Pierre Joseph Proudhon: ¿qué es una federación?
Sentemos las bases de un concepto: ¿qué es una federación? Cuando hablamos de federalismo, cuando se lo pide como sucede hoy en Bolivia, ¿de qué tipo de contrato político estamos hablando? ¿de qué tipo de constitución? Nadie mejor que uno de los mayores teóricos del tema, el filósofo y político francés Pierre Joseph Proudhon, para explicarnos esto.
Proudhon nació en Francia en 1809 cuando Napoleón ya se había raspado la Revolución y había tomado el poder total de Europa. Hijo de su época, de arquetipo revolucionario, Proudhon fue un pionero en el pensamiento socialista pre-marxista (discutió abiertamente con Marx), luego fue la primera persona de la historia en auto-identificarse como anarquista (al menos por escrito), y luego se declaró federalista. Quizá por ver deformadas estas ideas o transformadas en utopías; eso sí, no es que Proudhon se desmarcó totalmente de sus ideologías. Polémico en sus teorías, que le costaron desde pérdidas de trabajos hasta el exilio, fue elegido diputado en la Asamblea Constituyente de la Segunda República francesa en 1848.
En su Europa de la primera mitad del siglo 19, el socialismo no era el mismo que el de hoy día: no tenía nada que ver con el llamado socialismo del siglo 21 americano, que de socialismo no tiene nada y de fascismo tiene mucho. Además, es todo lo contrario a la anarquía y el federalismo como base de la libertad individual y la libertad de los pueblos que buscaban los OG (original gangsters) de estos movimientos, que se retorcerían de ver gente usando sus ideas para ejercer un poder autoritario, unitario y totalitario. El anarquismo era entendido como “el gobierno de uno mismo”, e iba por la línea, no de ningún gobierno, sino de gobierno al mínimo. Sirva de ejemplo el norteamericano Henry David Thoreau, cuya Desobediencia civil sirve de inspiración tanto para anarquistas y socialistas, como para libertarios y liberales, como para conservadores. El anarquismo del siglo 19 tenía nada que ver con destrozos y desmanes, confiaba en la decencia y el sentido común de la gente para auto-gobernarse, ubicarse y respetarse. Pero esto no ocurre donde no hay ley, el humano necesita límites porque va a empujar sus intereses hasta donde se le permita. Escribió Darwin poco tiempo después: “cualquier gobierno es mejor que la anarquía”. Mejor si el gobierno está cerquita, es protector, y se mete poquito.
23 años después de su polémico ensayo ¿Qué es la propiedad?, Proudhon publica El Principio Federativo, en una época donde la idea de federaciones y confederaciones se debatía con el nacionalismo que impulsaba Estado-naciones de modelo unitario, ya sean repúblicas o monarquías. El mejor ejemplo federal en Europa es el de la Antigua Confederación Suiza, que duró entre 1291 y 1798, hasta que llegó Napoleón. En la zona germánica, el mismo Napoleón creó una Confederación del Rin que dio paso a la Confederación Germánica luego de su caída. Los europeos también tuvieron a las Provincias Unidas de los Países Bajos, que se rebelaron contra la corona de España, y que duraron desde 1581... hasta que llegó Napoleón.
En Sudamérica, luego de las independencias del Imperio Español, en las que tuvo que ver un Simón Bolívar que juró, después de estar en la coronación de Napoleón, pelear contra el imperio, tuvimos en el siglo 19: la Confederación Argentina, la Confederación Perú-Boliviana, la del Ecuador, la del Valle del Cauca y la Granadina; más al norte, la de Centroamérica; todavía más al norte, la de Canadá, la de los Estados Unidos de América, y la de sus sureños Estados Confederados, contra los que batallaron en una guerra civil. Proudhon escribe este ensayo mientras se libra la Guerra de Secesión de los Estados Unidos. En Europa, sus ideas se debaten e influyen en la Primera República española, donde Francisco Pi y Margall quiso instaurar un modelo cantonalista, una república federalista siguiendo las ideas de Proudhon (y de Suiza). Ahora bien, ¿qué es una confederación? Escribe Proudhon:
“Una confederación no es, propiamente hablando, un Estado; es un grupo de Estados soberanos e independientes ligados por un pacto de garantía mutua”.
Leemos a Proudhon en la traducción del mismo Pi y Margall, que convirtió al autor en figura influyente en España. (Por cuestiones de tiempo, dejo fuera todas las notas del traductor y las del autor, excepto apenas algunas líneas de estas últimas). Ahora sentemos las bases, como dijimos al principio: en el séptimo capítulo de su tratado, Proudhon hace una Delimitación de la idea de «Federación». Esta es “la tesis objeto de su libro”: una federación es un contrato político, de cumplimiento bilateral, en un sistema democrático, donde el ciudadano, asociado al Estado: 1) recibe del Estado tanto como le sacrifica; 2) conserva toda su libertad, soberanía e iniciativa. Este contrato “es susceptible de modificaciones regulares a voluntad de los contrayentes”—no hay constitución que dure para siempre porque los contextos y los intereses cambian constantemente.
Pi y Margall ofrece en un párrafo un buen resumen de lo que Proudhon expone en los primeros seis capítulos. TL;DR (too long; didn't read): la autoridad y la libertad viven en “eterna coexistencia” generando diferentes tipos de gobierno que se corrompen fácilmente y que llevan inevitablemente a luchas que terminan por “sepultarlos en mares de sangre”. Para Proudhon, la libertad va cada vez ganando más terreno y generando más espacio para el federalismo. Proudhon es lo que ahora llamamos un localista, un predicador de lo que me gusta resumir como “micro-estados, macro-uniones”.
He aquí la teoría de un buen contrato político entre el ciudadano y el Estado, donde la individualidad no se ve sometida al despotismo, y donde no se tiende a la concentración del poder sino a lo contrario. Hermosa idea para la mitad del mundo que cree que la individualidad no se debe someter al Estado—la otra mitad cree lo contrario, y el debate se remonta a los escritos sobre el tipo de república ideal en Aristóteles vs Platón. Hermosa idea; ahora bien, ¿se adaptará a la realidad? Juzgue usted, querido lector.
Autor: Pierre-Joseph Proudhon
Ensayo: El Principio Federativo (1863)
Capítulo 7: Delimitación de la idea de «Federación»
Puesto que en el terreno de la teoría y el de la historia, la autoridad y la libertad se suceden como por una especie de polarización;
Puesto que la primera declina insensiblemente y se retira, al paso que la segunda crece y se presenta;
Puesto que de esa doble marcha resulta una especie de subordinación, por la cual la autoridad va de día en día quedando sometida al derecho de la libertad;
Puesto que, en otros términos, el régimen liberal o consensual prevalece cada vez más sobre el régimen autoritario, debemos fijarnos en la idea de contrato, como la más dominante de la política.
¿Qué se entiende, en primer lugar, por contrato?
- El contrato, dice el Código Civil en su artículo 1.101, es un convenio por el cual una o muchas personas se obligan para con otra u otras a hacer o dejar de hacer alguna cosa.
- Art. 1.102. Es sinalagmático o bilateral cuando los contratantes se obligan recíprocamente los unos para con los otros.
- Art. 1.103. Es unilateral cuando una o muchas personas quedan obligadas para con otra u otras, sin que estas por su parte lo queden.
- Art. 1.104. Es conmutativo cuando cada una de las partes se obliga a dar o hacer algo que se considera equivalente a lo que se le da o a lo que por ella se hace. Cuando este equivalente consiste en las probabilidades de ganancia o pérdida que puede haber para cada una de las partes en la realización de un suceso incierto, el contrato es aleatorio.
- Art. 1.105. El contrato de beneficencia es aquel en que una de las partes proporciona a la otra un beneficio puramente gratuito.
- Art. 1.106. Es contrato a título oneroso el que sujeta a cada una de las partes a dar o hacer algo.
- Art. 1.371. Se da el nombre de cuasi-contratos a los hechos voluntarios del hombre, de los que resulta una obligación cualquiera para con una tercera persona, y a veces una obligación recíproca entre ambas partes.
A estas distinciones y definiciones del Código, relativas a la forma y a las condiciones de los contratos, añadiré yo una concerniente a su objeto: Los contratos son domésticos, civiles, comerciales o políticos, según la naturaleza de las cosas sobre que versan y el objeto con que se los celebra. Vamos a ocuparnos de la última especie de contrato, del contrato político.
La noción de contrato no es enteramente ajena del régimen monárquico, como no lo es tampoco de la paternidad ni de la familia. Mas por lo que llevamos dicho acerca de los principios de autoridad y de libertad, y del papel que desempeñan en la formación de los gobiernos, es fácil comprender que esos principios no intervienen del mismo modo en el otorgamiento del contrato político; que así, la obligación que une al monarca con sus súbditos, obligación no escrita, sino espontánea, que resulta del espíritu de familia y de la calidad de las personas, es una obligación unilateral, puesto que en virtud del principio de obediencia, está obligado a más el súbdito para con el príncipe que el príncipe para con el súbdito. De una manera expresa dice la teoría del derecho divino que sólo ante Dios es responsable el monarca. Puede hasta suceder que el contrato entre príncipe y súbdito degenere en un contrato de mera beneficencia, cuando por ineptitud o idolatría de los ciudadanos se solicite del príncipe que se apodere de la autoridad y se encargue de sus súbditos, inhábiles para gobernarse y defenderse, como se encarga un pastor de su rebaño. Peor sucede aún donde está admitido el principio hereditario. Un conspirador como el duque de Orleans, que fue más tarde Luis XII; un parricida como Luis XI; una adúltera como María Estuardo, conservan, a pesar de sus crímenes, sus derechos eventuales a la Corona. Inviolables desde que nacen, puede decirse que existe entre ellos y los fieles súbditos del príncipe a quien han de suceder un cuasi-contrato. En dos palabras: el contrato no es bilateral en el régimen monárquico, por la misma razón que la autoridad es en él la preponderante.
El contrato político no adquiere toda su dignidad y moralidad sino bajo la condición: 1) de ser sinalagmático y conmutativo; 2) de estar encerrado, en cuanto a su objeto, dentro de ciertos límites, condiciones ambas que se supone que existen bajo el régimen democrático, pero que aun en este régimen no son las más de las veces sino ficticias. ¿Puede acaso decirse que en una democracia representativa y centralizadora, en una monarquía constitucional y censataria, y mucho menos en una República comunista como la de Platón, sea igual y recíproco el contrato político que une al ciudadano con el Estado? ¿Puede decirse que ese contrato, que toma a los ciudadanos la mitad o las dos terceras partes de su soberanía y la cuarta de sus productos, esté encerrado dentro de justos límites? ¿No sería más verdadero decir, cosa que la experiencia sobradas veces confirma, que en todos esos sistemas es el contrato exorbitante, oneroso, puesto que carece de compensación para una más o menos considerable parte de ciudadanos, y aleatorio, puesto que el beneficio prometido, ya de suyo insuficiente, dista de estar asegurado?
Para que el contrato político llene la condición de sinalagmático y conmutativo que lleva consigo la idea de democracia; para que encerrado dentro de prudentes límites sea para todos ventajoso y cómodo, es indispensable que el ciudadano, al entrar en la asociación: 1) pueda recibir del Estado tanto como le sacrifica; 2) conserve toda su libertad, toda su soberanía y toda su iniciativa en todo lo que no se refiere al objeto especial para que se ha celebrado el contrato y se busca la garantía del Estado. Arreglado y comprendido así el contrato político, es lo que yo llamo una federación.
Federación, del latín foedus, genitivo foederis, es decir, pacto, contrato, tratado, convención, alianza, etcétera, es un convenio por el cual uno o muchos jefes de familia, uno o muchos municipios, uno o muchos grupos de municipios o Estados, se obligan recíproca e igualmente los unos para con los otros, con el fin de llenar uno o muchos objetos particulares que desde entonces pesan sobre los delegados de la federación de una manera especial y exclusiva.[1]
Insistamos en esta definición. Lo que constituye la esencia y el carácter del contrato federativo, y llamo sobre esto la atención del lector, es que en este sistema los contrayentes—jefes de familia, municipios, cantones, provincias o Estados—no sólo se obligan sinalagmática y conmutativamente, los unos para con los otros, sino que también se reservan individualmente al celebrar el pacto más derechos, más libertad, más autoridad, más propiedad de los que ceden.
No sucede así, por ejemplo, en la sociedad universal de bienes y ganancias, autorizada por el Código Civil, y llamada por otro nombre comunidad, imagen en miniatura del régimen absoluto. El que entra en una sociedad de esta clase, sobre todo si es perpetua, tiene más trabas y está sometido a más cargas que iniciativa no conserva. Mas esto es precisamente lo que hace raro el contrato y ha hecho en todos tiempos insoportable la vida cenobítica. Toda obligación, aun siendo sinalagmática y conmutativa, es excesiva y repugna por igual al ciudadano y al hombre, si exigiendo del asociado la totalidad de sus esfuerzos, le sacrifica por entero a la sociedad y en nada le deja independiente.
En conformidad a estos principios, teniendo el contrato de federación, en términos generales, por objeto garantizar a los Estados que se confederan su soberanía, su territorio y la libertad de sus ciudadanos, arreglar además sus diferencias y proveer por medio de medidas generales a todo lo que mira a la seguridad y a la prosperidad comunes, es un contrato esencialmente restringido, a pesar de los grandes intereses que constituyen su objeto. La autoridad encargada de su ejecución no puede en ningún tiempo prevalecer sobre los que la han creado; quiero decir que las atribuciones federales no pueden exceder jamás en realidad ni en número las de las autoridades municipales o provinciales, así como las de estas no pueden tampoco ser más que los derechos y las prerrogativas del hombre y del ciudadano. Si no fuese así, el municipio sería una comunidad, la federación volvería a ser una centralización monárquica; la autoridad federal, que debe ser una simple mandataria y estar siempre subordinada, sería considerada como preponderante; en lugar de circunscribirse a un servicio especial, tendería a absorber toda actividad y toda iniciativa; los Estados de la confederación serían convertidos en prefecturas, intendencias, sucursales, administraciones delegadas. Así transformado, podríais dar al cuerpo político el nombre de República, el de democracia o el que mejor quisierais; no sería ya un Estado constituido en la plenitud de sus diversas autonomías, no sería ya una confederación. Lo mismo sucedería con mayor motivo si por una falsa razón de economía, por deferencia o por cualquiera otra causa, los municipios, cantones o Estados confederados encargasen a uno de ellos de la administración y del gobierno de los otros. La República se convertiría de federativa en unitaria y estaría en camino del despotismo.[2]
En resumen, el sistema federativo es el opuesto al de jerarquía o centralización administrativa y gubernamental, por el que se distinguen ex aequo las democracias imperiales, las monarquías constitucionales y las repúblicas unitarias. Su ley fundamental, su ley característica, es la siguiente: en la federación, los atributos de la autoridad central se especializan y se restringen, disminuyen en número, obran de una manera menos inmediata; son, si puedo atreverme a hablar así, menos intensos a medida que la Confederación se va desarrollando por medio de la accesión de nuevos Estados. En los gobiernos centralizados, por el contrario, las atribuciones del poder supremo se multiplican, se extienden, se ejercen de una manera más inmediata, y van haciendo entrar en la competencia del príncipe los negocios de las provincias, de los municipios, de las corporaciones y de los particulares, en razón directa de la superficie territorial y de la cifra de población. De aquí esa enorme presión bajo la que desaparece toda libertad, así la municipal como la provincial, así la individual como la nacional.
Voy a terminar el capítulo por una consecuencia de este hecho. Siendo el sistema unitario el reverso del federativo, es de todo punto imposible una confederación entre grandes monarquías, y con mayor razón entre democracias imperiales. Estados como Francia, Austria, Inglaterra, Prusia, Rusia, pueden celebrar entre sí tratados de alianza o de comercio; pero repugna que se confederen, primero, porque su principio es contrario a este sistema y los pondría en abierta oposición con el pacto federal, y luego, porque deberían abdicar una parte de su soberanía y reconocer sobre ellos un árbitro cuando menos para ciertos casos. No está en su naturaleza eso de transigir y obedecer; está, sí, el mandar.
Los príncipes que en 1813, sostenidos por la insurrección de las masas, peleaban contra Napoleón por las libertades de Europa y formaron luego la Santa Alianza, no eran a buen seguro confederados; el carácter absoluto de su poder les impedía tomar este nombre. Eran, como en 1792, meros coligados: no los llamará de otro modo la historia. No sucede otro tanto con la Confederación germánica, hoy en vías de reforma: por su carácter de libertad y de nacionalidad, amenaza con hacer desaparecer un día las dinastías que son para ella un obstáculo.[3]
[1]
En la teoría de J.J. Rousseau, que es la de Robespierre y los jacobinos, el Contrato social es una ficción de legista, imaginada para explicar por otra hipótesis que la del derecho divino, la autoridad paterna o la necesidad social, la formación del Estado y de las relaciones entre el gobierno y los individuos. Esta teoría, tomada de los calvinistas, era en 1764 un progreso. puesto que tenía por objeto someter a una ley racional lo que había sido considerado hasta entonces como la aplicación de una ley natural y religiosa. En el sistema federativo, el contrato social es más que una ficción; es un pacto real y efectivo, que ha sido verdaderamente propuesto, discutido, votado, aprobado, y es susceptible de modificaciones regulares a voluntad de los contrayentes. Entre el contrato federativo, y entre el de Rousseau y el de 1793, media toda la distancia que va de la realidad a la hipótesis.
[2]
La Confederación helvética se compone de veinticinco Estados soberanos (diecinueve cantones y seis medios-cantones), no teniendo más que 2.400.000 habitantes. Está, pues, regida por veinticinco constituciones análogas a las francesas de 1791, 1793, 1795, 1799, 1814, 1830, 1848 y 1852, y además por una constitución federativa, que, como es natural, no tiene equivalente en Francia... Así una confederación no es, propiamente hablando, un Estado; es un grupo de Estados soberanos e independientes ligados por un pacto de garantía mutua...
[3]
Desde este punto de vista, los Estados Unidos del Sur tendrían tanto más motivo para separarse de los del Norte, cuanto que no entra en el ánimo de estos otorgar, cuando menos por de pronto, el goce de los derechos políticos a los negros emancipados. Sabemos, sin embargo, que Washington, Madison y los demás fundadores de la Unión no fueron de este dictamen, y admitieron al pacto federal a los Estados con esclavos. Verdad es también que vemos rasgarse en estos momentos ese pacto contrario a la naturaleza, y que los Estados del Sur, para conservar su explotación, tienden a una constitución unitaria; al paso que los del Norte, para conservar la unión, decretan la deportación de los esclavos.
La constitución federal suiza, reformada en 1848, ha decidido la cuestión en el sentido de la igualdad, según vemos por su artículo 4: Todos los suizos son iguales ante la ley. No hay en Suiza súbditos ni privilegios de o lugar, de nacimiento, de familia; no los hay tampoco personales. De la promulgación de este artículo, que purgó la Suiza de todo elemento aristocrático, data la verdadera constitución federal helvética...