Juan Bautista Alberdi: ¿qué tipo de federación es practicable?
Una simple federación excluye la idea de un gobierno general y común a los confederados, pues no hay alianza que haga necesaria la creación de un gobierno para todos los aliados. Excluye igualmente toda idea de nacionalidad o fusión, pues toda alianza deja intacta la soberanía de los aliados.
Charlaba hace poco con un grupo de alemanes sobre el aire de superioridad con el que se pasean algunos de sus coterráneos por el mundo, que, aunque todavía avergonzados por los recientes y horrorosos desmanes cometidos por su nación, paradójicamente se apalancan en ese pasado para decirle a otros pueblos qué hacer, pensando que, por haber cometido errores éticos e históricos extraordinarios, se han superado en materia moral. No se dan cuenta que es cometer el mismo error de nuevo, sólo que acomplejados. Pero—y esto lo comentábamos muy tranquilos—el complejo de superioridad para con otros que uno considera “menos civilizados” es una cosa completamente normal. Lo tienen los norteamericanos con el resto del mundo. Lo tienen los europeos con la gente de otros continentes, y esto es ir muy lejos: lo tienen los europeos entre ellos mismos, porque los del norte miran con cierto desdén a los de la zona del Mediterráneo, olvidando que alguna vez fueron ellos los bárbaros; y si algo enseña la historia es que algún día lo volverán a ser. El mismo complejo lo practican los argentinos con el resto de sudamericanos, sobre todo con bolivianos y paraguayos, y los bolivianos miran así a paraguayos y peruanos, y peruanos de la costa a los del interior en el altiplano. Y el ciudadano de cualquier ciudad no tarda en tildar de provinciano al habitante de un pueblo de provincia. Lógicamente, estoy generalizando, pero se entiende. Pasa en todas las situaciones cotidianas: siempre hay alguien que cree que sabe más en algo, y confunde eso con saber más en todo, y no tarda en generalizar. Y el generalizador cree que hay una sola vía o una sola verdad o una sola solución para todo, y a eso quería llegar con esta perorata: la misma solución no sirve para todo el mundo.
Todo tiene un contexto particular, y en política sobre todo. Ya Kepa Bilbao nos explicaba que los textos clásicos se tienen que leer así: intentando ponerse en los zapatos de cada autor, en su época, en su lugar, en lo que pasaba en su entorno; Bilbao nos explicaba muy bien el contexto guerrero de la Florencia y la Italia de la época de Maquiavelo, que no es la misma Italia que la de hoy. Tampoco es hoy la misma Alemania que la de hace un siglo; es más, la Alemania que conocemos hoy tiene apenas 33 años. No es lo mismo intentar una política en un país en Sudamérica que en el Medio Oriente o que en el Asia. No es lo mismo ni siquiera en distintas zonas del Medio Oriente y en distintas zonas del Asia. En la China, ¿funcionaría un sistema menos autoritario? ¿Le iría bien si fuera un país federal? Con toda seguridad no sería lo mismo sin su apertura de mercado; lo de “comunista” lo mantienen por relato, porque no existe en la práctica. Al otro lado del mar, en la otra potencia mundial, ¿funcionaría en los Estados Unidos el socialismo? Uno de verdad, no lo que dicen que dicen que quieren instalar algunos en el gobierno, que también es relato. Al sur, cuando en la Argentina se terminaba la Guerra Grande entre federales y unitarios—que involucró a Uruguay, Brasil, Francia, el Reino Unido—, escribe Juan Bautista Alberdi: “La federación pura es imposible en la República Argentina. ¿Cuál federación es practicable en aquel país?” Con esa frase titula el capítulo 21 de su libro Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, publicado en 1852, y que sirvió, literalmente, de base para la Constitución Argentina del año siguiente, de la que fue autor intelectual.
Alberdi fue abogado, economista, diputado, embajador, filósofo, músico, escritor, periodista y el máximo representante del liberalismo en el mundo de habla hispana. Hizo todo en 74 años, entre 1810, año en que inicia la guerra de independencia en Argentina, y 1884, apenas 4 años después del final de las guerras civiles argentinas con la federalización de Buenos Aires. Toda su vida estuvo marcada por el enfrentamiento fraternal—si se me permite decirlo así—, por la guerra entre fratelli de la misma tierra, los unos tirando para el lado federal, los otros para el unitario. Alberdi propone una solución ni muy muy, ni tan tan: una organización mixta, un país federal pero con un mando centralizado. Leemos líneas abajo su razonamiento y su explicación para esa proposición, un razonamiento que no deja lugar a ambigüedades. Escribe que hay cosas para cada pueblo tanto como hay cosas que son para todos, porque “hay una anatomía de los Estados, como hay una anatomía de los cuerpos vivientes, que reconoce leyes y modos de ser universales”. Continúa escribiendo:
“Es practicable y debe practicarse en la República Argentina la federación mixta o combinada con el nacionalismo, porque este sistema es expresión de la necesidad presente y resultado inevitable de los hechos pasados”.
“Una simple federación no es otra cosa que una alianza, una liga eventual de poderes iguales e independientes absolutamente. Pero toda alianza es revocable por una de las partes contratantes, pues no hay alianzas perpetuas e indisolubles. Si tal sistema fuese aplicable a las Provincias interiores de la República Argentina, sería forzoso reconocer en cualquiera de ellas el derecho de revocar la liga federal por su parte, de separarse de ella y de anexarse a cualquiera de las otras Repúblicas de la América del Sud; a Bolivia, a Chile, a Montevideo, v. g. Sin embargo, no habría argentino, por federal que fuera, que no calificase ese derecho de herejía política, o crimen de lesa nación. El mismo [Juan Manuel] Rosas [caudillo y líder de la Confederación Argentina], disputando al Paraguay su independencia, ha demostrado que veía en la República Argentina algo más que una simple y pura alianza de territorios independientes.”
A Francisco Pi y Margall, pensador y cuasi-ejecutor de la República Federal de España, le costó el cargo de presidente la indecisión en la acción. Pi y Margall quería un sistema federal basado en cantones, y se preguntaba, sobre los nacionalismos y sobre la idea de que “la historia determina los límites de los diversos pueblos que ha de haber en el mundo”: “esta teoría, ¿es verdadera?” Esto lo hace en la introducción de su traducción al Principio Federativo de Pierre-Joseph Proudhon. Este segundo plantea la federación como solución a la “eterna coexistencia” y “polarización” entre autoridad y libertad. “Federación, del latín foedus, genitivo foederis, es decir, pacto, contrato, tratado, convención, alianza”, escribe. Y describe que es un contrato político, de cumplimiento bilateral, en un sistema democrático, donde el ciudadano, asociado al Estado: 1) recibe del Estado tanto como le sacrifica; 2) conserva toda su libertad, soberanía e iniciativa.
Pero, nos preguntamos, esta solución, ¿funciona en todas partes? Para Proudhon, “la autoridad va de día en día quedando sometida al derecho de la libertad”; esta teoría, ¿es verdadera? Desde un enfoque: en la época de Proudhon casi no existían democracias, hoy casi la mitad del mundo vive en democracia (en teoría). Se puede pensar que sí, que es verdadera pero no ha pasado suficiente tiempo. Desde otro enfoque: hace cien años habían como 75 Estados en el mundo, y la Primera y la Segunda Guerra Mundial cambiaron el panorama: desde 1945 han surgido como cien Estados nuevos, y ya rozamos los 200 en total a nivel global. Antes de la Primera Guerra Mundial, el panorama era otro, y de eso se jactaba en la época final de la Confederación Germánica el historiador y politólogo alemán Heinrich von Treitschke, que era de línea nacionalista, y que escribía, quizá con orgullo, en 1866: “De los 59 Estados de Europa, 18 han desaparecido en los últimos años”. Pasaba en ese momento que Alemania e Italia se unificaban. En 1490, poquito antes de la llegada de Colón a América, Charles Tilly calculaba que sólo en Europa habían cerca de 500 estados, más del doble de los que hay ahora en el mundo, cuando en Europa sólo hay 44. Esto lo cuenta el profesor alemán Helmut Smith en su libro Germany. A Nation in its Time (y en Twitter).
Entonces, ¿estamos de ida o de vuelta hacia el localismo y la descentralización? “El péndulo que viene y va”, como canta Caetano Veloso. Sólo Suiza parece desafiar las oscilaciones del tiempo (quizá por eso los suizos fabrican tan buenos relojes). Y quizá nunca pasará tiempo suficiente para encontrar una solución ideal, porque quizá no existe. Quizá lo que existe es lo que llamamos criollamente como “tropicalización”: tomar algo que sirve y funciona en otro lado, de una sociedad con características y arquetipos parecidos a la nuestra, y adaptarlo a nuestra realidad del momento, realidad siempre cambiante. Si vamos a aceptar que hayan otros que no acepten lo que proponemos, en vez de ir a una guerra con ellos por motivos de unidad, o superioridad moral, o autoritarismo, o por motivos culturales, o intereses económicos, eso ya es harina de otro costal. Y si está “bien” o “mal” dependerá del contexto del momento y el lugar; hay guerras que son necesarias para la supervivencia del Estado, según Sun Tzu y Maquiavelo y todas las personas de una nación que se haya visto amenazada por extranjeros o movimientos revolucionarios internos.
Alberdi reflexiona, en el capítulo siguiente a este que leemos, sobre los ejemplos federales en Suiza, Alemania y Estados Unidos, que en su época pasaba que “han abandonado, el federalismo puro por el federalismo unitario en la constitución de su gobierno general”. De ellos toma su idea de “gobierno mixto”. La misma bandera se usó en otras partes, y al final, donde no se profundizó la descentralización, lo que existe es un poder central que se cree con superioridad moral sobre las partes que quiere someter. Proudhon explica el por qué de esto:
“La autoridad encargada de su ejecución [del contrato de la federación] no puede en ningún tiempo prevalecer sobre los que la han creado; las atribuciones federales no pueden exceder jamás en realidad ni en número las de las autoridades municipales o provinciales, así como las de estas no pueden tampoco ser más que los derechos y las prerrogativas del hombre y del ciudadano. Si no, el municipio sería una comunidad, la federación volvería a ser una centralización monárquica; la autoridad federal, que debe ser una simple mandataria y estar siempre subordinada, sería preponderante; en vez de circunscribirse a un servicio especial, tendería a absorber toda actividad y toda iniciativa; los Estados de la confederación serían convertidos en prefecturas, intendencias, sucursales, administraciones delegadas. Así transformado, podrían dar al cuerpo político el nombre de República, el de democracia o el que mejor quisieran; no sería ya un Estado constituido en la plenitud de sus diversas autonomías, no sería ya una confederación. Lo mismo sucedería con mayor motivo si por una falsa razón de economía, por deferencia o por cualquiera otra causa, los municipios, cantones o Estados confederados encargasen a uno de ellos de la administración y del gobierno de los otros. La República se convertiría de federativa en unitaria y estaría en camino del despotismo”.
Como conclusión: cabe esperar que para Alberdi el sistema mixto haya sido la panacea, no por ser el mejor sistema, sino por ser el que traía el encuentro y la tan anhelada la paz. Cabe preguntarse aquí, ¿qué vale más? ¿Tener razón o vivir en paz? ¿Pelear por el futuro o poder vivir el presente?
Autor: Juan Bautista Alberdi
Libro: Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1852)
Capítulo 21: Continuación del mismo asunto. La federación pura es imposible en la República Argentina. Cuál federación es practicable en aquel país
Por la simple federación, la federación pura, no es menos irrealizable, no es menos imposible en la República Argentina, que la unidad pura ensayada en 1826.
Una simple federación no es otra cosa que una alianza, una liga eventual de poderes iguales e independientes absolutamente. Pero toda alianza es revocable por una de las partes contratantes, pues no hay alianzas perpetuas e indisolubles. Si tal sistema fuese aplicable a las Provincias interiores de la República Argentina, sería forzoso reconocer en cualquiera de ellas el derecho de revocar la liga federal por su parte, de separarse de ella y de anexarse a cualquiera de las otras Repúblicas de la América del Sud; a Bolivia, a Chile, a Montevideo, v. g. Sin embargo, no habría argentino, por federal que fuera, que no calificase ese derecho de herejía política, o crimen de lesa nación. El mismo Rosas, disputando al Paraguay su independencia, ha demostrado que veía en la República Argentina algo más que una simple y pura alianza de territorios independientes.
Una simple federación excluye la idea de un gobierno general y común a los confederados, pues no hay alianza que haga necesaria la creación de un gobierno para todos los aliados. Así, cuando algunas Provincias argentinas se han ligado parcialmente por simples federaciones, no han reconocido por eso un gobierno general para su administración interior.
Excluye igualmente la simple federación toda idea de nacionalidad o fusión, pues toda alianza deja intacta la soberanía de los aliados. La federación pura en el Río de la Plata tiene, pues, contra sí los antecedentes nacionales o unitarios que hemos enumerado más arriba; y además todos los elementos y condiciones actuales que forman la manera de ser normal de aquel país. Los unitarios han tenido razón siempre que han llamado absurda la idea de asociar las Provincias interiores de la República Argentina sobre el pie de la Confederación Germánica o de otras Confederaciones de naciones o estados soberanos e independientes, en el sentido que el derecho internacional da a esta palabra; pero se han engañado cuando han creído que no había más federación que las simples y puras alianzas de poderes independientes e inconexos.
La federación de los Estados Unidos de Norte América no es una simple federación, sino una federación compuesta, una federación unitaria y centralista, digámoslo así; y por eso precisamente subsiste hasta la fecha y ha podido hacer la dicha de aquel país. Se sabe que ella fue precedida de una Confederación o federación pura y simple, que en ocho años puso a esos Estados al borde de su ruina.
Por su parte, los federales argentinos de 1826 comprendieron mal el sistema que querían aplicar a su país.
Como Rivadavia trajo de Francia el entusiasmo y la adhesión por el sistema unitario, que nuestra revolución había copiado más de una vez de la de ese país, Dorrego, el jefe del partido federal de entonces, trajo de los Estados Unidos su devoción entusiasta al sistema de gobierno federativo. Pero Dorrego, aunque militar como Hamilton, el autor de la Constitución norteamericana, no era publicista, y a pesar de su talento indisputable, conocía imperfectamente el gobierno de los Estados Unidos, donde sólo estuvo los cuatro días de su proscripción. Su partido estaba menos bien informado que él en doctrina federalista.
Ellos confundían la Confederación de los Estados Unidos de 9 de Julio de 1778 con la Constitución de los Estados Unidos de América, promulgada por Washington el 17 de Septiembre de 1787. Entre esos dos sistemas, sin embargo, hay esta diferencia: que el primero arruinó los Estados Unidos en ocho años, y el otro los restituyó a la vida y los condujo a la opulencia de que hoy disfrutan. El primero era una simple federación; el segundo es un sistema mixto de federal y unitario. Washington decidió de la sanción de este último sistema, y combatió con todas sus fuerzas la primera federación simple y pura, que dichosamente se abandonó antes que concluyese con los Estados Unidos. De aquí viene que nuestros unitarios de 1826 citaban en favor de su idea la opinión de Washington, y nuestros federales no sabían responder que Washington era opuesto a la federación pura, sin ser partidario de la unidad pura.
La idea de nuestros federales no era del todo errónea, y sólo pecaba por extremada y exclusiva. Como los unitarios, sus rivales, ellos representaban también un buen principio, una tendencia que procedía de la historia y de las condiciones normales del país.
Las cosas felizmente nos traen hoy al verdadero término, al término medio, que representa la paz entre la provincia y la nación, entre la parte y el todo, entre el localismo y la idea de una República Argentina.
Será, pues, nuestra forma normal un gobierno mixto, consolidable en la unidad de un régimen nacional; pero no indivisible como quería el Congreso de 1826, sino divisible y dividido en gobiernos provinciales limitados, como el gobierno central, por la ley federal de la República.
Si la imitación no es por sí sola una razón, tampoco hay razón para huir de ella cuando concurre motivo de seguirla. No porque los romanos y los franceses tengan en su derecho civil un contrato llamado de venta, lo hemos de borrar del nuestro a fuer de originales. Hay una anatomía de los Estados, como hay una anatomía de los cuerpos vivientes, que reconoce leyes y modos de ser universales.
Es practicable y debe practicarse en la República Argentina la federación mixta o combinada con el nacionalismo, porque este sistema es expresión de la necesidad presente y resultado inevitable de los hechos pasados.
Ha existido en cierto modo bajo el gobierno colonial, como lo hemos demostrado más arriba, en que coexistieron combinados la unidad del virreinato y los gobiernos provinciales, emanados como aquél de la elección directa del soberano.
La Revolución de Mayo confirmó esa unidad múltiple o compleja de nuestro gobierno argentino, por el voto de mantener la integridad territorial del virreinato, y por la convocatoria dirigida a las demás provincias para crear un gobierno de todo el virreinato.
Ha recibido también la sanción de la ciencia argentina, representada por ilustres publicistas. Los dos ministros del Gobierno de Mayo de 1810 han aconsejado a la República ese sistema.
«Puede haber una federación de sólo una nación», decía el Dr. Moreno. «El gran principio de esta clase de gobierno (decía) se halla en que los Estados individuales, reteniendo la parte de soberanía que necesitan para sus negocios interiores, ceden a una autoridad suprema y nacional la parte de soberanía que llamaremos eminente para los negocios generales; en otros términos, para todos aquellos puntos en que deben obrar como nación».
«Deseo ciertas modificaciones que suavicen la oposición de los pueblos (decía el Dr. Paso en el Congreso de 1826), y que dulcifiquen lo que hallen ellos de amargo en el gobierno de uno sólo. Es decir, que las formas que nos rijan sean mixtas de unidad y federación».
Los himnos populares de nuestra revolución de 1810 anunciaban la aparición en la faz del mundo de una nueva y gloriosa nación, recibiendo saludos de todos los libres, dirigidos al gran pueblo argentino. La musa de la libertad sólo veía un pueblo argentino, una nación argentina, y no muchas naciones, y no catorce pueblos. En el símbolo o escudo de armas argentinas aparece la misma idea, representada por dos manos estrechadas formando un solo nudo sin consolidarse: emblema de la unión combinada con la independencia.
Reaparece la misma idea en el acta célebre del 9 de Julio de 1816, en que se lee: que preguntados los representantes de los pueblos si querían que las Provincias de la Unión fuesen UNA NACIÓN LIBRE E INDEPENDIENTE, reiteraron su voto llenos de santo ardor por la independencia DEL PAÍS.
Tiene además en su apoyo el ejemplo del primer país de América y del mundo, en cuanto a sistema de gobierno: los Estados Unidos del Norte. Es aconsejado por la sana política argentina, y es hostia de paz y de concordia entre los partidos, tan largo tiempo divididos, de aquel país, ávido ya de reposo y de estabilidad.
Acaba de adoptarse oficialmente, por el acuerdo celebrado el 31 de Mayo de 1852, entre los gobernadores de todas las Provincias argentinas en San Nicolás de los Arroyos.
Al mismo tiempo que ese acuerdo declara llegado el caso de arreglar por medio de un Congreso general federativo la administración general del país bajo el sistema federal (art. 2.º), declara también que las Provincias son miembros de la Nación (art. 5.º), que el Congreso sancionará una constitución nacional (art. 6.º), y que los diputados constituyentes deben persuadirse que el bien de los pueblos no se conseguirá sino por la consolidación de un régimen nacional regular y justo (art. 7.º). He ahí la consagración completa de la teoría constitucional de que hemos tenido el honor de ser órgano en este libro. Ahora será preciso que la constitución definitiva no se desvíe de esa base.
Europa misma nos ofrece dos ejemplos recientes en su apoyo: la Constitución helvética de 12 de Septiembre de 1848, y la Constitución germánica ensayada en Francfort al mismo tiempo, en que esas dos Confederaciones de Europa han abandonado el federalismo puro por el federalismo unitario, que proponemos.
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