Thomas Jefferson: yo también soy epicúreo

Contexto Condensado

Vamos con una joya que, por lo menos hasta el momento en que la publicamos, no podés encontrar en español en ningún otro lugar en internet: una carta de Thomas Jefferson, el tercer presidente de los United States, uno de los Founding Fathers y el redactor de la Declaración de Independencia Americana.

En esta epístola, le escribe, ya con 76 años, a su antiguo secretario, William Short, a quien consideraba “su hijo adoptivo”, y que luego de trabajar con Jefferson hizo carrera diplomática en Europa, representando a los Estados Unidos. En la misiva, Jefferson se declara: “yo también soy epicúreo”. Como lo fueron Bruto y Casio, a quienes Cicerón, gran crítico de Epicuro, censuraba por este “gusto”. También lo hacía en sus cartas con su amigo y editor Ático. En esta carta, Jefferson critica a Cicerón por esta postura, y critica también la “hipocresía y el teatro” del estoicismo, sobre todo a Epicteto, duro crítico de Epicuro. También le da durísimo a Platón (de quién dice que hasta Sócrates se quejó), y a la sectas de fanáticos cristianos que tergiversaron y malversaron “la moralidad más sublime que haya salido jamás de los labios del hombre”, la de Jesús. Los clubs de fans son siempre la cosa más insoportable del mundo, y terminan haciendo más daño que bien a pensadores.

En la época en que Roma fue la capital del mundo, entre el apogeo del poder de su república y de su imperio, en palabras de Anatole France, “los romanos de esos días mezclaban las ideas de Epicuro con las de Zenón de Citio”. Edward Gibbon dice, en su Historia de la caída del Imperio Romano, que “la autoridad de Platón y Aristóteles, de Zenón y Epicuro todavía reinaba en las escuelas”. Habían escuelas antagónicas, pero, por lo general, la población, como siempre y como es natural, mezclaba lo que convenía de cada uno. Y, como es natural, se criticaba lo que no gustaba. Séneca—a quien Jefferson también alude—, por muy estoico que era, y por muy crítico de la búsqueda de placer, no se cansó de citar a Epicuro, sobre todo en sus Cartas a Lucilio. Ya lo hemos visto aquí. Como también lo hemos visto en Marco Aurelio. Como lo vamos a ver en Jefferson, que saca una cita que casi que resume lo que Epicuro—“nuestro maestro”, como le dice a Mr. Short—plasmó en su Carta a Meneceo.

Transportémonos a octubre de 1819, dos siglos atrás, a un Thomas Jefferson retirado, ya habiendo asumido la realidad del mundo, 10 años después de haber ejercido la presidencia de Estados Unidos, presidencia durante la cual intentó traducir a Epicteto para publicarlo junto con Epicuro.

La traducción que leés líneas abajo la hicimos aquí, porque la única que se ha publicado de las cartas y la autobiografía de Jefferson (trabajo de Antonio Escohotado y Manuel Sáenz, 1987), de la cual robo algunas frases, no me termina de llenar.

Ahora, para cerrar, tanto hablar de Epicuro, ¿qué enseñaba este griego en su escuela donde se admitía a todo el mundo (cosa que generaba rechazo en la sociedad y en críticos posteriores)? Jefferson nos deja un esbozo de programa, de syllabus. Y deja todo claro.
Autor: Thomas Jefferson (1743-1826)

Carta a William Short

Redactada en 1819

Monticello, 31 de octubre de 1819

Estimado señor: Su favor del día 21 ha sido recibido. Mi enfermedad reciente, en la que tiene usted la bondad de sentir interés, fue producida por una estenosis espasmódica del ilion, que me sobrevino el 7 del mes corriente. La crisis fue breve, al cuarto día pasó favorablemente, y me habría curado pronto si no fuera por una dosis de calomelanos y jalapa, en los que no había más que ocho o nueve granos de los primeros, trajo una salivación. De esto, sin embargo, no queda nada más que un poco de irritación en la boca. He podido volver a montar a caballo desde hace tres o cuatro días.

Así como usted dice de sí mismo, yo también soy epicúreo. Considero que las doctrinas genuinas (no las imputadas) de Epicuro contienen todo lo que hay de racional en la filosofía moral que nos han dejado Roma y Grecia. Epicteto, ciertamente, nos ha dado lo que había de bueno en los estoicos; todo lo demás, lo de sus dogmas, es hipocresía y teatro. Su mayor crimen estuvo en sus calumnias de Epicuro y la tergiversación de sus doctrinas; en las que lamentamos ver el carácter cándido de Cicerón participando como cómplice. Difuso, insípido, retórico, pero encantador. Su prototipo, Platón, elocuente como él mismo, distribuyendo misticismos incomprensibles para la mente humana, ha sido deificado por ciertas sectas que usurpan el nombre de cristianas; porque, en estos conceptos nebulosos, encontraron una base de oscuridad impenetrable donde erigir invenciones propias igualmente delirantes. Estas se las atribuyeron, blasfemamente, a aquél a quien aclamaban como su fundador, pero que hubiera renegado de ellas con la indignación que tan justamente excitan tales caricaturas de su religión.

De Sócrates no tenemos nada genuino salvo en las Memorabilia de Jenofonte; porque Platón le hace uno de sus interlocutores meramente para cubrir sus propias fantasías bajo el manto de su nombre; una libertad de la que, según nos dicen, se quejó el propio Sócrates. Séneca es ciertamente un buen moralista, desfigurando su obra de a ratos con algunos estoicismos, y recurriendo mucho a la antítesis y el punto, sin embargo dándonos en conjunto una gran cantidad de moralidad muy sólida y práctica. Pero el más grande de todos los reformadores de la religión depravada de su propio país fue Jesús de Nazaret. Extrayendo lo que es realmente suyo de la basura en la que está enterrado, fácilmente distinguible de la escoria de sus biógrafos por su brillo, y tan separable de eso como el diamante del estercolero, encontramos los esbozos de un sistema con la moralidad más sublime que haya salido jamás de los labios del hombre; esbozos que lamentablemente no vivió para completar.

Epicteto y Epicuro dan leyes para gobernarnos a nosotros mismos, Jesús el suplemento de los deberes y de la caridad que debemos a los demás. El establecimiento del carácter inocente y genuino de este moralista benévolo, y el rescate de la imputación de impostura que ha resultado de los sistemas artificiales inventados por sectas ultracristianas, no justificadas por ninguna sola palabra jamás pronunciada por él, son objetivos de lo más deseables, y a ellos ha dedicado exitosamente Priestley sus labores y sus conocimientos. Con el tiempo, es de esperar, practicará una discreta eutanasia de las herejías de la intolerancia y el fanatismo que durante tanto tiempo han triunfado sobre la razón humana, perjudicando tan general y profundamente a la humanidad; pero esta labor debe iniciarse aventando la paja de los historiadores de su vida y separándola del grano.

A veces he pensado en traducir a Epicteto (que nunca ha sido tolerablemente traducido al inglés) añadiéndole las genuinas doctrinas de Epicuro de los Syntagma de Gassendi, y un extracto de los Evangelistas de lo que sea que lleve el sello de la elocuencia y la delicada imaginación de Jesús. Esto último lo intenté con demasiada premura hace unos doce o quince años. Fue un trabajo de sólo dos o tres noches, en Washington, después de terminar la tarea vespertina de leer las cartas y los periódicos del día. Pero con un pie en la tumba, estos proyectos son vanos para mí. Lo mío es entretener el tedio de una vida que declina, como me esfuerzo en hacer, con las delicias de los textos clásicos y las verdades matemáticas, y con el consuelo de una filosofía sólida, indiferente por igual a la esperanza y al temor.

Me tomo la libertad de señalarle que no es usted un verdadero discípulo de nuestro maestro Epicuro, al complacer la indolencia a la que dice está cediendo. Uno de sus cánones, usted lo sabe, era que “la complacencia que procura un mayor placer o produce mayor dolor debe evitarse”. Su amor al reposo conducirá, al desarrollarse, a la suspensión del ejercicio sano, a la relajación de la mente, a la indiferencia de todo lo que le rodea, y finalmente a una debilidad corporal y a una torpeza mental, que son lo más alejado de la felicidad que garantiza la bien regulada complacencia de Epicuro; la fortaleza es, ya sabe, una de sus cuatro virtudes cardinales. Nos enseña a enfrentar y superar las dificultades; no a huir de ellas como cobardes; y a huir, además, en vano, porque nos alcanzarán y detendrán en cada vuelta de nuestro camino.

Sopese bien este asunto; prepárese; tome asiento con Correa, y venga a conocer la mejor porción de su país, que, si no lo ha olvidado, aún no conoce, porque ya no es el mismo que cuando lo conoció. Añadirá mucho a la felicidad de mi recuperación poder recibir a Correa y a usted, y probar la estima que tengo por ambos. Venga también a ver nuestra incipiente Universidad, que ha avanzado con gran actividad este año. Al final del próximo, tendremos un elegante alojamiento para siete profesores, y el año siguiente a los profesores mismos. No se recibirá ningún personaje secundario entre ellos. O los más capaces que América o Europa puedan proporcionar, o ninguno en absoluto. Ellos nos darán la sociedad selecta de una gran ciudad separada de las disipaciones y frivolidades de sus efímeros insectos.

Me alegra que el busto de Condorcet se haya salvado y esté tan bien colocado. Su genio debe estar ante nosotros; mientras que el lamentable, pero singular acto de ingratitud que empañaron sus últimos días, puede ser dejado atrás.

Dejaré debajo de esto un esquema de las doctrinas de Epicuro, en un estilo algo lapidario, que escribí hace unos veinte años, uno análogo de la filosofía de Jesús, de casi la misma edad, es demasiado largo para ser copiado. Vale, et tibi persuade carissimum te esse mihi.


Esquema de las doctrinas de Epicuro

Físicas.— El eterno Universo.
Sus partes, grandes y pequeñas, intercambiables.
Sólo Materia y Vacío.
El movimiento inherente a la materia que es pesada y declinante.
Circulación eterna de los elementos de los cuerpos.
Los dioses, un orden de seres inmediatamente superiores al hombre, disfrutando en su esfera, su propia felicidad; pero que no se mezclan en los problemas del nivel inferior de seres.

Moral.— Felicidad, meta de la vida.
Virtud, fundamento de la felicidad.
Utilidad, prueba de la virtud.
Placer, activo e indolente.
Indolencia es la ausencia de dolor, la verdadera felicidad.
Actividad, consiste en movimiento agradable; no es felicidad, sino el medio para producirla.
Por tanto, la ausencia de hambre es artículo de felicidad; comer, el modo de obtenerlo.
El summun bonum es no sufrir dolores del cuerpo, ni penurias de la mente.
Es decir, indolencia de cuerpo, tranquilidad mental.
Para alcanzar la tranquilidad mental debemos evitar el deseo y el temor, las dos principales enfermedades de la mente.
El hombre es un agente libre.
La virtud consiste en 1. Prudencia. 2. Templanza. 3. Fortaleza. 4. Justicia.
A lo que se oponen, 1. Desvarío. 2. Deseo. 3. Temor. 4. Engaño.


Cita a:

Epicuro: Sobre la felicidad
Cuando decimos que el placer es la única finalidad, no nos referimos a los placeres de los viciosos y libertinos, como afirman algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo con ella o la interpretan mal, sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma.

Referencia a:

Epicteto: Contra epicúreos y académicos
Si alguien viene y te dice: «date cuenta de que no hay nada conocible, todo es incierto», o te viene otro con «créeme: no hay que creer en ningún hombre»; u otro con «aprende de mí que no es posible aprender; yo te enseñaré». ¿En qué difieren de éstos los que a sí mismos se llaman académicos?

Nombra a:

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