Las consecuencias de la muerte de Dios y la necesidad de convicciones, con Nietzsche
Las convicciones son más peligrosos enemigos de la verdad que las mentiras. Una convicción es la creencia de estar en posesión de la verdad absoluta. Es suponer que uno ha encontrado los métodos perfectos para llegar a ella. El que no ha atravesado convicciones diversas es poco inteligente.
Contexto CondensadoHabiendo hablado lo suficiente sobre las contradicciones católicas, es momento de hablar de sus consecuencias. Los problemas de la Iglesia causados por la pederastia siguen dominando los titulares de las noticias, y así seguirá sucediendo mientras los gobiernos y activistas políticos quieran utilizar esta bandera como cortina para tapar otros problemas, los suyos.En Bolivia, el presidente ha enviado una carta al Santo Padre Francisco, de jefe a jefe, obviando todos los canales intermedios, en un acto que en la superficie es una demanda de justicia: se pide que se trabaje en conjunto entre el Estado boliviano y la Iglesia católica para evitar que sigan enviando sacerdotes con pasado oscuro, se pide que se muestren sus antecedentes penales y los que tiene en su Archivo el Vaticano. En el fondo, es un acto populista y propagandístico.Cuando todas las demandas que hace un pueblo son dirigidas a quien ocupa el cargo máximo de una institución —sea reina, Papa, presidente, primer ministro, dictador u otro el título que ostente—, significa que la institución es débil y casi inexistente, que todo el poder reside en una sola persona. “L'État, c'est moi”, como dijo Luis XIV. Un sólo ser encargado de decidir a qué pueblito se le asignan ítems, dónde se invierte en infraestructura, en qué carretera se tapan los baches, en qué ciudad se curan enfermos, dónde habrá un estadio o un aeropuerto, a qué agrupación se le regalan vehículos, a qué sector se le dan subsidios, a qué ciudadano se le perdona el robo y el estelionato, a quién se condena antes de ser juzgado... Cuando la ciudadanía no ve más cura a sus problemas que la palabra y la orden del mandamás, lo que existe es un autoritarismo. Cuando esta figura decide hacerse pasar como el único salvador y único canal de comunicación de las demandas del pueblo que representa, no sólo se nota que ha destruido el espíritu institucional y que se ha arrogado atribuciones divinas, sino que cree también que todos son de su condición. A Bolivia —y a ningún otro lugar más que a la cárcel— no deberían ir curas pederastas; pero la coordinación para que esto no suceda, si es una intención realmente seria, es entre ministerios y arquidiócesis (como máximo).Donde no se respeta el principio de subsidiariedad —“la autoridad que debe resolver el problema debe ser la más cercana a los interesados”—, no existe la democracia.Te preguntarás qué tiene que ver esto con la muerte de Dios, cuya omnipresencia y omnipotencia son incompatibles con este principio; dejame desarrollar una respuesta.Cuando muere un rey —de los que tienen poder sobre el Estado, al contrario de los reyes europeos de hoy—, el país entra en un período anárquico hasta que surge un sucesor claro. Cuando un presidente renuncia, sucede lo mismo (aunque con menor riesgo de guerra civil). Igual con el retiro del CEO de una empresa. Cuando una sola cabeza concentra mucho poder, y ésta cabeza desaparece, el estado anárquico se activa inmediatamente en la naturaleza humana. Somos humanos, demasiado humanos...Ahora, si la muerte de una reina, el retiro del presidente de una compañía, o la salida de cualquier líder generan semejante caos, imaginate el que genera la muerte de Dios.Friedrich Nietzsche fue el profeta más grande de esta noticia, en las últimas décadas del siglo 19. Hoy no vamos a entrar en detalles de a qué se refería el filósofo alemán, su relación con la piedad y la compasión cristiana, con el concepto del superhombre, con la Ilustración y su secularismo, y con la tergiversación de todo lo que dijo. No vamos a contar cuántas veces lo dijo, dónde, en qué obras, en qué años... Y dejemos para después una serie que gire sobre este tema y esta frase, y el hecho de que, si Dios o los dioses han muerto, fue porque nosotros los humanos los matamos. Dejemos en claro que el dios o los dioses que matamos son los que creamos a nuestra imagen y semejanza, y no ese ente creador que a veces también denominamos como Universo o Naturaleza, que nos hicieron como hacen todas las cosas: a imagen y semejanza de ellos.Ante la lenta muerte de la creencia en el Dios cristiano (no el de todos los cristianos) —tendencia que, desde que Nietzsche la anunció, no ha dejado de acrecentarse—, lo que vemos es lo que sucede en cualquier momento anárquico: si no hay líder, ¿a quién seguimos?; si no hay brújula, ¿cuál es el norte? Y como con toda anarquía, lo que sucede es que ella misma no puede existir, porque la naturaleza pide orden porque el desorden desgasta. La sociedad humana pide reglas claras de juego y pide categorías y necesita saber qué está bien y qué está mal, aunque estas nociones varíen en el tiempo y en el espacio; necesita entender las normas que rigen el aquí y el ahora, porque siempre intenta comprender.En este estado de río revuelto surgen siempre pescadores: gente que quiere guiar con buena fe, gente que tiene buenas ideas, gente que tiene malas ideas, y también estafadores. “Las eras reformadoras son siempre fecundas en impostores”, como escribió Thomas Macaulay. A la muerte del Rey lo que sigue es división, facciones, guerras políticas: o estás con los unos o estás con los otros, y no se está perdonado no estar con ninguno. Ante la muerte de Dios lo que surgen son ideologías, fanatismos, fantasías... En palabras de Carl Jung: “Nuestros temibles dioses sólo han cambiado de nombre, el cual ahora acaba en «ismo»”.Nietzsche, en 1882, hablando a través de su Zaratustra en el libro que más le sirvió para propagar esta noticia, en el medio de una Canción de la melancolía, profetiza, de alguna manera, nuestra adoración ya no de Dios sino de idealismos, marcas y superestrellas (poco tiene que ver esto con su superhombre):
“A todos vosotros, sea cual sea el honor que os atribuyáis con palabras, ya sea que os llaméis “los espíritus libres” o “los veraces”, o “los hermanos del espíritu”, o “los liberados de las cadenas”, o “los hombres del gran anhelo” — a todos vosotros, que sufrís de la gran náusea como yo, a quienes el viejo Dios se les ha muerto sin que todavía ningún nuevo Dios yazga en la cuna entre pañales, a todos vosotros os es propicio mi espíritu maligno y mi demonio-mago.”
En La Gaya Ciencia, libro que precede a Zaratustra, aparece El loco con su ya famoso anuncio:
“¿Dónde está Dios? —exclamó— ¡Se los voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado, ustedes y yo! ¡Todos somos unos asesinos! Pero, ¿cómo lo hemos hecho? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado la esponja para borrar completamente el horizonte? ¿Qué hemos hecho para desencadenar a esta tierra de su sol? ¿Hacia dónde rueda ésta ahora? ¿Hacia qué nos lleva su movimiento? ¿Lejos de todo sol? ¿No nos precipitamos en una constante caída, hacia atrás, de costado, hacia delante, en todas direcciones? ¿Sigue habiendo un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No sentimos el aliento del vacío? ¿No hace ya frío? ¿No anochece continuamente y se hace cada vez más oscuro? ¿No hay que encender las linternas desde la mañana? ¿No seguimos oyendo el ruido de los sepultureros que han enterrado a Dios? ¿No seguimos oliendo la putrefacción divina? ¡Los dioses también se corrompen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros! ¿Cómo vamos a consolamos los asesinos de los asesinos? Lo que en el mundo había hasta ahora de más sagrado y más poderoso ha perdido su sangre bajo nuestros cuchillos, y ¿quién nos quitará esta sangre de las manos? ¿Qué agua podrá purificamos? ¿Qué solemnes expiaciones, qué juegos sagrados habremos de inventar? ¿No es demasiado grande para nosotros la magnitud de este hecho? ¿No tendríamos que convertimos en dioses para resultar dignos de semejante acción?”
Más adelante en el libro, Nietzsche escribe:
“El mayor acontecimiento reciente —que «Dios ha muerto», que la creencia en el Dios cristiano ha caído en descrédito— empieza desde ahora a extender su sombra sobre Europa. Al menos, a unos pocos, dotados de una suspicacia bastante penetrante, de una mirada bastante sutil para este espectáculo, les parece efectivamente que acaba de ponerse un sol, que una antigua y arraigada confianza ha sido puesta en duda. Nuestro viejo mundo debe parecerles cada día más crepuscular, más dudoso, más extraño, «más viejo». Pero, en general, se puede decir que el acontecimiento en sí es demasiado considerable, demasiado lejano, demasiado apartado de la capacidad conceptual de la inmensa mayoría como para que se pueda pretender que ya ha llegado la noticia y, mucho menos aún, que se tome conciencia de lo que ha ocurrido realmente y de todo lo que en adelante se ha de derrumbar, una vez convertida en ruinas esta creencia por el hecho de haber estado fundada y construida sobre ella y, por así decirlo, enredado a ella.
Un ejemplo lo proporciona nuestra moral europea en su totalidad. ¿Quién puede adivinar con suficiente certeza esta larga y fecunda sucesión de rupturas, de destrucciones, de hundimientos, de devastaciones, que hay que prever de ahora en más, para convertirse en el maestro y el anunciador de esta enorme lógica de terrores, el profeta de un oscurecimiento, de un eclipse de sol como no se ha producido nunca en este mundo?... ¿Por qué incluso nosotros, que adivinamos enigmas, nosotros, adivinadores natos, que en cierto modo vivimos en los montes esperando, situados entre el presente y el futuro, y tensos por la contradicción entre el presente y el futuro, nosotros, primicias, nosotros, primogénitos prematuros del próximo siglo, que ya deberíamos ser capaces de discernir las sombras que están a punto de envolver a Europa, miramos este oscurecimiento creciente sin sentirnos realmente afectados y, sobre todo, sin preocupamos ni temer por nosotros mismos? ¿Sufriremos demasiado fuerte quizás el efecto de las consecuencias inmediatas del acontecimiento?”
Las consecuencias inmediatas fueron los nacionalismos —entendidos a la manera de George Orwell—, los idealismos, las nuevas religiones. El surgimiento de las narrativas que lograron convertirse en bastiones políticos, en verdaderos países mentales con fronteras y guardias armados y pasaportes y culturas y lenguajes e ideas con las cuales demostrar pertenencia, y con las cuales abrazar a quienes buscan y necesitan ser parte de algo, y sentirse protegidos por una tribu — es decir, a todos nosotros.En el momento en que los cimientos ceden, un edificio se cae. Todas las veces que surgieron grietas en las creencias que sostenían a la civilización occidental, lo natural fue que la construcción colapse o necesite reparaciones... Y luego pasó lo que pasa siempre que hay un derrumbe o una amenaza: caos. Y en ese estado espiritual vivimos actualmente, mientras buscamos arquitectos, diseñadores e ingenieros y mientras construimos los cimientos de una nueva edificación que sirva de remanso a nuestras almas.Supongo que todo lo anterior lo escribí para desarrollar más a fondo un par de frases de Nietzsche publicadas en 1878, en una colección llamada Humano, demasiado humano: Un libro para pensadores libres. El texto es una suma de aforismos que retratan la naturaleza humana de la convicción: cómo nuestras ideas de las que no dudamos y en las que creemos ciegamente nos mueven y toman nuestra voluntad.En una época en la que las reglas no son claras, las convicciones muy claras y la certeza son un peligro. Aquí, cuando «los otros» piensan diferente, el problema es gravísimo: los otros “no pueden tener razón, porque nos perjudica”; y entonces “se critica con severidad a un pensador cuando emite una proposición que nos desagrada”, y lo que nos interesa no es la verdad, ni el bien común, ni siquiera tener razón, sino que el otro no la tenga — o que los demás piensen que no la tiene. Todo el que pueda tumbar las débiles columnas de la casa que estamos construyendo es un enemigo en potencia. Y por eso, como escribe nuestro autor hace 145 años, en el noveno capítulo de Humano, demasiado humano, capítulo denominado El hombre consigo mismo:
Las convicciones son más peligrosos enemigos de la verdad que las mentiras.
La fidelidad en las convicciones:
Todo aquel que tiene mucho que hacer, guarda sus convicciones y sus puntos de vista generales casi inmutablemente. Del mismo modo, todo aquel que trabaja en servicio de una idea, no percibirá jamás la idea en sí; no tiene tiempo para ello. ¿Qué digo? Es contrario a sus intereses tenerla aún como discutible.
Una convicción es la creencia de estar, desde un punto cualquiera del conocimiento, en posesión de la verdad absoluta. Esta creencia supone, pues, que hay verdades absolutas; supone al mismo tiempo que uno ha encontrado los métodos perfectos para llegar a ellas; supone, en fin, que todo hombre que tiene convicciones aplique esos métodos perfectos. Estas tres condiciones muestran desde luego que el hombre de convicciones no es el hombre de pensamiento científico; está ante nosotros en la edad de la inocencia teórica, es un niño, cualquiera que sea su talla.
El que no ha atravesado convicciones diversas, sino que permanece empeñado en la creencia que de pronto le ató, es en todos los casos, por causa de su inmutabilidad misma, un representante de culturas atrasadas; es, por tal falta de educación, duro, poco inteligente, rebelde a toda enseñanza, sin dulzura, sospechando eternamente, sin escrúpulos, empleando todos los medios de hacer prevalecer su opinión, porque no puede ni aun comprender que deben existir las opiniones de los demás; pero es también quizá por esto una fuente de energía y hasta saludable en las civilizaciones que han llegado a hacerse demasiado libres y demasiado blandas, pero solamente por cuanto excita con fuerza la contradicción: en esta ocasión la delicada naturaleza de la civilización nueva, obligada a luchar con él, se robustece en la lucha.
Ante la creciente tendencia en el mundo occidental de dejar de creer en las diferentes versiones institucionalizadas del cristianismo, lo que tenemos es un estado espiritual anárquico, y el riesgo de la anarquía es el surgimiento de tiranías, de déspotas que se arrogan derechos divinos y que se creen dueños de la verdad, la ley y el orden.Si las Iglesias no están dispuestas a revisar sus convicciones y sus dogmas, y su relación con «la vida real» más allá del clero, que nos avisen, por favor, porque están poniendo en juego aquello que juraron proteger, que es el estado de salvación espiritual del humano. Si no quieren escuchar los ruegos de sus fieles, que nos manden una señal clara, porque vamos a necesitar otro refugio; así como ustedes, no queremos ser víctimas de falsos profetas que se aprovechen de nuestro caos emocional y nuestras contradicciones.
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