Marco Aurelio: Meditaciones, libro 9
Otro viernes, otro libro de Marco Aurelio. Nos toca esta vez el noveno. ¿Con qué trippea el emperador en este momento de su vida? Dos temas sobresalen:
El primero es sobre las injusticias, los pecados, y los fallos propios y de los demás. Peca el que es injusto, dice; también el que miente. También el que reniega de los dioses porque espera que la vida sea de otro modo y que se acomode a sus deseos. Peca el que no hace bien, y el bien es hacer lo que quiere la naturaleza. En la Naturaleza –y en este libro podemos ver bastante de su metafísica— todo está conectado, y lo que se quiere es el bien común. El que atente contra esto, peca. Y a veces comete injusticias también el que no hace nada.
Pero, vos no tenés que enojarte con los que pecan. Vos tenés que indagar, “penetrar” en el “guía interior” de las personas, darte cuenta de su esencia, y saber quiénes son más propensos a pecar. Si alguien comete una injusticia, y se esperaba que cometa una injusticia, el que falla sos vos por no prepararte de antemano, por sorprenderte. Incluso, dice el emperador filósofo, por no enseñarle a no hacer eso. El mundo está lleno de descarriados: “¿Puede realmente dejar de haber desvergonzados en el mundo? No es posible.” Es tu tarea aceptar que existen, prepararte para vivir con ellos y, si podés, ayudarlos a recuperar el rumbo.
Lógicamente, para darte cuenta de esto, tenés que cambiar tu forma de ver las cosas, tenés que cambiar tu percepción. Y eso también nos recuerda Marco Aurelio. Cambiá tus rezos, y vas a ver resultados. No pidás que se te conceda un deseo, sino pedí no desear. “No pidás imposibles”; no pidás cambiar la naturaleza.
Y no te sintás ofendido, porque las opiniones y los pecados ajenos están fuera de tu alcance. Cambiá tu forma de ver las cosas, y te vas a sentir mejor. Y siempre que no sea así, y siempre que pequés vos mismo, recurrí a tu guía interior, refugiate en vos mismo, meditá, reflexioná: ahí se encuentra la calma y el camino a la sabiduría.
El otro tema recurrente es la presencia de su ideal metafísico, su “todo está conectado”. Y como todo tiene que ver con todo, la muerte no es mala, sólo una parte de la transformación. Todo es transformación, y la vida efímera, y no hay que perderla en pequeñeces, no hay que preocuparse por nimiedades (sobre todo por la fama, que pasa pronto).
Te dejo con el noveno capítulo de las Meditaciones. Como es costumbre en esta serie, en la traducción al español de Ramón Bach Pellicer (1977), traída al voseo latinoamericano en esta casa.
Autor: Marco Aurelio
Libro: Meditaciones (años 170-180)
Libro 9
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El que comete injusticias es impío. Porque dado que la naturaleza del conjunto universal ha constituido los seres racionales para ayudarse los unos a los otros, de suerte que se favoreciesen unos a los otros, según su mérito, sin que en ningún caso se perjudicasen, el que transgrede esta voluntad comete, evidentemente, una impiedad contra la más excelsa de las divinidades. También el que miente es impío con la misma divinidad. Pues la naturaleza del conjunto universal es naturaleza de las cosas que son, y éstas están vinculadas con todas las cosas existentes. Más todavía, esta divinidad recibe el nombre de Verdad y es la causa primera de todas las verdades. En consecuencia, el hombre que miente voluntariamente es impío, en cuanto que al engañar comete injusticia. También es impío el que miente involuntariamente, en cuanto está en discordancia con la naturaleza del conjunto universal y en cuanto es indisciplinado al enfrentarse con la naturaleza del mundo. Porque combate a ésta el que se comporta de modo contrario a la verdad, a pesar suyo. Pues había obtenido de la naturaleza recursos, que desatendió, y ahora no es capaz de discernir lo falso de lo verdadero. Y ciertamente es impío también el que persigue los placeres como si de bienes se tratara, y, en cambio, evita las fatigas como si fueran males. Porque es inevitable que el hombre tal recrimine reiteradamente a la naturaleza común en la convicción de que ésta hace una distribución no acorde con los méritos, dado que muchas veces los malos viven entre placeres y poseen aquellos medios que se los proporcionan, mientras que los buenos caen en el pesar y en aquello que lo origina. Más aún, el que teme los pesares temerá algún día algo de lo que acontecerá en el mundo, y eso es ya impiedad. Y el que persigue los placeres no se abstendrá de cometer injusticias; y eso sí que es claramente impiedad. Conviene también, en relación con las cosas en que la naturaleza común es indiferente (pues no habría creado ambas cosas, si no hubiese sido indiferente respecto a las dos) que respecto a éstas los que quieren seguir la naturaleza se comporten indiferentemente viviendo de acuerdo con ella. Por consiguiente, está claro que comete una impiedad todo el que no permanece indiferente respecto al pesar y al placer, a la fama y a la infamia, cosas que usa indistintamente la naturaleza del conjunto universal. Y afirmo que la naturaleza común usa indistintamente estas cosas en vez de acontecer éstas por mero azar, según la sucesión de lo que acontece; y sobrevienen debido a un primer impulso de la Providencia, según la cual, desde un principio, emprendió esta organización actual del mundo mediante la combinación de ciertas razones de las cosas futuras y señalando las potencias generatrices de las sustancias, las transformaciones y sucesiones de esta índole.
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Propio de un hombre bastante agraciado sería salir de entre los hombres sin haber gustado la falacia, y todo tipo de hipocresía, molicie y orgullo. Pero expirar, una vez saciado de estos vicios, sería una segunda tentativa para navegar.[1] ¿Continuás prefiriendo estar asentado en el vicio y todavía no te incita la experiencia a huir de tal peste? Pues la destrucción de la inteligencia es una peste mucho mayor que una infección y alteración semejante de este aire que está esparcido en torno nuestro. Porque esta peste es propia de los seres vivos, porque son animales; pero aquélla es propia de los hombres, porque son hombres.
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No desdeñés la muerte; antes bien, acogela gustosamente, en la convicción de que ésta también es una de las cosas que la naturaleza quiere. Porque cual es la juventud, la vejez, el crecimiento, la plenitud de la vida, el salir los dientes, la barba, las canas, la fecundación, la preñez, el alumbramiento y las demás actividades naturales que llevan las estaciones de la vida, tal es también tu propia disolución. Por consiguiente, es propio de un hombre dotado de razón comportarse ante la muerte no con hostilidad, ni con vehemencia, ni con orgullo, sino aguardarla como una más de las actividades naturales. Y, al igual que vos aguardas el momento en que salga del vientre de tu mujer el recién nacido, así también aguardá la hora en que tu alma se desprenderá de esa envoltura. Y si también querés una regla vulgar, que cale en tu corazón, sobre todo te pondrá en buena disposición ante la muerte la consideración relativa a aquellos objetos de los cuales vas a separarte y con cuyas costumbres tu alma ya no estará mezclada. Porque en absoluto es preciso chocar con ellos, sino preocuparse de ellos y soportarlos con dulzura; recordá, sin embargo, que te verás libre de unos hombres que no tienen los mismos principios que vos. Porque tan sólo esto, si es que se da, podría arrastrarte y retenerte en la vida, a saber, que se te permitiera convivir con los que conservan los mismos principios que vos. Pero ahora estás viendo cuánto malestar se da en la discordia de la vida en común, hasta el punto de que podés decir: «¡Ojalá llegaras cuanto antes, oh muerte, no vaya a ser que también yo me olvide de mí mismo!»
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El que peca, peca contra sí mismo; el que comete una injusticia, contra sí la comete, y a sí mismo se daña.
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Muchas veces comete injusticia el que nada hace, no sólo el que hace algo.
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Es suficiente la opinión presente que capta lo real, la acción presente útil a la comunidad y la presente disposición capaz de complacer a todo lo que acontece procedente de una causa exterior.
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Borrar la imaginación, contener el instinto, apagar el deseo, conservar en vos el guía interior.
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Una sola alma ha sido distribuida entre los animales irracionales, un alma inteligente ha sido dividida entre los seres racionales, igualmente una es la tierra de todos los seres terrestres y con una sola luz vemos y uno es el aire que respiramos todos cuantos estamos dotados de vista y de vida.
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Cuantos seres participan de algo en común, tienden afanosamente a lo que es de su mismo género. Todo lo terrestre se inclina hacia la tierra, todo lo que es acuoso confluye, de igual modo lo aéreo, hasta el punto de que se necesitan obstáculos y violencia. El fuego tiende hacia lo alto debido al fuego elemental, y está hasta tal extremo dispuesto a prender con todo fuego de aquí, que toda materia, aunque esté bien poco seca, es fácilmente inflamable por el hecho de estar menos mezclada con lo que impide su ignición. Y consecuentemente, todo lo que participa de la naturaleza intelectiva tiende con afán hacia su semejante de igual manera o incluso más. Porque, cuanto más aventajado es un ser respecto a los demás, tanto más dispuesto se halla a mezclarse y confundirse con su semejante. Por ejemplo, al punto se descubren entre los seres irracionales enjambres, rebaños, crías recién nacidas, y algo parecido a relaciones amorosas; porque también aquí hay almas, y la trabazón se encuentra más extendida en los seres superiores, cosa que no ocurre, ni en las plantas, ni en las piedras, o en los troncos. Y entre los seres racionales se encuentran constituciones, amistades, familias, reuniones y, en las guerras, alianzas y treguas. Y en los seres todavía superiores, incluso en cierto modo separados, subsiste una unidad, como entre los astros. De igual modo, la progresión hacia lo superior puede producir simpatía, incluso entre seres distanciados. Observá, pues, lo que ocurre ahora: únicamente los seres dotados de inteligencia han olvidado ahora el afán y la inclinación mutua, y tan sólo aquí no se contempla esa confluencia. Pero a pesar de sus intentos de huida, son reagrupados, porque prevalece la naturaleza.[2] Y comprenderás lo que digo si estás a la expectativa. Se encontraría más rápidamente un objeto terrestre sin conexión alguna con un objeto terrestre que un hombre separado del hombre.
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Produce su fruto el hombre, Dios y el mundo; cada uno lo produce en su propia estación. Pero si habitualmente el término en sentido propio se ha usado aplicado a la vid y plantas análogas, no tiene importancia. La razón tiene también un fruto común y particular, y del mismo fruto nacen otros semejantes como la propia razón.
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Si podés, dale otra enseñanza; pero si no, recordá que se te ha concedido la benevolencia para este fin. También los dioses son benévolos con las personas de estas características. Y en ciertas facetas colaboran con ellos para conseguir la salud, la riqueza, la fama. ¡Hasta tal extremo llega su bondad! También vos tenés esta posibilidad; o decime, ¿quién te lo impide?
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Esforzate no como un desventurado ni como quien quiere ser compadecido o admirado; antes bien, sea tu único deseo ponerte en movimiento y detenerte como lo estima justo la razón de la ciudad.
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Hoy me he librado de toda circunstancia difícil, mejor dicho, eché fuera de mí todo engorro, porque éste no estaba fuera de mí, sino dentro, en mis opiniones.
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Todo es lo mismo; habitual por la experiencia, efímero por el tiempo y ruin por su materia. Todo ahora acontece como en tiempo de aquellos a quienes ya sepultamos.
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Las cosas permanecen estáticas fuera de las puertas, ensimismadas, sin saber ni manifestar nada acerca de sí mismas. ¿Qué, pues, hace afirmaciones acerca de ellas? El guía interior.
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No radica el mal y el bien en el sufrimiento, sino en la actividad del ser racional y social, como tampoco su excelencia y su defecto están en el sufrimiento, sino en la acción.
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A la piedra arrojada hacia lo alto, ni la perjudica el descenso ni tampoco el ascenso.
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Penetrá en su guía interior, y verás qué jueces temés, qué clase de jueces son respecto a sí mismos.
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Todo está en transformación; vos también estás en continua alteración y, en cierto modo, destrucción, e igualmente el mundo entero.
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Es preciso dejar allí el fallo ajeno.
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La suspensión de una actividad, el reposo y algo así como la muerte de un instinto, de una opinión, no son ningún mal. Pasá ahora a las edades, por ejemplo, la niñez, la adolescencia, la juventud, la vejez; porque también todo cambio de éstas es una muerte. ¿Acaso es terrible? Pasá ahora a la etapa de tu vida que pasaste sometido a tu abuelo, luego bajo la autoridad de tu madre y a continuación bajo la autoridad de tu padre.[3] Y al encontrarte con otras muchas destrucciones, cambios e interrupciones, hacete esta pregunta: ¿Acaso es terrible? Así, pues, tampoco lo es el cese de tu vida entera, el reposo y el cambio.
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Corré al encuentro de tu guía interior, del guía del conjunto universal y del de éste. Del tuyo, para que hagás de él una justa inteligencia; del que corresponde al conjunto universal, para que recordés de quién formás parte; del de éste, para que sepás si existe ignorancia o reflexión en él, y, al mismo tiempo, considerés que es tu pariente.
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Al igual que vos mismo sos un miembro complementario del sistema social, así también toda tu actividad sea complemento de la vida social. Por consiguiente, toda actividad tuya que no se relacione, de cerca o de lejos, con el fin común, trastorna la vida y no permite que exista unidad, y es revolucionaria, de igual modo que en el pueblo el que retira su aportación personal a la armonía común.
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Enfados y juegos de niños, «frágiles almas que transportan cadáveres»,[4] como para que más claramente pueda impresionarnos lo de «la evocación de los muertos».[5]
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Andate en busca de la cualidad del agente y contemplalo separado de la materia; luego, delimitá también el tiempo máximo, que es natural que subsista el objeto individual.
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Has soportado infinidad de males por no haberte resignado a que tu guía interior desempeñara la misión por la que ha sido constituido. Pero ya basta.
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Siempre que otro te vitupere, odie, o que otros profieran palabras semejantes, penetrá en sus pobres almas, adentrate en ellas y observá qué clase de gente son. Vas a ver que no debés angustiarte por lo que esos piensen de vos. Sin embargo, hay que ser benevolente con ellos, porque son, por naturaleza, tus amigos. E incluso los dioses les dan ayuda total, por medio de sueños, oráculos, para que, a pesar de todo, consigan aquellas cosas que motivan en ellos desavenencias.
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Éstas son las rotaciones del mundo, de arriba a abajo, de siglo en siglo. Y, o bien la inteligencia del conjunto universal impulsa a cada uno, hecho que, si se da, debés acoger en su impulso; o bien de una sola vez dio el impulso, y lo restante se sigue, por consecuencia... Pues, en cierto modo, son átomos o cosas indivisibles.[6] Y, en suma, si hay Dios, todo va bien; si todo discurre por azar, no te dejés llevar también vos al azar. Pronto nos cubrirá a todos nosotros la tierra, luego también ella se transformará y aquellas cosas se transformarán hasta el infinito y así sucesivamente. Con que si se toma en consideración el oleaje de las transformaciones y alteraciones y su rapidez, se menospreciará todo lo mortal.
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La causa del conjunto universal es un torrente impetuoso. Todo lo arrastra. ¡Cuán vulgares son esos hombrecitos que se dedican a los asuntos ciudadanos y, en su opinión, a la manera de filósofos! Llenos están de mocos. ¿Y entonces qué, buen amigo? Hacé lo que ahora reclama la naturaleza. Emprendé tu cometido, si se te permite, y no reparés en si alguien lo sabrá. No tengás esperanza en la constitución de Platón; antes bien, conformate, si progresás en el mínimo detalle, y pensá que este resultado no es una insignificancia. Porque, ¿quién cambiará sus convicciones? Y excluyendo el cambio de convicciones, ¿qué otra cosa existe sino esclavitud de gente que gime y que finge obedecer? Andá ahora y citame a Alejandro, Filipo y Demetrio Falereo.[7] Yo los seguiré si han comprendido cuál era el deseo de la naturaleza común y se han educado ellos mismos. Pero si representaron tragedias, nadie me ha condenado a imitarlos. Sencilla y respetable es la misión de la filosofía. No me induzcás a la vanidad.
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Contemplá desde arriba innumerables rebaños, infinidad de ritos y todo tipo de travesía marítima en medio de tempestades y bonanza, diversidad de seres que nacen, conviven y se van. Reflexioná también sobre la vida por otros vivida hace tiempo, sobre la que vivirán con posterioridad a vos y sobre la que actualmente viven en los pueblos extranjeros; y cuántos hombres ni siquiera conocen tu nombre y cuántos lo olvidarán rapidísimamente y cuántos, que tal vez ahora te elogian, muy pronto te vituperarán; y cómo ni el recuerdo ni la fama, ni, en suma, ninguna otra cosa merece ser mencionada.
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Imperturbabilidad con respecto a lo que acontece como resultado de una causa exterior y justicia en las cosas que se producen por una causa que de vos proviene. Es decir, instintos y acciones que desembocan en el mismo objetivo: obrar de acuerdo con el bien común, en la convicción de que esta tarea es acorde con tu naturaleza.
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Podés acabar con muchas cosas superfluas, que se encuentran todas ellas en tu imaginación. Y conseguirás desde este momento un inmenso y amplio campo para vos, abarcando con el pensamiento todo el mundo, reflexionando sobre el tiempo infinito y pensando en la rápida transformación de cada cosa en particular, cuán breve es el tiempo que separa el nacimiento de la disolución, cuán inmenso el período anterior al nacimiento y cuán ilimitado igualmente el período que seguirá a la disolución.
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Todo cuanto ves, muy pronto será destruido y los que han visto la destrucción dentro de muy poco serán también destruidos; y el que murió en la vejez extrema acabará igual que el que murió prematuramente.
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Cuáles son sus guías rectores y en qué se afanan y por qué razones aman y estiman. Acostumbrate a mirar sus pequeñas almas desnudas. Cuando piensan perjudicarte con vituperios o favorecerte celebrándote, ¡cuánta pretensión!
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La pérdida no es otra cosa que una transformación. Y en eso se regocija la naturaleza del conjunto universal; según ella, todo sucede desde la eternidad, sucedía de la misma forma y otro tanto sucederá hasta el infinito. ¿Por qué, pues, decís que todas las cosas se produjeron mal, que así seguirán siempre y que, entre tan gran número de dioses, ningún poder se ha encontrado nunca para corregir esos defectos, sino que el mundo está condenado a estar inmerso en males incesantes?
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La podredumbre de la materia que subyace en cada cosa es agua, polvo, huesecillos, suciedad. O de nuevo: los mármoles son callosidades de la tierra; sedimentos, el oro, la plata; el vestido, diminutos pelos; la púrpura, sangre, y otro tanto todo lo demás. También el hálito vital es algo semejante, y se transforma de esto en aquello.
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Basta de vida miserable, de murmuraciones, de astucias. ¿Por qué te turbás?, ¿qué novedad hay en eso?, ¿qué te pone fuera de vos? ¿La causa? Examinala. ¿La materia? Examinala. Fuera de eso nada existe. Más, a partir de ahora, sea tu relación con los dioses de una vez más sencilla y mejor. Lo mismo da haber indagado eso durante cien años que durante tres.[8]
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Si pecó, allí está su mal. Pero tal vez no pecó.
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O bien todo acontece como para un solo cuerpo procedente de una sola fuente intelectiva, y no es preciso que la parte se queje de lo que sucede en favor del conjunto universal; o bien sólo hay átomos y ninguna otra cosa sino confusión y dispersión. ¿Por qué, pues, te turbás? Decile a tu guía interior: «Has muerto, has sido destruido, te has convertido en bestia, interpretás un papel, formás parte de un rebaño, pastás.»
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O nada pueden los dioses o tienen poder. Si efectivamente no tienen poder, ¿por qué suplicás? Y si lo tienen, ¿por qué no les pedis precisamente que te concedan el no temer nada de eso, ni desear nada de eso, ni afligirte por ninguna de esas cosas, antes que pedirles que no sobrevenga o sobrevenga alguna de esas cosas? Porque, sin duda, si pueden colaborar con los hombres, también en eso pueden colaborar. Pero posiblemente dirás: «En mis manos los dioses depositaron esas cosas.» Entonces, ¿no es mejor usar lo que está en tus manos con libertad que disputar con esclavitud y torpeza con lo que no depende de vos? ¿Y quién te ha dicho que los dioses no cooperan tampoco en las cosas que dependen de nosotros? Empezá, pues, a suplicarles acerca de estas cosas, y vas a ver. Éste les pide: «¿Cómo conseguiré acostarme con aquélla?» Vos: «¿Cómo dejar de desear acostarme con aquélla?» Otro: «¿Cómo me puedo librar de ese individuo?» Vos: «¿Cómo no desear librarme de él?» Otro: «¿Cómo no perder mi hijito?» Vos: «¿Cómo no sentir miedo de perderlo?» En suma, cambiá tus súplicas en este sentido y observá los resultados.
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Epicuro dice:[9] «En el curso de mi enfermedad no tenía conversaciones acerca de mis sufrimientos corporales, ni con mis visitantes, añade, tenía charlas de este tipo, sino que seguía ocupándome de los principios relativos a asuntos naturales, y, además de eso, de ver cómo la inteligencia, si bien participa de las conmociones que afectan a la carne, sigue imperturbable atendiendo a su propio bien; tampoco daba a los médicos, afirma, oportunidad de pavonearse de su aportación, sino que mi vida discurría feliz y noblemente.» En consecuencia, procedé igual que él, en la enfermedad, si enfermás, y en cualquier otra circunstancia. Porque el no apartarse de la filosofía en cualquier circunstancia que sobrevenga, y el no chismorrear con el profano el estudioso de la naturaleza, es precepto común a toda escuela...[10] dedicarse únicamente a lo que ahora se está haciendo y al instrumento gracias al cual actúa.
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Siempre que tropecés con la desvergüenza de alguien, de inmediato preguntate: «¿Puede realmente dejar de haber desvergonzados en el mundo?» No es posible. No pidás, pues, imposibles, porque ése es uno de aquellos desvergonzados que necesariamente debe existir en el mundo. Tené a mano también esta consideración respecto a un malvado, a una persona desleal y respecto a todo tipo de delincuente. Pues, en el preciso momento que recordés que la estirpe de gente así es imposible que no exista, serás más benévolo con cada uno en particular. Muy útil es también pensar en seguida qué virtud concedió la naturaleza al hombre para remediar esos fallos. Porque le concedió, como antídoto, contra el hombre ignorante, la mansedumbre, y contra otro defecto, otro remedio posible. Y, en suma, tenés posibilidad de encauzar con tus enseñanzas al descarriado, porque todo pecador se desvía y falla su objetivo y anda sin rumbo. ¿Y en qué has sido perjudicado? Porque a ninguno de esos con los que te exasperás, encontrarás, a ninguno que te haya hecho un daño tal que, por su culpa, tu inteligencia se haya deteriorado. Y tu mal y tu perjuicio tienen aquí toda su base. ¿Y qué tiene de malo o extraño que la persona sin educación haga cosas propias de un ineducado? Procurá que no debás inculparte más a vos mismo por no haber previsto que ése cometería ese fallo, porque vos disponías de recursos suministrados por la razón para cerciorarte de que es natural que ése cometiera ese fallo; y a pesar de tu olvido, te sorprendés de su error. Y sobre todo, siempre que censurés a alguien como desleal o ingrato, recogete en vos mismo. Porque obviamente tuyo es el fallo si has confiado que tenía tal disposición, que iba a guardarte fidelidad, o si, al otorgarle un favor, no se lo concediste de buena gana, ni de manera que pudiese obtener al punto de tu acción misma todo el fruto. Pues, ¿qué más querés al beneficiar a un hombre? ¿No te basta con haber obrado conforme a tu naturaleza, sino que buscás una recompensa? Como si el ojo reclamase alguna recompensa porque ve, o los pies porque caminan. Porque, al igual que estos miembros han sido hechos para una función concreta, y al ejecutar ésta de acuerdo con su particular constitución, cumplen su misión peculiar, así también el hombre, bienhechor por naturaleza, siempre que haga una acción benéfica o simplemente coopere en cosas indiferentes, también obtiene su propio fin.
Nota del Traductor: Expresión proverbial deúteros ploús, ya en Platón. Equivale a «un mal menor» o «un bien de segunda clase». ↩︎
N.T.: Cf. Heráclito, fragmento 114 D. ↩︎
N.T.: Se refiere a Antonino Pío, su padre por adopción. ↩︎
N.T.: Cf. IV 41. [Referencia a Epicteto.] ↩︎
N.T.: Cf. Homero, Odisea X I 1 y ss. ↩︎
N.T.: Texto corrupto de difícil intepretación. Farquharson altera el orden del texto de A. I. Trannoy, y sitúa la frase «en cierto modo son átomos o cosas indivisibles» a continuación de «si todo discurre por azar». ↩︎
N.T.: Demetrio Falereo, discípulo de Teofrasto, gobernador de Atenas. Editó una colección de fábulas esópicas y de sentencias de los Siete Sabios. Su amplia actividad literaria incluía la filosofía, la retórica, la historia y la política. ↩︎
N.T.: Cf. Menandro, fr. 481. ↩︎
N.T.: Epicuro, fr. 191 Usener. ↩︎
N.T.: Laguna. Sobrentiéndase «Y de igual modo». ↩︎
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