Opinología: guerras, propaganda y fanatismo
–Antonio Astrain
La propaganda, además de comprometer tu libertad de pensamiento y acción, también te presiona para que compartás tu opinión, te convierte en su cómplice. Funciona como un virus contagioso, y es difícil curar a un infectado. La enfermedad que provoca se llama fanatismo. Sus síntomas son: la ceguera ante la realidad y los hechos, la falta de lógica y empatía, y la opinología. Por si fuera poco, estos síntomas refuerzan el virus.
La propaganda tiene métodos escurridizos. Muchas veces pasa que cuando uno comparte posts, memes, tuits, videos y mensajes, etcétera, no sabe de quién vienen, a qué intereses sirven (si sirven a algún interés), si son noticias nuevas, si son fake news (otro nombre para «mentiras») o intentos de desinformación (otro nombre para «manipulación»). Incluso los grandes medios de comunicación, a quienes tanto acusamos de manipular los hechos para servir intereses y de desinformar, están viendo un aumento sin precedentes en la cantidad de noticias falsas que llegan a sus escritorios (y las están repitiendo). Pasa en la lucha virtual lo que en muchas revoluciones, levantamientos, guerras y activismos, que «uno no sabe para quién trabaja» como reza el dicho. Cui bono, como decían antes. ¿Cuántas guerras y revoluciones han dejado insatisfechos a sus luchadores de campo porque los líderes traicionaron las causas, y porque la realidad se comió a la teoría? Probablemente la mayoría. No sabemos todo lo que se teje por debajo, pero aún así opinamos rápida y superficialmente, moviendo la aguja de la opinión pública, y con ello la política, sin reflexionar antes de hablar. Porque la propaganda y el público son demandantes, te exigen que tengás una opinión y que te posicionés a la brevedad posible: quieren saber de qué lado estás para saber cómo tratarte.
Ahora, esto de que todos creamos que tenemos que tener una opinión sobre todos los eventos no es cosa nueva, es parte de la naturaleza humana. Queremos ser parte de la charla, sentirnos importantes y, también, darnos aires de superioridad moral. El tema es que ahora conocemos la opinión de todo el mundo, todo el tiempo, inmediatamente, sobre una cantidad de eventos que antes no teníamos la posibilidad de llegar a conocer. Ahora, todos podemos decir lo que pensamos, en el momento en que lo pensamos, a todas las personas que podamos. Todavía no nos acostumbramos a esto. Ahora, es más fácil que nunca antes que venga alguien a decirte lo que querés escuchar, a explotar tus descontentos y rabias, manipularte y hacerte sentir incluido, hacerte parte de un rebaño sin que te des cuenta de que lo que están haciendo es encerrarte en un corral y que el pastor lo único que quiere es alimentar su apetito; que el pastor te engorda, no porque te quiere, sino porque también es carnicero. Y una vez dentro del corral, si opinás diferente te mandan al matadero (o sos cancelado, como dicen ahora en el norte). Una vez dentro del corral, te convencen de que te marqués vos mismo, de que te auto-etiquetés; y la marca es más profunda y el hierro más caliente cada vez que hablás demás.
No encerrarse en una narrativa es también un tema de gestión de riesgos: ¿Qué pasa si estás equivocado? ¿Podés volver atrás? ¿Qué tan profunda es la cicatriz que te estás haciendo? ¿Se puede borrar algún día?
En todas las redes sociales vemos gente que ha decidido marcarse poniendo sus ideologías, su género, sus hobbies, su trabajo, las causas que apoyan, su estado civil y parental, su nacionalidad y hasta su edad en su bio. Todas sus etiquetas, olvidándose que ser una cosa es necesariamente no ser otras, que encerrarse en una postura es una invitación a la exclusión.
Un ejemplo en Twitter es un tal Joey, que se presenta diciendo: “he/him, cubano-americano, comunista, anti-imperialista, bisexual, apoyo acrítico a las luchas socialistas”. Apoyo acrítico, dice, o sea, ciego, sin reflexionar, sin rechistar. En Instagram tenés a Eugenia, quien dice: “Cristiana, de derecha, anticomunista, orgullosamente argentina, 21 años”. Más allá de lo redundante que son las etiquetas que eligen y de la pequeña locura que es sentir orgullo por haber nacido azarosamente en un lugar, ¿y si a los 30 ya no pensás así? ¿Y si el próximo año tus etiquetas/causas ya no están de moda? (Aunque ese del fanático recuperado en la derecha es un fenómeno más difícil de encontrar que en la izquierda.) A los 30 es probable que ese fervor político ya no se encuentre, que haya habido campo para la reflexión y la desilusión; a los 30 uno se arrepiente de mucho de lo que hizo a los 21, cuando, además, uno actúa sacando a relucir la edad en todas las ocasiones, luciendo la insensatez y la ignorancia como esas prendas que muestran la marca en tamaño gigante. Una década después ya no querés esa ropa tan escandalosa, despreciás los alardes (si te fue bien). El que se marca con una ideología tan escandalosamente, en todas partes, en todas las conversaciones, se parece al nuevo rico que de pronto conoció el dinero y se volvió farsante; con el fanatismo pasa lo mismo, reemplazando el dinero con la ideología.
Joey, Eugenia y el resto de millones de personas que caen en esta trampa son víctimas del pastoreo político, arte que el populismo juega mejor que nadie, con maestría. El populismo es especialista en hacerse pasar por abanderado de causas que no están siendo resueltas, y en usarlas para dividir y enfrentar a la sociedad; esa es su estrategia para tomar el poder. Amarrado a idealismos y vendiendo la sensación de superioridad moral (o racial, o cultural), el populismo aumenta ese efecto intoxicante que muchas veces sentimos de que la sociedad nos obliga a tener una opinión sobre un tema, a ponernos de un lado o del otro, o a condenar a los dos para no ofender a ninguno. Es una causa del famoso cancel culture, es el despotismo del populacho, es el arte de gobernar amenazándote con una turba lista para lincharte si decís algo que no les gusta. El populismo, mejor amigo del autoritarismo, convierte todo en un tema de interés político.
En el estallido actual del conflicto Israel vs Palestina pasa esto, tal como pasó con Ucrania vs Rusia. En ellas, la gente que está en el poder y que tiene entre sus intereses principales crear y continuar una guerra para perpetuarse en ese poder, es populista. El populista necesita enemigos para sostenerse, para desviar la atención, para mantener su popularidad, para destruir instituciones y cerrar más fuerte el puño de su mando. El populista sube haciéndose pasar por mensajero y pastor del clamor de multitudes, y explota esas pasiones para no bajar nunca más por voluntad propia. El populista te obliga a opinar, a ponerse de su lado o entre sus enemigos, y convierte todos los temas en algo «picante».
En el estallido actual, pasó con esa sensación de obligatoriedad de opinar lo mismo que pasa siempre con los temas «picantes». Pasó recientemente con el aborto, con la vacunación, con el uso de barbijos, con el Black Lives Matter, con las discusiones sobre sexo y género, y hasta con algo tan sencillo como las «ciudades de 15 minutos»[1]
: todo es usado políticamente para dividir. No hay reunión entre colegas, familia o amigos, ni entrada a mirar una red social en la que no salpique el tema de moda. Vuelvo al Levante, para poner ejemplos actuales. Ahora mismo tenés a las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos (Harvard et al) siendo atacadas ferozmente por la opinión pública porque no han emitido un comunicado condenando las acciones de algún bando, y entonces los dos bandos se indignan. Y tenemos a entidades que no tienen nada que ver, como la liga de fútbol inglesa, viéndose forzadas a emitir un comunicado. Y las marcas y las empresas se sienten igual de presionadas, y también los influencers. Y no falta uno como Justin Bieber que publica un story que dice “Praying for Israel”... con una foto de Gaza bombardeada de fondo. ¿Qué tienen que ver Harvard, Bieber, la Premier League, American Eagle y todo lo que se les parece con la guerra? ¿Por qué tienen que salir a dar comunicados y tomar partido? ¿Por qué hemos forzado a instituciones y empresas a tener que elegir ideologías, y verse forzadas después a despedir gente que no opina lo mismo que la línea oficial? Google y Apple son dos casos recientes y sonados que en otras crisis de opinión se vieron presionados a despedir empleados porque sus opiniones privadas se hicieron, no sólo públicas, sino virales. En el estallido actual, tenés casos en Alemania, Francia e Inglaterra —países que cargan demasiada culpa por sus explosiones de racismo en la historia reciente— de futbolistas suspendidos por sus equipos por expresar sus opiniones políticas, las que, lógicamente, no eran las del club, y las del club son las que su sociedad considera como «políticamente correctas». Un local de McDonald’s en Estambul fue saqueado porque la regional de Israel prometió comidas gratis para sus soldados, la misma regional que hace casi 20 años despidió gente por hablar en árabe entre ellos. Hay bancos y universidades que han expulsado ejecutivos y profesores, y artistas que han perdido contratos y auspicios por ser enfáticos con sus opiniones — porque no sólo cuenta lo que opinás, sino cómo lo hacés. El caso más sonado de estos despidos debe ser el de Mia Khalifa, una de las actrices porno más famosas, echada de la revista Playboy por sus “comentarios repugnantes y reprobables”.
Khalifa nació en el Líbano, país que tiene sus propios problemas con Israel que ahora mismo se están mezclando con los problemas palestinos. Por nacionalismos que comparten un enemigo común, tenemos a una actriz porno, nacida en el seno del cristianismo oriental, apoyando el accionar de un grupo salafista, es decir, islamistas radicales ultraconservadores, que no aprueban ni su trabajo ni su libertad de expresión. La propaganda y el fanatismo te llevan a estas incongruencias. Entre las manifestaciones alrededor del mundo que surgieron a favor de los unos o los otros, tenemos marchas del movimiento LGBTQI+ defendiendo el accionar del grupo radical palestino, grupo que prohíbe la homosexualidad y encarcela y hasta ejecuta a quienes la practican. A este tipo de insensateces nos conducen la propaganda y el fanatismo. Opinamos sin saber, sin reflexionar, y sin darnos tiempo para hacerlo. Khalifa se vio estimulada a compartir su opinión rápidamente, y terminó pagando el precio. Porque pasa que no sólo somos esclavos de la propaganda, sino también de quienes nos pagan el sueldo. Si tenés dependencia económica no sos libre de decir exactamente lo que pensás, tenés deudas de fidelidad, de obediencia y de dinero que cumplir. Mientras haya castigo económico, legislativo o social, la opinión nunca será verdaderamente libre. Y siempre van a existir esos castigos.
En el caso legislativo, ahora vemos a muchos países europeos prohibiendo las protestas callejeras a favor de Palestina porque temen que alimenten una nueva ola de antisemitismo. Las prohibiciones han provocado, por supuesto, lo contrario a lo que querían. Y las manifestaciones de apoyo y en contra —callejeras o virtuales— usualmente confunden a la voluntad de toda una población con lo que hacen los que ostentan (o usurpan) el gobierno. Se agrede y se insulta a todos o a cualquiera de los habitantes de una comunidad o país por culpa de lo que hacen los grupos en el poder, como si los ciudadanos apoyaran todo lo que hacen y dicen sus gobiernos. Un ejemplo son los videos que circulan de gente de Israel expulsando de algunos lugares a miembros del gabinete (por el momento, tienen la libertad de hacerlo; en Palestina esa libertad no existe).
Esta es gente que vive y respira dentro del conflicto. Para los que estamos fuera, vale la pena preguntarnos si a toda la gente que protesta, que comparte su opinión, que repostea contenido ajeno, que saca comunicados, ¿realmente les importa lo que sucede? A quien no tiene parentela, ni raíces, ni conexiones, ni negocios, ni amigos, que ni siquiera conoce el Levante, que ni siquiera sabe ni qué es ni dónde queda el Levante, ¿de verdad le importa lo que pasa? ¿O compartimos nuestra opinión y nos posicionamos guiados por nuestros sesgos y prejuicios? Porque, aunque entiendo que las imágenes que circulan son durísimas, y nos tocan, y nos hacen dudar y clamar por más humanidad, la realidad es que son pocas las personas con la sensibilidad para sentir empatía a distancia. Vos pensá que hasta antes de la invención de la imprenta, y quizás incluso de la radio, si tenías la suerte de enterarte de la guerra entre polacos y rusos, no te importaba en lo más mínimo el desenlace. No estamos hechos para preocuparnos realmente por lo que pasa lejos, aunque sintamos que la globalización nos está obligando, porque ahora las imágenes nos llegan al tiro, y porque los precios bajan y suben, y porque conocemos a gente, y porque vemos gente parecida a nosotros, y porque hay más medios y artimañas que hacen que nos sintamos identificados.
Pero, aunque parece que estamos construidos para ser opinólogos, si vamos a opinar, es mejor que sea después de haber leído y de habernos informado. Las palabras después son difíciles de retractar, y sorry seems to be the hardest word. Ideal es reconocer nuestros sesgos e intentar dejarlos a un lado si realmente queremos ser objetivos. Le pasó en estos días a la BBC, EFE, The New York Times, AP, Reuters, CNN, que acusaron inicialmente, y de forma muy crítica, a Israel de bombardear un hospital en Gaza y causar cientos de muertos. Cuando la evidencia se volcó a indicar que tal cosa no había ocurrido, estos medios tuvieron que dar marcha atrás, pero sus disculpas no tuvieron la misma fuerza ni repercusión que la noticia inicial. Como esa noticia hay muchas otras lanzadas queriendo y sin querer por los medios y por gente que seguimos, o por gente que sigue a la gente que seguimos, o por gente que el algoritmo decide que veamos, noticias que buscan inclinar el péndulo de la opinión pública o adaptarse a lo que diferentes segmentos quieren escuchar. Y nosotros terminamos repitiendo y amplificando lo que conviene a nuestra narrativa y nuestros intereses, sea verdad o no. Cuando uno opina metido dentro del grupo de turno, lo más probable es que no esté diciendo lo que pensaría meditando solo, dándose tiempo. Es una tarea muy difícil, y casi nunca puede uno buscar la fuente, verificar y darse el tiempo de preguntarse si lo que va a compartir es realmente necesario, sobre todo si lo que uno ve, lee o escucha le conviene a sus intereses, o es lo que quiere escuchar. Es difícil, pero es parte del camino hacia la libertad.
Todos podemos ser presas en algún momento de la propaganda y de los intereses de negociantes, burócratas y demagogos que mandan a otros —ya ni siquiera sólo a sus connacionales sino también a extranjeros— a pelear en guerras, a matar, saquear, violar, sitiar, privar de comida y servicios básicos, secuestrar, ametrallar, bombardear y degollar inocentes en el nombre de sus intereses, en el nombre de idealismos, nacionalismos y hasta en el nombre de Dios. Y después son capaces de convencernos de que eso era lo correcto, lo bueno, lo necesario, y ahí nos vemos tratando de justificar lo injustificable. Y como lo hace nuestro equipo, y lo hacen todos los de nuestro corral, eso es lo que hacemos. ¿Te das cuenta de la locura de la que somos capaces? Esto es lo que provoca la fanatización. Escuchar solo lo que nos conviene nos puede volver esquizofrénicos, loquitos. Un tipo en Estados Unidos, obsesionado con las noticias de la guerra, terminó matando a su vecino palestino de 6 años con quien antes tenía una buena relación. Podría esto ser tomado como una anécdota si no fuera algo que se repite a gran escala cada vez que la gente ha guerreado en la historia por diferencias culturales, cada vez que religiones han justificado e impulsado el asesinato de quienes adoran al mismo Dios, pero con otras costumbres, cada vez que pensamos que masacrar niños —ni siquiera adultos civiles, sino bebés, niños— es apenas un daño colateral de algo necesario.
Y tenemos el descaro de llorar cuando la barbarie nos la hacen a nosotros y festejar cuando la hacemos nosotros. Sí, el fanático sale a la calle y a las redes sociales a festejar actos de barbarie. Esto hace el fanatismo, que es fruto de la frustración, de la construcción de idealismos que nos llevan a pensar que nuestra vida no es como queremos que sea, y como somos infelices y nos cuesta hacer introspección y ver las verdaderas causas, echamos la culpa a otros y a esos otros los queremos joder. Es el típico caso del que quiere que a otros les vaya mal porque a él no le va bien, pero masificado.
El fanatismo se taladra y se exacerba con palabras. Palabras como las de la Carta Fundacional de Hamas, organización que, una vez elegida para regir Gaza, no volvió a hacer elecciones — “hay un judío que se esconde detrás mío, vení a matarlo”. O como las del primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, quien ya va por su sexto período en el cargo, ocupándolo por más de 15 años — “nosotros somos la gente de la luz, ellos son la gente de la oscuridad”. O como las de Recep Tayyip Erdoğan, quien lleva ya dos décadas como máximo líder de Turquía y dijo de Hamas que era una organización “patriótica” y “no un grupo terrorista”, aumentando que es Israel quien está “actuando como una organización terrorista”, palabras que fueron tildadas de “incitadoras” por el canciller israelí, y lo son. El problema es que las palabras que nos gusta escuchar son adictivas.
Por suerte, para los que somos más ingenuos, inseguros, resentidos, testarudos y vanidosos —o sea, los más propensos a caer en fanatismos, moralismos e idealismos—, hay una cura. Para los que no hemos vivido en otros lugares y entre otras culturas, ni viajado mucho, ni hemos sufrido discriminación, ni hemos vivido guerras, abusos y fracasos en carne propia, ni hemos sido pobres, ni hemos comerciado con gente fuera de nuestras fronteras, o para los que sí lo hemos hecho pero esto nos ha traumado; para todos hay una cura que es barata, pero requiere un esfuerzo de tiempo muy alto, y que nos puede transformar emocional y mentalmente: leer y observar (mucho). No bastan unos cuantos hilos en Twitter, unos cuantos posts en Facebook e Instagram o unos cuantos videos en Youtube y Tiktok para aprender sobre un tema; éstos sólo rascan la superficie. Y es más probable que sean, o propaganda, o algo hecho para tener views y likes, para satisfacer las necesidades del ego, no para compartir conocimiento.
Aunque, full disclosure, hay que notar que la lectura no es una cura infalible: hay gente que no tiene la capacidad de observar, empatizar y ser objetivos, y son tan necios y testarudos que ninguna cantidad de libros los puede curar; son brutos ilustrados (o intellectual yet idiots, como los llama Taleb[2]
).
Si no querés caer preso de ideologías y narrativas ajenas, si no querés ser esclavo de lo que piensan otros ni crearte cárceles a vos mismo, sumergite en la intersección entre historia, política y filosofía, porque ahí se puede encontrar la esencia humana, la explicación a por qué sucede lo que sucede y por qué nos comportamos como nos comportamos. Ahí se puede curar los moralismos, los idealismos y los nacionalismos (te lo digo por experiencia). Ahí se encuentra la realidad, que poco tiene que ver con la teoría, porque el mundo es como es y no como uno quiere que sea. Es uno el que tiene que amoldarse a lo que sucede, no lo que sucede a los deseos de uno (o de unos).
Ahí te das cuenta que tiene poco sentido auto-etiquetarse como anarquista, capitalista, anarcocapitalista, socialista, federalista, centralista, conservador, de derecha, de izquierda, comunista, feminista, liberal, progresista, libertario, y encima hacerlo sin haber leído a sus precursores, sin haber leído algo de Marx, Smith, Locke, Goldman, Proudhon, Montesquieu, Engels, de Grouchy, Jefferson, Alberdi, Mill, Bentham, de Beauvoir, Luxemburgo, Voltaire, Wollstonecraft, Solzhenitsyn, Rousseau... Y peor, más allá de marcarnos, convertir esta etiqueta en una parte vital de nuestra identidad. Nos hacemos los analistas políticos, pero no hemos leído a Orwell, Arendt, Maquiavelo; hablamos de polarización y sistemas sin conocer nada de lo que dijeron Platón y Aristóteles; y los citamos y recitamos sin conocerlos, sacados de contexto, manipulados, deformados.
Tiene poco sentido encerrarse mentalmente en un equipo e impedirse ver las bondades de los otros (alguna tiene que haber) y obligarse a hacer la vista gorda con los pecados propios (que los hay siempre). Tiene poco sentido fanatizarse y enamorarse de las ideas propias (que además, pueden y deben cambiar). Si uno quiere ser libre, no puede dejarse llevar por ninguna corriente, por cosas e ideas que pasan, que son temporales (por eso se llaman corrientes). Si uno quiere ser libre tiene que buscar el conocimiento que sigue siendo válido a través del tiempo y el espacio, lo atemporal. Lo demás se presta a ser abusado por locos, fanáticos, charlatanes y manipuladores. Locos han habido siempre, y ya Shakespeare escribió que en tiempos como estos, “son los locos los que guían a los ciegos”[3]
(y no me creás a la primera, googlealo). Si no querés ser un ciego más, ni otro animal de corral, si estás cansado de que unos pocos locos y fanáticos puedan hacer pasar sus deseos por los de la mayoría de la población, y sembrar miedo y hacer con el mundo lo que quieran, el remedio está por todas partes, y lo vienen recomendando desde hace milenios. El problema es que tenemos mala memoria y hay que recordárnoslo seguido. Y como tenemos mala memoria, eso que estás opinando hoy, quizá no será importante mañana, porque el tema va a ser otro, y quizás sólo estás ayudando, no a curar las heridas, sino a dividir un poquito más el mundo. ¿Habrá valido la pena el apuro?
[1]
15-minute-cities es un concepto urbanístico que propone que tu trabajo, tus compras, tus áreas de esparcimiento, tu salud — en fin, que todas tus necesidades físicas y sociales estén cubiertas en un radio de 15 minutos de tu casa, ya sea a pie o en bicicleta, para disminuir el uso de vehículos. Esto ha sido usado por el lobby de las automotrices para promover la idea nacionalista de que, al buscar que hayan menos vehículos, se busca restringir la libertad de movimiento. Un absurdo esperado que suceda en Estados Unidos, donde todo se construye alrededor del movimiento vehicular, pero que llegó a su cumbre cuando el primer ministro británico, Rishi Sunak, indicó que iba a buscar la prohibición expresa de este tipo de ciudades, cuando en Europa este tipo de ciudades son la norma hace milenios.
[2]
Libro 5, capítulo 6 de Skin in the Game.
[3]
King Lear, acto 4, escena 1: “Tis the time's plague when madmen lead the blind.”