Montaigne: del juzgar de las cosas divinas
Publicados por primera vez en 1580 (y revisados hasta la muerte del autor), los Ensayos constituyen el primer ejemplo moderno del género literario conocido como... ensayo. Son, también, la “obra cumbre del pensamiento humanista francés del siglo 16”. Michel de Montaigne, católico, murió en 1592 durante una misa que él mismo encargó para consagrar su alma, sabiendo que iba a morir. Al mismo tiempo que escribía sus ensayos, hacía de consultor para la corona francesa en las guerras religiosas que se libraban en su territorio (y el resto de Europa), y también hacía de intermediario con los protestantes. Casi un siglo después, la Iglesia Católica—de la que era devoto y a la que ayudó, pero que también criticó—no supo aguantar las críticas e incluyó los libros de este noble en su Índice de Libros Prohibidos.
Lo leemos en la traducción de Constantino Román y Salamero, publicada en 1898.
Autor: Montaigne
Libro: Ensayos (1580)
Libro 1, Capítulo 31: De la conveniencia de juzgar sobriamente de las cosas divinas
El más adecuado terreno, el que se encuentra más sujeto a error e impostura, es el discurrir sobre las cosas desconocidas pues en primer lugar, la singularidad misma del asunto hace que les concedamos crédito, y luego, como esas cosas no forman la materia corriente de nuestra reflexión, nos quitan el medio de combatirlas. Por eso dice Platón que es mucho más fácil cautivar a un auditorio cuando se le habla de la naturaleza de los dioses que cuando se trata de la naturaleza de los hombres; la ignorancia de los oyentes procura libertad grande al ocuparse de una cuestión oculta. De aquí se sigue que nada se cree con mayor firmeza que aquello que se conoce menos; ni hay hombres más seguros de lo que dicen que los que nos refieren cosas fabulosas, como los alquimistas, adivinos, quirománticos, astrólogos, médicos, id genus omne.[1] A los cuales añadiría de buen grado, si a tanto osara, una caterva de gentes, intérpretes y fiscalizadoras ordinarias de los designios de Dios, que hacen profesión de inquirir las causas de cada accidente y de ver en los arcanos de la voluntad divina los motivos inescrutables de sus obras; y aun cuando la variedad y continua discordancia de esos acontecimientos los lleva de un extremo al opuesto, de oriente a occidente, no por eso dejan de ser descifradores impertérritos, y con el mismo lapicero pintan lo blanco y lo negro.
En un pueblo de las Indias existe esta laudable costumbre: cuando pierden algún encuentro o batalla piden públicamente perdón al sol, que es su dios, de su culpa, como si hubieran cometido una acción injusta, relacionando su dicha o desdicha a la razón divina, y sometiéndola su juicio y sus acciones. Para un buen cristiano es suficiente creer que todas las cosas Dios nos las envía, y recibirlas además con reconocimiento de su divina o inescrutable sabiduría; así que deben tomarse siempre en buena parte, ya produzcan el mal ya el bien. No puedo menos de censurar la conducta que ordinariamente veo seguir a muchas gentes, las cuales apoyan nuestra religión conforme a la prosperidad de sus empresas. Cuenta nuestra fe bastantes otros fundamentos, sin necesidad de autorizarla con el curso bueno o malo de los acontecimientos terrenales. Acostumbrado el pueblo a aquellos argumentos, que aplaude y encuentra muy dignos de su agrado, se le expone a que su fe vacile cuando los sucesos le sean adversos y la ventura no le acompañe. Ocurre lo propio con nuestras guerras de religión; los que ganaron la batalla de la Rochelabeille, metieron grande algazara por semejante accidente, y se sirvieron de su fortuna para probar que era justa la causa que defendían; luego tratan de explicar sus descalabros de Montcontour y de Jarnac, diciendo que ésos fueron castigos paternales: si no tuvieran un pueblo a su disposición completa para embaucarlo, se convencería éste fácilmente de que todo eso no son más que artificios engañosos. Valdría mucho más enseñarle los sólidos fundamentos de la verdad. En estos meses pasados ganaron los españoles una batalla gloriosa contra los turcos, mandando las fuerzas cristianas don Juan de Austria. Otras derrotas hemos sufrido nosotros también por la voluntad de Dios, y eso que no somos turcos. En conclusión, es difícil acomodar las cosas divinas a nuestra balanza sin que sufran menoscabo. Quien pretenda explicarse que León y Arrio, principales sectarios de la herejía arriana, acabaron, aunque en épocas diversas, de muertes semejantes (retirados de la disputa a causa del dolor de vientre, ambos expiraron repentinamente en un común); quienquiera ver un testimonio de la venganza divina en la circunstancia de morir en un lugar tan inmundo, tendrá que añadir a aquéllas la muerte de Heliogábalo, que fue asesinado en una letrina; y sin embargo, Irene, santa mujer a quien adornaban todas las virtudes, se encuentra en el mismo caso. Queriendo Dios enseñarnos que los buenos tienen otra cosa que esperar y los malos otra cosa que temer que las bienandanzas o malandanzas terrenales, se sirve de ambas y las aplica por medios ocultos, despojándonos así de todo recurso de alcanzar torpemente nuestro provecho, con nuestra experiencia. Equivócanse de medio a medio los que quieren prevalerse de la razón humana, y jamás encuentran una explicación atinada sin que al punto les asalten dos contrarias; de lo cual saca san Agustín sólidos argumentos contra sus adversarios. Es un conflicto que solucionamos con las armas de la memoria más bien que con las de la razón. Menester es que nos conformemos con la luz que place al sol comunicarnos. Quien eleve la mirada a fin de procurarse claridad mayor, no extrañe si por castigo de su osadía se queda ciego. Quis hominum potest scire consilium Dei?, aut quis poterit cogitare quid velit Dominus?[2]
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