Séneca: Sobre la felicidad y Epicuro
Por esto no diré, como la mayoría de los nuestros, que la escuela de Epicuro es maestra de infamias, sino que digo: tiene mala reputación, tiene mala fama, y no la merece. El que llama felicidad al ocio perezoso y a los goces de la gula y la lujuria, busca un buen apoyo para una mala causa.
Dice Aristóteles que “lo que en un principio movió a los hombres a hacer las primeras indagaciones filosóficas fue, como lo es hoy, la admiración”; “las ciencias —continúa el filósofo— tienen siempre su origen en la admiración o asombro que inspira el estado de las cosas”.
El asombro es uno de los estados más puros y más hermosos. Pero el gran misterio de la existencia no sólo nos asombra, a veces también nos da un poquito de miedo, de ansiedad, de angustia. No siempre buscás en internet algo para saberlo por curioso o porque te asombró, también porque estás asustado y querés saber si no es cáncer o algo que te puede provocar un infarto. Empezamos a filosofar para entender lo que está pasando, pero no siempre maravillados, sino otras veces con un grito ahogado dentro nuestro (hoy inmortalizado en el universal what the fuck).
Epicuro tenía razón en que nosotros buscamos constantemente evadir el dolor y buscar el placer, aunque los estoicos hayan renegado de esta filosofía y hayan dicho, con toda razón, que uno tiene que aguantarse lo que sea que el mundo le tire encima o, si prefiere, puede elegir mandarse a mudar. ¿A quién le gusta sufrir? A nadie. (Bueno, a los sadomasoquistas, pero encuentran placer en eso, así que volvemos al mismo lugar.) Por eso tratamos de evadir puñetes o pelotazos, nos abrochamos con el cinturón de seguridad, cuidamos nuestra salud, jugamos deportes, nos reunimos con seres queridos, compramos seguros; por eso no queremos hacer lo que no nos gusta hacer. En nuestra cabeza, el dolor es lo contrario de la felicidad, y ciertos placeres son sinónimo de felicidad.
Ahora bien, ¿qué es la felicidad? Cada uno tendrá su respuesta. Es una pregunta que no suele hacerse la gente feliz. O que no suele responderla bien, porque uno es más consciente de lo que no tiene que de lo que tiene. Quizás al que empieza a filosofar por asombro no le importa mucho responderse qué es la felicidad. Pero al que está angustiado le importa. El que está abrumado, confundido o dolido se pregunta sobre su felicidad al mismo tiempo que busca el sentido de su existencia, al mismo tiempo que busca entender y poner orden a su alrededor. ¿Qué vine a hacer al mundo? La pregunta es producto de la intranquilidad del alma; y es una pregunta fundacional de la filosofía.
Para Epicuro, “la tranquilidad del alma es el objetivo de una vida feliz”. Lo dijo hace 23 siglos y lo seguimos pensando. ¿Quién quiere vivir intranquilo? ¿A quién le gusta el estrés, el miedo, la inseguridad, la enfermedad? Para él, el propósito de la filosofía era buscar la felicidad, y eso era sinónimo de que no nos duela el cuerpo ni el alma; por eso agregó: “el placer es el principio y fin de una vida feliz”. Y aunque Aristóteles también dijo: “creemos que el placer debe estar mezclado adicionalmente a la felicidad”, y también conectó el placer con la virtud, las críticas que ha tenido que sufrir Epicuro por no haber encontrado en su idioma una palabra mejor que placer...
Ἡδονή, hedoné, es la palabra en griego antiguo. Epicuro no se refería a los excesos de la carne — “ni los festejos continuados, ni el gozar con jovencitos y mujeres, ni los pescados ni otros manjares que ofrecen las mesas bien servidas nos hacen la vida agradable, sino el juicio certero”, decía en su Carta a Meneceo, en la que también escribe: “cuando decimos que el placer es la única finalidad, no nos referimos a los placeres de los viciosos y libertinos, como afirman algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo con ella o la interpretan mal, sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma”. Al final y al cabo, los excesos nos llevan a dolores del cuerpo (enfermedades) y a sentirnos vacíos, lo que provoca un dolor en el alma. Por eso Epicuro predicaba una vida virtuosa, controlada, racional; sus placeres eran los de la mente y el espíritu.
Pero esta no fue su única postura controversial, y luego le pasó lo que pasa con todos los clubes de fans que malinterpretan, tergiversan, escuchan lo que quieren y arruinan todo cuando los fanáticos hacen locuras y crean reticencia al personaje principal. Le pasa a Taylor Swift, le pasó a Jesucristo, a Epicuro. Como siempre sucede con las filosofías, religiones e ideologías, muchos se escudaron en sus ideas para hacer precisamente lo contrario de lo que el maestro proponía. Y llovieron las críticas, sobre todo de los estoicos. Otro epic philosopher, Epicteto, cuatro siglos después, fue uno de sus críticos más duros. Los estoicos en general no querían a Epicuro. Por eso Séneca —contemporáneo de Jesús, y antes de que se cumplan tres décadas de su crucifixión—, citando a Epicuro en una de sus Cartas a Lucilio, escribe: “suelo deambular por el campo extraño, pero no como desertor, sino como un explorador”. En otro ensayo, escribió sobre el epicureísmo: “Déjese, pues, de unir cosas incompatibles y de enlazar el placer con la virtud”. Esta cita viene de un ensayo llamado De vita beata, en español: Sobre la felicidad. En el capítulo siguiente se encarga de rectificar lo torcido, nadando estoicamente contra la corriente estoica.
Estos son los dos capítulos que leemos aquí, de los veintiocho que tiene De vita beata, obra que no es difícil encontrar publicada junto con la Carta a Meneceo de Epicuro, también conocida como Sobre la felicidad. Séneca no se cansó de encontrar felicidad en la doctrina de Epicuro y de citarlo a lo largo de toda su obra. Tampoco el estoico de Marco Aurelio.
Capítulo 12: El peligro del epicureísmo
“Les irá mal –dices— porque intervienen muchas circunstancias que perturban su ánimo, y las opiniones contrarias inquietarán su mente”. Concedo que sea así; pero no obstante, esos mismos necios, caprichosos y expuestos a la amenaza del arrepentimiento, experimentan grandes placeres, de modo que es menester confesar que están tan lejos de toda molestia como del buen sentido; y (como ocurre a muchos) tienen una locura alegre y se enajenan entre risas. Por el contrario, los placeres de los sabios son apacibles y moderados, acaso débiles, concentrados y apenas visibles; pues vienen sin ser llamados, y cuando llegan espontáneamente no son recibidos con honores ni con gozo alguno por los que experimentan, pues los mezclan en la vida como el juego y la diversión entre las cosas serias. Déjese pues, de unir cosas incompatibles y de enlazar el placer con la virtud, vicio con el que se adula a los peores. El hombre sumido en los placeres, siempre ahíto y ebrio, por saber que vive con placer, cree vivir también con virtud; pues oye que el placer no puede separarse de la virtud, y entonces da a sus vicios el nombre de sabiduría y ostenta lo que debiera ocultar. Así, no se entregan a la sensualidad impulsados por Epicuro, sino que dados al vicio, esconden su corrupción en el seno de la filosofía, y acuden donde oyen alabar el placer. Y no consideran cuán sobrio y seco es el placer de Epicuro (al menos así lo entiendo yo), sino que se precipitan hacia ese nombre, en busca de una autoridad y de algún velo para sus desenfrenos. Y así pierden lo único bueno que tenían entre sus males, la vergüenza del pecado; pues alaban aquello de lo que se sonrojaban y se envanecen del vicio; por esto ni siquiera es posible a la juventud enmendarse, puesto que se aplica un título honroso a una indolencia vergonzosa. Ésta es la razón de que ésa alabanza del placer sea perniciosa: los preceptos virtuosos quedan ocultos; lo que corrompe está manifiesto.
Capítulo 13: El verdadero sentido de la doctrina de Epicuro
Yo mismo soy de la opinión (lo diré a pesar de nuestros partidarios) de que los preceptos de Epicuro son venerables, rectos y, si los miras más de cerca, tristes: pues reduce el placer a algo escaso y mezquino, y la ley que nosotros asignamos a la virtud, él la asigna al placer: le ordena obedecer la ley de la naturaleza; pero es poco para la sensualidad lo que para la naturaleza es bastante. Pero ¿qué ocurre? Aquél que llama felicidad al ocio perezoso y a los goces alternativos de la gula y la lujuria, busca un buen apoyo para una mala causa; y mientras viene, inducido por aquel nombre seductor, sigue el placer, no el que le enseñan, sino el que trajo consigo; y una vez que empieza a juzgar sus vicios semejantes a los preceptos, cede a ellos, pero no ya con timidez y a escondidas: se entrega a la sensualidad abiertamente, descaradamente. Por esto no diré, como la mayoría de los nuestros, que la escuela de Epicuro es maestra de infamias, sino que digo: tiene mala reputación, tiene mala fama, y no la merece. ¿Quién puede saberlo si no ha sido admitido en su interior? Su misma fachada da lugar a las hablillas y suscita malsanas esperanzas. Es como un hombre enérgico vestido de mujer. Tu pudor es constante, tu virilidad está intacta, tu cuerpo no cede a ninguna debilidad vergonzosa, pero tienes en la mano un tambor. Elíjase pues, un título honroso y una muestra que incite por sí misma al alma a rechazar los vicios que la enervan en cuanto llegan. El que se acerca a la virtud, da pruebas de un carácter noble; el que sigue al placer parece débil, quebrantado, menos hombre, propenso a caer en torpezas, a no ser que alguien le haya distinguido los placeres, para que sepa cuáles de ellos están dentro del deseo natural, cuáles llevan al abismo y son ilimitados, y cuanto más se los satisface, más insaciables. Que la virtud vaya, pues, delante: siguiendo sus huellas, siempre estaremos en seguro: y el placer excesivo daña; en la virtud no hay que temer que haya exceso, porque en ella misma está la mesura; no es bueno lo que padece por su propia magnitud.
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