Ruben Darío: mi paso por París
Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. Era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. La Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; la capital del Amor.
Del modernismo de Baudelaire pasamos al de Ruben Darío, el gran poeta nacido en Nicaragua en 1867. Máxima expresión del modernismo en nuestro idioma, es conocido como “el príncipe de las letras castellanas”. Su status y su influencia en las letras latinoamericanas del siglo 20 es vasta.
Don Félix Rubén García Sarmiento, aka Rubén Darío, también escribió en prosa, no solo poesías. Escribió, él mismo, incluso, su autobiografía. Fue también periodista. Como todo gran poeta, ya lo hemos visto en esta mini-serie sobre encuentros artísticos en París, fue también un gran viajero. Muy viajero. No se pueden enumerar todos sus viajes sin hablar demás. Y en todas las ciudades que conoció, frecuentó y conoció grandes nombres de la literatura. Pero nos vamos a quedar sólo con un pedacito de sus viajes y sus conocidos, el que corresponde, lógicamente, a su estancia en París. Los capítulos 32, 33 y 34 de su libro La vida de Ruben Darío: escrita por él mismo.
En 1892, por encargo del gobierno de su país, se embarca rumbo a Madrid como parte de una delegación oficial, cumpliendo su sueño de conocer Europa, pero en noviembre regresó a casa. En enero de 1893 fallecía su primera esposa. Lo que sigue, lo tomo literalmente de Wikipedia que, aunque a muchos no les guste como fuente, a mí me sigue pareciendo la mejor enciclopedia que ha existido jamás. Añado apenas algunas aclaraciones:
“En abril viajó a Panamá, donde recibió la noticia de que su amigo, el presidente colombiano Miguel Antonio Caro [a lo largo de su vida fue amigo o conocido de varios presidentes], le había concedido el cargo de cónsul honorífico en Buenos Aires. Dejó a Rosario en Panamá [su segunda esposa, que acababa de quedar encinta], y emprendió el viaje hacia la capital argentina (en un periplo que primero lo lleva a Norteamérica y Europa), pasó por Nueva York, ciudad en la que conoció al ilustre poeta cubano José Martí, con quien le unían no pocas afinidades; y luego realizó su sueño juvenil de viajar a París, donde fue introducido en los medios bohemios por el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y el español Alejandro Sawa. En la capital francesa conoció a Jean Moréas y tuvo un decepcionante encuentro con su admirado Paul Verlaine (tal vez, el poeta francés que más influyó en su obra).”
Verlaine escribió un ensayo titulado Los poetas malditos (1884) para honrar a seis poetas entre sus contemporáneos. El término lo tomó del poema inicial de Baudelaire, llamado Bendición, de su colección Las Flores del Mal (1857). Baudelaire recibió póstumamente la bendición de poeta maldito; viendo su vida en París, no es para menos. Baudelaire, que murió el año que nació el nicaragüense, fue influencia en Verlaine, y éste en Ruben Darío.
Volvamos ahora a la vida de este último. Todo lo que ocurre entre su despedida de Martí en Nueva York, donde “tomó el vapor para Francia”, y su “partida a Buenos Aires”, lo leemos de su propia mano: su estancia en la “capital de las capitales”.
En Buenos Aires, donde “no había casi colombianos” y donde su cargo era honorífico porque “no existían transacciones ni cambios comerciales entre Colombia y la República Argentina”, que no quepa duda, se movió en el círculo más alto que ha tenido la historia de la intelectualidad argentina. Buenos Aires fue para él tan querida, que allí publicó su autobiografía, en 1912, que apareció como serie en la revista Caras y Caretas. Poco después volvió a París, donde había vivido entre 1902 y 1905 siendo cónsul de Nicaragua—en la misma época en que estuvieron en París Zweig y Rilke—, y luego pasó por Mallorca, donde se alojó en el mismo lugar que George Sand y Chopin durante su relación que quedó truncada, como el cuadro que les estaba haciendo Delacroix, de quien Sand nos habló en esta mini-serie en su autobiografía. Todo está conectado.
Pero, vuelvo a Wikipedia: “En la capital argentina llevó una vida de desenfreno, siempre al borde de sus posibilidades económicas, y sus excesos con el alcohol fueron causa de que tuviera que recibir cuidados médicos en varias ocasiones”. Rubén Darío murió de cirrosis, en 1916, a los 49 años, en Nicaragua. Su “uso y abuso de los alcoholes” — que nos lo cuente él en primera persona.
Autor: Rubén Darío
Autobiografía: La vida de Rubén Darío (1912)
Capítulo 32
Yo soñaba con París desde niño, a punto de que cuando hacía mis oraciones rogaba a Dios que no me dejase morir sin conocer París. París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño. E iba yo a conocer París, a realizar la mayor ansia de mi vida. Y cuando en la estación de Saint Lazare, pisé tierra parisiense, creí hallar suelo sagrado. Me hospedé en un hotel español, que por cierto ya no existe. Se hallaba situado cerca de la Bolsa, y se llamaba pomposamente Grand Hotel de la Bourse et des Ambassadeurs... Yo deposité en la caja, desde mi llegada, unos cuantos largos y prometedores rollos de brillantes y áureas águilas americanas de a veinte dólares. Desde el día siguiente tenía carruaje a todas horas en la puerta, y comencé mi conquista de París...
Apenas hablaba una que otra palabra de francés. Fui a buscar a Enrique Gómez Carrillo, que trabajaba entonces empleado en la casa del librero Garnier.
Carrillo, muy contento de mi llegada, apenas pudo acompañarme; por sus ocupaciones; pero me presentó a un español que tenía el tipo de un gallardo mozo, al mismo tiempo que muy marcada semejanza de rostro con Alfonso Daudet. Llevaba en París la vida del país de Bohemia, y tenía por querida a una verdadera marquesa de España. Era escritor de gran talento y vivía siempre en su sueño. Como yo, usaba y abusaba de los alcoholes; y fue mi iniciador en las correrías nocturnas del Barrio Latino. Era mi pobre amigo, muerto no hace mucho tiempo, Alejandro Sawa. Algunas veces me acompañaba también Carrillo, y con uno y otro conocí a poetas y escritores de París, a quienes había amado desde lejos.
Uno de mis grandes deseos era poder hablar con Verlaine. Cierta noche, en el café D'Harcourt, encontramos al Fauno, rodeado de equívocos acólitos.
Estaba igual al simulacro en que ha perpetuado su figura el arte maravilloso de Carriére. Se conocía que había bebido harto. Respondía de cuando en cuando, a las preguntas que le hacían sus acompañantes, golpeando interminentemente el mármol de la mesa. Nos acercamos con Sawa, me presentó: «Poeta americano, admirador, etc.». Yo murmuré en mal francés toda la devoción que me fue posible, concluí con la palabra gloria... Quién sabe qué habría pasado esta tarde al desventurado maestro; el caso es que, volviéndose a mí, y sin cesar de golpear la mesa, me dijo en voz baja y pectoral: «¡La gloire!... ¡La gloire!... ¡M... M... encore!...». Creí prudente retirarme, y esperar verle de nuevo una ocasión más propicia. Esto no lo pude lograr nunca, porque las noches que volví a encontrarle, se hallaba más o menos en el mismo estado; a aquello, en verdad, era triste, doloroso, grotesco y trágico. Pobre «¡Pauvre Lelian! ¡Priez potir le pauvre Gaspard!...».
[Nota de Conectorium: “Pobre Lelian” es un poema de Verlaine. “¡Recen por el pobre Gaspard!” es el verso final del poema Gaspard Hauser Chante de Verlaine, que hace referencia a Kaspar Hauser, un niño salvaje alemán de principios del siglo 19, convertido en una leyenda que involucra hasta a Napoleón.]
Capítulo 33
Una mañana, después de pasar la noche en vela, llevó Alejandro Sawa a mi hotel a Charles Morice, que era entonces el crítico de los simbolistas. Hacía poco que había publicado su famoso libro La literature de toute a l'heure. Encontró sobre mi mesa unos cuantos libros, entre ellos un Walt Whitman, que no conocía. Se puso a hojear una edición guatemalteca de mi Azul, en que, por mal de mis pecados, incluí unos versos franceses, entre los cuales los hay que no son versos, pues yo ignoraba cuando los escribí muchas nociones de poética francesa. Entre ellas, pongo por caso, el buen uso de la «e» muda, que, aunque no se pronuncia en la conversación, o es pronunciada escasamente según el sistema de algunos declamadores, cuenta como sílaba para la medida del verso. Charles Morice fue bondadoso y, tuvimos, durante mi permanencia en París, buena amistad, que por cierto no hemos renovado en días anteriores. Con quien tuve más intimidad fue con Juan Moreas. A éste me presentó Carrillo, en una noche barriolatinesca. Ya he contado en otra ocasión nuestras largas conversaciones ante animadores bebedizos. Nuestras idas por la madrugada a los grandes mercados, a comer almendras verdes, o bien salchichas en los figones cercanos, donde se surten obreros y trabajadores de les Halles. Todo ello regado con vinos como el petit vin bleu y otros mostos populares. Moreas regresaba a su casa, situada por Montrouge, en tranvía, cuando ya el sol comenzaba a alumbrar las agitaciones de París despierto. Nuestras entrevistas se repetían casi todas las noches. Estaba el griego todavía joven; usaba su inseparable monóculo y se retorcía los bigotes de palíkaro, dogmatizando en sus cafés preferidos, sobre todo en el Vachetts, y hablando siempre de cosas de arte y de literatura. Como no quería escribir en los diarios, vivía principalmente de una pensión que le pasaba un tío suyo que era ministro en el gobierno del rey Jorge, en Atenas. Sabido es que su apellido no era Moreas, sino Papadiamantopoulos. Quien desee más detalles lea mi libro Los Raros. Me habían dicho que Moreas sabía español. No sabía ni una sola palabra. Ni él, ni Verlaine, aunque anunciaron ambos, en los primeros tiempos de la revista La Plume, que publicarían una traducción de La Vida es Sueño, de Calderón de la Barca. Siendo así como Verlaine solía pronunciar, con marcadísimo acento, estos versos de Góngora: «A batallas de amor campo de plumas»; Moreas, con su gran voz sonora, exclamaba: «No hay mal que por bien no venga»... O bien: en cuanto me veía: «¡Viva don Luis de Góngora y Argote!», y con el mismo tono, cuando divisaba a Carrillo, gritaba: «¡Don Diego Hurtado de Mendoza!». Tanto Verlaine como Moreas eran popularísimos en el Quartier, y andaban siempre rodeados de una corte de jóvenes poetas que, con el Pauvre Lelian, se aumentaban de gentes de la mala bohemia que no tenían que ver con el arte ni con la literatura.
Capítulo 34
Entre los verdaderos amigos de Verlaine, había uno que era un excelente poeta, Maurice Duplessis. Éste era un muchacho gallardo, que vestía elegante y extravagantemente, y que con Charles Maurras, que es hoy uno de los principales sostenedores del partido Orleanista, y con Ernesto Reynaud que es comisario de policía, formaban lo que se llamaba la escuela Romana, de que Moreas era el sumo Pontífice. A Duplessis, que fue desde entonces muy mi amigo, le he vuelto a ver recientemente pasando horas amargas y angustiosas, de las cuales le librara alguna vez y ocasionalmente la generosidad de un gran poeta argentino.
Yendo en una ocasión por los bulevares, oí que alguien me llamaba. Me encontré con un antiguo amigo chileno, Julio Bañados Espinosa, que había sido ministro principal de Balmaceda. Se ocupaba en escribir la historia de la administración de aquel infortunado presidente. Nos vimos repetidas veces. Me invitó a comer en un círculo de Esgrima y Artes, que no era otra cosa, en realidad, sino una casa de juego, como son muchos círculos de París. Allá me presentó al famoso Aurelien Scholl, ya viejo y siempre monoculizado. Se decía que el juego no era perseguido en ese club, porque la influencia de Scholl... pero no deseo repetir aquí murmuraciones bulevarderas.
Comía yo generalmente en el café Larue, situado enfrente de la Magdalena. Allí me inicié en aventuras de alta y fácil galantería. Ello no tiene importancia; mas he de recordar a quien me diese la primera ilusión de costoso amor parisién. Y vaya una grata memoria a la gallarda Marión Delorme, de victorhuguesco nombre, de guerra, y que habitaba entonces en la avenida Víctor Hugo. Era la cortesana de los más bellos hombros. Hoy vive en su casa de campo y da de comer a sus finas aves de corral. Los cafés y restaurants del bosque no tuvieron secretos para mí. Los días que pasé en la capital de las capitales, pude muy bien no olvidar a ningún irreflexivo rastaquouere. Pero los rollos de águilas iban mermando y era preciso disponer la partida a Buenos Aires. Así lo hice, no sin que mi codicioso hotelero, viendo que se le escapaba esa pera, como dicen los franceses, quisiese quedarse con el resto de mis oros, de lo cual me libró la intervención de un cónsul, y de mi buen amigo Tible Machado, que residía, también con cargo consular, en el puerto del Havre.
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