marco Aurelio y Horacio no es original: ya escribió antes James Baldwin: “Vos pensás que tu dolor y tu angustia no tienen precedentes en la historia del mundo, pero después leés...”. Últimamente me veo tentado a concluir que, cuando personas con el mismo background leen los mismos textos, ven las mismas cosas, o pasan por las mismas situaciones —en fin, cuando experimentan y observan lo mismo, que puede no ser algo exactamente igual—, tienden a llegar a las mismas conclusiones. Y luego la inevitabilidad de ciertos actos, ciertos hechos, ciertos dichos, ciertos inventos. Y la necesidad de ampliar los conocimientos para hacer nuevas conexiones.
Escribía el filósofo y diplomático mexicano Antonio Gómez Robledo, a sus 82 años, en la introducción de su traducción de los Pensamientos de Marco Aurelio (1993):
No menor que la vivencia de la vida, la que tiene por base la antropología que acabamos de esbozar, es en Marco Aurelio la vivencia de la muerte, la gran niveladora que, como le había enseñado Horacio, pasa por igual por las cabañas de los pobres y los encumbrados palacios de los reyes:
Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres...
Pensamientos análogos abundan en las máximas de nuestro emperador, como en la siguiente:
«Alejandro de Macedonia y su almocreve, una vez muertos, encuéntranse en la misma situación: o reabsorbidos ambos en las razones seminales del mundo, o dispersos por igual en los átomos» (VI, 24).
O bien:
«Cerca está el tiempo en que te habrás olvidado de todos y todos te habrán olvidado... La gloria póstuma es el olvido» (VII, 21).
«¿Qué resta de todo aquello?» se pregunta a sí mismo, evocando las pompas imperiales que le rodearon a él y a sus precursores, y se contesta luego: «Todo es humo y polvo y fábula, y a veces ni esto siquiera» (XII, 27).
Hay otro factor aún que contribuye a acendrar la melancolía de que está transido este libro (uno de sus encantos, por cierto, aunque encanto sombrío) y es la uniforme repetición, la eterna monotonía de todo cuanto acontece:
«Quien ha visto lo presente ya lo vio todo, lo que fue desde la eternidad y lo que será por siempre, ya que todo tiene el mismo linaje y la misma forma» (VI, 37).
Y en una de sus comparaciones favoritas:
«El mismo tedio que te dan los espectáculos del anfiteatro y lugares análogos, por ver siempre las mismas escenas, lo sufrirás en todo el curso de tu vida. De arriba abajo, en efecto, las cosas son siempre las mismas y por las mismas causas» (VI, 46).
Marco Aurelio era un sabio. Conoció la naturaleza humana. Supo que una vida era tiempo suficiente para ver el teatro completo.
Guerras, pandemias, intrigas políticas que llevan a la cárcel y la muerte de los adversarios, luchas ideológicas, fanatismos, chismes, traiciones, lealtades, compasión, el poder del amor, el nudo en la garganta, el nudo en el estómago, la ansiedad, la melancolía, el poder del compañerismo, la solidaridad, la indiferencia, la deferencia de los aduladores, las ratas saltando del barco que se hunde, las cárceles de oro, la lucha por la libertad, la servidumbre de unos para que otros vivan con lujo, los enamorados del poder, los anónimos del bien hacer, las rebeliones ingenuas y las genuinas, el ingenio en su máxima expresión. Si llamamos, grosso modo, «filosofía» al estudio o la observación de estas cosas —filosofía en el sentido antiguo, no en el académico actual; amor por la sabiduría y práctica de vida, intento de comprensión de la naturaleza humana para que lo que ocurre no nos destruya el espíritu y más bien intentemos elevarlo—, nada nuevo puede decir un observador el día de hoy. La tarea del escritor, decía María Zambrano, es “descubrir el secreto y comunicarlo”. Cada mensajero de cada época y entorno escribe, en principio, para la gente de su tiempo y su lugar. Por eso los best sellers de cada época son sus libros nuevos, no los viejos, aunque en el fondo se digan las mismas cosas. “Todas las cosas ya han sido dichas, pero como nadie escucha, siempre hay que empezar de nuevo”, escribió André Gide.
Borges, un especialista en rehistoriar la historia, en su ensayo El tiempo circular (1943), repite el susodicho VI, 37 de Marco Aurelio, y nos dice que “en tiempos de auge la conjetura de que la existencia del hombre es una cantidad constante, invariable, puede entristecer o irritar; en tiempos que declinan (como éstos), es la promesa de que ningún oprobio, ninguna calamidad, ningún dictador podrá empobrecernos”. En otro escrito político, El tema del traidor y del héroe, repite el teatro del asesinato de Abraham Lincoln, y en su cuentito La trama, leemos:
Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de una estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Junio Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: «¡Tú también, hijo mío!» Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.
Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que muere para que se repita una escena.
Constantemente se repiten las escenas. Y los pensamientos ajenos. Y las frases ajenas. Y ya lo dijo Oscar Wilde: “el pasado es la clave del futuro”; lo dijo párrafos antes de recitar párrafos Tucídides, en los que el antiguo griego decía: “Los sufrimientos que la revolución acarreó a las ciudades fueron muchos y terribles, como los que han ocurrido y ocurrirán siempre mientras la naturaleza humana siga siendo la misma”. La uniformidad de la naturaleza humana hace innecesario aclarar de qué revolución está hablando. No por nada repetimos que «la historia se repite».
Y tanto se repetía, quizás monótonamente, la pálida muerte igualadora de Horacio que, catorce siglos después de Marco Aurelio, Cervantes la incluye en la sátira de su prólogo del Quijote:
En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino hacer, de manera que venga a pelo, algunas sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscarlos, como será poner, tratando de libertad y cautiverio:
Non bene pro toto libertas venditur auro.
Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con:
Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
Regumque turres.
Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros luego al punto por la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem dico vobis: diligite inimicos vestros. Si tratáredes de malos pensamientos, acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae. Si de la instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:
Donec eris felix, multos numerabis amicos,
Tempora si fuerint nubila, solus eris.
Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.
Éste, según la nota número 56 de la edición del Quijote del Instituto Cervantes y la editorial Crítica Barcelona, dirigida por Francisco Rico, no lo dijo Horacio, sino que viene de “las Esópicas o del Romulus (III, 14: De cane et lupo) en la versión de Galtero el Inglés”. Una nota complementaria a esta nota dice que “se trata de una cita que se aprendía en la escuela y cuya misma familiaridad hacía difícil precisar quién lo dijo.”
Los latinicos se pusieron tanto de moda que varios bibliógrafos y bibliófilos han escrito recopilaciones de citas. Un ejemplo es el del italiano Giuseppe Fumagalli, quien publicó en 1895 un tesoro di citazioni llamado ¿Quién lo dijo? El libro es un tesorito dividido por temas, en los que Fumagalli pone las citas tejidas dentro de su investigación. “Bellísima imagen”, dice de la de Horacio sobre la pálida muerte. El libro fue tan popular que la edición a la que tengo acceso, que data de 1921, es la séptima. Se publicó incluso una octava edición antes de su muerte en los albores de la Segunda Guerra Mundial.
Cervantes, tres siglos antes, se burlaba de los autores que buscaban justificarse excesivamente con las palabras de otros, de la moda o la norma de la citación repetitiva: “En fin, señor y amigo mío —escribía— yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan; porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos”.
José Cadalso, en sus Cartas marruecas, reusando el estilo de las Cartas persas de Montesquieu, rehusando la costumbre y remezclando la burla de Cervantes, dieciséis décadas después de éste, publicaba otra sátira sobre la moda de usar latinicos. Y lo hizo recopilándolos. Sin quererlo como Fumagalli, dejó una lista de tesoritos. En la carta número 67, leemos que escribe (extraigo algunos renglones):
Este tal, trabando conversación conmigo sobre los libros y papeles dados al público en estos años, me dijo: —He visto varias obrillas modernas así tal cual... Una cosa les falta, sí... les falta en la cabeza de cada párrafo un texto latino sacado de algún autor clásico, con su cita y hasta la noticia de la edición con aquello de mihi entre paréntesis; con esto el escrito da a entender al vulgo, que se halla dueño de todo el siglo de Augusto materialiter et formaliter. ¿Qué tal? Y tomó doble dosis de tabaco, sonriose y paseó, me miró, y me dejó para ir a dar su voto sobre una bata nueva que se presentó en el paseo. Quedé solo, raciocinando así: este hombre, tal cual Dios lo crió, es tenido por un pozo de ciencia, golfo de erudición y piélago de literatura; ¡luego haré bien si sigo sus instrucciones! Adiós, dije yo para mí; adiós, sabios españoles de 1500, sabios franceses de 1600, sabios ingleses de 1700; se trata de buscar retazos sentenciosos del tiempo de Augusto, y gracias a que no nos envían algunos siglos más atrás en busca de renglones que poner a la cabeza... Fuime a casa, y sin abrir más que una obra encontré una colección completa de estos epígrafes. Extractélos, y los apunté con toda formalidad; llamé a mi copiante y le dije:
—Mire Vm., don Joaquín, Vm. es mi archivero, y digno depositario de todos mis papeles, papelillos y papelones en prosa y en verso. En este supuesto, tome Vm. esta lista, que no parece sino de motes para galanes y damas; y advierta Vm. que si en adelante caigo en la tentación de escribir algo para el público, debe Vm. poner un renglón de éstos en cada una de mis obras, según y conforme venga más al caso, aunque sea estirando el sentido.
Si se me ofrece, que creo se me ofrecerá, alguna disertación sobre lo mucho superficial que hay en las cosas, ponga Vm. aquello de Persio:
Oh curas hominum! quantum est in rebus inane!
Dios me libre de escribir de amor, pero si tropiezo en esta flaqueza humana, y ando por estos montes y valles, bosques y peños, fatigando a la ninfa Eco con los nombres de Amarilis, Aminta, Servia, Nise, Corina, Delia, Galatea y otras, por mucha prisa que yo le dé a Vm., no hay que olvidar lo de Ovidio:
scribere jussit Amor.
Si me pongo alguna vez muy despacio a consolar algún amigo, o a mí mismo, sobre alguna de las infinitas desgracias que nos pueden acontecer a todos los herederos de Adán, sírvase Vm. poner de muy bonita letra lo de Horacio:
aequam memento rebus in arduisservare mentem.
Cuando yo declame por escrito contra las riquezas, porque no la tengo, como hacen otros (y hacen menos mal que los que declaman contra ellas y no piensan sino en adquirirlas), ¡qué mal hará Vm. si no pone, hurtándoselo a Virgilio, que lo dijo en una ocasión harto serio, grave y estupendamente:
quid non mortalia pectora cogis,auri sacra fames!
Cuando publiquemos, mi don Joaquín, la colección de cartas que algunos amigos me han escrito en varias ocasiones (porque hoy de todo se hace dinero), Horacio tendrá que hacer también esta vez el gasto y diremos con él:
nil ego praetulerim jucundo sanus amico.
El primer soberano que muera en el mundo, aunque sea un cacique de indios entre los apaches, como su muerte llegue a mis oídos, me dará motivo para una arenga oratoria sobre la igualdad de las condiciones humanas respecto a la muerte, y vuelta en casa de Horacio en busca de:
pallida mors aequo pulsat pedepauperum tabernas, regumque turres.
Volvemos a los de Fumagalli, quien en su búsqueda de la fuente del Non bene pro toto libertas venditur auro citado por Cervantes —en español: “la libertad no se vende ni por todo el oro del mundo”, o “la libertad no se vende bien por todo el oro”, o “no hay oro suficiente para pagar la venta de la libertad”—, lo atribuye también, a través de la investigación de Leopold Hervieux, a Galtero el Inglés. O Gualtiero Inglese, o Gualterus Anglicus, o Gualterio Ánglico, quien, como José Cadalso, también Joseph Cadalzo, Joseph Cadahalso, Josef Vazquez, por ser un ser ante-globalización, tiene varios nombres. Walter el inglés, como es conocido ahora, y quien antes de ser reconocido por Hervieux era nombrado como Anonymus Neveleti, fue quien probablemente produjo, alrededor de 1175, una versión latina en verso de algunas fábulas que Esopo habría escrito en prosa, en griego antiguo, alrededor del siglo 6 a. C.
Leamos la fábula de El lobo y el perro, que es cortita, de Αἴσωπος, Esopo, o Aesopus, traducida de la traducción al inglés de Laura Gibbs de 2020, con la adición final que hace William Caxton en 1484. No hay tiempo para hablar del porqué de esta decisión y la cantidad de traducciones, remixes y minucias de estas fábulas, porque no es que tengamos una fuente original de escritos de este tal Esopo que vivió entre finales del siglo 7 a. C. y mediados del siglo siguiente, y que era lo que eran los fabulistas de entonces: un storyteller. Quizás hoy su trabajo se hubiera hecho viral en YouTube, Instagram y TikTok.
Ah, dos cosas más: Horacio tomó de las fábulas de Esopo temas y referencias para sus poesías; Esopo fue un liberto, un esclavo liberado, como el padre de Horacio.
Un perro cómodo y regordete se encontró con un lobo. El lobo le preguntó de dónde había sacado tanta comida para crecer y engordar tanto. «Es un hombre», respondió el perro, «quien me da toda esta comida para comer». El lobo entonces le preguntó: «¿Y qué pasa con esa mancha que tenés en el cuello? El perro respondió: «Mi piel está pelada por el collar de hierro que mi amo forjó y me puso en el cuello». El lobo se burló del perro y le dijo: «¡Entonces guardate tus lujos! No quiero tener nada que ver con eso, si mi cuello tiene que rozar contra una cadena de hierro».
Por tanto, no hay mayor riqueza que la libertad,
Pues la libertad es mejor que todo el oro del mundo.
Porque, fuera del rigor del mundillo académico por las fuentes originales de las que bebemos, por respetar su memoria y su labor, este trabajo, loable, no sirve para nada. ¿Para qué sirve saber quién dijo qué, cuándo y dónde, si no nos ayuda a reflexionar? Como escribió Epicuro —según la traducción de José Vara en el fragmento D 54 de su edición de las Obras completas, 1995, Ediciones Cátedra, Madrid—: “Vano es el discurso de aquel filósofo por quien no es curada ninguna afección del ser humano”.
Lo que nos interesa aquí es darnos cuenta, como el monstruo de Frankenstein cuando leía libros —especialmente el Paradise Lost de Milton—, de que no estamos solos en nuestros problemas ni en nuestros éxitos. Ni estamos abandonados ni somos los únicos.
Nos pasamos la modernidad resaltando el valor de nuestra individualidad, persiguiendo la libertad, pero, ¿qué tan libres somos? Si estamos condicionados por nuestros genes, nuestra cultura, nuestro ambiente, lo que leímos, lo que vivimos, lo que aprendimos, lo que viajamos, la gente con la que nos relacionamos, las cosas que odiamos, lo que amamos, la comida que ingerimos, lo que consumimos, las cosas que descubrimos, los errores que nos marcaron, nuestros idealismos, nuestros caprichos, nuestros deseos y los muchos o pocos medios que tenemos para lograrlos. Ya Borges lo dijo mejor: “No estoy seguro de que yo exista, en realidad. Soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado. Todas las ciudades que he visitado, todos mis antepasados...”
En la misma entrevista dice que no sabe nada porque no sabe ni la fecha de su muerte; desconoce a la pallida mors. Estamos marcados por todo lo que hicimos y lo que nos pasó, tanto como por lo que no hicimos y lo que no nos pasó. Eso le dice Horacio a su amigo: viví, que la vida es una y es corta. “Es muy corta y desasosegada la vida de aquellos que olvidan las cosas pasadas, descuidan las presentes, abrigan temores del porvenir: cuando llegan al final, comprenden tarde los pobres cuánto tiempo han estado ocupados en no hacer nada”; palabras de Séneca mientras escribe Sobre la brevedad de la vida.
Pero hay cierta ironía —y acaso fue a propósito— en que Cervantes le atribuya el “Non bene pro toto libertas venditur auro” a Horacio. Porque, Horacio, ¿era libre? Más parece que era servicial, y que vivía en una cárcel de oro; dependía de los favores imperiales, luego, no podía opinar políticamente con total libertad. Quien ha domesticado un animal sabe el precio que el animal paga por la seguridad que recibe. El mismo precio pagamos nosotros para huir de la inestabilidad. Igual que los animales, sabemos lo que no está permitido. Y aunque no la sufrimos físicamente, nuestra libertad sufre también una castración.
La libertad de expresión, si se nos permite, es un lujo recientemente adquirido en las sociedades liberales y democráticas; lo que ahora demandamos como un derecho no era posible hasta hace muy poco: el voto universal, sin discriminar ni raza, ni sexo, ni situación socioeconómica, es una realidad joven, tiene apenas algunas décadas. Y sin embargo la damos por sentada.
En fin, al fin y al cabo, Horacio surgió de la nada y supo jugar el juego para poder hacer lo que más le gustaba. Quizás la verdadera libertad reside en conocer muy bien cómo jugar este breve juego que llamamos vida.
Fumagalli incluye el verso susodicho en su capítulo 42 sobre Libertad, servidumbre. En el capítulo 46 se cita con la Muerte. “Morir antes que esclavos vivir”, dice el himno boliviano, en un eco del lema de la República de Ragusa, o Dubrovačka Republika en croata, que adoptó como motto el “Non bene pro toto libertas venditur auro” apenas un par de siglos después de su publicación. Esta región tenía por capital a Ragusa, hoy llamada Dubrovnik, parte de Croacia y capital de Westeros en Game of Thrones, donde se llama King's Landing. La república se independizó de Venecia en 1358, y por más de cuatro siglos luchó por su autonomía hasta que cayó en las garras de Napoleón en 1808. No hay tiempo para describir las luchas en las que estuvo metida antes, durante y después, hasta recientemente. Como con las buenas citas, su posesión fue motivo de disputa.
La fabulita de Esopo —si es que realmente existió y si es que él la escribió— la leímos en colegio y la aprendimos de memoria sin entender de qué trataba. La consideramos para niños, pero carga cosas pesadas como una cruz. Para escribirla y reescribirla, sobre todo en verso, hay que conocer la esclavitud y la servidumbre, la cárcel del buen sueldo, de mantenerse dentro de la herencia, de mantenerse dentro del favor de quien nos paga la manutención, de no hacer nada frente al autoritarismo político de algún megalómano con tal de que nos evite la crisis económica y social, o de no hacer nada por miedo a verle la cara a la pálida muerte.
Nihil novum sub sole, como dicen que dijo el rey Salomón hace tres mil años en el Eclesiastés, al menos según la traducción de San Jerónimo de la Biblia. Desde los tiempos de Esopo y Horacio hasta ahora, miles de años después, nada ha cambiado en nuestra esencia. El miedo sigue siendo el mayor paralizador. Y donde hay poder, hay lucha para conseguirlo. Si pasa en las cosas más insignificantes como en las directivas de colegio, de equipos de fútbol, de grupos de amigos; si sucede en las empresas, donde los empleados constantemente se ponen zancadillas para trepar uno encima del otro; ¿cómo no va a suceder en la política? Ha sucedido siempre, sucede hoy, sucederá siempre.
Hay una historia ilustrativa a bordo del barco holandés Batavia. Cuando encalló en 1629 cerca de Australia y los sobrevivientes tuvieron que empezar una sociedad desde cero en un territorio virgen, los líderes de su tripulación lucharon por el poder, huyeron, se persiguieron, asesinaron a mucha gente, se delimitaron territorios, se guerreó entre islas, se estableció un código civil, se desterró a criminales, se condenó al dictador y secuaces a muerte, y hubo algún liberador, que sobrevivió intentos de asesinato. Todo esto en una sociedad que inició con menos de 300 personas.
A lo largo de la historia, incontables son los intentos fallidos de asesinato de candidatos políticos, y los que no han fallado también. Para un pantallazo de toda la historia bastan los ejemplos de la corta vida de los Estados Unidos, la cuna y la capital mundial de la democracia, según dicen. Como las fábulas de Esopo, la historia se reescribe constantemente, pero siempre termina igual.
Linaje literal
Cita a:
Nietzsche, Ecce Homo, ¿por qué escribo yo libros tan buenos?, 5
Meditaciones de Marco Aurelio, traducción de Ramón Bach, nota 130 en el libro 8.
Voltaire, Diccionario Filosófico, artículo Ceremonias, títulos, preeminencia, etc.
Irene Vallejo, El infinito en un junco, parte 1, Canon: historia de un junco, capítulo 42.
Virginia Woolf, To the Lighthouse, parte 1, capítulo 6.
James Baldwin citado por Jane Howard en Doom and glory of knowing who you are, Revista Life, 24 de mayo de 1963.
André Gide, Introducción a Le Traité du Narcisse (Théorie du symbole).
Borges, entrevista con José Luis A. Fermosel, El País, 25 de septiembre de 1981.