Séneca: la felicidad verdadera brota de adentro
¿Crees que te escribiré acerca de cuán benigno se portó el invierno, de cuán clemente y breve fue, de cómo por el contrario la primavera con su frío tardío estuvo penosa y de otras inepcias por el estilo? No, sólo te escribiré lo que para ti y para mí sea provechoso. «No goces de lo vano».
Autor: Séneca
Libro: Cartas a Lucilio (años 60-65)
Carta 23: El gozo y el bien verdaderos brotan de la virtud del alma
Séneca a su Lucilio saluda,
¿Crees que te escribiré acerca de cuán benigno se portó el invierno, de cuán clemente y breve fue, de cómo por el contrario la primavera con su frío tardío estuvo penosa y de otras inepcias por el estilo? No te quepa duda: sólo me aventuraré a escribir de lo que para ti y para mí sea provechoso. Por otra parte, ¿en qué podría consistir tal cosa, aparte de exhortarte a la inteligencia? Me interrogas quizás cuál es el fundamento de ésta: no goces de lo vano.
¿Dije el “fundamento”? ¡No! ¡Es la cúspide! Llega al súmmum aquel que sabe por qué goza, aquel que no encadena su felicidad a la potestad de otro. Inquieto, incierto de sí mismo está aquel a quien cualquier anhelo subyuga aunque esté al alcance de su mano, aunque no sea difícil de lograrlo y aunque nunca haya sido previamente decepcionado por un objeto esperado.
Antes que todo, ¡Oh Lucilio!, aprende la verdadera felicidad. ¿Piensas acaso quizás que quiero sustraerte a los placeres, que quiero privarte de las sorpresas que te reservan las expectativas de agradables diversiones? Todo lo contrario, mi aspiración es que jamás te falte la alegría. Quiero que ella florezca en tu morada: así sucede si de alguna manera ella nace dentro de ti mismo. Los otros goces son leves, no colman el pecho, a lo sumo distienden la frente. A menos que tu juzgues que la felicidad es el equivalente de la risa. El espíritu debe ser vivaz, seguro, y sobre todo derecho.
Créeme, el verdadero goce es asunto serio. ¿O piensas acaso que uno sólo siquiera de aquellos que se pavonean arrogantes, ostentando aires complacientes, los “carialegres” como los llaman los mundanos, sería capaz de menospreciar la muerte, de penetrar el pórtico de la pobreza, de poner un freno a su concupiscencia, de soportar el dolor? Quién está en condiciones de lograrlo, alcanza un goce superior, pero el camino es arduo.
Es a la posesión de tal felicidad que quiero conducirte. Nunca carecerás de ella si descubres el manantial de donde brota.
El metal menos valioso es el que se encuentra en la superficie. Aquel precioso, se esconde en las profundidades, pero descubierta su vena, colma generosamente a quien que la explora asiduamente. El vulgo se complace con lo ligero y con lo superficial, pero dicho gozo, meramente importado, carece de bases sólidas. Aquello de lo que hablo, a dónde me esfuerzo de llevarte, es adamantino y su brillo irradia interiormente.
Emprende, te ruego mi querido Lucilio, la única vía que puede llevarte a la felicidad: demuele, aplasta lo que brilla exteriormente, lo que otros o lo que de otros te prometen, mira hacia el verdadero bien y goza de ti mismo. ¿Qué quiero decir con esto “de ti mismo”? Tú, en persona, y lo mejor de ti. Si bien sin tu pobre cuerpo nada podrías hacer, considéralo como algo más necesario que grandioso: en efecto, él te espolea hacia deleites breves, seguidos de pesadumbres y, si te abandonas a tales goces sin cautelosa moderación, desembocan en lo contrario. La voluptuosidad se mece al borde del precipicio del dolor si no se la sosiega de alguna manera. Difícil es sin embargo refrenar lo que crees ser buenaventura. Sólo el ávido deseo del verdadero bien es lo seguro.
¿Cuál es éste? —interrogas— o ¿de dónde surge? Digámoslo: de la buena conciencia, de los propósitos honestos, de las acciones rectas, del menoscabo de lo fortuito, de una vida tranquila y del seguimiento continuo y ceñido de una sola vía. Porque aquellos que saltan de un proyecto al otro o que ni siquiera saltan sino que caen en uno u otro emprendimiento por el albur de lo fortuito, ¿de qué modo, así suspendidos y vagabundos, pueden beneficiar de un momento de quietud o de una permanencia cierta?
Pocos son los que se dotan a sí mismos de tales designios: el resto, a la manera de los escombros que flotan en los ríos, no avanzan: se dejan acarrear neciamente. De estos, algunos son retenidos por olas suaves y arrastrados con molicie, varios son arrebatados con violencia, algunos son depositados en una ribera cercana cuando la corriente languidece, muchos otros son precipitados al mar por violentos torrentes. Por tal razón debemos constituir lo que queremos y perseverar en tal vía.
A esta altura, he de pagarte mi deuda. Te propongo en consecuencia esta sentencia de Epicuro y te liberaré de mi carta. Hela aquí: “pernicioso es siempre comenzar a vivir”, lo que si se quiere puede también expresarse de la manera siguiente: “mal viven los que continuamente comienzan a vivir”.
¿Por qué? te preguntas. Este texto necesita quizás una explicación: porque siempre la vida de aquellos es una entidad inacabada. No puede en efecto estar preparado para la muerte quien continuamente comienza a vivir. Debemos actuar de una manera tal que nos permita haber vivido lo suficiente. Con el solo descuidado bosquejo de la trama, nadie tiene la garantía de tal resultado.
No pienses que son pocos los que se encuentran en este caso: en efecto, casi todos lo están. Algunos comienzan a vivir recién cuando ya les llegó la hora de terminar. Si esto te parece extraordinario, agregaré algo que te sorprenderá aún más: la mayoría cesa de vivir antes de haber comenzado.
Que sigas bien.
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