Mario Vargas Llosa: el opio del pueblo

Contrariamente a lo que los librepensadores, agnósticos y ateos de los siglos XIX y XX imaginaban, en la era posmoderna la religión no está muerta y enterrada ni ha pasado al desván de las cosas inservibles: vive y colea, en el centro de la actualidad.

Mario Vargas Llosa: el opio del pueblo
Contexto Condensado

Publicado en 2012, apenas dos años después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura, La Civilización del Espectáculo de Mario Vargas Llosa no necesita de más contexto para los que vivimos en esta época. El título habla por sí solo y lo comprende a la vista cualquier transeúnte de razonamiento crítico, cualquier observador. El libro recopila varios de sus ensayos publicados desde los '90 en el periódico El País, de España, que sirven como antecedentes a reflexiones posteriores escritas para esta obra; estos antecedentes, en el libro, se publican al final del capítulo nuevo, como colofón.

El último de los ensayos inéditos lleva por nombre la famosa frase de Karl Marx: “el opio del pueblo”; acarrea, como es de esperar, el mismo tema: la religión. El título del libro también es prestado—remixeado, en realidad: en 1967 Guy Debord, que así como Marx seguía otra línea política diferente a la de Vargas Llosa, publicaba en París La Sociedad del Espectáculo, con una aproximación distinta a la que hace el peruano, de quien tomamos este extracto, esta reflexión, para incluirla como aire fresco, y contemporáneo, y tangencial al tema de nuestra serie sobre el aborto, de la cual viene a ser su quinto capítulo.

Los antecedentes al Opio del Pueblo se publicaron en El País, en agosto del '95 y en febrero del '97, y son una delicia de análisis y de lectura; dejo los links al final del capítulo.

Autor: Mario Vargas Llosa

Libro: La Civilización del Espectáculo (2012)

Capítulo 6: El Opio del Pueblo

(extracto)

Contrariamente a lo que los librepensadores, agnósticos y ateos de los siglos XIX y XX imaginaban, en la era posmoderna la religión no está muerta y enterrada ni ha pasado al desván de las cosas inservibles: vive y colea, en el centro de la actualidad.

No hay manera de saber, desde luego, si el fervor de creyentes y practicantes de las distintas religiones que existen en el mundo ha aumentado o decrecido. Pero nadie puede negar la presencia que ocupa el tema religioso en la vida social, política y cultural contemporánea, probablemente tanto o más grande que en el siglo XIX, cuando las luchas intelectuales y cívicas a favor o en contra del laicismo eran preocupación central en gran número de países a ambos lados del Atlántico.

Por lo pronto, el gran protagonista de la política actual, el terrorista suicida, visceralmente ligado a la religión, es un subproducto de la versión más integrista y fanática del islamismo. El combate de Al-Qaeda y su líder, el difunto Osama bin Laden, no lo olvidemos, es ante todo religioso, una ofensiva purificadora contra los malos musulmanes y renegados del islam, así como contra los infieles, nazarenos (cristianos) y degenerados de Occidente encabezados por el Gran Satán, los Estados Unidos. En el mundo árabe la confrontación que más violencias ha generado tiene un carácter inequívocamente religioso y el terrorismo islamista ha hecho hasta ahora más víctimas entre los propios musulmanes que entre los creyentes de otras religiones. Sobre todo si se tiene en cuenta el número de iraquíes muertos o mutilados por acción de los grupos extremistas chiíes y suníes y los asesinados en Afganistán por los talibanes, movimiento integrista que nació en las madrazas o escuelas religiosas afganas y paquistaníes, y que, al igual que Al-Qaeda, no ha vacilado nunca en asesinar a musulmanes que no comparten su puritanismo integrista.

Las divisiones y conflictos diversos que recorren a las sociedades musulmanas no han contribuido en lo más mínimo a atenuar la influencia de la religión en la vida de los pueblos sino a exacerbarla. En todo caso, no es el laicismo el que ha ganado terreno; más bien, en países como el Líbano y Palestina, los focos laicistas se han encogido en los últimos años con el crecimiento como fuerzas políticas del Hezbolá («El Partido de Dios») libanés y de Hamás, que obtuvo el control de la Franja de Gaza en limpias elecciones. Estos partidos, al igual que la Yihad Islámica palestina, tienen un origen fundamentalmente religioso. Y, en las primeras elecciones libres que han celebrado en su historia Túnez y Egipto, la mayoría de los votos ha favorecido a los partidos islámicos (más bien moderados).

Si esto ocurre en el seno del islam, no se puede decir que la convivencia entre las distintas denominaciones, iglesias y sectas cristianas sea siempre pacífica. En Irlanda del Norte la lucha entre la mayoría protestante y la minoría católica, ahora interrumpida (ojalá que para siempre), ha dejado una abrumadora cantidad de muertos y heridos por las acciones criminales de los extremistas de ambos bandos. También en este caso el conflicto político entre unionistas e independentistas ha ido acompañado de un simultáneo y más profundo antagonismo religioso, como entre las facciones adversarias del islam.

El catolicismo vive en su seno grandes conflictos. Hasta hace algunos años, el más intenso era entre los tradicionalistas y los progresistas promotores de la Teología de la Liberación, pugna que luego de la entronización de dos pontífices de línea conservadora —Juan Pablo I y Benedicto XVI— parece haberse resuelto, por el momento, con el acorralamiento (no la derrota) de esta última tendencia. Ahora, el problema más agudo que enfrenta la Iglesia católica es la revelación de una poderosa tradición de violaciones y pedofilia en colegios, seminarios, albergues y parroquias, truculenta realidad señalada hacía años por indicios y sospechas que, durante mucho tiempo, la Iglesia consiguió silenciar. Pero, en los últimos años, debido a acciones y denuncias judiciales de las propias víctimas, estos abusos sexuales han ido saliendo a la luz de manera tan numerosa que no se puede hablar de casos aislados sino de prácticas muy extendidas en el espacio y en el tiempo. El hecho ha causado escalofríos en el mundo entero, sobre todo entre los propios fieles. La aparición de testimonios de millares de víctimas en casi todos los países católicos llevó a la Iglesia en ciertos lugares, como Irlanda y los Estados Unidos, al borde de la quiebra por las elevadísimas sumas que se ha visto obligada a gastar defendiéndose ante los tribunales o pagando daños y perjuicios a las víctimas de violaciones y maltratos sexuales cometidos por sacerdotes. Pese a sus protestas, resulta evidente que parte al menos de la jerarquía eclesiástica —las acusaciones en este sentido han alcanzado al propio pontífice— se hizo cómplice de los religiosos pedófilos y violadores, protegiéndolos, negándose a denunciarlos a las autoridades, y limitándose a cambiarlos de destino sin apartarlos de sus tareas sacerdotales, incluida la enseñanza de menores. La severísima condena por parte del papa Benedicto XVI de los Legionarios de Cristo, a los que ha declarado en reorganización integral, y de su fundador, el padre Marcial Maciel, mexicano, bígamo, incestuoso, estafador, estuprador de niños y niñas, incluido uno de sus propios hijos —un personaje que parece escapado de las novelas del marqués de Sade—, no acaba de borrar las sombras que todo ello ha echado sobre una de las más importantes religiones del mundo.

¿Ha contribuido todo este escándalo a mermar la influencia de la Iglesia católica? No me atrevería a afirmarlo. Es verdad que en muchos países los seminarios se cierran por falta de novicios y que, comparados con los de antaño, las limosnas, donaciones, herencias y legados que recibía la Iglesia han disminuido. Pero, en un sentido no numérico, se diría que las dificultades han aguzado la energía y militancia de los católicos, que nunca han estado más activos en sus campañas sociales, manifestándose contra los matrimonios gays, la legalización del aborto, las prácticas anticonceptivas, la eutanasia y el laicismo. En países como España la movilización católica —tanto de la jerarquía como de las organizaciones seculares de la Iglesia—, de impresionante amplitud, alcanza por momentos una virulencia que de ningún modo se podría considerar la de una Iglesia en retirada o contra las cuerdas. El poder político y social que en la mayor parte de los países latinoamericanos ejerce la Iglesia católica sigue incólume y a ello se debe que, en materia de libertad sexual y liberación de la mujer, los avances sean mínimos. En la gran mayoría de países iberoamericanos, la Iglesia católica ha conseguido que la «píldora» y la «píldora del día siguiente» sigan siendo ilegales, así como toda forma de prácticas anticonceptivas. La prohibición, claro está, sólo es efectiva para las mujeres pobres pues de la clase media para arriba los anticonceptivos, así como el aborto, se practican de manera extendida pese a la prohibición legal.

Cosa parecida puede decirse de las iglesias protestantes. Ellas, con apoyo de los católicos muchas veces, han tomado la iniciativa en Estados Unidos de movilizarse para que la enseñanza escolar se ajuste a los postulados de la Biblia, y quede abolida de los programas la teoría de Darwin sobre la selección de las especies y la evolución, y se la reemplace por el «creacionismo», o «diseño inteligente», postura anticientífica que, por anacrónica y oscurantista que parezca, no es imposible que llegue a prevalecer en ciertos estados norteamericanos donde la influencia religiosa es muy grande en el campo político.

De otro lado, la ofensiva misionera protestante en América Latina y otras regiones del Tercer Mundo es enorme, resuelta, y ha obtenido resultados notables. Las iglesias evangélicas han desplazado en muchos lugares apartados y marginales, de extrema pobreza, al catolicismo, que, por falta de sacerdotes o merma del fervor misionero, ha cedido terreno a las impetuosas iglesias protestantes. Éstas tienen buena acogida entre las mujeres por su prohibición del alcohol y su exigencia de entrega constante a las prácticas religiosas de los conversos, lo que contribuye a la estabilidad de las familias y mantiene a los maridos alejados de cantinas y burdeles.

La verdad es que en casi todos los conflictos más sangrientos de los últimos tiempos —Israel/Palestina, la guerra de los Balcanes, las violencias de Chechenia, los incidentes en China en la región de Xinjiang, donde ha habido levantamientos de los uigures, de religión musulmana, las matanzas entre hindúes y musulmanes en la India, los choques entre ésta y Pakistán, etcétera— la religión asoma como la razón profunda del conflicto y de la división social que está detrás de la sangría.

El caso de la URSS y los países satélites es instructivo. Al desplomarse el comunismo, luego de setenta años de persecución a las iglesias y prédica atea, la religión no sólo no ha desaparecido, sino que renació y volvió a ocupar un lugar prominente en la vida social. Ha ocurrido en Rusia, donde de nuevo se llenan las iglesias y reaparecen los popes en el mundo oficial y por doquier, y en las antiguas sociedades que estuvieron bajo el control soviético. Al desplomarse el comunismo, la religión, ortodoxa o católica, florece de nuevo, lo que indica que nunca desapareció, sólo se mantuvo adormecida y oculta para resistir el asedio, contando siempre con el apoyo discreto de vastos sectores de la sociedad. El renacer de la Iglesia ortodoxa rusa es impresionante. Los gobiernos bajo la presidencia de Putin, y luego de Medvédev, han comenzado a devolver las iglesias y propiedades religiosas confiscadas por los bolcheviques y está en proceso incluso la devolución de las catedrales del Kremlin, así como conventos, escuelas, obras de arte y cementerios que antaño pertenecieron a la Iglesia. Se calcula que, desde la caída del comunismo, el número de fieles ortodoxos se ha triplicado en toda Rusia.

La religión, pues, no da señales de eclipsarse. Todo indica que tiene vida para rato. ¿Es esto bueno o malo para la cultura y la libertad?

La respuesta a esta pregunta del científico británico Richard Dawkins, quien ha publicado un libro contra la religión y en defensa del ateísmo —The God Delusion—, así como la del periodista y ensayista Christopher Hitchens, autor de otro libro reciente titulado significativamente Dios no es bueno. Alegatos contra la religión, no deja dudas. Pero en la reciente polémica que ambos protagonizaron actualizando los antiguos cargos de oscurantismo, superstición, irracionalidad, discriminación de género, autoritarismo y conservadurismo retrógrado contra las religiones, hubo también numerosos científicos, como el premio Nobel de Física Charles Tornes (que patrocina la tesis del «diseño inteligente»), y publicistas que, con no menos entusiasmo, defienden sus creencias religiosas y refutan los argumentos según los cuales la fe en Dios y la práctica religiosa son incompatibles con la modernidad, el progreso, la libertad y los descubrimientos y verdades de la ciencia contemporánea.

Ésta no es una polémica que se pueda ganar o perder con razones, porque a éstas antecede siempre un parti pris: un acto de fe. No hay manera de demostrar racionalmente que Dios exista o no exista. Cualquier razonamiento a favor de una tesis tiene su equivalente en la contraria, de modo que en torno a este asunto todo análisis o discusión que quiera confinarse en el campo de las ideas y razones debe comenzar por excluir la premisa metafísica y teológica —la existencia o inexistencia de Dios— y concentrarse en las secuelas y consecuencias que de aquélla se derivan: la función de iglesias y religiones en el desenvolvimiento histórico y la vida cultural de los pueblos, asunto que sí está dentro de lo verificable por la razón humana.

Un dato fundamental a tener en cuenta es que la creencia en un ser supremo, creador de lo que existe, y en otra vida que antecede y sigue a la terrenal, forma parte de todas las culturas y civilizaciones que se conocen. No hay excepciones a esta regla. Todas tienen su dios o sus dioses y todas confían en otra vida después de la muerte, aunque las características de esta trascendencia varíen hasta el infinito según el tiempo y el lugar. ¿A qué se debe que los seres humanos de todas las épocas y geografías hayan hecho suya esta creencia? Los ateos responden de inmediato: a la ignorancia y al miedo a la muerte. Hombres y mujeres, no importa cuál sea su grado de información o de cultura, de lo más primitivo a lo más refinado, no se resignan a la idea de la extinción definitiva, a que su existencia sea un hecho pasajero y accidental, y, por ello, necesitan que haya otra vida y un ser supremo que la presida. La fuerza de la religión es tanto mayor cuanto más grande sea la ignorancia de una comunidad. Cuando el conocimiento científico va limpiando las legañas y supersticiones de la mente humana y reemplazándolas con verdades objetivas, toda la construcción artificial de los cultos y creencias con que el primitivo trata de explicarse el mundo, la naturaleza y el trasmundo, comienza a resquebrajarse. Éste es el principio del fin para esa interpretación mágica e irracional de la vida y la muerte, lo que al fin y al cabo marchitará y evaporará a la religión.

Ésa es la teoría. En la práctica no ha ocurrido ni tiene visos de ocurrir. El desarrollo del conocimiento científico y tecnológico ha sido prodigioso (no siempre benéfico) desde la época de las cavernas y ha permitido al ser humano conocer profundamente la naturaleza, el espacio estelar, su propio cuerpo, averiguar su pasado, dar unas batallas decisivas contra la enfermedad y elevar las condiciones de vida de los pueblos de una manera inimaginable para nuestros ancestros. Pero, salvo para minorías relativamente pequeñas, no ha conseguido arrancar a Dios del corazón de los hombres ni que las religiones se extingan. El argumento de los ateos es que se trata de un proceso todavía en marcha, que el avance de la ciencia no se ha detenido, sigue progresando y tarde o temprano llegará el final de ese combate atávico en el que Dios y la religión desaparecerán expulsados de la vida de los pueblos por las verdades científicas. Este artículo de fe para los liberales y progresistas decimonónicos es difícil de aceptar cotejado con el mundo de hoy, que lo desmiente por doquier: Dios nos rodea por los cuatro costados y, enmascaradas con disfraces políticos, las guerras religiosas siguen causando tantos estragos a la humanidad como en la Edad Media. Lo cual no demuestra que Dios efectivamente exista, sino que una gran mayoría de seres humanos, entre ellos muchos técnicos y científicos destacados, no se resignan a renunciar a esa divinidad que les garantiza alguna forma de supervivencia después de la muerte.

Por lo demás no es sólo la idea de la muerte, de la extinción física, lo que ha mantenido viva a la trascendencia a lo largo de la historia.

También, la creencia complementaria de que es necesaria, indispensable, para que esta vida sea soportable, una instancia superior a la terrena, donde se premie el bien y se castigue el mal, se discrimine entre las buenas y las malas acciones, se reparen las injusticias y crueldades de que somos víctimas y reciban sanción quienes nos las infligen. La realidad es que, pese a todos los avances que en materia de justicia ha hecho la sociedad desde los tiempos antiguos, no hay comunidad humana en la que el grueso de la población no tenga el sentimiento y la convicción absoluta de que la justicia total no es de este mundo. Todos creen que, no importa cuán equitativa sea la ley ni cuán respetable sea el cuerpo de magistrados encargados de administrar justicia, o cuán honrados y dignos los gobiernos, la justicia no llega a ser nunca una realidad tangible y al alcance de todos, que defienda al individuo común y corriente, al ciudadano anónimo, de ser abusado, atropellado y discriminado por los poderosos. No es por eso raro que la religión y las prácticas religiosas estén más arraigadas en las clases y sectores más desfavorecidos de la sociedad, aquellos contra los cuales, por su pobreza y vulnerabilidad, se encarnizan los abusos y vejámenes de toda índole y que por lo general quedan impunes. Se soporta mejor la pobreza, la discriminación, la explotación y el atropello si se cree que habrá un desagravio y una reparación póstumos para todo ello. (Por eso, Marx llamó a la religión «el opio del pueblo», droga que anestesiaba el espíritu rebelde de los trabajadores y permitía a sus amos vivir tranquilos explotándolos).

Otra de las razones por las que los seres humanos se aferran a la idea de un dios todopoderoso y una vida ultraterrena es que, unos más y otros menos, casi todos sospechan que si aquella idea desapareciera y se instalara como una verdad científica inequívoca que Dios no existe y la religión no es más que un embeleco desprovisto de sustancia y realidad, sobrevendría, a la corta o a la larga, una barbarización generalizada de la vida social, una regresión selvática a la ley del más fuerte y la conquista del espacio social por las tendencias más destructivas y crueles que anidan en el hombre y a las que, en última instancia, frenan y atenúan no las leyes humanas ni la moral entronizada por la racionalidad de los gobernantes, sino la religión. Dicho de otro modo, si hay algo que todavía pueda llamarse una moral, un cuerpo de normas de conducta que propicien el bien, la coexistencia en la diversidad, la generosidad, el altruismo, la compasión, el respeto al prójimo, y rechacen la violencia, el abuso, el robo, la explotación, es la religión, la ley divina y no las leyes humanas. Desaparecido este antídoto, la vida se iría tornando poco a poco un aquelarre de salvajismo, prepotencia y exceso, donde los dueños de cualquier forma de poder —político, económico, militar, etcétera— se sentirían libres de cometer todos los latrocinios concebibles, dando rienda suelta a sus instintos y apetitos más destructivos. Si esta vida es la única que tenemos y no hay nada después de ella y vamos a extinguirnos para siempre jamás, ¿por qué no trataríamos de aprovecharla de la máxima manera posible, aun si ello significara precipitar nuestra propia ruina y sembrar nuestro alrededor con las víctimas de nuestros instintos desatados? Los hombres se empeñan en creer en Dios porque no confían en sí mismos. Y la historia nos demuestra que no les falta razón pues hasta ahora no hemos demostrado ser confiables.

Esto no quiere decir, desde luego, que la vigencia de la religión garantice el triunfo del bien sobre el mal en este mundo y la eficacia de una moral que ataje la violencia y la crueldad en las relaciones humanas. Sólo quiere decir que, por mal que ande el mundo, un oscuro instinto hace pensar a gran parte de la humanidad que andaría todavía peor si los ateos y laicos a ultranza lograran su objetivo de erradicar a Dios y a la religión de nuestras vidas. Ésta sólo puede ser una intuición o una creencia (otro acto de fe): no hay estadística capaz de probar que es así o lo contrario...


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