Nicolás Maquiavelo: Uno debe evitar que se le menosprecie y aborrezca
Nos encontramos ante la obra más famosa de Maquiavelo, y top ten en la historia de la filosofía política. Mucho más contexto del que ronda en todas partes no hace falta. Quizá sea bueno recalcar que la obra parece haber sido publicada por primera vez en 1513, año en que Niccolò Machiavelli maquinaba su segunda obra más conocida, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Abandonó los discorsi para abocarse a este tratado, pero en ambos comparte mucha materia. En el otro, eso sí, al contrario de éste, que retomó después, parece haberse inclinado por una república como gobierno en vez de una monarquía. La versión impresa no fue publicada hasta 1532, cinco años después de la muerte del autor, con el permiso expreso del Papa Clemente VII (nacido Julio de Médici).
Pero vamos a este extracto en particular, capítulo 19 del tratado. No seré yo quien le haga un examen, sino Federico II el Grande, rey de Prusia, dos siglos después, en su Anti-Maquiavelo, obra revisionista de lo escrito por el diplomático toscano. En ambos casos, acudiremos a la traducción de 1854 hecha para la publicación en Madrid tanto de El Príncipe como del Anti-Maquiavelo en un mismo tomo, encargada por la imprenta de don José Trujillo, hijo. Respeto el español original de la época.
Publicamos este extracto como parte de nuestro trip sobre el tema de las conspiraciones y conjuraciones, tema que toca Maquiavelo tanto en este capítulo como en el sexto del tercer libro de sus Discursos, publicado también dentro del mismo trip.
Autor: Nicolás Maquiavelo
Tratado: El Príncipe (1532)
Capítulo 19: Que el príncipe ha de evitar que se le menosprecie y aborrezca
He tratado con separacion de las cualidades principales que deben adornar a un principe; y ahora, para abreviar, comprenderé todas las demas bajo un título general, diciendo que este debe guardarse cuidadosamente de todo aquello que pudiere hacerle aborrecido o menospreciado. Aunque tenga cualquier otra tacha, no arriesgará por eso su autoridad, ni dejará de haber cumplido con su deber.
Nada en mi opinion hace tan odioso a un príncipe como la violacion del derecho de propiedad, y el poco miramiento que tuviere al honor de las mujeres de sus súbditos, los cuales, fuera de esto, estarán siempre contentos con él, y no le dejarán otro tropiezo que el de las pretensiones de un corto número de ambiciosos, que se cortan con facilidad.
Un príncipe es menospreciado cuando se acredita de inconstante, de lijero, pusilánime, irresoluto y afeminado; defectos de que deberá guardarse como de otros tantos escollos, esforzándose siempre en manifestar grandeza de ánimo, gravedad, valor y enerjía en todas sus palabras y acciones. Sus juicios en los negocios de particulares deben ser definitivos e irrevocables, para que nadie pueda jactarse de que le hará mudar de parecer o engañarle. De este modo se granjeará la estimacion y aprecio de los súbditos, y evitará los golpes que se intenten dar a su autoridad. Tambien tendrá menos miedo del enemigo esterior, el cual no vendría de buena voluntad a acometer a un príncipe que se hallara respetado de sus vasallos. Los que gobiernan tienen siempre dos especies de enemigos: unos esteriores, y otros interiores. Rechazará a los primeros con buenos amigos y buenas tropas; y en cuanto a los otros, ¿quién ignora que siempre hay amigos teniendo buenos soldados? Por otra parte, es sabido que la paz interior no se turba sino por medio de conspiraciones, las cuales no son peligrosas sinó cuando están sostenidas y fomentadas por los estranjeros; y estos no se atreven a escitarlas, cuando sabe el príncipe acomodarse a las reglas que llevo indicadas, y sigue el ejemplo de Nabis, tirano de Esparta.
Por lo que toca a los súbditos, hallándose el príncipe sin cuidado por fuera, solamente tiene que temer las conjuraciones secretas, que desconcertará fácilmente, y aun prevendrá, absteniéndose de todo lo que pueda hacerle odioso o despreciable, como ya llevo dicho. Además que pocas vezes o nunca se conspira sinó contra aquellos príncipes cuya ruina y muerte fueran agradables al pueblo; sin lo cual se espondría cualquiera a todos los peligros que llevan consigo semejantes proyectos.
La historia está llena de conjuraciones; pero ¿de cuántas se cuenta que hayan tenido un éxito feliz? Nunca conspira uno solo; y aquellos que se asocian en los peligros de la empresa, son descontentos, que, llevados muchas veces de la esperanza de una buena recompensa por parte del mismo de quien es tan quejosos, denuncian a los conjurados, y así hacen abortar sus designios. Los que por necesidad hay que agregar a la conjuracion, se encuentran perplejos entre la tentacion de una ganancia considerable y el miedo de un gran peligro; de manera que, para encontrar uno digno de que se le confie el secreto, es preciso buscarle entre los amigos mas íntimos de los conjurados, o entre los enemigos irreconciliables del príncipe.
Reduciendo la cuestion a términos mas sencillos, digo que por parte de los conjurados no hay mas que miedo, recelos y sospechas, al paso que el príncipe tiene en su favor la fuerza, el esplendor y majestad del gobierno, las leyes, el uso y sus amigos particulares, dejando aparte el afecto que el pueblo profesa naturalmente a los que le mandan; de suerte que los conjurados, antes y despues de la ejecucion de sus designios, tienen mucho que temer, pues que, estando el pueblo contra ellos, no les quedaría recurso alguno. Pudiera presentar en prueba de lo que digo cien hechos diferentes, recojidos por los historiadores; pero me contentaré con uno solo, del cual ha sido testigo la jeneracion pasada.
Aníbal Bentivoglio, abuelo del de hoy dia, y príncipe de Bolonia, fué muerto por los Cannechi de resultas de una conspiracion; de manera que no quedó de esta familia mas que Juan Bentivoglio, que aun estaba en mantillas. Sublevóse el pueblo contra los conjurados, y degolló toda la familia de los matadores; y para manifestar todavía mas su afecto a los Bentivoglios, no habiendo ninguno que pudiese ocupar el puesto de Aníbal, reclamaron del gobierno de Florencia un hijo natural del príncipe cuya muerte acababan de vengar, el cual vivía en aquella ciudad agregado a un artesano que pasaba por padre suyo, y le confiaron la direccion de los negocios hasta que Juan Bentivoglio tuvo edad para gobernar.
Poco, pues, tiene que temer el príncipe las conjuraciones si su pueblo le quiere; y tampoco le queda ningun recurso faltándole este apoyo. Por lo cual una de las máximas mas importantes para todo príncipe prudente y entendido es contentar al pueblo, y contemplar a los grandes sin exasperarlos con demasías.
La Francia ocupa un lugar distinguido entre los estados bien gobernados. La institucion de los parlamentos, cuyo objeto es atender a la seguridad del gobierno y a la conservacion de los fueros de los particulares, es sapientísima. Conociendo sus autores por una parte la ambicion e insolencia de la nobleza, y por otra los escesos a que contra ella pudiera arrojarse el pueblo, trataron de encontrar un medio apropiado para contener a unos y a otros independientemente del rey; quien no pudiera por lo mismo tomar partido por el pueblo sin descontentar a los grandes, ni favorecer a estos sin granjearse el aborrecimiento del pueblo. Para este efecto instituyeron una autoridad especial que pudiese sin la intervencion del rey enfrenar el orgullo de los nobles, y al mismo tiempo protejer a las clases inferiores del estado; medio ciertamente muy adecuado para dar firmeza al gobierno, manteniendo la tranquilidad pública. De aquí deben tomar leccion los príncipes para reservarse la distribucion de las gracias y los empleos, dejando a los majistrados el cuidado de decretar las penas y en jeneral la disposicion sobre negocios que pueden escitar descontento.
Un príncipe, repito, debe manifestar su aprecio a los grandes; pero cuidando al mismo tiempo de no granjearse el aborrecimiento del pueblo. Acaso se me seguirá oponiendo la suerte de muchos emperadores romanos que perdieron el imperio y aun la vida, a pesar de haberse conducido con bastante sabiduría y de haber mostrado valor y habilidad. Por esto me parece conveniente examinar el carácter de algunos de ellos, como Marco Aurelio el filósofo, Cómodo su hijo, Pertinax, Juliano, Severo, Antonino, Caracala su hijo, Macrino, Hiliogábalo, Alejandro y Maximino, para responder a esta objeccion: exámen que me conducirá naturalmente a esponer las causas de su caida, y a comprobar lo que ya llevo dicho en este capítulo sobre la conducta que deben observar los príncipes.
Es necesario tener presente que los emperadores romanos, no solo tenían que reprimir la ambicion de los grandes y la insolencia del pueblo, sinó tambien pelear con la avaricia y la crueldad de los soldados. Muchos de estos príncipes perecieron por haber tocado en este último escollo, tanto mas difícil de evitar, cuanto es imposible satisfacer a un mismo tiempo la codicia de las tropas y no descontentar al pueblo, el cual suspira por la paz, al paso que aquellas desean la guerra; de suerte que los unos quisieran un príncipe pacífico, y los otros un príncpe belicoso, atrevido y cruel; no a la verdad con respecto a la milicia, sinó con relacion al pueblo en jeneral, para lograr paga doble y poder saciar su ansia y su ferozidad. De este modo los emperadores romanos, a quienes no dió la naturaleza un carácter tan odioso o no supieron apropiársela, perecieron casi todos miserablemente por la impotencia en que se veian de tener a raya al pueblo y a las lejiones. Así es que la mayor parte de ellos, y especialmente aquellos cuya fortuna era nueva, desesperados de poder conciliar intereses tan opuestos, tomaban el partido de inclinarse a las tropas, haciendo poco caso de que el pueblo estuviera descontento; partido mas seguro en realidad, porque, en la alternativa de escitar el odio del número mayor o menor, conviene decidirse a favor del mas fuerte. He aqui porque aquellos Césares que, habiéndose alzado a la suprema dignidad por si mismos, necesitaban para mantenerse en ella de mucho favor y estraordinario esfuerzo, se unieron antes a las tropas que al pueblo; y cuando cayeron, fué por no haber sabido conservar el afecto de los soldados. Marco Aurelio el filósofo, Pertinax y Alejandro, príncipes recomendables por su clemencia, por su amor a la justicia y por la sencillez de sus costumbres, perecieron todos menos el primero, que vivió y murió honrado, porque, habiendo adquirido el imperio por herencia, no se lo debía a las tropas ni al pueblo, y junto esto con las demas escelentes prendas suyas, pudo hacerse querer y hallar con facilidad los medios de contener a todos en los límites de su obligacion. Pero Pertinax, aunque fue nombrado emperador contra su deseo, habiendo intentado sujetar las lejiones a una disciplina severa, y muy diferente de la que observaban en tiempo de Cómodo, su antecesor, pereció pocos meses despues de su elevacion, víctima del aborrecimiento de los soldados, y acaso tambien del desprecio que inspiraba su mucha edad. Es cosa notable que se incurre en el odio de los hombres, tanto por proceder bien como por proceder mal; y así el príncipe que quiere sostenerse, se ve obligado muchas vezes a ser malo, segun ya he dicho, porque, cuando el partido que necesita halagar y tener a su favor está viciado, ya sea el pueblo, ya los grandes o la milicia, es indispensable contentarlo a cualquier costa, y renunciar desde luego a obrar bien.
Pero volvamos a Alejandro (Severo), de cuya clemencia han hecho muchos elojios los historiadores, y no obstante fue menospreciado por su molicie, y porque se dejó gobernar de su madre. El ejército conspiró contra este príncipe, tan bueno y tan clemente, que en el discurso de catorce años de reinado a nadie condenó a muerte sin juzgarle; y con todo eso pereció a manos de sus soldados. Por otra parte, Cómodo, Septimio Severo, Caracala y Maximino, habiéndose entregado a todo linaje de escesos por contentar la avaricia y crueldad de las tropas, no tuvieron mejor suerte, si de ellos esceptuamos a Severo, que reinó pacíficamente. Pero este príncipe, aunque oprimió al pueblo por captarse la benevolencia de la milicia, poseía otras muchas escelentes prendas que le granjeaban el afecto y la admiracion de unos y otros. Mas como de simple particular ascendió al imperio, y por esta razon puede servir, de modelo a los que se encuentren en iguales circunstancias, me parece conveniente decir en pocas palabras como supo tomar alternativamente la figura del leon y la de la zorra, animales de cuyas propiedades ya he hablado.
Conociendo Severo la cobardía del emperador Juliano, persuadió al ejército que mandaba en Iliria, de que era preciso ir a Roma para vengar la muerte de Pertinax, degollado por la guardia pretoriana. Bajo este pretesto, y sin que nadie sospechase que aspiraba al imperio, llegó a Italia antes que allí se tuviera noticia de su partida. De este modo entró en Roma y metió miedo al senado, que le nombró emperador, e hizo morir a Juliano; pero todavía le quedaban dos grandes obstáculos que superar para hacerse señor de todo el imperio. Pescenio Niger y Albino, que mandaban, el uno en Asia, y el otro en el Occidente, eran ambos competidores suyos, y el primero acababa tambien de ser proclamado emperador por sus lejiones. Viendo Severo que sin mucho riesgo le era imposible atacar a un tiempo a los dos, tomó el partido de declararse contra Niger, y engañar a Albino ofreciéndole que dividiría con él la autoridad; proposicion que este aceptó inmediatamente. Mas, apenas aquel hubo vencido y quitado la vida a Niger, pacificado el Oriente y vuelto a Roma, se quejó amargamente de la ingratitud de Albino; y acusándole de que habia intentado darle muerte, pretestó «que se hallaba obligado a pasar los Alpes, decía él, para castigarle por lo mal que habia correspondido a sus beneficios.» Llegó Severo a las Galias, y Albino, vencido, perdió a un tiempo la vida y el imperio.
Si se examina con atencion la conducta de este emperador, se verá que es muy dificil reunir en tan alto grado las fuerzas del leon y la astucia de la zorra. Supo al mismo tiempo hacerse temer y respetar del pueblo y de las tropas; por lo cual nadie estraña ver a un príncipe nuevo mantenerse en la posesion de tan vastos dominios, considerando que el afecto y la admiracion que se granjeaba, desarmaron el odio que debían haber escitado sus rapiñas.
Antonino Caracala, su hijo, poseia tambien muchas cualidades escelentes que le hacían querer de las lejiones, y ser respetado del pueblo: era buen soldado, enemigo constante de la molicie y del regalo, y por esto ídolo del ejército; pero llegó a tal punto su ferozidad que al cabo pueblo, milicia y hasta su propia familia concibieron contra él un odio irreconciliable. Pereció luego a manos de un centurion; venganza corta para reparo de tanta sangre como habia hecho derramar en Roma y en Alejandría, donde a ninguno de sus habitantes dejaron de alcanzar los efectos de su crueldad.
Obsérvese aquí que los príncipes estan espuestos a semejantes atentados, hallándose su vida pendiente de la resolucion de cualquiera que no tema morir; mas como estos por fortuna no han sido frecuentes, dan poco cuidado. Sin embargo, guárdese el príncipe de ofender gravemente a los que andan cerca de su persona; pues esta falta que cometió Antonino, manteniendo entre sus guardias un centurion a quien amenazaba con frecuencia después de haber dado ignominiosa muerte a un hermano suyo, le costó la vida.
A Cómodo bastábale para mantenerse en la posesion del imperio seguir las huellas de su padre, que se lo habia dejado; pero como era brutal, cruel y codicioso, muy pronto se trocó la disciplina que antes reinaba en el ejército en la licencia mas desenfrenada: además se granjeó el menosprecio de las tropas por el poco caso que hacia de su dignidad; llegando al estremo de no avergonzarse de lidiar brazo a brazo con los gladiadores en el anfiteatro. Así no tardó en ser victima de una conspiracion, movida por el odio y desprecio que habia provocado con sus bajezas, con su avaricia y ferozidad. Fáltame hablar de Maximino.
Habiéndose deshecho las lejiones de Alejandro por su escesiva afeminacion, pusieron en su lugar a Maximino, varon muy belicoso, pero que no tardó tampoco en hacerse aborrecible, y perder el imperio y la vida. Se hizo odioso y despreciable por dos motivos: el primero, la bajeza de su nacimiento, porque sabe todo el mundo que fue porquero en Tracia; y el segundo, la poca dilijencia que puso en pasar a Roma para tomar posesion del imperio, granjeándose entre tanto la opinion de hombre muy cruel por los castigos que dieron sus prefectos en la capital y en las provincias de orden suya; de modo que muy pronto llegó a hacerse por un lado tan vil y despreciable, y por otro tan universalmente aborrecido, que, primeramente el Africa, después el senado con el pueblo de Roma, y luego toda la Italia, se levantaron contra él, ayudando a unos y otros su propio ejército, que al fin, cansado de sus crueldades y de la larga duracion del sitio de Aquileya, le quitó la vida, sin temor de que hubiera quien la vengara.
No hablaré de Heliogábalo, de Macrino, ni de Juliano, que murieron, mas o menos pronto, cubiertos de oprobio; pero diré, por conclusion, que los principes de nuestro tiempo no necesitan usar de tanto miramiento con sus tropas, porque no forman como en Roma un cuerpo independiente, ni disfrutan de un poder absoluto en el estado. Las lejiones romanas, permaneciendo largo tiempo en las provincias, identificaban su interes con el del inmediato jefe que las mandaba, y a vezes contra el del jefe del gobierno, haciéndose árbitras de su suerte; así era indispensable tenerlas contentas y contemplarlas. Ahora basta tratarlas con aprecio y de un modo regular; procurando antes ganarse el afecto del pueblo, que en nuestros estados modernos, esceptuando únicamente los de Turquía y Ejipto, es mas fuerte y poderoso que los soldados. Esceptúo al turco, porque necesita tener en pié un ejército de doce mil hombres de infantería y quince mil de caballería, del cual dependen la seguridad y la fuerza de su imperio; y como este soberano no hace el menor aprecio del pueblo, necesita absolutamente que aquella guardia se mantenga adicta a su persona. Lo mismo sucede con el soldan de Ejipto, cuyas tropas tienen, por decirlo así, el poder en la mano, y por consiguiente deben ser tratadas con mucho miramiento, y contempladas mas que el pueblo, de quien nada hay que temer. Este último gobierno no tiene semejante, si no lo es el pontificado cristiano, porque no puede llamarse principado hereditario, ni principado nuevo, puesto que, muerto el soldan, no recae el reino en sus hijos, sinó en aquel que es elejido por las personas autorizadas para hacer la eleccion; y al mismo tiempo es muy antigua esta institucion, para poderse mirar como nuevo semejante gobierno. Asi es que en Ejipto el príncipe electo esperimenta tan poco trabajo en hacerse reconocer de sus súbditos, como en Roma el nuevo papa de los suyos.
Volviendo ahora a mi asunto, digo que quien reflexione en lo que llevo espuesto, verá que el aborrecimiento o el menosprecio fueron causa de la ruina de los emperadores que he citado, y sabrá tambien la razon porque, habiendo unos obrado de un modo y otros del contrario, solo uno consiguió acabar bien, cuando todos los demas, por la una o por la otra vía, tuvieron un fin desdichado. Se notará al mismo tiempo como a Pertinax y a Alejandro les fue, no solamente inútil, sinó muy perjudicial el haber imitado a Marco, respecto a que los dos primeros eran príncipes nuevos, y este último adquirió el imperio por derecho de sucesion. El designio que de imitar a Severo formaron Caracala, Cómodo y Maximino, les fue funesto tambien, porque no tenían la fuerza de ánimo correspondiente para seguir en todo sus pisadas.
Infiérese, pues, que un príncipe nuevo en un principado nuevo se arriesga imitando la conducta de Marco, y no es indispensable que siga la de Severo, sinó que debe tomar de este las reglas que necesite para fundar bien su estado, y de Marco lo que hubiere de conveniente y glorioso para mantenerse en la posesion de otro ya fundado y establecido.
Nombra a:
Citado por:
Cf. de Conectorium
#italiano
#conjuraciones y conspiraciones
#cómo reinar