Séneca: Sobre la filosofía, contra la codicia
¿Hasta dónde extenderán los límites de sus fincas? El campo que alguna vez cobijó a un pueblo ¿resulta angosto para un solo dueño? ¿Hasta dónde extenderán las tierras de labor, no contentos siquiera con fijar los límites de vuestra heredad en el espacio de una provincia?
Una de las biblias del estoicismo, las Cartas a Lucilio (Epistulae Morales ad Lucilium) son un conjunto de 124 cartas redactadas por Lucio Anneo Seneca, el joven, probablemente durante los 5 últimos años de su vida (años 60 a 65 d. C.), en su retiro forzado por el emperador Nerón, para quien trabajó por más de diez años y de quien fue tutor. Las cartas están dirigidas a un tal Lucilio, de quien se duda si existió realmente, ya que solo se sabe de la existencia de este procurador romano de Sicilia por estos escritos de Séneca. Se acepta que el orden de las cartas es el orden en que las escribió, los temas, que son muchos, están conectados. Esto da más fuerza a la idea de que las escribió para que se compartan con un público más amplio. Digamos entonces que las Cartas a Lucilio son un ensayo de ética moral presentado de forma epistolar.
A continuación te dejamos una sus cartas más conocidas, traducida por Ismael Roca Meliá (1986, Editorial Gredos), como quinto capítulo de nuestra serie Cripto, Creators & Charlatanes.
Libro: Cartas a Lucilio
> Carta 89: División de la filosofía. Diatriba moral contra la codicia
Ensayos (o cartas) redactadas entre los años 60-65
Traducción de Ismael Roca Meliá (1986)
Deseas una cosa útil y necesaria para quien se apresta hacia la sabiduría: que divida la filosofía y que su ingente cuerpo lo distribuya en miembros, dado que a través de las partes más fácilmente logramos el conocimiento del todo. ¡Ojalá que, de la misma manera que la faz del universo se presenta en su totalidad ante nuestra vista, así la filosofía pudiese presentarse toda entera a nuestra mente, cual espectáculo muy semejante al del universo! Sin duda empujaría a todos los humanos a admirarla, forzándolos a abandonar las cosas que consideramos grandes por desconocimiento de lo que es grande. Mas, ya que esto no puede acaecer, hemos de contemplarla como observamos las distintas partes ocultas del universo.
El alma del sabio, es cierto, la abarca en toda su magnitud y la recorre con no menos velocidad que nuestra mirada recorre el cielo; pero nosotros, que debemos disipar una densa niebla y que contamos con una visión defectuosa a muy corta distancia, podremos descubrir más fácilmente cada una de las partes, incapaces como somos todavía de abarcar el conjunto. Haré, por lo tanto, lo que me pides y dividiré la filosofía en partes, no en fragmentos. Porque es útil dividirla, pero no despedazarla; pues abarcar las cosas muy grandes, como también las muy pequeñas, resulta difícil.
El pueblo se distribuye en tribus, el ejército en centurias; todo cuanto crece en grandes proporciones se analiza más fácilmente si está dividido en partes, las cuales, como he dicho, no conviene que sean ni muy numerosas, ni muy pequeñas. De hecho incurre en el mismo defecto el que hace excesivas divisiones, como el que no hace ninguna: se asemeja a un montón confuso cuanto se ha fragmentado hasta reducirlo a polvo[1].
Así, pues, en primer lugar te indicaré, si te parece bien, la diferencia que media entre sabiduría y filosofía. La sabiduría es el bien consumado de la mente humana; la filosofía es amor y anhelo de la sabiduría: ésta tiende hacia el objetivo al que aquélla ha llegado[2]. Es evidente por qué se le ha llamado filosofía, ya que con su propio nombre descubre el objeto que ama.
Unos definieron la sabiduría diciendo que es la ciencia de lo divino y de lo humano[3]; otros afirmaron que “la sabiduría consiste en conocer las cosas divinas y humanas y sus causas”[4]. Tal adición me parece superflua, porque las causas de las cosas divinas y humanas son parte de las cosas divinas. También los hubo que definieron la filosofía de diferentes formas: unos la definieron como el afán por la virtud; otros, como el afán por enmendar el alma, y algunos la han denominado el deseo de la recta razón.
Casi hay acuerdo en que existe alguna diferencia entre la filosofía y la sabiduría, puesto que es imposible que sean una misma cosa el objeto deseado y el que lo desea. Como existe gran diferencia entre la avaricia y el dinero, ya que aquélla es la que codicia y éste el codiciado, así acontece entre la filosofía y la sabiduría. Ésta es el resultado y la recompensa de aquélla; la filosofía hace la ruta, se dirige hacia la sabiduría.
La sabiduría es la que los griegos llaman sophía [σοφία]. También los romanos se servían de este término, como ahora se sirven del término filosofía; este hecho te lo demostrarán las antiguas comedias togadas y la inscripción sobre la tumba de Dosseno[5]:
“Detente, extranjero, y entérate de la sabiduría de Dosseno.”[6]
Algunos de los nuestros, supuesto que la filosofía era el estudio de la virtud y que ésta constituía el objetivo buscado y aquélla lo que lo buscaba, juzgaron, sin embargo, que no se las podía separar, ya que no existe filosofía sin virtud, ni virtud sin filosofía. La filosofía es el amor de la virtud, pero por medio de la misma virtud; ahora bien, ni la virtud puede existir sin el estudio de ella misma, ni el estudio de la virtud sin la propia virtud. Pues no sucede, como con aquellos tiradores que intentan dar con un objeto a distancia, que el que dispara está en un lugar, y el blanco en otro; ni tampoco los caminos que conducen a la virtud son exteriores, como los que conducen a las ciudades: a la virtud se llega por ella misma, la filosofía y la virtud están estrechamente unidas.
Los maestros más autorizados y numerosos afirmaron que las partes de la filosofía son tres: la moral, la natural y la lógica. La primera configura el alma; la segunda investiga la naturaleza; la tercera define la propiedad de los vocablos, su disposición y las clases de argumentos, a fin de que no se deslice el error en lugar de la verdad. Por lo demás, se encuentran autores que dividen la filosofía en más y en menos partes.
Algunos de los peripatéticos [seguidores de Aristóteles] añadieron una cuarta parte, la política, por cuanto ésta exige una formación específica y se ocupa de una materia distinta a las otras[7]; otros agregaron a éstas la parte que llaman oikonomiké[8], o ciencia sobre la administración del patrimonio; otros reservaron un apartado para los géneros de vida. Pero ninguna de éstas es ajena a la parte moral mencionada.
Los epicúreos pensaron que las partes de la filosofía eran dos: la natural y la moral; la lógica la excluyeron. Luego al verse obligados en la práctica a distinguir los equívocos, a descubrir la falsedad que se encubre bajo la apariencia de la verdad, también ellos introdujeron el capítulo que titulan «Del juicio y de la regla», que es la lógica bajo otro nombre, pero a éste lo consideran un aditamento de la parte natural[9].
Los cirenaicos[10] suprimieron la natural junto con la lógica, y se contentaron con la moral; más también ellos reincorporan con otros nombres las partes que excluyen. En efecto dividen la moral en cinco partes: la primera se ocupa de las cosas a evitar y a conseguir; la segunda, de las pasiones; la tercera, de las acciones; la cuarta, de las causas; la quinta, de los argumentos. Las causas de las cosas corresponden a la parte natural, los argumentos a la lógica.
Aristón de Quíos[11] afirmó que la parte natural y la lógica no sólo eran superfluas, sino además nocivas; redujo también la moral, la única que había conservado, ya que suprimió el apartado que trata de los consejos prácticos, que dijo que corresponden al pedagogo, no al filósofo, como si el sabio no fuese precisamente el pedagogo del género humano.
Así, pues, toda vez que la filosofía se divide en tres partes[12], comencemos por clasificar su parte moral. A ésta se está de acuerdo en dividirla, a su vez, en tres partes; así la primera consiste en la investigación destinada a asignar a cada uno lo suyo y valorar cada cosa en su justo precio, investigación útil en sumo grado —pues ¿qué hay tan necesario como asignar el valor a cada cosa?—; la segunda se ocupa del impulso del alma; la tercera, de las acciones. En efecto, lo primero es juzgar cuál es el valor de cada cosa, lo segundo tomar el impulso moderado y sereno que nos conduce a ellas, lo tercero buscar la concordancia entre tu impulso y la acción a fin de que, en todo este proceso, conserves la armonía contigo mismo.
Cualquiera de estos tres elementos, si falta, perturba la marcha de los otros. En efecto, ¿de qué aprovecha haber valorado todas las cosas cotejando unas con otras, si te muestras desmesurado en tu impulso? ¿De qué aprovecha haber refrenado los impulsos y tener bajo dominio las pasiones, si en medio de la acción desconoces las ocasiones propicias y no sabes cuándo, dónde y cómo debe realizarse cada acto? Porque una cosa es conocer el valor y el precio de los objetos, otra acertar el momento preciso, otra distinta reprimir los impulsos y dirigirse a la acción sin precipitarse. Entonces la vida concuerda consigo misma cuando la acción no abandona el impulso y el impulso corresponde al valor de cada cosa, siendo suave o más vivo según la forma en que tal cosa debe ser deseada.
La filosofía natural se divide en dos partes, que se ocupan de los seres corpóreos y de los incorpóreos; una y otra se distribuyen, por así decirlo, en distintas clases. El capítulo de los seres corpóreos se ocupa, en primer lugar, de los seres que engendran y de los que son engendrados —los elementos cuentan como engendrados—. A su vez, el capítulo acerca de los elementos, según piensan algunos, es simple; a juicio de otros, comprende la materia, la causa que mueve todos los seres y los elementos.
Me falta dividir la lógica. Todo discurso o es continuado, o está dividido en preguntas y respuestas; a este segundo se ha convenido en llamarlo «dialéctico», al primero «retórico». La «retórica» atiende a las palabras, a su sentido y ordenación. La «dialéctica» atiende a dos objetivos: los términos y su significado, esto es, al contenido de las cosas y a los vocablos que lo expresan. A continuación viene una innumerable subdivisión de uno y otro discurso. Por ello terminaré en este punto y
no trataré sino los puntos más destacables;[13]
de otra suerte, si pretendiera subdividir las partes, me saldría un libro pormenorizado.
No te impido, Lucilio, el mejor de los hombres, que leas estas cosas, con tal que cuanto leas lo apliques, al instante, a las costumbres. Éstas debes moderarlas: estimula tu languidez, reprime tu flojedad, vence tu obstinación, combate cuanto puedas tus propias pasiones y las del público; y cuando éste te diga: «¿Hasta cuándo los mismos reproches?», respóndele:
«Soy yo quien debiera decir: “¿Hasta cuándo cometeréis las mismas faltas?” ¿Pretendéis que los remedios cesen antes que las enfermedades? En cuanto a mí, lo proclamaré con tanto más ahínco, y puesto que lo rehusáis, perseveraré en mi empeño. Entonces comienza a ser útil la medicina cuando el tacto provoca dolor en un cuerpo insensible. Os indicaré los remedios, aun en contra de vuestra voluntad. Alguna vez deben llegar a vuestros oídos palabras sin halago, y puesto que no queréis escuchar la verdad uno por uno, escuchadla todos juntos.
»¿Hasta dónde extenderéis los límites de vuestras fincas? El campo que alguna vez cobijó a un pueblo, ¿resulta angosto para un solo dueño? ¿Hasta dónde extenderéis las tierras de labor, no contentos siquiera con fijar los límites de vuestra heredad en el espacio de una provincia? El curso de famosas corrientes de agua atraviesa fincas de particulares, y ríos caudalosos, frontera de grandes pueblos, son vuestros desde el nacimiento a la desembocadura. Aun esto os parece poco, si con vuestros latifundios no tenéis rodeado el mar, si las tierras allende el Adriático, el Jónico y el Egeo no las señorea vuestro administrador, si las islas, mansión de grandes caudillos[14], no las contáis como posesiones sin valor. Poseed los dominios más extensos que queráis, sea vuestra finca lo que en otro tiempo se llamaba un imperio, convertid en vuestro cuanto podáis, mientras los bienes ajenos os superen.
»Ahora me dirijo a vosotros cuyo lujo se patentiza no menos ostensiblemente que la codicia de éstos. A vosotros os digo: “¿Hasta cuándo no habrá lago alguno en que no dominen las techumbres de vuestras quintas, ni río alguno cuyas orillas no las bordeen vuestros edificios? Doquiera surjan venas de agua caliente, allí se levantarán nuevos albergues de lujo. Doquiera el litoral se repliegue formando una ensenada, vosotros echaréis inmediatamente los cimientos[15], y sólo contentos con el terreno que con vuestras manos le hayáis ganado, haréis que el mar se retire hacia adentro. Aun cuando en todo lugar deslumbren vuestros palacios, aquí situados sobre montes, con amplia perspectiva de tierras y mar, allí elevados sobre la llanura a la altura de los montes, después de haber construido muchos y grandiosos, sois, no obstante, cada uno un solo cuerpo y éste insignificante. ¿De qué os aprovechan los numerosos dormitorios? Os acostáis en uno solo. No es vuestro el aposento en el que no habitáis.”
»A continuación me refiero a vosotros, cuya desmesurada e insaciable gula escudriña de un lado los mares y de otro las tierras, y trata de atrapar con gran empeño unas presas con anzuelos, otras con lazos, otras con redes de diversos tipos: ninguna especie de animal tiene reposo a no ser que os cause hastío. ¡Cuán poco gusta de estos festines, preparados con tanto esfuerzo, vuestro paladar, exhausto de placeres! ¡Cuán poco saborea esta fiera, apresada con gran peligro, el señor que sufre indigestión y náuseas! De tan gran cantidad de ostras, importadas de tan lejos, ¡cuán pocas se introducen en ese estómago insaciable! Desdichados, ¿es que no comprendéis que vuestra avidez es mayor que vuestro vientre?»
Di a los demás estas cosas para que, mientras las dices, las escuches tú mismo; escríbelas, para que, mientras las escribes, las leas, también tú, refiriéndolo todo a la conducta moral y a pacificar el furor de las pasiones. Estudia no para saber algo más, sino para saberlo mejor.
Nota de Conectorium: citado por Montaigne en Ensayos, libro 3, capítulo 13: De la Experiencia (link al final). ↩︎
Nota del Traductor: Con gran claridad distinigue Séneca entre sabiduría y filosofía; ésta última conforme a su etimiología supone una tendencia amorosa hacia la sabiduría, el ideal del estoico, y es el medio para llegar a ella. ↩︎
Nota de Richard Mott Gummere en su traducción al inglés (1915): Θείων τε καὶ ἀνθρωπίνων ἐπιστήμη, citado por Plutarco, De Plac. Phil. 874 E. ↩︎
Nota de RMG, traducción al inglés: Cicerón, De Off. ii. 2. 5. ↩︎
N.T.: Aparece como un personaje en las fábulas atelanas y en las togadas representando al «prudente o astuto». junto al Buccus «glotón», al Pappus «viejo bonachón» y al Maccus «tonto» ↩︎
N.T.: Ribbeck, Afranius. Comic. Rom. fr., págs. 241 y 256 (3.ª ed.). ↩︎
Nota de Conectorium: cf. Ética a Nicómaco, libro 1. ↩︎
Nota de Conectorium: de aquí viene la economía. ↩︎
Nota de RMG: Frag. 242 Usener. ↩︎
N.T.: De la escuela de Aristipo de Cirene (s. 5 a. C.), discípulo de Sócrates. Con todo, su doctrina se desarrolló en los siglos 4 y 3. Aristipo. desdeñoso de todo saber teórico, daba sólo importancia a las investigaciones de utilidad práctica. Con su doctrina sobre el placer como fin de la vida humana se anticipó a Epicuro y a los demas sensualistas. ↩︎
N.T.: Vivió en el siglo 3 a. C. y fue discípulo de Zenón de Citio, el fundador del estoicismo. Con todo, se mostró un estoico independiente: cf. Ep. 36, 3; y 94, 1, 2 y 18. ↩︎
N.T.: Más,por encima de las tres partes «existe otra región superior metafísica, propia del espíritu divino y humano, donde se desarrolla la actividad superior del logos divino» (cf. Elorduy, El Estoicismo 1, pág. 346). ↩︎
N.T.: Virgilio, Eneida, I 342. La cita en su contexto presenta las palabras que Venus dirige a Eneas contándole las vicisitudes por las que pasa Dido, la reina de Cartago. ↩︎
N.T.: V. gr. la isla de Ítaca, patria de Ulises, en la que, al parecer, piensa Séneca. ↩︎
N.T.: Así sucedía a orillas de Bayas, donde las construcciones sobre terraplenes movieron a Horacio a escribir frases de censura moral: cf. Od. II 18, 18-20,y III 1, 33-37. También las censura Séneca en sus tragedias: cf. Tiestes 459 ss. ↩︎
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