Juan Montalvo: la Roma perpetua
El hecho es que yo veo una gran Roma. ¿Acaso he negado los antiguos vicios? Negar los vicios sería negar al hombre. Obra puede ser de la fantasía, pero esa Roma fantástica, grande, foco de virtudes, ésa es la de mi agrado y la que propondría por ejemplar eterno de grandeza.
Juan María Montalvo Fiallos fue un ensayista liberal y anticlerical ecuatoriano, y un duro crítico de algunos gobiernos de su país. Tuvo el honor de que su trabajo sea censurado por la Iglesia Católica, que lo incluyó en su Índice de Libros Prohibidos. Nacido en Ambato, a 150 km al sur de Quito, en 1832, murió en París en 1889 en su tercer aventura por Europa. En la primera, vivía en París cuando fue nombrado adjunto civil a la legación ecuatoriana en Roma el año 1857 durante el gobierno de Francisco Robles, derrocado en la guerra civil ecuatoriana. Desde París y Roma envió y publicó ensayos en el semanario quiteño La Democracia, de propiedad de su hermano; estos escritos se incluyeron después en su revista (convertida en libro) llamada El Cosmopolita. Hasta 1859, cuando retornó a Ecuador, disfrutó de muchas otras ciudades-deleite europeas. Cuando volvió a su tierra, el gobierno de facto de García Moreno no le cayó bien—y viceversa. Después de la presidencia de éste, desde 1866 hasta 1869, fue publicando El Cosmopolita en varias entregas, la mayoría cargadas de críticas políticas, lo que le valió el exilio cuando en ese 69 García Moreno retornó al poder. Montalvo se mandó a cambiar a Colombia, luego a Panamá, luego de vuelta a Europa, luego de vuelta a Panamá y Perú, donde fue intelectual y atizador de una revolución ecuatoriana que no tuvo éxito. Pero sí tuvo éxito su “pluma”, como él mismo escribió: García Moreno fue asesinado a manos de un grupo de liberales (o de sus escritos, como se jactó Montalvo), poco después de haber sido reelegido con el 99% de los votos para una tercera presidencia, lo que motivó la publicación de La Dictadura Perpetua de Montalvo.
Pero lo que vamos a leer de él no habla de esto, sino de la Roma perpetua. Extraído de un texto escrito en los bosques de su natal Ambato en 1866 (y de cuya época respeto la ortografía original), menciona la época histórica en que Roma estuvo bajo dominio francés, y sus vestigios. En realidad, los del dominio de Napoleón, que incluso secuestró durante años al Papa Pío VII. París se hizo cargo de Roma entre 1808 y 1814, en la única vez en la historia que esta ciudad estuvo sometida al yugo de un imperio extranjero.
Parte de estas líneas fueron predicadas en el sermón de la misa del segundo aniversario de Conectorium, celebrada en el Vaticano, pocos días después de haber disfrutado de París.
Autor: Juan Montalvo
Libro: El Cosmopolita (1866)
Tomo Primero, Libro 3
Contestación a la “carta de un sacerdote católico al redactor de El Cosmopolita”
(extracto del final)
En orden a vuestras quejas acerca del modo de expresarme sobre la Roma de nuestros días[1], tenéis mucha razón, si me habéis entendido como parece: he dicho ya lo bastante en otro lugar de este cuaderno para explicar mis ideas; mas no solamente por dirigiros contestación personal y directa, sino también porque la persona a quien daba esas explicaciones ha llegado a no merecerlas, os diré que yo intentaba comparar las dos Romas como imperios, como ciudades, y en este concepto veía y veo todavía gran diferencia entre la señora del mundo y la protegida de los franceses, entre el Capitolio y el triste Campidoglio. Sería por demás levantarme el paño que cubre las llagas de la antigua Roma; ¿para qué? no las quiero ver. Dejad que la pasión o la imaginación me ayuden a formar una antigüedad sublime, el hecho es que yo veo una gran Roma. ¿Acaso he negado los antiguos vicios? Negar los vicios sería negar al hombre; mas si prescindo de ellos sin daño de tercero, ¿por qué ponérmelos por delante? Obra puede ser de la fantasía, pero esa Roma fantástica, grande, foco de virtudes, ésa, ésa es la de mi agrado y la que propondría por ejemplar eterno de grandeza. Gladiadores, esclavos, niños expósitos queden allí en su tumba durmiendo su sueño de veinte siglos: levántese el heroísmo, levántese la buena fe, levántese la castidad. He pedido Fabios Máximos, no Domicios Nerones; he pedido Paulos Emilios, no Heliogábalos; he pedido Lucrecias, no Mesalinas; he pedido en fin “la Roma de las virtudes y de las grandes cosas”. Esa Roma embozada regiamente de su grandioso manto de púrpura, coronada de laureles, con un cetro de marfil en la mano, ésa es mi Roma.
¿Para qué, Señor, entrar en paralelos de crímenes y vicios? El hombre siempre ha sido hombre, y la balanza no sabría a qué lado inclinarse si pesásemos en justicia las desgracias antiguas y modernas. El circo se riega con sangre humana, es cierto; pero al fin esto lo autorizaban las leyes; ¿y la copiosa sangre que después se ha vertido trasgrediéndolas? Habrán muerto algunos centenares de atletas durante el reinado de un bárbaro emperador; pero los doce mil homicidios que se apuntaron en los registros judiciales en los Estados del Papa, de los cuales cuatro mil fueron cometidos en la capital, durante los once años que reinó Clemente XIII[2], ¿son nada? No pocas hambres hubo en la antigua Roma, pero éstas casi siempre nacieron de las guerras, y de ningún modo de las instituciones: y el hambre y la desnudez del pueblo romano de hoy, por ser de hoy ¿son menos de sentirse? Habranse expuesto los niños en los tiempos pasados; ahora los viajeros los ven en las esquinas en montoncitos, unos sobre otros, alrededor de una fogata, por dar calor a sus medio desnudos miembros. Si no dais crédito a mis ojos, me obligaréis a citar autores. Pero lo más prudente sería echar allí un manto, dejar cubiertas esas llagas: ¿pensáis que ellas duelen á los romanos solamente? No, es la especie humana en general la que padece. ¿Y acaso ese triste privilegio es de Roma y nada más? Hablé de Roma, porque estaba en Roma, porque hablaba de Roma, y sin ninguna prevención particular contra ella ni con mal intencionado ahinco. En Francia e Inglaterra, imperios ricos y florecientes, el hambre hace no pocas víctimas. ¿Y esta desgracia la hemos de atribuir á la reina y al emperador? de ninguna manera; porque si el soberano cumple con su obligación de hacer lo posible por el bien del pueblo, de los males superiores a su poder no es responsable. Napoleón proporciona trabajo, paga liberalmente, es bondadoso con sus súbditos: la emperatriz por su parte es benéfica y munificente, y con todo no pueden evitar que algunos mueran de necesidad y frío en París y otras ciudades del Imperio. ¿Será Napoleón quien responda de estos fracasos que no le es dado impedir? Y el viajero que refiera las desgracias de Francia ¿habrá tenido con sólo eso la mala intención de mancillar la virtud de su soberano? Esto no puede jamás decirse, venerable sacerdote. Así es que no sé cómo habéis ido a tomar con tanto calor la defensa personal de nuestro Santo Padre Pío IX, sin más que haber dicho yo que en Roma se padecía miseria. Esto es evidente, en Roma el pueblo no vive en la abundancia, y vos lo habéis probado mejor que yo lo pudiera hacer; pues si todos los ciudadanos vivieran en la holgura, el Sumo Pontífice no estuviera en la precisión de ser tan liberal como decís, y como nadie puede contradeciros. Porque hay escasez en el pueblo, Su Santidad gasta de su peculio en favorecerle; porque hay escasez en el pueblo, su corazón manso y benéfico se conmueve; porque hay escasez en el pueblo, “sus tesoros se abren para erogar anualmente 180.000 duros en beneficio de los necesitados”. Con que si el pueblo de Roma no fuera necesitado, si no hubiera hambre y miseria, el Padre Santo no hiciera por precisión todo eso, ni sus entrañas benéficas estuvieran siempre conmovidas, ni sus ojos llorando de compasión. ¿Oyes, Pío IX? de aquende los mares hay uno que dice la verdad, y piensa que con ella no te ofende. ¿Oís, Eminente cardenal y sabio político Antonelli? De aquende los mares nadie se acordó de vos para insultaros. Y vos, venerable sacerdote a quien me cabe la honra de escribir, oíd también y haced justicia a la pureza de mis intenciones, y ved que no he pretendido decir que el Gobierno de la Iglesia fuese de miseria y descuido, sino que en Roma, en el pueblo de Roma había escasez en la comida y el vestido. ¿Cómo había yo de pretender que en el Gobierno reinase tal desgracia? Cardinales regibus equiparantur[3]. Si me hubiesen dejado buenamente desenvolver mis ideas, habrían visto que la Roma de nuestros días salía de mi pluma a su vez grande y majestuosa, en cuanto pudiese mi facultad de expresarme. Sus numerosos templos entre los cuales se encuentran los mayores y más brillantes que nunca la mano del hombre elevó a la Divinidad; sus museos rebosantes en preciosidades antiguas y modernas; sus magníficos palacios, y otras mil obras del arte, harán de la ciudad eterna la ciudad eterna verdaderamente. La Iglesia de San Pedro y el Moisés de Miguel Angel bastarían para engrandecer a cualquiera ciudad que los poseyese; pero confesad que el Panteón, único monumento entero de la antigüedad, y el Torso del Vaticano, también obra maestra de ella misma, son unas de las maravillas que más enriquecen a Roma y asombran más al viajero. Quedemos en que Roma siempre es Roma.
Y pues que tan cortés y benevolente os habéis manifestado, no puedo menos que agradeceros de todo corazón la suavidad de vuestro lenguaje y lo sano de vuestras intenciones; justicia me habéis hecho en pensar que las mías no eran malas, y con razón espero sabréis estimar los esclarecimientos que he podido daros, disimulando los errores en que incurro de nuevo por ventura. Acabo de leer vuestra carta, y así me ha faltado el tiempo como la sabiduría para contestaros; pero sí tengo la sensibilidad necesaria para estimar vuestros exquisitos miramientos, y doble ha de ser mi gratitud, porque al paso que me habéis hecho el objeto de ellos, habéis respondido en mi lugar a tantos y tan bárbaros detractores como se han encarnizado en mí, sin más que haber dado yo a luz un escrito inesperado. Ya echáis de ver en esta contestación que el orgullo no me ciega, y que estoy lejos de esa insultante vanidad, en la cual dan mis enemigos al mismo tiempo que proclaman su modestia.
Aceptad, venerable sacerdote, las respetuosas expresiones con que me ofrezco de vos atento y seguro servidor
Juan Montalvo.
Bosque de Ficoa, a 10 de febrero de 1866.
Nota de Conectorium: se refieren a lo escrito en el Prospecto del Primer Libro de El Cosmopolita, que inicia con un epígrafe de Montesquieu. ↩︎
Nota del autor: Gibbon, Decline and Fall of the Romain Empire. ↩︎
Nota de Conectorium: “Los cardenales son equivalentes a reyes”. En la edad media, el Papa estaba por encima de todos, y los cardenales tenían el mismo rango o nivel que los reyes—incluso se llamaban de “hermanos”. Si no dais crédito a mis lecturas, me obligaréis a citar autores. ↩︎
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