Simone de Beauvoir: el papel reproductor de la mujer (y el aborto)
Se acaba de terminar la 2da. Guerra Mundial y la humanidad empieza a actuar en consecuencia a la barbarie de la que acaba de ser juez, parte y observador. Surgen los mea culpas y las preguntas existenciales. Se piensan todo tipo de cambios, utopías y movimientos. El activismo asoma el torso y lo hace también la democracia. Se populariza y se esparce la noción de Naciones-Estado, y surgen nuevas constituciones donde la mujer, recién desde hacen pocas décadas, puede votar—si es que puede, porque todavía falta largo trecho por recorrer. Es en este contexto en el que, en 1949, Simone de Beauvoir publica una de las mejores producciones filosóficas del siglo 20, y una de las más revolucionarias de la Historia. Siguiendo la línea trazada por Mary Wollstonecraft 160 años antes—nombrada directamente en la lectura que viene—, en Francia, de Beauvoir marca otro punto de inflexión en la historia del lugar de la mujer en la sociedad.
El Segundo Sexo es tan fuerte que rápidamente es vetado e incluido en el Índice de Libros Prohibidos. Y, como con toda prohibición, su tráfico y contrabando se convierte en dulce popular. Bajo el radar y en muchos casos, de forma anónima, las traducciones de la obra empiezan a poblar continentes. La primera traducción al español, se cree, se realiza en Buenos Aires, en 1954, por Pablo Palant. Esta es la que se conoce incluso en España, tierra de traductores, hasta 1999, año en el que surge una fractura: en Buenos Aires, nuevamente, Juan García Puente (Editorial Sudamericana) reproduce el trabajo; y en España lo hace Alicia Martorell (Cátedra). Esta última tiene un sendo prólogo de Teresa Lopez Pardiñas, “especialista en Beauvoir”, e incluye toda la bibliografía posible. Una joya académica para curiosos de conexiones, anécdotas y notas. Los dos hombres, por decisión propia o editorial, inexplicablemente, dejan fuera capítulos y análisis enteros, acortando poco pero afectando mucho el carácter del extenso ensayo. Pero no voy a ahondar en esto porque el análisis de las traducciones ya lo hizo Elena Ganón Garayalde, máster en Estadística, el año 2019 en un trabajo que no creo que encuentre rival. Podés leer su Breve Relato de las Trabas Políticas y Editoriales que Impidieron una Correcta Traducción y Divulgación de «El Segundo Sexo», aquí.
Vuelvo a la Europa de los años inmediatos al final de la segunda parte de la Gran Guerra Mundial. Imaginate esa sociedad, confundida, todavía no sabiendo si ser liberal o liberal, que es una palabra que en política tiene dos—o más—sentidos. Extraigo de ahí una historia y un análisis sobre la mujer en “su papel reproductor” en la sociedad, y lo que viene a ser un mini-ensayo, dentro de este largo ensayo, sobre el aborto. No he leído a nadie que explique esta historia mejor que de Beauvoir. Y algunos de los datos que lanza, poco más de 70 años después, siguen siendo actuales. Más estadísticas podés encontrar en el primer capítulo de nuestra serie sobre el aborto, de la cual éste es su cuarto capítulo, coincidiendo en el número de capítulo (de la segunda parte) del que extraemos esta lectura, traducida por Juan García. ¿Y por qué no por Alicia Martorell? Porque García traduce la premonición de Simone, “actualmente, las reivindicaciones de la mujer van a adquirir todo su peso”, y Alicia escribe que “en la actualidad, las reivindicaciones de la mujer acabarán perdiendo todo su peso”. Simone escribió: “À présent les revendications de la femme vont prendre tout leur poids”. La elección de la traducción se cae por su propio peso.
En 1971 de Beauvoir publica el Manifiesto de las 343, o Manifiesto por el Aborto Legal, firmado por ella y otras 342 mujeres que habían abortado, apodadas, lógicamente, “sinvergüenzas”, por ponerlo educadamente.
Autora: Simone de Beauvoir
Libro: El Segundo Sexo (1949)
Segunda Parte: Historia
Capítulo V (extracto)
...Uno de los problemas esenciales que se plantean a propósito de la mujer, según hemos visto ya, es el de la conciliación de su papel reproductor con su trabajo productivo. La razón profunda que en el origen de la Historia consagra a la mujer a las faenas domésticas y le prohibe participar en la construcción del mundo, es su sometimiento a la función generadora. En las hembras de los animales hay un ritmo entre el celo y las estaciones que asegura la economía de sus fuerzas; por el contrario, entre la pubertad y la menopausia, la Naturaleza no limita la capacidad de gestación de la mujer. Ciertas civilizaciones prohiben las uniones precoces; se citan tribus indias donde se exige que se asegure a las mujeres un reposo de dos años, por lo menos, entre parto y parto; pero en conjunto, y durante numerosos siglos, la fecundidad femenina no ha sido reglamentada. Existen desde la Antigüedad[1] prácticas anticonceptivas, generalmente para uso de la mujer: pociones, supositorios, tampones vaginales; sin embargo, tales prácticas constituían un secreto de prostitutas y médicos; quizá ese secreto fuera conocido por aquellas romanas de la decadencia a quienes los escritores satíricos reprochaban su esterilidad. Sin embargo, la Edad Media las ignoró; no se halla traza de ellas hasta el siglo XVIII. Para multitud de mujeres, la vida en aquella época era una ininterrumpida serie de embarazos; hasta las mujeres de costumbres alegres pagaban con numerosas maternidades sus licencias amorosas. En ciertas épocas, la Humanidad ha experimentado la acuciante necesidad de reducir el número de la población; pero, al mismo tiempo, las naciones temían debilitarse; en las épocas de crisis y de miseria, se lograba una disminución del índice de nacimientos mediante el retraso de la edad de los solteros para contraer matrimonio. La regla general era casarse joven y tener tantos hijos como la mujer pudiese traer al mundo; únicamente la mortalidad infantil reducía el número de los hijos vivos. Ya en el siglo XVII, el abate De Pure[2] protesta contra «la hidropesía amorosa» a la que están condenadas las mujeres; y madame de Sévigné recomienda a su hija que evite embarazos demasiado frecuentes. Pero es en el siglo XVIII cuando se desarrolla en Francia la tendencia malthusiana. Primero las clases acomodadas y luego el conjunto de la población estiman razonable limitar el número de hijos de acuerdo con los recursos de los padres, y los procedimientos anticonceptivos empiezan a introducirse en las costumbres. En 1778 el demógrafo Moreau escribe: «Las mujeres ricas no son las únicas que consideran la propagación de la especie como un engañabobos de los viejos tiempos; y esos funestos secretos, desconocidos para todo animal que no sea el hombre, han penetrado ya en el campo; se engaña a la Naturaleza hasta en las aldeas.»
La práctica del coitus interruptus se extiende primeramente entre la burguesía, después en las poblaciones rurales y entre los obreros; el preservativo, que ya existía como antivenéreo. se convierte en un anticonceptivo que se propaga ampliamente, sobre todo después del descubrimiento de la vulcanización, hacia 1840.[3] En los países anglosajones, se autoriza oficialmente el birth control, y se han descubierto multitud de métodos que permiten disociar estas dos funciones en otro tiempo inseparables: la función sexual y la función reproductora. Los trabajos de la medicina vienesa, al establecer con precisión el mecanismo de la concepción y las condiciones que le son favorables, han sugerido también las maneras de evitarla. En Francia están prohibidas la propaganda anticonceptiva y la venta de pesarios, tampones vaginales, etc.; mas no por eso está menos difundido el birth control.
En cuanto al aborto, no está autorizado en ninguna parte por las leyes. El Derecho romano no acordaba protección especial a la vida embrionaria; no consideraba al nasciturus como un ser humano, sino como una parte del cuerpo materno. Partus antequam edatur mulieris portio est vel viscerum.[4] En tiempos de la decadencia, el aborto era una práctica normal, y, cuando el legislador quiso estimular los nacimientos, no se atrevió a prohibirlo. Si la mujer rehusaba el hijo contra la voluntad del marido, este podía hacer que la castigasen: pero era su desobediencia lo que constituía delito. En el conjunto de la civilización oriental y grecorromana, el aborto es admitido por la ley.
Ha sido el cristianismo el que ha trastocado en este aspecto las ideas morales, al dotar de un alma al embrión; entonces el aborto se convirtió en un crimen contra el feto mismo. «Toda mujer que hace de modo que no pueda engendrar tantos hijos como podría tener, se hace culpable de otros tantos homicidios, lo mismo que la mujer que trata de herirse después de la concepción», dice San Agustín. En Bizancio, el aborto no comportaba sino la relegación temporal; entre los bárbaros, quien practicaba el infanticidio no era censurado más que en el caso de que hubiera sido perpetrado con violencia, contra la voluntad de la madre: se le redimía mediante el pago del precio de la sangre. Los primeros Concilios, sin embargo, decretan contra este «homicidio» las penas más severas, cualquiera que sea la edad presunta del feto. Se plantea, no obstante, una cuestión que fue objeto de infinitas discusiones: ¿en qué momento penetra el alma en el cuerpo? Santo Tomás y la mayor parte de los autores fijaron la animación hacia los cuarenta días para los niños y hacia los ochenta para las niñas; entonces se introdujo una distinción entre el feto animado y el feto inanimado. En el curso de la Edad Media, el libro penitencial declara: «Si una mujer encinta hace perecer su fruto antes de los cuarenta y cinco días, sufrirá una penitencia de un año. Si lo hace al cabo de sesenta días, será de tres años. En fin, si el niño ya está animado, deberá ser tratada como homicida.» No obstante, el libro añade: «Existe gran diferencia entre la mujer pobre que destruye a su hijo por las dificultades que le cuesta alimentarlo y la que no persigue otra finalidad que ocultar el crimen de fornicación.» En 1556, Enrique II publicó un célebre edicto sobre el encubrimiento del embarazo; el simple encubrimiento era castigado con la muerte, y de ello se deducía que, con mayor motivo, la pena debería aplicarse a las maniobras abortivas; en realidad, el edicto se dirigía contra el infanticidio, pero fue aprovechado para dictar pena de muerte contra los autores y cómplices del aborto. La distinción entre feto animado e inanimado desapareció hacia el siglo XVIII. Al finalizar el siglo, Beccaria, cuya influencia fue considerable en Francia, postuló en favor de la mujer que rehusa tener hijos. El código de 1791 excusa a esta, pero castiga a sus cómplices a «veinte años de hierro». La idea de que el aborto es un homicidio desaparece en el siglo XIX, cuando más bien se le considera un crimen contra el Estado. La ley de 1810 lo prohibe rotundamente, so pena de reclusión y de trabajos forzados para la mujer y sus cómplices; de hecho, los médicos lo practican siempre que se trata de salvar la vida de la madre. Por lo mismo que la ley es demasiado severa, los propios jurados cesan de aplicarla hacia finales de siglo; no había más que un número ínfimo de arrestos, y se absolvía a las cuatro quintas partes de los acusados. En 1923, una nueva ley prevé todavía los trabajos forzados para los cómplices y autores de la intervención, pero castiga a la mujer solamente con prisión o multa; en 1939, un nuevo decreto se dirige especialmente contra los técnicos, a quienes no les será ya concedido ningún sobreseimiento. En 1941, el aborto ha sido declarado crimen contra la seguridad del Estado. En los demás países, es un delito sancionado con una pena correccional; en Inglaterra, empero, es un crimen de felony castigado con prisión o trabajos forzados. En general, códigos y tribunales se muestran mucho más indulgentes con la mujer que con los cómplices. La Iglesia, sin embargo, no ha atenuado en nada su rigor. El Código de Derecho Canónico promulgado el 27 de marzo de 1917 declara: «Quienes procuraren el aborto, sin exceptuar a la madre, una vez conseguido su propósito, incurren en excomunión latae sententiae reservada al ordinario.» No se puede alegar ninguna razón, ni siquiera el peligro de muerte que haya corrido la madre. Todavía recientemente el papa ha declarado que, entre la vida de la madre y la del hijo, es preciso sacrificar la primera: en efecto, al estar bautizada, la madre puede ganar el cielo —curiosamente, el infierno jamás interviene en tales cálculos—, mientras que el feto está destinado al limbo a perpetuidad.[5]
Solo durante un breve período ha estado oficialmente autorizado el aborto en Alemania antes del nazismo y en la URSS antes de 1936.[6] Sin embargo, y pese a la religión y las leyes, ocupa en todos los países un lugar considerable. En Francia se cuentan todos los años de ochocientos mil a un millón —o sea, tantos como nacimientos—, siendo casadas los dos tercios de las mujeres que los sufren, muchas de las cuales ya han tenido uno o dos hijos. A despecho de los prejuicios, las resistencias y las supervivencias de una moral caduca, se ha asistido, pues, al paso de una fecundidad libre a una fecundidad dirigida por el Estado o los individuos.
Los progresos de la obstetricia han disminuido considerablemente los riesgos del parto; los dolores del alumbramiento están en camino de desaparecer; en estos días —marzo de 1949—, se ha decretado en Inglaterra el empleo obligatorio de ciertos métodos de anestesia; dichos métodos ya son generalmente aplicados en Estados Unidos y empiezan a difundirse en Francia. Por medio de la inseminación artificial se corona la evolución que permitirá a la Humanidad dominar la función reproductora. Tales cambios tienen inmensa importancia, sobre todo para la mujer, que puede reducir el número de sus embarazos, integrarlos racionalmente en su vida, en lugar de ser su esclava. A su vez, la mujer, en el curso del siglo XIX, se emancipa de la Naturaleza, conquista el dominio de su cuerpo. Sustraída en gran parte a las servidumbres de la reproducción, puede asumir el papel económico que se le ofrece y que le asegurará la conquista de su persona toda entera.
En virtud de esos dos factores, participación en la producción y manumisión de la esclavitud de la reproducción, se explica la evolución de la condición de la mujer. Como Engels lo previera, su estatuto social y político tenía necesariamente que transformarse. El movimiento feminista esbozado en Francia por Condorcet, en Inglaterra por Mary Wollstonecraft en su obra Vindication of the Rights of Women y adoptado de nuevo por los sansimonianos en los inicios del siglo, no había alcanzado el éxito, puesto que carecía de bases concretas. Actualmente, las reivindicaciones de la mujer van a adquirir todo su peso. Se harán oír en el seno mismo de la burguesía. Como consecuencia del rápido desarrollo de la civilización industrial, la propiedad de bienes raíces se encuentra en retroceso con respecto a la propiedad mobiliaria: el principio de la unidad del grupo familiar pierde su fuerza. La movilidad del capital permite a su tenedor, en lugar de ser poseído por su fortuna, poseerla sin reciprocidad y poder disponer de ella. A través del patrimonio era como la mujer estaba sustancialmente vinculada a su esposo: abolido el patrimonio, los cónyuges no están ya sino yuxtapuestos, y los mismos hijos no constituyen un lazo de una solidez comparable a la del interés. El individuo va a afirmarse así contra el grupo; esta evolución es particularmente espectacular en Norteamérica, donde triunfa la moderna forma del capitalismo: el divorcio florecerá, y marido y mujer no aparecen ya sino como asociados provisionales. En Francia, donde la población rural es importante, donde el código napoleónico ha puesto bajo tutela a la mujer casada, la evolución será lenta. En 1884 se restablece el divorcio, y la mujer puede obtenerlo en caso de que el marido cometa adulterio; sin embargo, en el terreno penal, se mantiene la diferencia de sexos: el adulterio solo es delito si lo comete la mujer. El derecho de tutela, concedido con restricciones en 1907, no es plenamente conquistado hasta 1917. En 1912 se autoriza la indagación de la paternidad natural. Hay que esperar hasta 1938 y 1942 para ver modificado el estatuto de la mujer casada: entonces se abroga el deber de obediencia, aunque el padre sigue siendo el jefe de la familia; él es quien fija el domicilio, aunque la mujer puede oponerse a su elección si aporta razones válidas; sus facultades han aumentado; sin embargo, en la embrollada fórmula: «La mujer casada tiene plena capacidad de derecho. Esta capacidad solo está limitada por el contrato matrimonial y por la ley», la última parte del artículo contradice a la primera. La igualdad de ambos cónyuges todavía no se ha realizado.
En cuanto a los derechos políticos, no sin considerables esfuerzos, se han conquistado en Francia, Inglaterra y Estados Unidos. En 1867, Stuart Mill pronunciaba en el Parlamento inglés el primer alegato en favor del voto de la mujer que jamás se haya pronunciado oficialmente. Reclamaba imperiosamente en sus escritos la igualdad de la mujer y el hombre en el seno de la familia y la sociedad. «Estoy convencido de que las relaciones sociales de ambos sexos, que subordinan un sexo al otro en nombre de la ley, son malas en sí mismas y constituyen uno de los principales obstáculos que se opondrán al progreso de la Humanidad; estoy convencido de que deben ceder el sitio a una igualdad perfecta»...
«La más antigua mención conocida respecto a procedimientos anticonceptivos sería un papiro egipcio del segundo milenio antes de nuestra Era, que recomienda la aplicación vaginal de una extraña mezcla compuesta por excrementos de cocodrilo, miel, natrón y una sustancia gomosa.» (P. Ariès: Histoire des populations françaises.) Los médicos persas de la Edad Media conocían treinta y una recetas, de las cuales solamente nueve eran para el hombre. Soranos, en la época de Adriano, explica que, en el momento de la eyaculación, la mujer que no desea tener hijos debe «contener la respiración, echar un poco el cuerpo hacia atrás, con objeto de que el semen no penetre en el os uteri, levantarse inmediatamente, ponerse en cuclillas y provocar estornudos». ↩︎
En la Précieuse, 1656. ↩︎
«Hacia 1930, una firma norteamericana vendía veinte millones de preservativos al año. Quince manufacturas norteamericanas producían millón y medio de preservativos por día» (P. Ariès). ↩︎
«Antes de nacer, el niño es una porción de la mujer, una especie de víscera.» ↩︎
En el volumen segundo volveremos a ocuparnos de la discusión sobre esta actitud. Señalemos únicamente que los católicos están muy lejos de tomar al pie de la letra la doctrina de San Agustín. El confesor susurra a la joven novia, en la víspera de la boda, que puede hacer con su marido no importa qué, siempre que el coito termine «como debe ser»; están prohibidas las prácticas positivas del birth control —comprendido el coitus interruptus—, pero se tiene derecho a utilizar el calendario establecido por los sexólogos vieneses y perpetrar el acto cuyo solo objeto reconocido es el de la generación, en los días en que la concepción le es imposible a la mujer. Hay directores espirituales que incluso comunican este calendario a su grey. La realidad es que hay multitud de «madres cristianas» que solo tienen dos o tres hijos, pese a no haber interrumpido sus relaciones conyugales después del último parto. ↩︎
Hoy lo está nuevamente (1967). ↩︎