Séneca: la vida es corta, descansá y cuidá tu tiempo
La gente es estricta en cuidar sus bienes; cuando llega la hora de perder tiempo, es derrochadora con lo único que es noble ser avaro. Se quejan algunos de los que, cuando quieren verse con ellos, no tienen tiempo ¿Se atreven a quejarse del desdén de otro pero nunca tienen tiempo para sí mismos?
Al retiro y el descanso le dedicó Séneca mucho tiempo de sí mismo, y muchas letras también. No al descanso y el retiro para no hacer nada valioso, sino para dedicarse al conocimiento, al crecimiento personal, para “recurrir a uno mismo”.
Para él, el ocio era primordial. Incluso le dedicó un tratado: De otio. On Leisure, si encontrás sus fragmentos sueltos en inglés, porque en español, Sobre el Ocio sólo se publica junto con su tratado Sobre la Felicidad y otro Sobre la Brevedad de la Vida, en latín De Brevitate Vitae—y este es el tratado al que recurrimos hoy.
En sus cortos 20 capítulos, 11 veces dice Séneca, en su latín original, otium; dos veces dice negotium, la negación del ocio. Una de estas últimas, para indicar que los que le dedican el tiempo libre a banalidades como cortarse el pelo al milímetro y preocuparse por sus ropas, literalmente, “a verse bonitos” por encima de preocuparse por su mente, esos no tienen ocio sino un “negocio perezoso”. Son ociosos, inútiles para sí mismos y la sociedad. No saben volcarse al interior de sí mismos.
Cabe recalcar que, cuando hablamos de ocio, del otium original, nos referimos a la pausa para la vita contemplativa, lo que Nietzsche supo explicar como: “es decir, a salir a pasear con los pensamientos y con los amigos”. Por eso, en las traducciones al español, no es común que leás la palabra “ocio”, sino “descanso”. En inglés cuadra mejor el concepto de “leisure”, porque en español “ocio” ya está contaminado por nuestra obsesión con la productividad, o con fingirnos ocupados y haciendo algo. Lo que sea, pero algo.
Nietzsche, hace exactamente 140 años, ya condenaba que nos habíamos volcado con todo a la producción, al busyness, a ocupar todo el tiempo con lo que sea y no tener tiempo libre. Ya hablaba él en 1882 de “vivir mirando el reloj y almorzar mirando la bolsa de valores”. Sentimos que cada segundo vale su peso en plata, que “el tiempo es oro”, y que usarlo para pajarear, como dice mi amigo, “es perder el tiempo”. Y como dice Nietzsche, nos sentimos culpables. Nos da vergüenza. No te podés dar libre un martes por la tarde porque “eso no se hace”, porque “vos trabajás”. Nietzsche nos deja muy claro que en las épocas antiguas, lo que daba vergüenza era estar ocupados, y el ocio, bien dedicado al compartir y al crecimiento y al conocimiento y a la introspección, eso sí era para estar orgulloso.
Volvamos a Séneca y a su ensayo sobre lo corto que es la vida, y sobre cómo no nos damos cuenta cuánto perdemos el tiempo. Ese poco tiempo de ocio que tenemos, ¿cómo es posible que se lo dediquemos a cualquier cosa? ¿que lo malgastemos? Cuando alguien quiere invadir nuestra propiedad, dice el antiguo político y filósofo romano, la defendemos con uñas y dientes, con armas y con puñales; pero nuestro tiempo, curiosamente, no lo defendemos así. No somos celosos con el activo que repetimos, constantemente, que “es el más valioso”, y que nos jactamos de no querer desperdiciar porque “vale oro”. Y sin embargo lo tiramos por la borda, y no lo podemos recuperar más.
No hablo más, te dejo con Séneca en la traducción y notas de Francisco Socas Gavilán. El tiempo invertido en su lectura se recupera con creces aplicando lo reflexionado.
Autor: Séneca
Libro: Sobre la Brevedad de la Vida (año 49 aprox.)
Capítulo 2 [La Humana Locura]
¿Por qué nos quejamos de la naturaleza? Ella se porta benévolamente; la vida, si sabes usarla, es larga. Pero al uno una avaricia insaciable, al otro una actividad ajetreada los mantienen en tareas superfluas; el uno se empapa de vino, el otro languidece en la holganza; a éste le fatiga una ambición siempre pendiente del sentir ajeno, a aquél una codicia desatada lo lleva con su afán de lucro por todas las tierras y todos los mares; a algunos los atormenta la afición a la guerra y están siempre empeñados en los riesgos ajenos y angustiados por los propios; están los que por culpa de una frecuentación de sus superiores no correspondida se consumen en una servidumbre voluntaria; a muchos los retiene el sentimiento de la suerte ajena o la queja de la propia; a los más, que no persiguen ningún fin claro y seguro, una frivolidad tornadiza, mudable y descontenta de sí misma les lleva a cambiar continuamente de propósito; a algunos no les agrada ninguna orientación que puedan dar a sus vidas y la hora fatal los encuentra mustios y dando bostezos, de manera que no cabe dudar de la verdad de aquello que, como un oráculo, dejó dicho el mayor de los poetas [¿Homero o Virgilio?]: «De la vida es escasa la parte que vivimos» Porque todo el espacio restante no es vida, es mero tiempo.
Les acosan y asedian vicios por todas partes y no les dejan levantarse ni alzar los ojos a la contemplación de la verdad. Los empujan para hundirlos y sujetarlos en sus ansias, nunca se les permite recurrir a sí mismos. Si alguna vez acaso les toca en suerte algún descanso, como en mar profundo en el que incluso tras la ventolera sigue el balanceo, sobrenadan agitados y jamás para ellos hay descanso de sus ansias.
¿Crees que estoy hablando de esos cuyos males son notorios? Mira aquellos otros a cuya prosperidad se arriman todos: se ven ahogados por sus bienes. ¡Para cuántos y cuántos las riquezas son pesadas! ¡A cuántos les cuesta sangre su facundia y el afán diario de exhibir su talento! ¡Cuántos están pálidos por sus voluptuosidades continuas! ¡A cuántos no les deja nada de libertad la masa de clientes que los rodea! Repasa en fin la nómina de todos ésos, de los más bajos a los más altos: uno pide asesoramiento y otro lo presta, aquél es sospechoso y el de más allá defiende, aquél hace justicia pero ninguno se reivindica a sí mismo, cada cual se consume para otro. Pregunta acerca de esos cuyos nombres se aprenden de memoria, verás que se les distinguen por las siguientes señas: éste es del círculo de aquél, este otro de las de un tercero, ninguno del suyo propio.
La indignación de algunos es completamente demencial además: ¡se quejan del desdén de los superiores, porque cuando quieren verse con ellos no tienen tiempo! ¿Se atreve a quejarse de la arrogancia de otro alguien que nunca tiene tiempo para sí mismo? No obstante aquél a ti, seas tú quien seas, te mira con expresión insolente, es verdad, pero te mira alguna vez, aquél rebaja sus oídos a tus palabras, aquél te deja ir a su lado: tú no te has dignado mirarte nunca, no te has dignado escucharte. Así que no tienes por qué imponer tales obligaciones a nadie, puesto que ciertamente, cuando obrabas así, no querías estar con otro, sino que no podías estar contigo mismo.
Capítulo 3 [Echando cuentas]
Por más que todos los talentos que alguna vez brillaron estén de acuerdo en ello, nunca se asombrarán lo bastante de esta ceguera de la mente que muestran los hombres: no consienten que ninguno ocupe sus fincas; si surge la menor disputa acerca del trazado de las lindes, recurren a pedradas y puñales; dejan a otros adentrarse en sus vidas, más todavía por su propia cuenta hacen que otros en adelante se adueñen de ella; no se halla nadie que quiera distribuir su dinero, la vida en cambio ¡entre cuántos y cuántos la reparte cada cual! La gente es estricta en preservar el patrimonio; en cuanto llega la hora de perder tiempo, es muy derrochadora de aquello en lo que únicamente es honroso ser avaro.
Qué bien estaría emprenderla con uno del grupo de los viejos: «Vemos que has llegado al término final de una vida humana, alcanzas los cien años o más allá: ea, haz que tu vida eche las cuentas. De ese tiempo extrae cuánto se ha llevado el acreedor, cuánto la querida, cuánto el patrono, cuánto el cliente, cuánto el pleito con la esposa, cuánto el control de los esclavos, cuánto los desplazamientos por la ciudad para atender compromisos; añade las enfermedades que artificialmente nos ocasionamos, añade lo que quedó tirado sin usar: verás que tienes menos años de los que cuentas.
Repasa contigo mismo en tu memoria cuándo has estado seguro de tus planes, qué jornada entre tantas ha resultado como proyectabas, cuándo has estado a disposición de ti mismo, cuándo la expresión de tu cara ha sido la que debiera, cuándo el ánimo estuvo sin miedo, qué labor tienes acabada en tan largo periodo, cuántos y cuántos han despedazado tu vida sin darte tú cuenta de lo que perdías, cuánto te ha quitado el resentimiento vano, la alegría estúpida, el deseo ansioso, las relaciones lisonjeras, qué poco de lo tuyo se te ha dejado: comprenderás que vas a morir prematuramente».
Así que ¿dónde está la razón de todo esto? Vivís como si fuerais a vivir siempre, nunca reparáis en vuestra fragilidad, no calculáis cuánto tiempo ha pasado ya para vosotros; como si sacarais del total y sobrante lo perdéis, cuando a las veces ese día precisamente que se le dedica a alguien o a algún negocio sea acaso el último. Todo como mortales lo teméis, todo como inmortales lo anheláis.
Oirás a la mayoría decir: «A partir de los cincuenta me retiraré a descansar, los sesenta años me librarán de obligaciones». ¿Pero a quién tomarás que te avale una vida lo bastante larga? ¿Quién dará permiso para que eso salga como dispones? ¿No te da vergüenza reservar para ti los rebojos de tu vida y destinar para el bien espiritual solo ese tiempo que no se puede dedicar a ninguna cosa? ¡Qué tarde es empezar a vivir justamente cuando hay que dejarlo! ¡Qué olvido de nuestra mortalidad tan estúpido aplazar los planteamientos sensatos para los cincuenta o los sesenta años y pretender empezar la vida en un momento al que pocos logran llegar! [La esperanza de vida en la Roma antigua era mucho menor que hoy.]
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