Marco Aurelio: Meditaciones, libro 10
«Tranquilo a la vez que resuelto, alegre a la par que consistente, es el hombre que en todo sigue la razón.» «No sigás discutiendo ya acerca de qué tipo de cualidades debe reunir el hombre bueno, sino tratá de serlo.» «Conviene a cada uno lo que le aporta la naturaleza del conjunto universal.»
Autor: Marco Aurelio
Libro: Meditaciones (años 170-180)
Libro 10
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¿Serás algún día, alma mía, buena, sencilla, única, desnuda, más luminosa que el cuerpo que te circunda? ¿Probarás algún día la disposición que te incita a amar y querer? ¿Serás algún día colmada, te hallarás sin necesidades, sin echar nada de menos, sin ambicionar nada, ni animado ni inanimado, para disfrute de tus placeres, sin desear siquiera un plazo de tiempo en el transcurso del cual prolongués tu diversión, ni tampoco un lugar, una región, un aire más apacible, ni una buena armonía entre los hombres? ¿Te conformarás con tu presente disposición, estarás satisfecha con todas tus circunstancias presentes, te convencerás a vos misma de que todo te va bien y te sobreviene enviado por los dioses, y asimismo, de que te será favorable todo cuanto a ellos les es grato y cuanto tienen intención de conceder para salvaguardar al ser perfecto, bueno, justo y bello, que todo lo genera, que contiene, circunda y abarca todo lo que, una vez disuelto, generará otras cosas semejantes? ¿Serás vos algún día tal, que podás convivir como ciudadano, con los dioses y con los hombres, hasta el extremo de no hacerles ninguna censura ni ser condenado por ellos?
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Observá atentamente qué reclama tu naturaleza, en la convicción de que sólo ella te gobierna; a continuación, ponelo en práctica y aceptalo, si es que no va en detrimento de tu naturaleza, en tanto que ser vivo. Seguidamente, debés observar qué reclama tu naturaleza, en tanto que ser vivo, y de todo eso debés apropiarte, a no ser que vaya en detrimento de tu naturaleza, en tanto que ser racional. Y lo racional es como consecuencia inmediata sociable. Servite, pues, de esas reglas y no te preocupés de más.
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Todo lo que acontece, o bien acontece de tal modo que estás capacitado por naturaleza para soportarlo, o bien te encuentra sin dotes naturales para soportarlo. Si, pues, te acontece algo que por naturaleza podés soportar, no te molestés; al contrario, ya que tenés dotes naturales, sopórtalo. Pero si te acontece algo que no podés por naturaleza soportar, tampoco te molestés, porque antes te consumirá. Sin embargo, tené presente que tenés dotes naturales para soportar todo aquello acerca de lo cual depende de tu opinión hacerlo soportable y tolerable, en la idea de que es interesante para vos y te conviene obrar así.
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Si tiene un desliz, instruile con bondad e indicale su negligencia. Pero si sos incapaz, recriminate a vos mismo, o ni siquiera a vos mismo.
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Cualquier cosa que te acontezca, desde la eternidad estaba preestablecida para vos, y la concatenación de causas ha entrelazado desde siempre tu subsistencia con este acontecimiento.
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Existan átomos o naturaleza, admítase de entrada que soy parte del
conjunto universal que gobierna la naturaleza; luego, que tengo cierto parentesco con las partes que son de mi mismo género. Porque, teniendo esto presente, en tanto que soy parte, no me contrariaré con nada de lo que me es asignado por el conjunto universal. Porque éste nada tiene que no convenga a sí mismo, dado que todas las naturalezas tienen esto en común y, sin embargo, la naturaleza del mundo se ha arrogado el privilegio de no ser obligada por ninguna causa externa a generar nada que a sí misma perjudique. Precisamente, teniendo esto presente, a saber, que soy parte de un conjunto universal de tales características, acogeré gustoso todo suceso. Y en la medida en que tengo cierto parentesco con las partes de mi misma condición, nada contrario a la comunidad ejecutaré, sino que más bien mi objetivo tenderá hacia mis semejantes, y hacia lo que es provechoso a la comunidad encaminaré todos mis esfuerzos, absteniéndome de lo contrario. Y si así se cumplen estas premisas, forzosamente mi vida tendrá un curso feliz, del mismo modo que también vos concebirías próspera la vida de un ciudadano que transcurriese entre actividades útiles a los ciudadanos y que aceptase gustosamente el cometido que la ciudad le asignase. -
Es absolutamente necesario que se destruyan las partes del conjunto universal, cuantas, por naturaleza, incluye el mundo. Pero entiéndase esto en el sentido de «alterarse». Y si por naturaleza fuera un mal esta necesidad para aquellas partes, no discurriría bien el conjunto universal, dado que sus partes tenderían a alterarse y estarían dispuestas de diversas maneras a ser destruidas. Porque, ¿acaso la naturaleza por sí misma, trató de dañar a sus propias partes, dejándolas expuestas a caer en el mal e inclinadas necesariamente a hacer el mal, o bien le han surgido así sin darse cuenta? Ni una ni otra cosa merecen crédito. Pero si alguien que partiera precisamente de la naturaleza, explicara estas cosas a tenor de su constitución natural, sería ridículo que manifestara que las partes del conjunto universal han nacido a la vez para transformarse y, al mismo tiempo, se sorprendiera como de un accidente contrario a la naturaleza, o bien se irritara de ello, sobre todo, cuando la disolución se produce con vistas a la liberación de los elementos constitutivos de cada ser. Pues o bien se trata de una dispersión de elementos, a partir de los cuales fue compuesto, o bien es una vuelta de lo que es sólido en tierra, de lo que es hálito vital en aire, de modo que estos elementos puedan ser reasumidos en la razón del conjunto universal, tanto si periódicamente se da la conflagración en él, como si se renueva con cambios sempiternos. Y no te imaginés los elementos sólidos y volátiles como existentes desde una primera generación, porque todos estos alcanzaron el flujo ayer o anteayer gracias a los alimentos y a la respiración del aire. En consecuencia, se transforma aquello que se adquirió, no lo que la madre dio a luz. Suponete también que aquello te vincula en exceso a tu individualidad; en absoluto, pienso, se contradice con lo que acabo de decir.
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Después de asignarte estos nombres: bueno, reservado, veraz, prudente, condescendiente, magnánimo, procurá no cambiar nunca de nombre, y, si perdieras dichos nombres, emprendé su búsqueda a toda prisa. Y tené presente que el término «prudente» pretendía significar en vos la atención para captar cabalmente cada cosa y la ausencia de negligencia; el término «condescendiente», la voluntaria aceptación de lo que asigna la naturaleza común; «magnánimo», la supremacía de la parte pensante sobre las convulsiones suaves o violentas de la carne, sobre la vanagloria, la muerte y todas las cosas de esta índole. Por tanto, caso de que te mantengás en la posesión de estos nombres, sin anhelar ser llamado con ellos por otros, serás diferente y entrarás en una vida nueva. Porque el continuar siendo todavía tal cual has sido hasta ahora, y en una vida como ésta, ser desgarrado y mancillado, es demasiado propio de un ser insensato, apegado a la vida y semejante a los gladiadores semidevorados que, cubiertos de heridas y de sangre mezclada con polvo, a pesar de eso, reclaman ser conservados para el día siguiente, a fin de ser arrojados en el mismo estado a las mismas garras y mordeduras. Embarcate, pues, en la obtención de estos pocos nombres. Y si conseguís permanecer en ellos, quedate allí, como transportado a unas islas de los bienaventurados. Pero si te das cuenta de que fracasás y no imponés tu autoridad, andate con confianza a algún rincón, donde consigás dominar, o bien, abandoná definitivamente la vida, no con despecho, sino con sencillez, libre y modestamente, habiendo hecho, al menos, esta única cosa en la vida: salir de ella así. Sin embargo, para recordar estos nombres, gran colaboración te proporcionará el recuerdo de los dioses, y también que a ellos no les gusta ser adulados, sino que todos los seres racionales se les asemejen; que la higuera haga lo propio de la higuera, el perro lo propio del perro, la abeja lo propio de la abeja y el hombre lo propio del hombre.
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La farsa, la guerra, el temor, la estupidez, la esclavitud, irán borrando, día a día, aquellos principios sagrados que vos, hombre estudioso de la naturaleza, te imaginás y acatás. Preciso es que todo lo mirés y hagas de tal modo, que simultáneamente cumplás lo que es dificultoso y a la vez pongás en práctica lo teórico; y conservés el orgullo, procedente del conocimiento de cada cosa, disimulado, pero no secreto. Porque, ¿cuándo gozarás de la simplicidad?, ¿cuándo de la gravedad?, ¿cuándo del conocimiento de cada cosa?, ¿y qué es en esencia, qué puesto ocupa en el mundo y cuánto tiempo está dispuesto por la naturaleza que subsista, y qué elementos la componen?, ¿a quiénes puede pertenecer?, ¿quiénes pueden otorgarla y quitarla?
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Una pequeña araña se enorgullece de haber cazado una mosca; otro, una liebre; otro, una sardina en la red; otro, cochinillos; otro, osos; y el otro, Sármatas.[1] ¿No son todos ellos unos bandidos, si examinás atentamente sus principios?
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Conseguite un método para contemplar cómo todas las cosas se transforman, unas en otras, y sin cesar aplicate y ejercitate en este punto particular, porque nada es tan apto para infundir magnanimidad. Se ha despojado de su cuerpo y después de concluir que cuanto antes deberá abandonar todas estas cosas y alejarse de los hombres, se entrega enteramente a la justicia en las actividades que dependen de él, y a la naturaleza del conjunto universal en los demás sucesos. Qué se dirá de él, o qué se imaginará, o qué se hará contra él, no se le ocurre pensarlo, conformándose con estas dos cosas: hacer con rectitud lo que actualmente le ocupa y amar la parte que ahora se le asigna, renunciando a toda actividad y afán. Y no quiere otra cosa que no sea cumplir con rectitud según la ley y seguir a Dios que marcha por el recto camino.
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¿Qué necesidad de recelos, cuando te es posible examinar qué debés hacer, y, caso de que lo veás en su conjunto, caminá por esta senda benévolamente y sin volver la mirada atrás? Mas, en caso contrario, detenete y recurrí a los mejores consejeros; y en el caso de que otras diversas trabas obstaculicen la misión a la que te encaminás, seguí adelante según los recursos a tu alcance, teniendo muy presente en tus cálculos lo que te parece justo. Porque lo mejor es alcanzar este objetivo, dado que apartarse de él es ciertamente fracaso. Tranquilo a la vez que resuelto, alegre a la par que consistente, es el hombre que en todo sigue la razón.
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Tan pronto como despertés de tu sueño, preguntate: «¿Te importará que otro te reproche acciones justas y buenas?». No te importará. ¿Tenés olvidado cómo esos que alardean con alabanzas y censuras a otros se comportan en la cama y en la mesa, qué cosas hacen, qué evitan, qué persiguen, qué roban, qué arrebatan, no con sus manos y pies, sino con la parte más valiosa de su ser, de la que nacen, siempre que se quiera, confianza, pudor, verdad, ley y una buena divinidad?[2]
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A la naturaleza que todo lo da y lo recobra, dice el hombre educado y respetuoso: «Dame lo que querrás, recobrá lo que querrás». Y esto lo dice, no envalentonado, sino únicamente por sumisión y benevolencia con ella.
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Poco es lo que te queda. Viví como en un monte, pues nada importa el allí o aquí, caso de que por todas partes viva uno en el mundo como en su ciudad. Vean, estudien los hombres a un hombre que vive de verdad en consonancia con la naturaleza. Si no te soportan, que te maten. Porque mejor es morir que vivir así.
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No sigás discutiendo ya acerca de qué tipo de cualidades debe reunir el hombre bueno, sino tratá de serlo.
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Imaginate sin cesar la eternidad en su conjunto y la sustancia, y que todas las cosas en particular son, respecto a la sustancia, como un grano de higo, y, respecto al tiempo, como un giro de trépano.
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Detenete en cada una de las cosas que existen, y concebila ya en estado de disolución y transformación, y cómo evoluciona a la putrefacción o dispersión, o bien pensá que cada cosa ha nacido para morir.
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¡Cómo son cuando comen, duermen, copulan, evacuan, y en lo demás! Luego, ¡cómo son cuando se muestran altivos y orgullosos, o cuando se enfadan y, basándose en su superioridad, humillan!. Hace poco eran esclavos de cuántos y por qué cosas. Y dentro de poco se encontrarán en circunstancias parecidas.
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Conviene a cada uno lo que le aporta la naturaleza del conjunto universal, y conviene precisamente en el momento en que ella lo aporta.
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La tierra desea la lluvia; la desea también el venerable aire.[3] También el mundo desea hacer lo que debe acontecer. Digo, pues, al mundo: Mis deseos son los tuyos. ¿No lo dice aquella frase proverbial: «eso desea llegar a ser»?
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O bien vivís aquí, a lo que ya estás acostumbrado, o te alejás, que es lo que querías, o morís, y has cumplido tu misión. Fuera de eso, nada más existe. Por consiguiente, tené buen ánimo.
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Sea claro para vos que eso es como la preciada campiña; y cómo todo lo de aquí es igual a lo que está en el campo o en el monte o en la costa o donde querrás. Pues te tropezarás con las palabras de Platón: «Rodeado de un cerco en el monte, dice, y ordeñando un rebaño balador».[4]
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¿Qué significa para mí mi guía interior?, ¿y qué hago de él ahora, y para qué lo utilizo actualmente? ¿Por ventura está vacío de inteligencia, desvinculado, y arrancado de la comunidad, fundido y mezclado con la carne, hasta el punto de poder modificarse con ésta?
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El que rehúye a su señor es un desertor. La ley es nuestro señor, y el que la transgrede es un desertor. Y a la vez, también quien se aflige, irrita o teme, no quiere que haya sucedido, suceda o vaya a sucederle una cosa de las que han sido ordenadas por el que gobierna todas las cosas, que es la ley que distribuye todo cuanto atañe a cada uno. Por tanto, el que teme, se aflige o irrita es un desertor.
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Depositó el semen en la matriz y se retiró; a partir de este momento otra causa intervino elaborando y perfeccionando el feto. Es tal cual corresponde a su procedencia. A su vez, se hace discurrir el alimento a través de la garganta y, a continuación, otra causa interviene y produce la sensación, el instinto y, en suma, la vida, el vigor físico y todas las demás facultades. Así, pues, contemplá estos sucesos que se producen en tal secreto y observá su poder, de la misma manera que nosotros vemos el poder que inclina los cuerpos hacia abajo y los hace subir, no con los ojos, pero no por eso con menor claridad.
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Reflexioná sin cesar en cómo todas las cosas, tal como ahora se producen, también antes se produjeron. Pensá también que seguirán produciéndose en el futuro. Y ponete ante los ojos todos los dramas y escenas semejantes que has conocido por propia experiencia o por narraciones históricas más antiguas, como, por ejemplo, toda la corte de Adriano, toda la corte de Antonino, toda la corte de Filipo, de Alejandro, de Creso. Todos aquellos espectáculos tenían las mismas características, sólo que con otros actores.
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Imaginate que todo aquel que se aflige por cualquier cosa, o que de mal talante la acoge, se asemeja a un cochinillo al sacrificarle, que cocea y gruñe. Igual procede también el hombre que se lamenta, a solas y en silencio, de nuestras ataduras sobre un pequeño lecho. Pensá también que tan sólo al ser racional se le ha concedido la facultad de acomodarse de buen grado a los acontecimientos, y acomodarse, a secas, es necesario a todos.
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Detenete particularmente en cada una de las acciones que hacés y preguntate si la muerte es terrible porque te priva de eso.
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Siempre que tropecés con un fallo de otro, al punto cambiá de lugar y pensá qué falta semejante cometés vos; por ejemplo, al considerar que el dinero es un bien, o el placer, o la fama, o bien otras cosas de este estilo. Porque si te aplicás a esto, rápidamente olvidarás el enojo, al caer en la cuenta de que se ve forzado. Porque, ¿qué va a hacer? O bien, si podés, liberalo de la violencia.
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Al ver a Satirón, Eutiques o Himen, imaginate a un socrático; y al ver a Eufrates, imaginate a Eutiquión o Silvano; al ver a Alcifrón, imaginate a Tropeóforo;[5] y al ver a Jenofonte, imaginate a Critón[6] o Severo; volvé también los ojos sobre vos mismo e imaginate a uno de los Césares; y sobre cada uno de ellos imaginá paralelamente. A continuación, sobrevenga a tu pensamiento la siguiente consideración: ¿Dónde, pues, están ellos? En ninguna parte o en cualquier lugar. Pues de esta manera contemplarás constantemente que las cosas humanas son humo y nada, sobre todo si recordás que lo que se transforma una sola vez ya no volverá en el tiempo infinito. ¿A qué, pues, te esforzás? ¿Por qué no te basta traspasar este breve período de tiempo decorosamente? ¡Qué materia y qué tema rehuís! Porque, ¿qué otra cosa es todo sino ejercicios de la razón que ha visto exactamente y según la ciencia de la naturaleza las vicisitudes de la vida? Persistí, pues, hasta que te hayás familiarizado también con estas consideraciones, al igual que el estómago fuerte asimila todos los alimentos, como el fuego brillante reduce a llama y resplandor cualquier cosa que le echés.
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Que a nadie le sea posible decir de vos con verdad que no sos hombre sencillo y bueno. Por el contrario, mienta todo el que imagine algo semejante de vos. Y todo esto depende de vos. Porque, ¿quién te impide ser sencillo y bueno? Vos tomá sólo la decisión de no seguir viviendo, si no lográs ser un hombre así, porque la razón no te coacciona a vivir, si no reunís estas cualidades.
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¿Qué es lo que puede hacerse o decirse sobre esta materia de la manera más sana? Porque, sea lo que fuere, es posible hacerlo o decirlo, y no pretextés que te ponen impedimentos. No cesarás de gemir hasta que hayás experimentado que, al igual que la molicie corresponde a los que se entregan a los placeres, a vos te incumbe hacer lo que es propio de la condición humana sobre la materia sugerida y que se te presente. Porque es preciso considerar como disfrute todo lo que te es posible ejecutar de acuerdo con tu particular naturaleza; y en todas partes te es posible. En efecto, no se permite al cilindro desarrollar por todas partes su movimiento particular, tampoco se le permite al agua, ni al fuego, ni a los demás objetos que son rígidos por una naturaleza o alma carente de razón. Porque son muchas las trabas que los retienen y contienen. Sin embargo, la inteligencia y la razón pueden traspasar todo obstáculo de conformidad con sus dotes naturales y sus deseos. Ponete delante de los ojos esta facilidad, según la cual la razón cruzará todos los obstáculos, al igual que el fuego sube, la piedra baja, el cilindro se desliza por una pendiente, y ya nada más indagués. Porque los demás obstáculos, o bien pertenecen al cuerpo, al cadáver, o, sin una opinión y concesión de la misma razón, ni hieren ni hacen daño alguno, con que ciertamente el que lo sufriera, se haría al punto malo. Por consiguiente, en todas las demás constituciones, cualquier mal que acontezca a alguna de ellas, deteriora al que lo sufre. En este caso, si hay que decirlo, el hombre mejora y se hace más merecedor de elogio, si utiliza correctamente las adversidades. En suma, tené presente que lo que no perjudica a la ciudad, tampoco perjudica en absoluto a su ciudadano natural, al igual que lo que no perjudica a la ley, tampoco perjudica a la ciudad. Ahora bien, de estos llamados infortunios ninguno perjudica a la ley. Consecuentemente, lo que no perjudica a la ley, tampoco al ciudadano ni a la ciudad.
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Le bastan a la persona mordida[7] por los verdaderos principios la mínima palabra y la más coloquial para sugerirle ausencia de aflicción y de temor. Por ejemplo: «Desparrama por el suelo el viento las hojas, así también la generación de los hombres».[8] Pequeñas hojas son también tus hijitos, hojitas asimismo estos pequeños seres que te aclaman sinceramente y te exaltan, o bien por el contrario te maldicen, o en secreto te censuran y se burlan de vos, y hojitas igualmente los que recibirán tu fama póstuma. Porque todo esto «resurge en la estación primaveral». Después, el viento las derriba; a continuación, otra maleza brota en sustitución de ésta. Común a todas las cosas es la fugacidad. Pero vos todo lo rehuís y perseguís como si fuera a ser eterno. Dentro de poco también vos cerrarás los ojos, y otro entonces llorará al que a vos te dio sepultura.
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Es preciso que el ojo sano vea todo lo visible y no diga: «quiero que eso sea verde». Porque esto es propio de un hombre aquejado de oftalmía. Y el oído y el olfato sanos deben estar dispuestos a percibir todo sonido y todo olor. Y el estómago sano debe comportarse igual respecto a todos los alimentos, como la muela con respecto a todas las cosas que le han sido dispuestas para moler. Por consiguiente, también la inteligencia sana debe estar dispuesta a afrontar todo lo que le sobrevenga. Y la que dice: «Sálvense mis hijos» y «alaben todos lo que haga» es un ojo que busca lo verde, o dientes que reclaman lo tierno.
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Nadie es tan afortunado que, en el momento de su muerte, no le acompañen ciertas personas que acojan con gusto el funesto desenlace. Era diligente y sabio. En último término habrá alguno que diga para sí: «Al fin vamos a respirar, libres de este preceptor». «Ciertamente, con ninguno de nosotros era severo, pero me daba cuenta de que, tácitamente, nos condenaba». Esto, en efecto, se dirá respecto al hombre diligente. Por lo que a nosotros se refiere, ¡cuántas y cuán diferentes razones existen por las cuales muchos desean verse libres de nosotros! Esta reflexión te harás al morir, y te irás de este mundo con ánimo bastante más plácido si te hacés esas consideraciones: «Me alejo de una vida tal, que en el curso de ella mis propios colaboradores, por los que tanto luché, supliqué, sufrí desvelos, ellos mismos quieren retirarme, confiados en la posibilidad de obtener cierta comodidad con mi partida». ¿Por qué, pues, resistirse a una estancia más prolongada aquí? Pero no por eso te vayás con ánimo peor dispuesto con ellos; antes bien, conservá tu carácter propio, amistoso, benévolo, favorable, y no, al revés, como si fueras arrancado, sino que, del mismo modo que en una buena muerte el alma se desprende fácilmente del cuerpo, así también debe producirse tu alejamiento de éstos. Porque con éstos la naturaleza te ensambló y te mezcló íntimamente. «Pero ahora te separa». Me separo como de mis íntimos sin ofrecer resistencia, sin violencia. Porque también esto es uno de los hechos conformes a la naturaleza.
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En toda acción hecha por cualquiera, acostumbrate, en la medida de tus posibilidades, a preguntarte: «¿Con qué fin promueve ése esta acción?». Empezá por vos mismo y a vos mismo en primer término examinate.
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Tené presente que lo que te mueve como un títere es cierta fuerza oculta en tu interior; esta fuerza es la elocuencia, es la vida, es, si hay que decirlo, el hombre. Nunca la imaginés confundida con el recipiente que la contiene ni con los miembros modelados en torno suyo. Porque son semejantes a los pequeños aparejos, y únicamente diferentes, en tanto que son connaturales. Porque ninguna utilidad se deriva de estas partes sin la causa que los mueve y da vigor superior a la que tiene la lanzadera para la tejedora, la pluma para el escriba y el latiguillo para el conductor.
Nota del Traductor: Pueblo germánico situado a orillas del Danubio contra el que Marco Aurelio emprendió diversas campañas militares. ↩︎
N.T.: Cf. en griego agathós daímón en el sentido de «buena fortuna». ↩︎
N.T.: Eurípides, fragmento 898 N. ↩︎
N.T.: Cita inexacta de Platón, Teeteto 174 d. ↩︎
N.T.: Los nombres propios citados corresponden a filósofos desconocidos. Alcifrón es un filósofo de Magnesia. ↩︎
N.T.: Jenofonte y Critón, discípulos y amigos de Sócrates. ↩︎
N.T.: Platón, Banquete 218 a. ↩︎
N.T.: Homero, Ilíada VI 146 y ss. ↩︎
Citado en:
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