Mario Vargas Llosa: Dinosaurios en tiempos difíciles (discurso completo, 17 minutos)
Entender el trabajo literario como una responsabilidad que no se agota en lo artístico, ligada a lo moral y lo cívico. Con esta idea nació mi vocación, ella ha animado todo lo que he escrito, y va haciendo de mí, en estos tiempos de la virtual reality, un dinosaurio con pantalones y corbata...
El año 1996, le fue otorgado a Mario Vargas Llosa el Premio de la Paz de los Editores y Libreros Alemanes, el Friedenspreis, que este año fue otorgado al ucraniano Serhiy Zhadan. El premio anual, de mucho prestigio y que se transmite en la TV pública alemana, celebra a personas que promuevan la paz a través de trabajos en la ciencia, el arte o la literatura.
A continuación dejo el discurso de Mario Vargas Llosa, nacido en Arequipa, radicado en Madrid, que escribió esto en París para que sea pronunciado en Frankfurt. 16 años después, este texto se hizo parte de su libro La Civilización del Espectáculo.
Autor: Mario Vargas Llosa
Discurso: Dinosaurios en Tiempos Difíciles (1996)
Por muchas razones, me conmueve recibir este Premio de la Paz que conceden los libreros y editores alemanes: la significación que tiene en el ámbito cultural, los distinguidos intelectuales que lo han merecido y a los que ahora me vincula, el reconocimiento que implica de una vida dedicada a la literatura.
Pero, la razón principal, en mi caso, es su terco anacronismo, su empeño en entender el trabajo literario como una responsabilidad que no se agota en lo artístico y está indispensablemente ligada a una preocupación moral y una acción cívica. Con esta idea de la literatura nació mi vocación, ella ha animado hasta ahora todo lo que he escrito, y, por lo mismo, va haciendo de mí, como del optimista Friedenspreis, me temo, en estos tiempos de la virtual reality, un dinosaurio con pantalones y corbata, rodeado de computadoras. Ya sé que las estadísticas están de nuestro lado, que nunca se han publicado y vendido tantos libros como ahora y que, si el asunto pudiera confinarse en el terreno de los números, no habría nada que temer. El problema surge cuando, como lo haría un incorregible voyeur, no satisfechos con las confortables encuestas sobre impresiones y ventas de libros, que parecen garantizar la perennidad de la literatura, espiamos detrás de las vestiduras numéricas.
Lo que allí aparece es deprimente. En nuestros días se escriben y publican muchos libros, pero nadie a mi alrededor —o casi nadie, para no discriminar a los pobres dinosaurios— cree ya que la literatura sirva de gran cosa, salvo para no aburrirse demasiado en el autobús o en el metro, y para que, adaptadas al cine o a la televisión, las ficciones literarias —si son de marcianos, horror, vampirismo o crímenes sadomasoquistas, mejor— se vuelvan televisivas o cinematográficas. Para sobrevivir, la literatura se ha tornado light —noción que es un error traducir por ligera, pues, en verdad, quiere decir irresponsable y, a menudo, idiota—. Por eso, distinguidos críticos, como George Steiner, creen que la literatura ya ha muerto, y excelentes novelistas, como V. S. Naipaul, proclaman que no volverán a escribir una novela pues el género novelesco ahora les da asco.
En este contexto de pesimismo creciente sobre los poderes de la literatura para ayudar a los lectores a entender mejor la complejidad humana, mantenerse lúcidos sobre las deficiencias de la vida, alertas ante la realidad histórica circundante e indóciles a la manipulación de la verdad por parte de los poderes constituidos (para eso se creía que servía la literatura, además de entretener, cuando yo comencé a escribir), resulta casi alentador volver la vista hacia la pandilla de gánsteres que gobierna Nigeria y que asesinó a Ken Saro-Wiwa, los perseguidores de Taslima Nasrin en Blangladesh, los ulemas iraníes que dictaron la fatwa condenando a muerte a Salman Rushdie, los integristas islámicos que han degollado decenas de periodistas, poetas y dramaturgos en Argelia, los que, en El Cairo, clavaron la daga que estuvo a punto de acabar con la vida de Naguib Mahfuz, y hacia regímenes como los de Corea del Norte, Cuba, China, Vietnam, Birmania y tantos otros, con sus sistemas de censura y sus escritores encarcelados o exiliados. No deja de ser una instructiva paradoja que, en tanto que en los países considerados más cultos, que son también los más libres y democráticos, la literatura se va convirtiendo, según una concepción generalizada, en un entretenimiento intrascendente. En aquellos donde la libertad es recortada y donde los derechos humanos son afrentados a diario, se considere a la literatura peligrosa, diseminadora de ideas subversivas y germen de insatisfacción y rebeldía. A los dramaturgos, novelistas y poetas de los países cultos y libres que se desencantan de su oficio por la frivolización en que les parece estar sucumbiendo, o que lo creen ya derrotado por la cultura audiovisual, les conviene echar una mirada hacia esa vastísima zona del mundo que aún no es culta ni libre, para levantarse la moral. Allí, la literatura no debe de estar muerta, ni ser del todo inútil, ni la poesía y la novela y el teatro inocuos, cuando los déspotas, tiranuelos y fanáticos les tienen tanto miedo y les rinden el homenaje de censurarlos y de amordazar o aniquilar a sus autores.
Me apresuro a añadir que, aunque creo que la literatura debe comprometerse con los problemas de su tiempo y el escritor escribir con la convicción de que escribiendo puede ayudar a los demás a ser más libres, sensibles y lúcidos, estoy lejos de sostener que «el compromiso cívico y moral del intelectual garantice el acierto, la defensa de la mejor opción, la que contribuye a atajar la violencia, reducir la injusticia y hacer avanzar la libertad». Me he equivocado demasiadas veces y he visto a muchos escritores que admiré y tuve por directores de conciencia equivocarse también y, a veces, poner su talento al servicio de la mentira ideológica y el crimen de Estado, para hacerme ilusiones. Pero, sí creo con firmeza que, sin renunciar a entretener, la literatura debe hundirse hasta el cuello en la vida de la calle, en la experiencia común, en la historia haciéndose, como lo hizo en sus mejores momentos, porque, de este modo, sin arrogancia, sin pretender la omnisciencia, asumiendo el riesgo del error, el escritor puede prestar un servicio a sus contemporáneos y salvar a su oficio de la delicuescencia en que a ratos parece estar cayendo.
Si se trata sólo de entretener, de hacer pasar al ser humano un rato agradable, sumido en la irrealidad, emancipado de la sordidez cotidiana, el infierno doméstico o la angustia económica, en una relajada indolencia espiritual, las ficciones de la literatura no pueden competir con las que suministran las pantallas, grandes o chicas. Las ilusiones fraguadas con la palabra exigen una activa participación del lector, un esfuerzo de imaginación y, a veces, tratándose de literatura moderna, complicadas operaciones de memoria, asociación y creación, algo de lo que las imágenes del cine y la televisión dispensan a los espectadores. Y éstos, en parte a causa de ello, se vuelven cada día más perezosos, más alérgicos a un entretenimiento que los exija intelectualmente. Digo esto sin el menor ánimo beligerante contra los medios audiovisuales y desde mi confesable condición de adicto al cine —veo dos o tres películas por semana—, que también disfruta con un buen programa de televisión (esa rareza). Pero, por eso mismo, con el conocimiento de causa necesario para afirmar que todas las buenas películas que he visto en mi vida, y que me divirtieron tanto, no me ayudaron ni remotamente a entender el laberinto de la psicología humana como las novelas de Dostoyevski, o los mecanismos de la vida social como La guerra y la paz de Tolstói, o los abismos de miseria y las cimas de grandeza que pueden coexistir en el ser humano como me lo enseñaron las sagas literarias de un Thomas Mann, un Faulkner, un Kafka, un Joyce o un Proust. Las ficciones de las pantallas son intensas por su inmediatez y efímeras por sus resultados; nos apresan y nos excarcelan casi de inmediato; de las literarias, somos prisioneros de por vida. Decir que los libros de aquellos autores entretienen, sería injuriarlos, porque, aunque es imposible no leerlos en estado de trance, lo importante de las buenas lecturas es siempre posterior a la lectura, un efecto que deflagra en la memoria y en el tiempo. Está ocurriendo todavía en mí, porque, sin ellas, para bien o para mal, no sería como soy, ni creería en lo que creo, ni tendría las dudas y las certezas que me hacen vivir. Esos libros me cambiaron, me modelaron, me hicieron. Y aún me siguen cambiando y haciendo, incesantemente, al ritmo de una vida con la que voy cotejándolos. En ellos aprendí que el mundo está mal hecho y que estará siempre mal hecho —lo que no significa que no debamos hacer lo posible para que no sea todavía peor de lo que es—, que somos inferiores a lo que soñamos y vivimos en la ficción, y que hay una condición que compartimos, en la comedia humana de la que somos actores, que, en nuestra diversidad de culturas, razas y creencias, hace de nosotros iguales y debería hacer, también, solidarios y fraternos. Que no sea así, que a pesar de compartir tantas cosas con nuestros semejantes, todavía proliferen los prejuicios raciales, religiosos, la aberración de los nacionalismos, la intolerancia y el terrorismo, es algo que puedo entender mucho mejor gracias a aquellos libros que me tuvieron desvelado y en ascuas mientras los leía, porque nada aguza mejor nuestro olfato ni nos hace tan sensibles para detectar las raíces de la crueldad, la maldad y la violencia que puede desencadenar el ser humano, como la buena literatura.
Por dos razones, me parece posible afirmar que, si la literatura no sigue asumiendo esta función en el presente como lo hizo en el pasado —renunciando a ser light, volviendo a «comprometerse», tratando de abrir los ojos de la gente, a través de la palabra y la fantasía, sobre la realidad que nos rodea—, será más difícil contener la erupción de guerras, matanzas, genocidios, enfrentamientos étnicos, luchas religiosas, desplazamientos de refugiados y acciones terroristas que se ha declarado y amenaza con proliferar, haciendo trizas las ilusiones de un mundo pacífico, conviviendo en democracia, que la caída del Muro de Berlín hizo concebir. No ha sido así. El descalabro de la utopía colectivista significó un paso adelante, desde luego, pero no ha traído ese consenso universal sobre la vida en democracia que vislumbró Francis Fukuyama; más bien, una confusión y complicación de la realidad histórica para entender la cual no sería inútil recurrir a los dédalos literarios que idearon Faulkner al referir la saga de Yoknapatawpha y Hermann Hesse el juego de abalorios. Pues la historia se nos ha vuelto tan desconcertante y escurridiza como un cuento fantástico de Jorge Luis Borges.
La primera es la urgencia de una movilización de las conciencias que exija acciones resueltas de los gobiernos democráticos en favor de la paz, donde ésta se quiebre y amenace con provocar cataclismos, como en Bosnia, Chechenia, Afganistán, el Líbano, Somalia, Ruanda, Liberia y tantos otros lugares en los que, ahora mismo, se tortura, mata o se renuevan los arsenales para futuras matanzas. La parálisis con que la Unión Europea asistió a una tragedia ocurrida en sus puertas, los Balcanes —doscientos mil muertos y operaciones de limpieza étnica que, por lo demás, acaban de ser legitimadas en las recientes elecciones que han confirmado en el poder a los partidos más nacionalistas—, es una prueba dramática de la necesidad de despertar esas conciencias aletargadas en la complacencia o la indiferencia, y sacar a las sociedades democráticas del marasmo cívico, que ha sido, para ellas, una de las inesperadas consecuencias del desplome del comunismo.
Los espantosos crímenes cometidos por el fanatismo nacionalista y racista en ese polvorín, apaciguado pero no desactivado del todo, de la ex Yugoslavia, que hubieran podido ser evitados con una acción oportuna de los países occidentales, ¿no demuestran la necesidad de una vigorosa iniciativa en el campo de las ideas y de la moral pública que informe al ciudadano de lo que está en juego y lo haga sentirse responsable? Los escritores pueden contribuir a esta tarea, como lo hicieron en el pasado, tantas veces, cuando todavía creían que la literatura no sólo servía para entretener, también para preocupar, alarmar e inducir a actuar por una buena causa. La supervivencia de la especie y de la cultura son una buena causa. Abrir los ojos, contagiar la indignación por la injusticia y el crimen, y el entusiasmo por ciertos ideales, probar que hay sitio para la esperanza en las circunstancias más difíciles, es algo que la literatura ha sabido hacer, aunque, a veces, haya equivocado sus blancos y defendido lo indefendible.
La segunda razón es que la palabra escrita tiene, hoy, cuando muchos piensan que las imágenes y las pantallas la van volviendo obsoleta, posibilidades de calar más hondo en el análisis de los problemas, de llegar más lejos en la descripción de la realidad social, política y moral, y, en una palabra, de decir la verdad, que los medios audiovisuales. Éstos se hallan condenados a pasar sobre la superficie de las cosas y mucho más mediatizados que los libros en lo que concierne a la libertad de expresión y de creación. Ésta me parece una realidad lamentable, pero incontrovertible: las imágenes de las pantallas divierten más, entretienen mejor, pero son siempre parcas, a menudo insuficientes y muchas veces ineptas para decir, en el complejo ámbito de la experiencia individual e histórica, aquello que se exige en los tribunales a los testigos: «la verdad y toda la verdad». Y su capacidad crítica es por ello muy escasa.
Quiero detenerme un momento sobre esto, que puede parecer un contrasentido. El avance de la tecnología de las comunicaciones han volatilizado las fronteras e instalado la aldea global, donde todos somos, por fin, contemporáneos de la actualidad, seres intercomunicados.
Debemos felicitarnos por ello, desde luego. Las posibilidades de la información, de saber lo que pasa, de vivirlo en imágenes, de estar en medio de la noticia, gracias a la revolución audiovisual han ido más lejos de lo que pudieron sospechar los grandes anticipadores del futuro, un Jules Verne o un H. G. Wells. Y, sin embargo, aunque muy informados, estamos más desconectados y distanciados que antes de lo que ocurre en el mundo. No «distanciados» a la manera en que Bertolt Brecht quería que lo estuviera el espectador: para educar su razón y hacerlo tomar conciencia moral y política, para que supiera diferenciar lo que veía en el escenario de lo que sucede en la calle. No. La fantástica acuidad y versatilidad con que la información nos traslada hoy a los escenarios de la acción en los cinco continentes, ha conseguido convertir al televidente en un mero espectador, y, al mundo, en un vasto teatro, o, mejor, en una película, en un reality show enormemente entretenido, donde a veces nos invaden los marcianos, se revelan las intimidades picantes de las personas y, a veces, se descubren las tumbas colectivas de los bosnios sacrificados de Srebrenica, los mutilados de la guerra de Afganistán, caen cohetes sobre Bagdad o lucen sus esqueletos y sus ojos agónicos los niños de Ruanda. La información audiovisual, fugaz, transeúnte, llamativa, superficial, nos hace ver la historia como ficción, distanciándonos de ella mediante el ocultamiento de las causas, engranajes, contextos y desarrollos de esos sucesos que nos presenta de modo tan vívido. Ésa es una manera de hacernos sentir tan impotentes para cambiar lo que desfila ante nuestros ojos en la pantalla como cuando vemos una película. Ella nos condena a esa pasiva receptividad, atonía moral y anomia psicológica en que suelen ponernos las ficciones o los programas de consumo masivo cuyo único propósito es entretener.
Es un estado perfectamente lícito, desde luego, y que tiene sus encantos: a todos nos gusta evadirnos de la realidad objetiva en brazos de la fantasía; ésa ha sido, también, desde el principio, una de las funciones de la literatura. Pero irrealizar el presente, mudar en ficción la historia real, desmoviliza al ciudadano, lo hace sentir eximido de responsabilidad cívica, creer que está fuera de su alcance intervenir en una historia cuyo guión se halla ya escrito, interpretado y filmado de modo irreversible. Por este camino podemos deslizarnos hacia un mundo sin ciudadanos, de espectadores, un mundo que, aunque tenga las formas democráticas, habrá llegado a ser aquella sociedad letárgica, de hombres y mujeres resignados, que todas las dictaduras aspiran a implantar.
Además de convertir la información en ficción en razón de la naturaleza de su lenguaje y de las limitaciones de tiempo de que dispone, el margen de libertad de que disfruta la creación audiovisual está constreñido por el altísimo costo de su producción. Ésta es una realidad no premeditada, pero determinante, pues gravita como una coacción sobre el realizador a la hora de elegir un tema y concebir la manera de narrarlo. La búsqueda del éxito inmediato no es en su caso una coquetería, una vanidad, una ambición; es el requisito sin el cual no puede hacer (o volver a hacer) una película. Pero el tenaz conformismo que suele ser la norma del producto audiovisual típico no se debe sólo a esta necesidad de conquistar un gran público, apuntando a lo más bajo, para recuperar los elevados presupuestos; también, a que, por tratarse de géneros de masas, con repercusión inmediata en vastos sectores, la televisión y, luego, el cine, son los medios más controlados por los poderes, aun en los países más abiertos. No explícitamente censurados, aunque, en algunos casos, sí; más bien, vigilados, aconsejados, disuadidos, mediante leyes, reglamentos o presiones políticas y económicas, de abordar los temas más conflictivos o de abordarlos de modo conflictivo. En otras palabras, inducidos a ser exclusivamente entretenidos.
Este contexto ha generado para la palabra escrita y su principal exponente, la literatura, una situación de privilegio. La oportunidad, casi diría la obligación, ya que ella sí lo puede, de ser problemática, «peligrosa», como creen que lo es los dictadores y los fanáticos, agitadora de conciencias, inconforme, preocupante, crítica, empeñada, según el refrán español, en buscarle tres pies al gato a sabiendas de que tiene cuatro. Hay un vacío que llenar y los medios audiovisuales no están en condiciones ni permitidos de hacerlo a cabalidad. Ese trabajo debe hacerse, si no queremos que el más preciado bien de que gozamos —las minorías que gozamos de él—, la cultura de la libertad, la democracia política, se deteriore y sucumba, por dimisión de sus beneficiarios.
La libertad es un bien precioso, pero no está garantizada, a ningún país, a ninguna persona, que no sepan asumirla, ejercitarla y defenderla.
La literatura, que respira y vive gracias a ella, que sin ella se asfixia, puede hacer comprender que la libertad no es un don del cielo sino una elección, una convicción, una práctica y unas ideas que deben enriquecerse y ponerse a prueba todo el tiempo. Y, también, que la democracia es la mejor defensa que se ha inventado contra la guerra, como postuló Kant, algo que es hoy todavía más verdadero que cuando el filósofo lo escribió, pues casi todas las guerras en el mundo desde hace por lo menos un siglo han tenido lugar entre dictaduras, o sido desatadas por regímenes autoritarios y totalitarios contra democracias, en tanto que casi no se da el caso —las excepciones hay que buscarlas como aguja en un pajar— de guerras que enfrenten a dos países democráticos. La lección es clarísima. La mejor manera que tienen los países libres de lograr un planeta pacificado es promoviendo la cultura democrática. En otras palabras, combatiendo a los regímenes despóticos cuya sola existencia es amenaza de conflicto bélico, cuando no de promoción y financiación del terrorismo internacional. Por eso, hago mía la llamada de Wole Soyinka para que los gobiernos del mundo desarrollado apliquen sanciones económicas y diplomáticas a los gobiernos tiránicos, que violan los derechos humanos, en vez de ampararlos o mirar al otro lado cuando perpetran sus crímenes, con la excusa de que así aseguran las inversiones y la expansión de sus empresas. Esa política es inmoral y también impráctica, a mediano plazo. Porque la seguridad que ofrecen regímenes que asesinan a sus disidentes, como el del general Abacha, en Nigeria, o la China que esclaviza el Tíbet, o la satrapía castrense de Birmania, o el Gulag tropical cubano, es precaria y puede desintegrarse en la anarquía o la violencia, como ocurrió con la Unión Soviética. La mejor garantía para el comercio, la inversión y el orden económico internacional es la expansión de la legalidad y la libertad por todo el mundo. Hay quienes dicen que las sanciones son ineficaces para impulsar la democracia. ¿Acaso no sirvieron en África del Sur, en Chile, en Haití, para acelerar el desplome de la dictadura?
Que el escritor «se comprometa» no puede querer decir que renuncie a la aventura de la imaginación, ni a los experimentos del lenguaje, ni a ninguna de las búsquedas, audacias y riesgos que hacen estimulante el trabajo intelectual, ni que riña con la risa, la sonrisa o el juego porque considera incompatible con la responsabilidad cívica el deber de entretener. Divertir, hechizar, deslumbrar, lo han hecho siempre los grandes poemas, dramas, novelas y ensayos. No hay idea, personaje o anécdota de la literatura que viva y dure si no sale, como el conejo del sombrero de copa del ilusionista, de hechiceros pases mágicos. No se trata de eso.
Se trata de aceptar el desafío que este fin del milenio nos lanza a todos, y del que no podemos excluirnos las mujeres y los hombres dedicados al quehacer cultural: ¿vamos a sobrevivir? La caída del simbólico Muro de Berlín no ha vuelto inútil la pregunta. La ha reformulado, añadiéndole incógnitas. Antes, conjeturábamos si estallaría la gran confrontación incubada por la guerra fría y si el mundo se consumiría en el holocausto de un solo conflicto entre el Este y el Oeste. Ahora, se trata de saber si la muerte de la civilización será más lenta y descentralizada, resultado de una sucesión de múltiples conflagraciones regionales y nacionales suscitadas por razones ideológicas, religiosas, étnicas y la cruda ambición de poder. Las armas están allí y siguen fabricándose. Atómicas y convencionales, sobran para desaparecer varios planetas, además de esta pequeña estrella sin luz propia que nos tocó. La tecnología de la destrucción sigue su progreso vertiginoso y hasta se abarata. Hoy, una organización terrorista de pocos miembros y moderados recursos, dispone de un instrumental destructivo más poderoso que aquellos con que contaron los más eficientes devastadores, como Atila o Genghis Khan. Éste no es un problema de las pantallas, grandes o chicas. Es nuestro problema. Y si todos, incluidos los que escribimos, no le encontramos solución, puede ocurrir que, como en una amena película, los monstruos bélicos se escapen de su recinto de celuloide y hagan volar la casa en que nos creíamos a salvo.
En sus años de exilio en Francia, cuando Europa entera iba cayendo bajo el avance de los ejércitos nazis, que parecían irresistibles, un hombre de pluma nacido en Berlín, Walter Benjamin, estudiaba afanoso la poesía de Charles Baudelaire. Escribía sobre él un libro, que nunca terminó, del que dejó unos capítulos que hoy leemos con la fascinación que nos producen los más fecundos ensayos. ¿Por qué Baudelaire? ¿Por qué ese tema, en aquel sombrío momento? Leyéndolo, descubrimos que en Les Fleurs du Mal había respuestas a inquietantes interrogaciones que planteaba, para la vida del espíritu y del intelecto, el desarrollo de una cultura urbana, la situación del individuo y sus fantasmas en una sociedad masificada y despersonalizada por el crecimiento industrial, la orientación que en esa nueva sociedad adoptarían la literatura, el arte, el sueño y los deseos humanos. La imagen de Walter Benjamin inclinado sobre Baudelaire mientras se cerraba en torno a su persona el cerco que terminaría por ahogarlo, es tan conmovedora como la del filósofo Karl Popper, quien, por esos mismos años, en su exilio en el otro lado del mundo, Nueva Zelanda, se ponía a aprender griego clásico y estudiar a Platón, como —son sus palabras— su contribución personal a la lucha contra el totalitarismo. Así nacería ese libro capital, La sociedad abierta y sus enemigos.
Benjamin y Popper, el marxista y el liberal, heterodoxos y originales dentro de las grandes corrientes de pensamiento que renovaron e impulsaron, son dos ejemplos de cómo escribiendo se puede resistir la adversidad, actuar, influir en la historia. Modelos de escritores comprometidos, los cito, para terminar, como evidencias de que, por más que el aire se enrarezca y la vida no les resulte propicia, los dinosaurios pueden arreglárselas para sobrevivir y ser útiles en los tiempos difíciles.
París, 18 de septiembre de 1996, leído en Frankfurt el 6 de octubre de 1996.
El día que publicábamos esto en Conectorium (12/08/22), Salman Rushdie era atacado y apuñalado en un pueblito del estado de Nueva York:
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