Joseph McCabe: La ética cristiana (y su relación con la moral en el mundo)
Lo que sigue es one hell of a ride. Una joya, y una pena que no goce de vida fuera de un círculo muy chiquito de lectores en inglés.
Joseph McCabe fue sacerdote, hasta que se arrepintió. Se salió de la Iglesia, se convirtió en racionalista, y la criticó duro. Fue tildado de anti-católico, pero sólo se dedicaba a deshacer mitos, sin importar de qué tipo. Por ejemplo, le dio muy duro al espiritismo e incluso llegó a debatir en público sobre el tema con el escritor de Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle.
A McCabe, librepensador, le gustaba discutir en público, y discutir ideas. Escribió un montón de libros sobre todo tipo de cosas, incluyendo (y dejando de lado varias obras): sobre crímenes del Vaticano (nota: hacete el favor de ver Vatican Girl en Netflix), sobre Hitler, Rusia, el fascismo, Goethe, la historia del mundo y la civilización, el racionalismo, la masonería, un montón de cosas contra y relacionadas con la Iglesia Católica, sobre la ética, sobre la moral y sobre la evolución.
Estas últimas tres se juntan en su libro de 1926 The Human Origin of Morals, donde defiende que la moral simplemente evoluciona, y donde, en el capítulo 6 en el que trata The Christian Ethic, dice que Jesús no propuso nada revolucionario en temas morales—ni siquiera, se atreve a decir, algo nuevo. No se viene con vueltas y se viene con pruebas para decir que “nada nuevo u original apareció en Judea”. Esta afirmación ya la leímos en boca de varios autores en la anterior mini-serie sobre la inmortalidad del alma, y ahora revive en ésta sobre la regla de oro y la reciprocidad.
Sobre esto último, escribe McCabe: “tomemos dos o tres de las que comúnmente se dice que son las mayores innovaciones morales de Cristo y del cristianismo. La primera es, por supuesto, la Regla de Oro”. Después de decir que amar al prójimo como a uno mismo es una utopía, dice que “es una cita del Antiguo Testamento, no es una contribución cristiana a los bonitos sentimientos de los moralistas, tenía siglos de antigüedad cuando Cristo la citó”. Luego trae a colación lo dicho por Confucio, y cita el artículo que leímos sobre Confucio escrito por James Legge para la Enciclopedia Británica, “el más accesible de los libros”. (Años después se discutió también con la Británica.)
Y ante la afirmación natural de que Jesús puso la regla en forma positiva —“hacé”— en vez de en su forma negativa —“no hagás”—, McCabe cita el trabajo de Legge (“un misionero cristiano”) que dice que el maestro chino la entendía en toda su potencia positiva. Ante la afirmación de que “Cristo fue mucho más lejos que Confucio”, McCabe refuta, y trae a colación ese refrán de Lao-Tsé que el Padre Charles F. Aiken citaba igualmente en la Enciclopedia Católica: “respondé a la ofensa con amabilidad”.
Queda por ver cómo responderá el lector cristiano a esto, y si lo considera una ofensa, cosa que el ex-Padre McCabe no pretendía. “Confío en que el lector cristiano vea en esto una ilustración sorprendente de la forma en que se le engaña”, escribió.
Después de la China, pasea también por la moral de Buda, la hindú, la griega y la romana. Y después nombra a sus santos. Te dejo con esta breve historia de la ética cristiana, escrita con un espírtu volteriano, en una traducción hecha a partir del trabajo de una Inteligencia Artificial: DeepL. Yo sólo la pulí, la edité poquito, y la traje al voseo. Esperemos que la cosa “fluya”, como dice don Joseph que sucede con la moral a través del tiempo.
Autor: Joseph McCabe
Libro: El Origen Humano de la Moral (1926)
Capítulo 6: La Ética Cristiana
Es difícil ver cómo cualquier hombre o mujer, conociendo incluso los pocos hechos que es posible dar aquí, puede dudar de la teoría moderna de la evolución moral. No estamos tomando unos cuantos huesos del hombre prehistórico y adivinando cómo vivía. Está ahí, en toda la tierra, hoy día. La religión y la moral, y la combinación de ambas o la religión ética, están, en realidad, fabricándose en el taller humano. Nosotros, los trabajadores más avanzados, hemos terminado el trabajo y estamos observando a los aprendices.
Sí, podés decir (con un suspiro) que fue una evolución natural: no guiada, derrochadora, repleta de los disparates de la infancia, oscura con los horribles impulsos del verdadero salvaje. No entendemos eso. Pero el momento llegó. La revelación de una ley más santa irrumpió gradualmente en este mundo turbio. Dios se dio a conocer a uno o dos pueblos —por qué a uno o dos, o tan tarde, no lo sabemos— y les ordenó purificar la conciencia del mundo. El hombre tambaleante fue tomado de la mano y guiado, por fin.
Bueno, se necesitan varios volúmenes de esta serie para mostrar que esto es tan falso como tu idea de que Dios creó al hombre y lo vigiló. Cinco o seis volúmenes muestran, a partir de los hechos, que nada nuevo u original apareció en Judea. El monoteísmo ya era conocido. Ya existía una ética superior a la de los profetas hebreos. Uno no conoce la verdad sobre el mundo antiguo.
No nos damos cuenta de la verdad sobre Judea. Incluso mientras escribo esto, en el corazón de Londres, los periódicos cuentan que un clérigo inglés tiene terribles dificultades con su rebaño, porque se niega a leer ciertos Salmos en la iglesia. Podés adivinar qué salmos: los que hablan de aplastar las cabezas de los niños pequeños contra las piedras, etcétera; ¡y estos salmos fueron escritos bastante tarde en la historia de Judea! Y la congregación inglesa se levanta con ira, y dice que, en el año 1926, ¡estas cosas deben ser consideradas como la Palabra de Dios!
Otros volúmenes de esta serie estudian el cristianismo en todos los aspectos concebibles; cada gran fase de su historia, cada aspecto de sus doctrinas y ética, cada reivindicación de influencia benéfica. No se omite nada. Pero es necesario mostrar aquí, como lo hago en El Origen de la Religión, que nada milagroso o nuevo o desconcertante ocurrió cuando apareció Cristo. La corriente de la evolución moral natural simplemente fluyó.
No digo “se detuvo”, recordalo. Fluyó todo el tiempo. En el año 1 d.C. debería estar mucho más lejos que en el año 1000 a.C. No sería un gran milagro que el mundo estuviera más iluminado en el año 500 d.C. que en el 500 a.C. Era mil años mayor, y tres grandes civilizaciones se habían añadido en ese periodo a la herencia del hombre. (De hecho, el mundo no estaba más iluminado en el año 500 d.C. que en el 500 a.C.)
El único punto aquí es completar mi historia preguntando si la nueva religión encaja naturalmente en ella. Y en lugar de hacer una serie de afirmaciones generales para las que no puede aparecer aquí la evidencia, tomemos dos o tres de las que comúnmente se dice que son las mayores innovaciones morales de Cristo y del cristianismo.
La primera es, por supuesto, la Regla de Oro. Tomémosla humanamente. Nadie va a amar a su prójimo como a sí mismo. No se puede hacer. Las emociones humanas no están hechas así. Un ideal debe ser algo realizable. Pero no tenemos que preocuparnos por esto. Vos ya estás enterado, por supuesto, que la Regla de Oro de la vida en este sentido —“Amarás a tu prójimo como a vos mismo”— es una cita del Antiguo Testamento. No es una contribución cristiana a los sentimientos bonitos de los moralistas. Tenía siglos de antigüedad cuando Cristo la citó.
Y como el Antiguo Testamento, tal como lo tenemos, fue escrito sólo a finales del siglo 5 a.C., su doctrina de amor fraternal es más de un siglo posterior a la de Buda. Además, Buda se refería al amor universal. El hermano del judío no era cada hombre, o su vecino. Supongo que conocés lo suficiente sobre los antiguos judíos como para saber eso. Los judíos ni siquiera profesaban amar a nadie más que a los judíos; y odiaban a muchos de ellos. Una pelea entre judíos es algo que hay que ver. Pero Buda, como cualquier obra sobre él cuenta, exigía que todo hombre amara a sus semejantes como una madre —esas fueron sus palabras— ama a sus hijos.
Tomemos la Regla de Oro en su forma propia y más o menos práctica: Actúa con los demás como querés que ellos actúen con vos. Es un principio muy admirable. Pone la teoría utilitaria de la moralidad en pocas palabras. Es una regla de vida social tan obvia que no sorprende que pocos la hayan dicho. No es profunda. Es sentido común. Si no querés que te digan mentiras, no las digás. Si querés un trato justo, honorable, amable y fraternal por parte de Cyrus P. Shorthouse o James F. Longshanks, intentá conseguirlo por reciprocidad.
Es una buena palabra, reciprocidad, ¿no? Bueno, el famoso y agnóstico moralista chino Confucio dio eso como la Regla de Oro seiscientos años antes de que naciera Cristo, y casi doscientos años antes de que se escribiera el Antiguo Testamento, ¡tal como lo tenemos escrito nosotros!
Puede que sacudás la cabeza y digás que ya has escuchado antes esta historia racionalista. Confucio, podés decir, sólo enseñó la Regla de Oro en forma negativa: No hagás a los demás lo que no querés que te hagan a vos. Esa afirmación se encuentra en toda la literatura cristiana. Cristo fue mucho más lejos que Confucio.
Bueno, suponiendo que no leés chino, y que la traducción de los clásicos chinos no está disponible, abrí el más accesible de los libros, la Enciclopedia Británica, en el artículo Confucio. Está escrito por un misionero cristiano y excelente erudito chino, el Dr. Legge, y ha estado disponible para todo escritor cristiano durante años. El Dr. Legge dice, citando la expresión Regla de Oro: “Varias veces él [Confucio] dio esa regla en palabras expresas: Lo que no te gusta que te hagan a vos, no lo hagás a los demás”.
Finalmente, un discípulo le preguntó si podía expresarla en una palabra. Él dio la palabra china compuesta “reciprocidad”. El Dr. Legge nos dice que consiste en los dos caracteres “como corazón”: dejá que los impulsos de tu corazón sean los mismos que querés en el de tu prójimo. Y para que no se siga insistiendo en que tal vez sea sólo dicha de forma negativa, el Dr. Legge prosigue: “Se ha dicho [lo dicen casi todos los demás escritores cristianos] que sólo dio la regla en forma negativa, pero la entendió en su forma positiva y más completa”. Ningún erudito chino difiere de esto; y el profesor Westermarck da otros dichos de Confucio para probarlo.
Claro, pero —dirás vos—, está el consejo de amar incluso a los enemigos. ¿Hubo algún moralista en el mundo que instara a tal refinamiento de la virtud antes de Cristo?
¡Ah! sí. (Perdoná el suspiro, pero yo nunca amo a mis enemigos. Creo que sería una mala política social hacerlo. Más bien alienta a los mezquinos e injustos.) El Antiguo Testamento dice: “No odiarás a tu hermano”. Tal vez no sea concluyente, pero no importa, ya que el consejo se había dado de forma bastante explícita mucho antes.
El gran sabio chino, Lao-tse, contemporáneo de Confucio y casi tan racionalista como éste, dijo: “Respondé a la ofensa con amabilidad”. Esto se acerca bastante; y la doctrina parece haber sido común en la ética humanitaria de China. Más tarde, en el siglo 4 a.C., encontramos al principal discípulo de Confucio, el gran moralista Mencio, que parece haber sido el primero en condenar la guerra, diciendo: “Un hombre benévolo no acumula ira ni abriga resentimiento contra su hermano, sino que sólo lo mira con afecto y amor”.
Ahí, en el corazón de la China agnóstica, trescientos años antes de que se pronunciara el Sermón de la Montaña, tenés la doctrina completa de amar a tus enemigos como cosa común de la moral humanitaria.
Buda, en la India, enseñó la misma doctrina. El amor, insistió, debía ser universal; y en el Dhammapada leemos: “El odio cesa por el amor: esta es una vieja regla”. De hecho, parece haber sido tan común en la India siglos antes de Cristo como lo fue en China. En las “leyes de Manu”, compiladas a principios de la Era Cristiana, pero que consisten en antiguos escritos hindúes, se dice: “Contra un hombre enfadado, que no muestre a cambio su ira; que bendiga cuando sea maldecido”.
Los moralistas europeos no cristianos —Sócrates y Platón, Séneca, Plinio, Epicteto y Marco Aurelio— tenían el mismo sentimiento. “No debemos tomar represalias, ni devolver mal por mal a nadie”, dijo Sócrates, citado con aprobación por Platón. Séneca escribió todo un tratado Sobre la Ira, condenándola en todas sus formas. Por eso, no es sorprendente en absoluto que, cuando la influencia griega comenzó a sentirse en Judea, como vemos en el Eclesiástico y en los Proverbios, se reproduzca el mismo sentimiento. “No odiarás a tu hermano”, ya estaba escrito en el Levítico; pero, como dije antes, el “hermano” del judío siempre significaba un judío. El sentimiento, sin embargo, era ahora tan común en todas las escuelas de moralistas que los hebreos más finos lo adoptaron naturalmente y, a través de la escuela del rabino Hillel, pasó a los cristianos.
He aquí, pues, un sentimiento, que miles de escritores cristianos han afirmado que era totalmente original en Cristo, y que en realidad era una cosa común de los moralistas durante cientos de años antes de Cristo y en el mundo “pagano”. Confío en que el lector cristiano vea en esto una ilustración sorprendente de la forma en que se le engaña; pero llevaré el argumento un paso más allá.
A ningún cristiano, ni siquiera a Cristo, se le ocurrió que, si este sentimiento moral es elevado, debería aplicarse preeminentemente a la concepción que el hombre tiene de Dios. ¿Sobre qué principio debe Cristo como hombre amar a sus enemigos, y Cristo como Dios idear para ellos una eternidad de tormento diabólico? Dejá que tu Dr. Rileys responda a eso. Y, desde que Dios, el ideal, fue obligado a castigar a los transgresores de su ley, la sociedad humana y eclesiástica continuó en todas partes haciéndolo sin escrúpulos.
Hoy nos damos cuenta de que esto es inmoral. Imponemos penas para disuadir a los posibles transgresores, no como castigo. ¿Quién introdujo esta idea en el mundo? Platón y Aristóteles. Ellos enseñaron a los griegos que el “castigo” de un criminal era “una medicina moral” y un elemento disuasorio. Después llegó el cristianismo, y el sentimiento se perdió. El castigo, como tal, era más abominable que nunca. Finalmente, un grupo de humanitarios consiguió la reforma. ¿Quiénes eran? Grocio (un cristiano liberal o semi-racionalista, y el menos eficaz), y luego Hobbes, Montesquieu, Beecaria, Filangiere, Feuerbach, Schopenhauer, y (sobre todo) Bentham; todos racionalistas, la mayoría agnósticos.
Esto lo vemos en detalle en otra parte; y también en otro libro hacemos una historia completa de los sentimientos morales de los Evangelios. No hay ningún sentimiento puesto en boca de Cristo que no fuera bien conocido entre los moralistas paganos: ni siquiera la idea de darle al ladrón también tus pantalones (no estoy seguro de las prendas concretas) cuando te ha quitado el abrigo. La corriente de la evolución moral sólo sigue su curso. El mundo de entonces, desde Roma hasta Alejandría, estaba lleno de moralistas sentimentales. Cómo llegaron sus sentimientos a la boca de Cristo es una pregunta que debemos responder mediante un estudio histórico de los tiempos.
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