Ouida: El estado como preceptor inmoral (ensayo completo, 22 minutos)
Marie Louise Ramé nació el primer día de 1839 en Bury St. Edmonds, Inglaterra. De niña, pronunciaba su segundo nombre como “Ouida”; convertido en apodo, terminó eligiendo esa pronunciación como pseudónimo literario. Prefería que la llamasen Marie Louise de la Ramée. Fue amante y defensora de los animales, motivo por el cual sus amigos y lectores construyeron una fuente para perros y caballos en su lugar de nacimiento, luego de su muerte. La inscripción del recordatorio reza: “Aquí pueden calmar sus tiernas almas, mientras beben, las criaturas de Dios que ella amaba”. Falleció veinticuatro días después de cumplir 69 años en 1908, en Viaregio, Italia, país al que se mudó con su madre en 1874 luego de siete años en Londres. Su madre era británica, su padre era francés.
Escribió como cuarenta novelas, siete de las cuales fueron llevadas al cine, casi todas con más de un remake—la última: A Dog of Flanders, en 1999, dirigida por Kevin Brodie. Escribió short stories, libros para niños y ensayos para muy grandes, entre ellos la crítica feroz del estado publicada en agosto de 1891, a sus 52 años, en el volumen 153 de la North American Review, titulada The State as an Inmoral Teacher.
Aunque este artículo es fácil de encontrar gratis en internet, es poco conocido y carece la fama de la que pudiera gozar en estos tiempos de aires anarquistas, anti-autoritaristas, y anti-vacunas. El artículo ni siquiera figura, hasta hoy, en febrero de 2022, en ninguna de sus páginas de Wikipedia. Por eso, y porque Ouida no es hoy por hoy parte del pensum literario del círculo que lee en inglés, peor en otros idiomas, hasta ahora no se podía encontrar una traducción al español de este corto ensayo (y me parece que tampoco a otros idiomas). Sirvo aquí la que creo que es la primera traducción al español de este texto. Elegí preceptor para traducir teacher en el título porque, si bien teacher significa profesor o maestro, Ouida se refiere al estado más como un tutor, palabra que se escribe igual y significa lo mismo en inglés (para no entrar en nimiedades), por lo que poner tutor en el título se puede prestar a comentarios vanos. Me decanto por preceptor, que además de ser una persona que enseña, es quien se encarga de amaestrar a los niños, y de la vigilancia y el control del comportamiento de los estudiantes, en este caso, de los ciudadanos.
Quick facts sobre The North American Review: fundada en Boston en 1815, fue la primera revista literaria en los Estados Unidos, y la más grande hasta que apareció The Athlantic Monthly, también en Boston, cuatro décadas después del principio de su reinado. Sigue viva hasta hoy, pero la guerra interrumpió su trabajo en 1940—hasta 1964. En 1891, época del artículo de Ouida, llegó a tener un tiraje de 76.000 ejemplares. Cuenta entre sus colaboradores históricos a gente como Walt Whitman, Mark Twain, Kurt Vonnegut, Margaret Atwood, H. G. Wells, Joseph Pulitzer, Andrew Carnegie, y los presidentes de USA: Benjamin Harrison, William McKinley, Woodrow Wilson, Theodore Roosevelt, y Abraham Lincoln.
Citado en nuestra serie Sobre la Vacunación, capítulo 9: Epidemias y Política, parte 2.
El estado como preceptor inmoral
La tendencia de los últimos años del siglo 19 es hacia el aumento de los poderes del estado y la disminución de los poderes del ciudadano individual. Ya sea que en este momento el gobierno de un país sea nominalmente libre, o declaradamente despótico; ya sea un imperio, una república, una monarquía constitucional, o un principado autónomo y neutro; el gobierno real es una maquinaria estatal que sustituye la elección y la libertad individual. En Serbia, en Bulgaria, en Francia, en Alemania, en Inglaterra, en Estados Unidos, en Australia; donde quiera que sea, las formas externas de gobierno difieren ampliamente, pero debajo de todo está la misma interferencia del estado con la voluntad personal, la misma obligación del individuo a aceptar lo que dicta el estado en reemplazo de su propio juicio. La única diferencia es que tal pretensión es natural y excusable en una autocracia: en un estado constitucional o republicano es una anomalía, incluso un absurdo. Pero ya sea que esto fuese admirable o maldito, es llamativo el hecho de que cada año aumentan las pretensiones y los poderes del estado, y cada año disminuye la libertad personal del hombre. Cualquiera sea el origen del hecho, está ahí; y es probable que se deba al incremento de una educación enteramente doctrinaria, que aumenta a su vez el número de personas que miran a la humanidad como un sargento de instrucción mira los batallones de reclutas: estos tienen que aprender a moverse mecánicamente en masa, y no se debe permitir que ninguna sola unidad de ellos murmure o se salga de las filas. Que este o aquel recluta pueda estar bajo tortura todo el tiempo, al sargento no le importa nada. Que lo que hubiera sido un excelente ciudadano sea un recluta rebelde o ineficiente tampoco es asunto suyo: él requiere solamente un batallón que se mueva con precisión mecánica. El estado no es más que un sargento de instrucción a gran escala, con toda una nacionalidad marchando en el patio de armas.
Como sea que hayan sido en otros aspectos los males que acompañaron otras épocas además de esta, esas épocas fueron favorables para el desarrollo de la individualidad y, por lo tanto, del genio. La época actual se opone a tal desarrollo; y a mayor manipulación del hombre por el estado, más completa la destrucción de la individualidad y la originalidad. El estado necesita una maquinaria militar en la que no haya tropiezo, una hacienda en la que nunca haya déficit, y un público monótono, obediente, descolorido, sin espíritu, moviéndose unánime y humildemente como un rebaño de ovejas por un camino recto entre dos muros.[1] Ese es el ideal de toda burocracia, ¿y qué es el estado sino una burocracia cristalizada? Es hábito de los que sostienen el despotismo del gobierno hablar como si fuera una entidad impersonal, una guía infalible, una cosa semi-divina como el pilar de fuego que los israelitas imaginaban que los conducía en su éxodo. En realidad, el estado es solo el ejecutivo; representando las decisiones momentáneas de una mayoría que ni siquiera es una mayoría genuina todo el tiempo, sino que en casos frecuentes es una preponderancia fabricada y ficticia, producida artificial y arbitrariamente. No puede haber nada noble, sagrado o infalible en tal mayoría: es falible y falaz; puede estar bien, puede estar mal; puede caer accidentalmente en la sabiduría, o puede sumergirse en la locura por medio del pánico. No hay nada en su origen o en su construcción que pueda mostrar al estado de forma imponente a la vista de un hombre inteligente y vivaz. Pero la masa de los hombres no es inteligente ni vivaz, y por eso soportan el íncubo que yace sobre ellos a través del estado como el camello soporta su carga, sudando debajo por cada poro. El estado es el sombrero de Gessler, ante el cual todos menos Tell consienten en inclinarse.
Se ha reprochado a los siglos precedentes a este que en ellos el privilegio ocupase el lugar de la ley; pero, aunque el privilegio haya sido caprichoso, y a menudo injusto, siempre fue elástico, a veces benigno: la ley—la ley civil, como la que el estado monta e impone—nunca es elástica y nunca es benigna. Es un motor que rueda sobre sus propias líneas de hierro y aplasta lo que encuentra opuesto a él, sin tener en cuenta la excelencia de lo que puede destruir. La nación, como el niño, o se embrutece porque la taladran, o queda castrada porque se le prescriben continuamente todas las acciones y opiniones. Es dudoso si alguna precaución o algún sistema puede abarcar lo que el estado, en muchos países, se está esforzando en hacer ahora, por regulación y prohibición, para prevenir la propagación de enfermedades infecciosas. Pero es cierto que los terrores nerviosos inspirados por las leyes y reglamentos del estado engendran una enfermedad de la mente más dañina que los males corporales que tanto absorben al estado. Ya sea que la inoculación de Pasteur contra la rabia sea una maldición o una bendición para la humanidad, no puede haber duda de que las ideas exageradas que crea, la importancia ficticia que le presta a lo que antes era una enfermedad muy rara, los horrores de pesadilla que invoca, y las mentiras que sus propagandistas, para justificar sus pretensiones, se ven obligados a inventar, producen una demencia y una histeria en la mente pública que es una enfermedad mucho más extendida y peligrosa que la que podría haber sido la mera rabia (sin la ayuda de la ciencia y el gobierno).
La diseminación de la cobardía es un mal mayor que lo que sería el aumento de cualquier mal físico. Dirigir las mentes de los hombres en terror nervioso hacia sus propios cuerpos es convertirlos en un grupo tembloroso y estremecido de idiotas postrados. El microbio puede o no existir; pero los terrores nerviosos generados en nombre del microbio son males peores que cualquier bacilo. Es oficio del fisiólogo incrementar estos terrores; vive por ellos, y solo por ellos existe; pero cuando el estado toma sus extravagancias y charlatanerías en serio y las obliga sobre el público como ley, el efecto es física y mentalmente desastroso. El cólera es lo suficientemente malo como enfermedad; pero es mucho peor el egoísmo brutal, el terror que paraliza, las agonías convulsivas con las que se enfrenta y que el estado hace tanto por aumentar en todos los países. Solo el miedo mata a las cinco décimas partes de sus víctimas, y durante su última visita a las calles de Nápoles, la gente saltaba de sus asientos, gritaba que tenía cólera y caía muerta en convulsiones causadas por puro pánico, mientras que en muchos lugares del campo los aldeanos disparaban contra los trenes que imaginaban que podrían llevar la temida enfermedad entre ellos. Este tipo de pánico no puede ser completamente controlado por ningún estado, pero puede ser mitigado por una moderación juiciosa, en vez de ser, como ahora, intensificado y perseguido por la prensa, los fisiólogos y los gobiernos de todo el mundo conocido.
El estado ya ha puesto sus fríos, duros y férreos brazos entre padres y descendientes, y los está arrastrando y separando a diario. La antigua ley moral puede decir: “Honra a tu padre y a tu madre”, etc., pero el estado dice, por el contrario: “Deja a tu madre enferma y desatendida mientras te ocupas de tu propia educación; y convoca a tu padre para que sea multado y encarcelado si se atreve a ponerte una mano encima cuando lo deshonras y te burlas de él”. El otro día, un obrero de Londres fue sentenciado a quince días de prisión con trabajo forzado, porque, estando justamente enojado con su hijita por desobedecer sus órdenes y quedarse noche tras noche en las calles, la golpeó dos veces con una correa de cuero, y ella estaba “ligeramente magullada”. El hombre preguntó pertinentemente a qué se estaba convirtiendo el mundo si un padre no podía corregir a su hijo como creía conveniente. ¿Cuál puede ser la relación de este padre y su hija cuando salga de la prisión a la que ella lo envió? ¿Qué autoridad puede tener él ante ella? ¿Qué obediencia podrá exigirle? Las magulladuras de la correa pasarán pronto, pero la ruptura de los lazos paternos y filiales, por sentencia del tribunal, nunca podrá curarse. El daño moral provocado a la niña por esta interferencia del estado es irreparable, imborrable. El estado prácticamente le ha dicho que la desobediencia no es ofensa, y le ha permitido ser la acusadora y carcelera de quien, tanto por el criterio de ley de Dios como por el de los hombres, se dice que tiene autoridad sobre ella.
Solo la ley moral y la civil decretan y hacen cumplir la inviolabilidad de la propiedad: cualquier cosa que sea propiedad de otro, aunque sea del valor de una moneda de cobre, no puede ser tomada por nadie sin que esté sujeto al castigo de un ladrón. Esto se ha estimado correcto, justo y necesario por consentimiento general de la humanidad. Pero el estado rompe esta ley, la ridiculiza, y la pisotea cuando requiere para sus propios fines la propiedad de una persona privada: pone a este proceso varios nombres—condenación, expropiación, anexión, etcétera; pero es apropiación, apropiación violenta, y, esencialmente, apropiación contra la voluntad del dueño. Si un hombre entra a la huerta de tu jardín y toma unas cuantas cebollas, o unas papas, podés aprenderlo, procesarlo y encarcelarlo: el estado toma toda la huerta y te expulsa de ella, y la convierte en cualquier otra cosa que parezca buena o ventajosa por el momento, y contra este ladrón impersonal no podés hacer nada. El estado considera compensación suficiente pagar un valor arbitrario; pero no solo hay muchas posesiones, especialmente de tierra, cuya pérdida no podría conciliar ningún equivalente, sino que también el estado establece aquí un principio que no está nunca de acuerdo con la ley. Si el hombre que roba las cebollas ofrece pagar su valor, no se le permite hacerlo, ni se le permite al dueño de las cebollas aceptar tal compensación: se le llama “delito agravado”. Solo el estado puede cometer este delito con impunidad.
El estado manipula y atropella continuamente la propiedad privada, tomando para si mismo lo que quiere, donde y como le place: el ejemplo dado al público es profundamente inmoral. El motivo dado como excusa para su acción es el del beneficio público: los intereses del público no pueden, afirma, ser sacrificados al interés, propiedad, o derechos privados de ningún tipo. Pero aquí sienta un precedente peligroso. El hombre que roba las papas podría argumentar como justificación que es mejor para el interés público que una persona pierda unas pocas papas a que otra muera de hambre por falta de ellas, y así, ya sea en prisión o en un asilo para pobres, convertirse en una carga para la nación. Si los derechos privados y la cualidad sagrada de la propiedad pueden ser anulados por el estado para sus propios fines, lógicamente, no pueden considerarse sagrados en sus tribunales de justicia para ningún individuo.
El estado reclama inmunidad por robo en aras de la conveniencia: entonces también puede hacerlo el individuo. Si la ley civil está en conflicto y contradicción con la ley religiosa, como se ha demostrado en otra parte,[2] no deja de estar en perpetua oposición a la ley moral y a todos los instintos más finos y generosos del alma humana. Predica el egoísmo como el primer deber del hombre, e inculca cuidadosamente la cobardía como la mayor sabiduría. En su intensa labor de curar los males físicos, no atiende las infamias que pueda sembrar en los campos espirituales de la mente y el corazón. Trata el altruismo como criminal cuando el altruismo simboliza indiferencia al contagio de cualquier enfermedad infecciosa. Las precauciones impuestas en tal enfermedad, despojadas de sus pretensiones, simbolizan realmente un desnudo egoísmo del sauve qui peut [sálvese quién pueda]. El hacha usada sobre el rebaño que ha estado en contacto con otro rebaño infectado por pleuroneumonía o ántrax se usaría sobre el rebaño humano que sufre de tifoidea, o viruela, o fiebre amarilla, o difteria, si el estado tuviera el coraje de seguir sus propias enseñanzas hasta sus conclusiones lógicas. ¿Quién puede decir que no se usará así algún día en el futuro, cuando el aumento de la población haya alcanzado números insignificantes, y los terrores excitados por los fisiólogos una fuerza ingobernable? Hemos ganado poco con la emancipación de la sociedad humana de la tiranía de las iglesias si en su lugar la sustituimos por la tiranía del estado. Bien puede ser uno quemado en la hoguera como obligado a someterse a la profilaxis de Pasteur o a la linfa de Koch. Una vez admitimos que la ley puede obligar a la vacunación contra la viruela, no hay razón lógica para negarse a admitir que la ley podrá imponer cualquier infusión o inoculación que sus asesores químicos y médicos puedan sugerirle. El primero de mayo de 1890, un cirujano francés, M. Lannelongue, tuvo en su hospital a un niño imbécil; se le ocurrió que le gustaría intentar trepanar al niño como cura para la imbecilidad. En palabras del informe:
“Cortó la sutura sagital y paralela a ella una incisión craneal larga y angosta desde la sutura frontal hasta la sutura occipital; esto resultó en una pérdida de sustancia de la parte ósea de 9 centímetros de largo y 6 milímetros de ancho; y, para el cerebro, un verdadero desbridamiento”.
Si este niño vive, y deja de ser imbécil, los padres de todos los idiotas, presumiblemente, se verán obligados por ley a someter a sus hijos a esta operación de trepanación y escisión. Una ley así sería el único problema lógico de las leyes higiénicas existentes. En el campo de batalla, el estado exige de sus hijos la más inquebrantable fortaleza; pero en la vida civil les permite, incluso les ordena, ser estúpidos desvergonzados. Un oficial enviado este año por la Oficina de Guerra Inglesa a ocupar un puesto distinguido en Hong Kong, recibió la orden de ser vacunado antes de ir allí; la vacunación se convirtió en una condición del nombramiento. En este caso, se consideró a un hombre de treinta años como digno de confianza y empleo por parte del estado, pero tan tonto, un bebé, en sus asuntos personales, que no se podía confiar en que cuidara de su propia salud. No se puede convertir un carácter humano en uno temeroso y nervioso, y luego llamarlo para que tenga las más altas cualidades de determinación, capacidad y coraje. No se puede coaccionar y atormentar a un hombre, y luego esperar de él intrepidez, presencia e inventiva pronta en momentos peligrosos.
Hace unos años nadie pensaba que la mordedura de un perro sano tuviera la más mínima consecuencia: como bien ha dicho un veterinario, un rasguño de un clavo oxidado o de la lata dentada de una caja de sardinas es mucho más peligrosa que un diente de perro. Sin embargo, en los últimos cinco años, los fisiólogos y el estado, que los protege en todos los países, han logrado inocular la mente pública con terrores sin sentido que incluso el toque accidental de los labios de un cachorrito o la amable lamida de su lengua arrojan a miles de personas en una locura de miedo. El Dr. Bell ha dicho bien: “Pasteur no cura la rabia: la crea”. De la misma manera, el estado no cura ni la locura ni el miedo: crea ambos.
El estado es enemigo de toda volición en el individuo: por lo tanto, es enemigo de toda hombría, de toda fuerza, de toda independencia y de toda originalidad. Las exigencias del estado, desde sus impuestos monstruosos hasta sus irritantes regulaciones, están en continuo antagonismo con todos aquellos que tienen un carácter imperturbable y una visión clara. Bajo el aterrador término genérico de la ley, el estado, astutamente y para sus propios fines, confunde sus regulaciones mezquinas y exacciones fiscales con la solemnidad genuina de las leyes morales y penales. Cualquier hombre que no sea un criminal se sentirá obligado a respetar las segundas; nadie que tenga opinión y coraje propios se interesará por las primeras. Los sinsentidos policiales y las regulaciones municipales se fusionan por la ingenuidad del estado en una entidad nominal con ley genuina; y para todo propósito, sea tiranía social o extorsión fiscal, la unión es para el estado tan útil como es ficticia. El estado ha descubierto que es lucrativo e imponente preocupar y desplumar al ciudadano honesto en todas partes; y, por lo tanto, en todas partes configura su código civil hacia este fin, sin piedad y astutamente.
Bajo la incesante intromisión del gobierno y su descendiente, la burocracia, el hombre se vuelve pobre de espíritu e indefenso. Es como un niño al que, como nunca se le permite tomar sus decisiones, no sabe cómo cuidarse a sí mismo o cómo evitar accidentes. Así como un niño que es de un material raro y lo suficientemente fuerte como para crecer y romper sus andaderas, es malhumorado y hosco cuando es recapturado; así hay hombres que resisten el dogma y el dictado del estado, y cuando son obligados y castigados se vuelven rebeldes a sus reglas. Las mezquinas tiranías del estado los inquietan y mortifican a cada paso; y el ciudadano que es respetuoso de la ley, en lo que concierne al código moral mayor, es aguijoneado y azotado hacia una rebeldía continua por la impertinente interferencia del código civil en su vida diaria.
¿Por qué debería un hombre llenar una encuesta del censo, declarar sus ingresos a un recaudador de impuestos, ponerle bozal a su perro, enviar a sus hijos a escuelas que desaprueba, pedir permiso al estado para casarse o hacer perpetuamente lo que le disgusta o condena, porque el estado quiere que haga estas cosas? Cuando un hombre es un criminal, el estado tiene derecho a ponerle las manos encima; pero mientras sea inocente de todo delito, sus opiniones y objeciones deben ser respetadas. Pueden haber muchas razones, excelentes o inofensivas, por las que la publicación de su vida sea ofensiva o dañina para él: ¿qué derecho tiene el estado de meterse en su privacidad y obligarlo a escribir sus detalles en letras fijas para que cualquiera pueda correr a leerlos? El estado solo le enseña a mentir.
“Ustedes me preguntan cosas que no tengo derecho a decirles”, respondió Juana de Arco a sus jueces. Así puede responder un hombre inocente atormentado por el estado, que no tiene nada que hacer en su vida privada hasta que la haya perdido por un crimen.
El momento que el estado deja que las amplias líneas de los asuntos públicos se entrometan en los intereses y las acciones privadas de su pueblo, se ve obligado a enlistar espías e informantes. Sin estos no puede hacer sus largas listas de transgresiones; no puede saber a quién convocar y qué enjuiciar.
Esa duplicidad que hay en el carácter italiano, tan arraigada universalmente allí que las naturalezas más nobles se ven manchadas por ella—una duplicidad que hace imposible la entera confianza y que el secreto sea un instinto tan fuerte como la vida—, puede haberse entrenado, filosóficamente, en su temperamento nacional, por la influencia del temor constante a los sbirri y los spié, empleados bajo varios de sus gobiernos durante tantos siglos. El disimulo, necesario desde hace mucho tiempo, se ha convertido en parte integral de la esencia de su ser. Tal secretismo es el producto inevitable del espionaje interno y la interferencia trivial del estado, tal como la imposición de un impuesto de ingreso hace que los campesinos que pasan por la puerta se vuelvan ingeniosos en el ocultamiento y el subterfugio.
Las solicitudes y reglamentos del estado se visten vanamente con la pompa de la ley; se colocan al lado de la ley moral; pero no lo son, y no pueden poseer su grandeza. Incluso un ladrón reconoce que “No robarás” es un mandamiento justo y solemne: pero que cruzar una frontera sin declarar un rollo de tabaco (que compraste honestamente, y que, estrictamente hablando, es tuyo) también es un crimen atroz, tanto el sentido común como la conciencia se niegan a admitir esto. El campesino irlandés nunca pudo llegar a entender por qué la destilería privada e ilícita de whisky era ilícita, y como tal fue condenada y destruida, y las condenas que siguieron a su destrucción se cuentan entre las causas más amargas del descontento irlandés. Un hombre sorprendido en el acto de tomar los bienes de su prójimo sabe que su castigo es merecido; pero un hombre castigado por usar o disfrutar de los suyos se llena de rabia irritante contra la injusticia de su suerte. Entre una ley moral y una imposición o decreto fiscal, municipal o comunal, hay tanta diferencia como la que hay entre un cuerpo vivo y un cadáver galvanizado. Cuando en una gran guerra se insta a una nación a sacrificar su última onza de oro, su última pizca de tesoro, para salvar al país, la respuesta se hace voluntariamente desde el patriotismo; pero cuando el oficial de ingresos y el recaudador de impuestos demandan, amenazan, multan y embargan, el contribuyente solo puede sentir el irritante empobrecimiento de tal proceso, y entrega su cartera de mala gana. Se considera que los derechos electorales le otorgan una participación compensatoria en el control del gasto público; pero esto es mera ficción: él puede desaprobar todos los ítems del presupuesto del estado, pero no puede alterarlo.
Tolstoi ha afirmado constantemente que no hay necesidad de ningún gobierno en ninguna parte: no es un gobierno, sino todos los gobiernos, a los que hace la guerra. Considera que todos son igualmente corruptos, tiránicos y opuestos a un ideal de vida bello y libre. Es cierto que no son “el control del más apto” en ningún sentido real, porque todo el aspecto de la vida pública tiende cada año a alienar más de ella a aquellos cuya capacidad y carácter son superiores a los de sus semejantes: se vuelve cada vez más una rutina, un engrenage, un oficio.
Desde un punto de vista militar, como financiero, este resultado es ventajoso para el gobierno, ya sea imperial o republicano; pero es hostil al carácter de una nación, moral y estéticamente. En su mejor aspecto, el estado es como un padre que busca jugar a la Providencia con su descendencia, prever y prevenir todo accidente y todo mal, y proveer todas las contingencias posibles, buenas y malas. Como el padre inevitablemente se queda atrás al hacer esto, el estado falla, y debe fallar, en tal tarea.
Las huelgas, con sus males concomitantes, son solo otra forma de tiranía; pero tienen esto de bueno en ellas: que se oponen a la tiranía del estado, y tienden a disminuirla por el golpe desagradable que dan a su vanidad y autocomplacencia. Los sindicatos vuelven para sus propios fines la lección que el estado les ha enseñado—es decir, el sacrificio brutal de la voluntad y el bienestar individual a una mayoría despótica. Hay más o menos verdad y justificación en todas las revoluciones porque son protestas contra la burocracia. Cuando tienen éxito, abjuran de su propio origen y se convierten a su vez en la tiranía burocrática, a veces modificada, a veces exagerada, pero siempre tendiendo a la reproducción de lo que destruyeron.[3] Y la influencia burocrática es siempre inmoral y malsana, aunque lo sea solo por la impaciencia que provoca en todos los hombres valientes y la apatía a la que reduce a todos los que no tienen coraje. Sus múltiples y castrantes órdenes son tan reales como las cuerdas con las que Gulliver fue atado por los pigmeos.
El estado tiene como único objetivo inculcar en su público esas cualidades por las cuales se obedecen sus demandas y se llenan sus arcas. Su mayor logro es la reducción de la humanidad al mecanismo de un reloj. En su atmósfera, todas esas libertades finas y delicadas que requieren un trato liberal y una expansión espaciosa, inevitablemente se secan y fallecen.[4] Tomemos un ejemplo de la casa. Una familia pobre y trabajadora encontró un perrito callejero; lo acogieron, lo albergaron, lo alimentaron y se encariñaron con él, que estaba en una de las calles de Londres; después de un tiempo la policía los citó por tener un perro sin licencia; la mujer, que era viuda, alegó que lo habían tomado por lástima, que habían tratado de perderlo, pero que siempre volvía; se le ordenó pagar el monto del impuesto a los perros y el costo de dos guineas[5]; o sea, el estado le dijo: “La caridad es la más costosa de las indulgencias; sos pobre; no tenés derecho a ser humanitaria”. La lección dada por el estado fue la más vil y mezquina que se podía dar. Los hijos de esta mujer, al crecer, recordarán que quedó arruinada por ser amable; endurecerán sus corazones de acuerdo a la lección; si se vuelven brutales con los animales y los hombres, es el estado quien los habrá hecho así.
Todos los edictos del estado en todos los países inculcan un egoísmo similar; la generosidad es a sus ojos una cosa sin ley e ilegal: está tan ocupado en urgir el uso de desinfectantes y ordenar la destrucción de edificios y de animales, el exilio de familias y el cierre de alcantarillas, que no ve nunca el resultado lógico de sus prescripciones, que es dejar en paz al enfermo y huir de su vecindad infectada: está tan empeñado en insistir en el valor de la educación estatal que nunca se da cuenta de que está ordenando al niño que se progrese a toda costa y deje a sus procreadores en su choza. Las virtudes de la abnegación, del afecto desinteresado, de la humanidad, de la modestia, no son nada para el estado; su forma de organismo le prohíbe incluso admirarlos; se meten en su camino; le obstruyen; los destruye.
Ruskin, en uno de los artículos de su Fors Clavigera, habla de un árbol de acacia, joven y hermoso, verde solo como las acacias pueden ser verdes en Venecia, donde nunca hay polvo; crecía junto a las escaleras de agua de la Academia de las Artes y era una alegría matutina y vespertina para él. Un día encontró a un señor de la municipalidad cortándola de raíz. “¿Por qué asesinas a ese árbol?” preguntó. El hombre respondió: “Per far pulizia” (para limpiar el lugar). La acacia y la municipalidad de Venecia son una alegoría del alma humana y su controlador, el estado. La acacia era una cosa de gracia y verdor, un placer al amanecer y al atardecer para un alma grande; tenía fragancia en sus flores blancas y sombra en sus hermosas ramas; acompañó adecuadamente los pasos que condujeron a las fiestas de Carpaccio y a los desfiles de Giovanni Bellini. Pero para los ojos de la municipalidad veneciana era irregular e inmunda. Así son todas las gracias y verdores del alma humana para el estado, que exige solo una comunidad que pague impuestos, que obedezca los decretos, uniforme, desapasionada, dura como el asno, mansa como el cordero, sin voluntad ni deseos; una humanidad sin rasgos practicando el paso de ganso en eterna rutina y obediencia.
Cuando el hombre se ha convertido en una criatura pasiva, sin voluntad propia, tomando el yugo militar sin cuestionamientos, asignando sus bienes, educando a su familia, manteniendo sus tenencias, ordenando su vida diaria, en estricto acuerdo con las normas del estado, entonces tendrá aniquilados su espíritu y su individualidad y, en compensación consigo mismo, será brutal con todos aquellos sobre los que tiene poder. El recluta acobardado de Prusia se convierte en el matón intimidador de Alsacia.[6]
“Libera chiesà in libero stato”[7] es la frase típica y favorita de los políticos italianos; pero es una falsedad—no, una imposibilidad—no solo en Italia, sino en todo el mundo. La iglesia no puede ser liberal porque la liberalidad se atonta a sí misma; el estado no puede ser liberal porque toda su existencia está ligada al dominio. En todos los esquemas políticos que existen ahora, funcionando o propuestos como panacea para el mundo, no hay verdadera liberalidad; solo hay una elección entre el despotismo y la anarquía. En las instituciones religiosas es lo mismo: son todos egoísmos disfrazados. El socialismo quiere lo que llama igualdad; pero su idea de igualdad es talar todos los árboles altos para que los matorrales no se sientan sobrepasados. La plutocracia, como su casi extinta predecesora, la aristocracia, desea, por otra parte, mantener toda la maleza baja para que pueda crecer por encima de ella a su propio ritmo y gusto. ¿Cuál es mejor de los dos?
La libertad civil es la primera cualidad de una vida verdaderamente libre; y en la época actual la tendencia del estado, en todas partes, es a admitir esto en teoría, pero a negarlo en la práctica. Poder pasar por la comedia de la urna electoral es considerado privilegio suficiente para compensar la pérdida de libertad civil y moral en todas las demás cosas. Si es cierto que una nación tiene el gobierno que merece tener, entonces los méritos de todas las naciones son realmente pequeños. En unos el estado asume el disfraz de policía, en otros de coracero y en otros de procurador; pero en todos es un déspota emitiendo sus leyes mezquinas con la pompa de Jove [Júpiter]; clavando su garrote, o su espada, o su cuchillo, en el corazón de la vida doméstica, y rompiendo la columna vertebral del hombre que tiene valor suficiente para resistirlo. Las opiniones del estado son como las del municipio veneciano con respecto a la acacia. Su único objetivo es una regularidad metódica, monótona, medida matemáticamente: no admite ninguna expansión; no tolera ninguna excepción; no tiene conciencia de la belleza; ignora cualquier rango más allá del cubierto por su visión. Podrá funcionar a larga escala, incluso en una escala enorme, pero no puede funcionar sobre una grande. La grandeza solo puede ser fruto de la voluntad y del genio: el esfuerzo del estado para coaccionar a la una y sofocar la otra es continuo en todas partes.
OUIDA.
[Nota del traductor: citado por Emma Goldman en su ensayo Anarquismo: Lo que Realmente Significa.] ↩︎
Nota del autor: Ver el artículo: ¿Ha Fallado la Cristiandad?, North American Review, febrero de 1891. ↩︎
[Nota del traductor: cf. Herbert Spencer, El Hombre contra el Estado, I: El Neoconservadurismo.] ↩︎
[Nota del traductor: frase citada por Emma Goldman en su ensayo Anarquismo: Lo que Realmente Significa, unida a la frase mencionada en la nota 1, invertiendo el orden.] ↩︎
[Nota del traductor: una guinea era una moneda de oro que pesaba 8,39 gramos: hoy, a un precio promedio (del último año) de $us 50 por gramo, 2 guineas son como $us 840. Pero, una guinea, antes de que el Reino Unido adopte el sistema decimal, correspondía a 21 chelines; una libra esterlina a 20 chelines; 1,05 libras por cada guinea. 2,1 libras de 1890 corresponden más o menos a £ 285 de hoy en día, casi $us 390. Finalmente, 2 guineas eran el sueldo de una semana de un obrero calificado.] ↩︎
Nota del autor: Cualquiera que quiera estudiar el trato brutal a los reclutas y soldados en Alemania por parte de sus oficiales es remitido a las revelaciones publicadas este año por Kurt Abel y el capitán Miller, ambos testigos presenciales de estas torturas. ↩︎
[Nota del traductor: “iglesia libre en un estado libre” / “iglesia liberal en un estado liberal”; separación del estado y la iglesia; asociado a la libertad de culto y de afiliación política.] ↩︎