Nassim Taleb: Los Grupos
Si el lector quiere entender a qué me refiero cuando hablo de la arbitrariedad de las categorías, considere la situación de la política polarizada. La próxima vez que un marciano visite la Tierra, intente explicarle por qué quienes están a favor del aborto también se oponen a la pena de muerte.
Publicado en 2007, El Cisne Negro es el segundo gran hit literario de Nassim Taleb luego de Engañados por el Azar. Así como Antifrágil y Skin in the Game, su título pasó a formar parte del vocabulario del día a día de la sociedad de negocios estadounidense—luego también la global—, aunque el mismo autor no puede creer lo malinterpretados y mal utilizados que han sido sus conceptos, sacados de contexto. Esto por culpa de la falta de razonamiento crítico en los grupos. El por qué algunos grupos (clusters) son propensos al contagio de ideologías y a convertirse en un “absurdo”, dejemos que lo explique el mismo Taleb.
Quien desarrolló a fondo esta idea fue George Orwell, décadas antes, en su ensayo Notas sobre el Nacionalismo, donde llama nacionalismos a estos grupos de contagio ideológico; suceso al que bien podríamos llamar nosotros religiones. El ser humano, en su necesidad de pertenecer a una tribu y de sentirse parte de algo y protegido, es capaz de dejar de razonar por completo; es capaz de justificar barbaridades de su lado sólo porque lo hacen los suyos, y criticar todo lo que haga el otro, incluso lo bueno, sólo porque es el otro. Es por culpa de este chip en nuestra esencia que tenemos “la actual alianza entre los fundamentalistas cristianos y el lobby israelí”, cosa que “sería incomprensible para un intelectual del siglo XIX: los cristianos eran antisemitas, y los musulmanes protegían a los judíos”; por el mismo motivo sucede que ahora los libertarios y anarquistas—en realidad, anarco-capitalistas—se juntan en “lo que un periodista llamaría «la derecha»” cuando antes “los libertarios eran de izquierdas”. Y es por eso que tenemos en el mismo cluster, según el propio Taleb en Twitter, a “gente que cree que Trump gano la elección, que alzar pesas combinado con hidroxicloroquina cura el Covid, que los barbijos y las vacunas no funcionan pero son parte de un plan para subyugar a los ciudadanos, y que Bitcoin soluciona todo”, y que “ahora creen que Putin puede tener razón con respecto a Ucrania”.
Leemos a Taleb traducido por Roc Filella Escolà. Un pedacito de esta lectura fue citado en la serie Sobre el Aborto, pero más importante es lo que vamos a citar de él cuando hablemos este finde sobre el mundo cripto. Esta lectura hace de capítulo 15 en nuestra serie Cripto, Creators y Charlatanes. Está demás decir que Taleb es un crítico feroz de este grupo, sobre todo por su falta de interés en la historia, en el funcionamiento de los mercados financieros, y su ingenuidad.
Autor: Nassim Nicholas Taleb
Libro: El Cisne Negro (2007)
Capítulo 1: El Aprendizaje de un Escéptico Empírico
Los Grupos
Durante la guerra libanesa también observé que los periodistas no solían compartir las mismas opiniones, sino el mismo esquema de análisis. Asignaban la misma importancia a los mismos conjuntos de circunstancias y dividían la realidad en las mismas categorías; una vez más, la manifestación de la platonicidad, el deseo de dividir la realidad en piezas nítidas. Lo que Robert Frisk llama «periodismo de hotel» aumentaba aún más el contagio mental. Mientras en el periodismo anterior Líbano formaba parte de Levante, es decir, del Mediterráneo occidental, ahora se convertía de repente en parte de Oriente Próximo, como si alguien hubiera conseguido acercarlo a las arenas de Arabia Saudí. La isla de Chipre, a unos noventa kilómetros de mi pueblo, situado en el norte de Líbano, y casi con el mismo tipo de alimentación, iglesias y costumbres, de súbito pasó a formar parte de Europa (por supuesto, los ciudadanos de ambas partes quedaron posteriormente condicionados). Si antes se había establecido una distinción entre mediterráneo y no mediterráneo (es decir, entre el aceite de oliva y la mantequilla), en la década de 1970 la distinción se estableció súbitamente entre europeo y no europeo. El islamismo era la cuña que separaba a ambos, de ahí que uno no sepa dónde situar en esta historia a los nativos cristianos (o judíos) que hablaban árabe. Los seres humanos necesitamos la categorización, pero ésta se hace patológica cuando se entiende que la categoría es definitiva, impidiendo así que los individuos consideren las borrosas fronteras de la misma, y no digamos que puedan revisar sus categorías. El contagio era el culpable. Si se escogieran cien periodistas independientes capaces de ver los factores aislados entre sí, nos encontraríamos con cien opiniones diferentes. Pero al hacer que esas personas informaran hombro con hombro, en marcha cerrada, la dimensionalidad de la opinión se vio reducida considerablemente: coincidían en las ideas y utilizaban los mismos temas como causas. Por ejemplo, para alejarnos un momento de Líbano, hoy día todos los periodistas se refieren a los «convulsos años ochenta», dando por supuesto que hubo algo particularmente distintivo en esa década. Y cuando apareció la llamada burbuja de Internet a finales de la década de 1990, los periodistas coincidían en que índices disparatados habían determinado la calidad de empresas que no tenían valor alguno y a las que todo el mundo deseaba todos los males.[1]
Si el lector quiere entender a qué me refiero cuando hablo de la arbitrariedad de las categorías, considere la situación de la política polarizada. La próxima vez que un marciano visite la Tierra, intente el lector explicarle por qué quienes están a favor del aborto también se oponen a la pena de muerte. O intente explicarle por qué se supone que quienes aceptan el aborto están a favor de los impuestos elevados pero en contra de un ejército fuerte. ¿Por qué quienes prefieren la libertad sexual tienen que estar en contra de la libertad económica individual?
Me di cuenta de lo absurdo de los grupos cuando era muy joven. Por algún ridículo vaivén de los acontecimientos en aquella guerra civil que sufría mi país, los cristianos se convirtieron en adeptos del mercado libre y el capitalismo —es decir, de lo que un periodista llamaría «la derecha»— y los islamistas se hicieron socialistas, por lo que contaron con el apoyo de los regímenes comunistas (Pravda , el órgano del régimen comunista, los llamaba «luchadores contra la opresión», aunque posteriormente, cuando los rusos invadieron Afganistán, fueron los estadounidenses quienes trataron de asociarse con Bin Laden y sus acólitos musulmanes).
La mejor forma de demostrar el carácter arbitrario de estas categorías, y el efecto de contagio que producen, es recordar con qué frecuencia esos grupos cambian por completo a lo largo de la historia. No hay duda de que la actual alianza entre los fundamentalistas cristianos y el lobby israelí sería incomprensible para un intelectual del siglo XIX: los cristianos eran antisemitas, y los musulmanes protegían a los judíos, a quienes preferían sobre los cristianos; los libertarios eran de izquierdas. Lo que me resulta interesante como probabilista que soy es que un determinado suceso aleatorio hace que un grupo que inicialmente apoya un determinado tema se alíe con otro grupo que apoya otro tema, causando así que ambos asuntos se fusionen y unifiquen... hasta que se produce la sorpresa de la separación.
El hecho de categorizar siempre produce una reducción de la auténtica complejidad. Es una manifestación del generador del Cisne Negro, esa platonicidad inquebrantable que definía en el prólogo. Cualquier reducción del mundo que nos rodea puede tener unas consecuencias explosivas, ya que descarta algunas fuentes de incertidumbre, y nos empuja a malinterpretar el tejido del mundo. Por ejemplo, podemos pensar que el islamismo radical (y sus valores) son nuestros aliados contra la amenaza del comunismo, y de este modo podemos contribuir a que se desarrollen, hasta que estrellan dos aviones en el centro de Manhattan.
Pocos años después del inicio de la guerra libanesa, mientras estudiaba en la Wharton School, a mis veintidós años, di con la idea de los mercados eficientes, según la cual no hay forma de obtener beneficios de la compraventa de valores, ya que éstos incorporan automáticamente toda la información disponible. Por consiguiente, la información pública puede resultar inútil, en particular para el hombre de negocios, ya que los precios «incluyen» toda esa información, y las noticias compartidas con millones de personas no dan beneficio alguno. Es probable que uno o más de los cientos de millones de lectores de esa información hayan comprado el valor, haciendo así que el precio suba. Así pues, dejé de leer la prensa y de ver la televisión, lo cual liberaba una cantidad considerable de tiempo (pongamos que una hora o más al día, tiempo suficiente para leer más de cien libros adicionales al año, lo cual, al cabo de veinte años, supone una cantidad muy considerable). Pero esta argumentación no fue la única razón de que proponga en este libro dejar de lado la prensa, pues luego veremos los beneficios que conlleva evitar la toxicidad de la información. Al principio fue una muy buena excusa para evitar tener que mantenerme al día sobre las menudencias del mundo de los negocios, un mundo nada elegante, soso, pedante, codicioso, ajeno a lo intelectual, egoísta y aburrido.
¿Dónde está el espectáculo?
Sigo sin entender por qué alguien que abriga planes de convertirse en «filósofo» o en «filósofo científico de la historia» se matrícula en una escuela de ciencias empresariales, nada menos que en la Wharton School. Allí me di cuenta de que no se trataba solamente de que un político incongruente de un país pequeño y antiguo (y su filosófico chófer, Mijail) no supiera qué estaba pasando. Al fin y al cabo, se supone que las personas oriundas de países pequeños no saben qué pasa. Lo que veía es que en una de las escuelas de ciencias empresariales más prestigiosas del mundo, situada en el país más poderoso de la historia, los ejecutivos de las empresas con mayor poder nos exponían qué hacían para ganarse la vida, y que era posible que tampoco ellos supieran qué estaba pasando. De hecho, en mi mente eso era mucho más que una posibilidad. Sentía sobre mis espaldas el peso de la arrogancia epistémica del género humano.[2]
Caí en la obsesión. Por aquel tiempo, empecé a ser consciente de mi tema: el suceso trascendental altamente improbable. Y además esta suerte concentrada no sólo engañaba a ejecutivos empresariales bien vestidos y cargados de testosterona, sino a personas con muchos estudios. Tal percepción hizo que mi Cisne Negro pasara de ser un problema de personas con o sin suerte a un problema de conocimiento y ciencia. Mi idea es que algunos resultados científicos no sólo son inútiles en la vida real, porque infravaloran el impacto de lo altamente improbable (o nos llevan a ignorarlo), sino que es posible que algunos de ellos estén creando en realidad Cisnes Negros. Éstos no son únicamente errores taxonómicos que pueden hacer que reprobemos una clase de la ornitología. Así empecé a ver las consecuencias de mi idea.
Nota del Autor: En el capítulo 10 veremos algunos perspicaces tests cuantitativos realizados para demostrar tal coincidencia; éstos muestran que, en muchos asuntos, la distancia entre las opiniones es notablemente inferior a la distancia entre la media de las opiniones y la verdad. ↩︎
Nota del Autor: Luego caí en la cuenta de que la gran fuerza del sistema de libre mercado reside en el hecho de que los ejecutivos de las empresas no necesitan saber qué pasa. ↩︎
Cf. de Conectorium:
Cripto, Creators y Charlatanes
#inglés
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