Sobre Camus y el final de la Peste *
...el lento retorno a las actividades «normales», el final de la cuarentena, el contraste entre el dolor de quienes todavía sufren y la alegría de los desafectados, la oposición entre la algarabía que comenzaba a inundar las calles y las casas que mantenían todavía las persianas cerradas
Capítulo 2 de la serie Sobre la Vacunación.
Albert Camus murió el 4 de enero de 1960 en un accidente automovilístico, un día después de declarar:
“Morir en un accidente de auto es una muerte imbécil”.
Hizo este comentario un día después de la muerte del ciclista Fausto Coppi, pentacampeón del Giro de Italia y bicampeón del Tour de France, de quien los medios reportaron erróneamente—cómo no—que había muerto atropellado. Luego se corrigió que Coppi había muerto víctima de una malaria o una tifoidea mal curada que contrajo en Burkina Faso. Y el 2002 Il Corriere dello Sport “destapó” la (no comprobada) historia de que había muerto envenenado, por una venganza.
Coppi murió a los 40, Camus a los 46. Camus, el crítico de la falta de rigor en la información y la introspección, el impulsor del absurdismo de nuestra existencia, encontró el final físico de la suya en un final absurdo, cuya paradoja se ve acrecentada por más detalles. El accidente ocurrió luego de que se les reventara una llanta en una recta—ya todos saben cómo se maneja en una recta, no importa si llueve—, y se estrellaran contra un árbol. Quien conducía era su editor, Michel Gallimard, que falleció cinco días más tarde; los otros dos pasajeros del auto, la esposa y la hija de Gallimard, iban en el asiento trasero y apenas sufrieron contusiones. De Floc, el perro de los Gallimard—un skye terrier—, nunca se supo el destino. Camus planeaba regresar de Lourmarin a París en tren, con su esposa y sus hijos, pero aceptó la invitación y la insistencia del editor a último momento: en el bolsillo de su pantalón se encontró el ticket de tren, sin uso.
El enero de Camus era un enero frío, lluvioso, y así lo muestra en su segunda novela, La Peste (1947). En la quinta y última parte, el escritor describe los sentimientos encontrados de la población al verse cerca el final de la plaga: el lento retorno a las actividades “normales”, el final de la cuarentena, el contraste entre el dolor de quienes todavía sufren y la alegría de los desafectados, la oposición entre la algarabía que comenzaba a inundar las calles y las casas que mantenían todavía las persianas cerradas. En un pasaje describe un enero parecido al nuestro, salvo por algunos detalles:
“…una esperanza insensata se desataba, de tal modo que nuestros conciudadanos no se daban a veces cuenta de ello y afirmaban con precipitación que, en todo caso, la liberación no sería para el día siguiente. Y así fue; la peste no se detuvo al otro día, pero a las claras se empezó a debilitar más de prisa de lo que razonablemente se hubiera podido esperar. Durante los primeros días de enero, el frío se estabilizó con una persistencia inusitada y pareció cristalizarse sobre la ciudad. Sin embargo, nunca había estado tan azul el cielo. Durante días enteros su esplendor inmutable y helado inundó toda la ciudad con una luz ininterrumpida. En este aire purificado, la peste, en tres semanas, y mediante sucesivos descensos, pareció agotarse, alineando cadáveres cada día menos numerosos. Perdió en un corto espacio de tiempo la casi totalidad de las fuerzas que había tardado meses en acumular. Viendo cómo se le escapaban presas enteramente sentenciadas, cómo se exacerbaba en ciertos barrios durante dos o tres días, mientras desaparecía totalmente en otros, cómo multiplicaba las víctimas el lunes, y el miércoles las dejaba escapar casi todas; viéndola desfallecer o precipitarse se hubiera dicho que estaba desorganizándose por enervamiento o cansancio y que perdía, al mismo tiempo que el dominio de sí misma, la eficacia matemática y soberana que había sido su fuerza. El suero de Castel empezó a tener, de pronto, éxitos que hasta entonces le habían sido negados. Cada una de las medidas tomadas por los médicos, que antes no daban ningún resultado, parecieron inesperadamente dar en el clavo. Era como si a la peste le hubiera llegado la hora de ser acorralada y su debilidad súbita diese fuerza a las armas embotadas que se le habían opuesto.”
Nuestro enero de 2022 ve la misma luz que los ciudadanos de Albert; la disparidad surge en que el número de nuestros casos resurgen, pero el número de nuestros muertos también desciende—lo que implica que más mortales se mantienen con vida. Nuestra disparidad en el porcentaje de muertos versus contagiados radica también en que nuestro “suero de Castel, empezó a tener, de pronto, éxitos”. Pero la verdadera diferencia, más allá de la ficción de la novela y la realidad que hemos vivido—que va más allá de cualquier ficción—, radica en un último intento de Camus por reconciliar al ser humano con la virtud. Describe, en su fantasía:
“Al mismo tiempo hubo también señales de optimismo, se registró una sensible baja en los precios. Desde el punto de vista de la economía pura, este movimiento no se podía explicar. Las dificultades seguían siendo las mismas, las formalidades de cuarentena habían sido mantenidas en las puertas y el aprovisionamiento estaba lejos de mejorar. Se asistía, pues, a un fenómeno puramente moral, como si el retroceso de la peste repercutiese por todas partes.”
Lo que sucede hoy en día, “desde el punto de vista de la economía pura”, tiene perfecto sentido, y la moral y la ideología no resisten los embates de la realidad y de la Naturaleza, que no reconoce ni ética, ni méritos, ni justicia, ni teoría. Asumo que Alberto intentaba, una vez más, demostrar el absurdo del mundo que nos inventamos. Y espero que este grande y gran admirado, que este ateo “exhausto y desilusionado”, descanse en paz y que de Dios goce.
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