José Luis Aranguren: el descanso y la diversión en los reyes y en Quevedo
Cualquiera que haya visto la serie The Crown, que retrata de forma íntima la vida de la monarquía británica durante el reinado de Isabel II, así como las relaciones entre los reales, cualquiera que esté viendo ahora mismo la temporada más reciente, podrá reconocer en Isabel las palabras de Francisco de Quevedo: “Reinar es velar, quien duerme no reina”; “el reinar es tarea”. Duty, no se cansa de recordar la monarca a su familia: ellos nacieron con un deber. No hay descanso, no hay otra opción. Pareciera que no hay espacio para la diversión, y todo debe ser hecho con el decoro propio de la realeza y de la acción a realizarse.
Isabel II acaba de fallecer, pero la Historia no está tardando mucho en ubicarla entre los mejores monarcas que ha grabado en su memoria. No sólo por tener el segundo mandato más largo que se conoce (casi 71 años), sino por su dedicación y entereza para enfrentar cuanta crisis se le puso enfrente, que no fueron pocas.
Para encontrar un reinado relativamente semejante en territorio ibérico, hay que remontarse a los casi 63 años que gobernó Jaime I de Aragón en el siglo 13. ¿Por qué me voy a la península ibérica? Porque don Francisco de Quevedo dedicaba su Política de Dios “A don Felipe, IV de este augusto nombre, Rey de la Españas, monarca del orbe, nuestro señor”, que tenía la obvia “tarea de gobernar a España”. La primera frase es de Quevedo en su introducción, la segunda es del doctor en Filosofía José Luis López-Aranguren Jiménez, “uno de los filósofos y ensayistas españoles más influyentes del siglo 20”.
Don José Luis L. Aranguren escribe lo citado en la Revista de Educación, que “es una publicación científica del Ministerio de Educación y Formación Profesional español”. Fundada en 1940, ha trascendido presidentes, reyes e ideologías de gobierno. Lleva este nombre desde 1952. En 1955, los números 27 y 28 de la revista, los de enero y febrero de ese año, son dedicados al Curso Pre-Universitario, y observe, por favor, el lector, la calidad de textos que se daban a jóvenes pre-universitarios en la España de mitad del siglo pasado. Para quienes disfrutamos de la cultura y vivimos en este siglo (y no vivimos en sociedades con mayor grado deseado cultural), esto suscita—no voy a decir envidia, pero sí asombro. La calidad es muy alta, y para muestra basta este botón.
Y éste es el segundo motivo por el que nos vamos a la península ibérica. Está bien, uno puede decir: “España tiene una historia cultural, filósofica y literaria de muy largo alcance, de siglos de antigüedad, y por eso se pueden escribir cosas como estas para sus universitarios, para que su gente aprenda sobre su cultura”. Uno puede decir esto y tiene razón. Pero la cultura, incluso la ajena—y en este caso, ni siquiera ajena porque alguna vez fuimos parte del reino, y porque de ella viene la nuestra, y porque todo está conectado—, incluso la extranjera, puede ser enseñada en cualquier parte. Ahora más que nunca, que nos sobran las herramientas. Y da la sensación que ahora, dondequiera que sea en el mundo, es cuando menos se hace. Ya en la última temporada de The Crown podemos ver al príncipe Carlos discursear muy preocupado por esto, y embarcarse en un amplio y ambicioso programa cultural para los jóvenes de su reino, para que re-conozcan su historia y su cultura.
De todos modos, The Crown no es un libro, sino una serie en Netflix, y ahora sacamos nuestra información de docu-series, producciones visuales de historia novelada, y de videitos cortitos en YouTube—si tenemos suerte—y en TikTok. No está bien, no está mal, sólo es. Es la evolución de la comunicación, que mientras más se democratiza, más se banaliza.
Pero eso es otro tema. O el mismo. La intención aquí es hacer de este lugar en el que estás leyendo una academia, una donde recuperemos un poquito de profundidad y conocimiento, de bases, de fundamentos, de cultura. Mejor que memorizar es entender la esencia de las cosas, que así se aprenden mejor (o así se aprenden de verdad).
Anyway, creemos que vale la pena (¿vale la pena?) ahondar un poco más sobre la naturaleza verdadera del liderazgo en esta época en la que abundan cursillos y charlatanismo sobre cómo ser un buen líder. Cualquiera que te venda cursos sin base histórica, sin irse hasta el principio de la historia grabada, sin profundizar en la esencia, en los fundamentos de nuestra forma de actuar, está vendiendo cuentos y humo.
Creemos que vale la pena investigar más en el costo de ser rey, presidente, alcalde, CEO, gerente, manager, porque al revés de lo que muchos piensan, estas posiciones no tienen descanso. Al revés de lo que muchos creen, no es que no tengan jefes, sino que son empleados de todos: de los trabajadores de la empresa, de los proveedores, de los clientes “que siempre tienen la razón”, de los inversionistas y del vasto número de opinólogos y todólogos que pululan la chismografía del ciberespacio.
Por eso hemos decidido rescatar de los rincones más ocultos de ese ciberespacio este pedacito de curso, y de paso aprendemos un poquito más sobre la visión política de Francisco de Quevedo, uno de los hombres de letras más notables que ha producido la lengua que aquí hablamos y de “las Españas”.
Reinar es lo que todos quieren, cómo hacerlo bien es lo que pocos se preguntan. Aquí un comentario sobre la propuesta política de don Francisco, escrita por don José Luis. (Respetamos la ortografía original de la época.) Recordá que esto es para universitarios: stay hungry, stay foolish.
Autor: José Luis L. Aranguren
Revista de Educación, número 27-28 (1955)
Comentario a dos Textos de Quevedo
Sección 2 (extracto final)
Política del Rey como imitación de Cristo Rey
...Quevedo propone al rey el modelo de Cristo, pero no simplemente para que sea buen cristiano (y sólo en consecuencia para que sea también buen rey), sino para que sea buen rey cristiano. El presupuesto de esta sorprendente lectura quevedesca de los Evangelios, como guía de reyes en cuanto reyes, es la equívoca afirmación, base de todo el libro, de que Jesucristo fué rey.
Quevedo parte de un juego de palabras. La verdad, incluso dogmática es que, efectivamente, Cristo es Rey, pero no de este mundo, y que no ejerció imperio sobre las cosas civiles; que no fué, en suma, rey en sentido político. Quevedo, sin embargo, no pone mucho empeño en deslindar debidamente el principatus Christi; antes, al contrario, cultiva la confusión cuando afirma, en el capítulo II de la Política de Dios, que a Cristo se le vió ejercer “jurisdicción civil y criminal”. En otra ocasión he señalado la grave falta de respeto que comete Quevedo cuando, aprovechando tal equívoco, se atreve a trazar, en el Panegírico a la Majestad del Rey nuestro Señor Don Felipe IV, en la caída del Conde-Duque, el siguiente paralelo:
“Veinte y un años ha estado detenida la lumbre de vuestro espíritu esclarecido para que se conozca los años que podéis restaurar en una hora. Como puede caber en el ser humano, considero en V. M. esta imitación de la persona de Cristo, que después que se apartó de su Santísima Madre estuvo los mismos retirado en sí, viniendo a enseñar con palabras y obras a redimir al género humano; escondió en silencio los treinta y luego juntamente empezó a hacer milagros y enseñar”.
Frente a Maquiavelo y su “razón de Estado”, frente a la secularización de éste, fundada teológicamente por Lutero y políticamente por Bodino, frente al tacitismo y frente a la subordinación anglicana de la religión a la política, Quevedo mantendrá no como pensador de sistema, sino como pensador de situación concreta, la subordinación de la política a la moral cristiana o, dicho en sus propios y plásticos términos, la figura de Cristo Rey como modelo del rey. Porque “bien puede alguno... llamarse rey y firmarse rey; mas serlo y merecerlo serlo, si no imita a Cristo... no es posible, Señor”.
El absolutismo del cuidado
La época moderna ha sido la época de las monarquías absolutas. Los monarcas van concentrando en sí la plenitud del poder. Quevedo, pensador, según acabo de escribir, de “situación concreta”, acepta esta “dirección de la historia”, como se dice ahora, pero le impone dos condiciones: la responsabilidad moral del rey ante Dios y, lo que es más—lo acabamos de ver—la imitación de Cristo Rey y, en segundo lugar, que al absolutismo del poder corresponda el absolutismo del cuidado: que el rey tome sobre sí, personal e intransferiblemente—lucha de Quevedo contra los validos—, el cuidado de todos sus súbditos. Nuestro texto comienza diciendo que “el reinar es tarea” y termina hablando del “cuidado” regio. El tema estoico de la preocupación o cuidado es el motivo conductor de toda la obra a que el texto pertenece. Desde las primeras palabras advierte Quevedo a los reyes que “a vuestro cuidado, no a vuestro albedrío, encomendó las gentes Dios nuestro Señor”. “Reinar es velar. Quien duerme no reina”, escribe algo más adelante. Dirigiéndose directamente al rey le advierte en otro lugar: “Sospechosos deben ser a los reyes, Señor, los solícitos de su comodidad y descanso, pues su oficio es cuidado”. Cristo enseña a los reyes que “su oficio es de pastores”, pues para esto nacen reyes, para su desnudez y desabrigo y remedio de todos".
El regio oficio consiste, pues, en tarea, cuidado e incluso, como dice el capítulo siguiente al que comentamos, “cruz”.
Cuidado, descanso, diversión
¿Es posible mantenerse en constante cuidado? Parece que no. Parece que el mismo Cristo, modelo de reyes, se sentó junto a la fuente de la Samaritana porque estaba cansado. Sí, concede Quevedo, pero ¿cómo descansó? Sic, así: “descansó del camino y trabajo del cuerpo, y empezó a fatigarse en otra peregrinación del espíritu”. De donde, “los reyes que imitan a Cristo y descansan así, no se descansan a sí; descansan de un trabajo con otro mayor”. Naturalmente, Quevedo se da cuenta—y da cuenta a sus lectores—de que Cristo, hombre verdadero, necesitaba descansar del trabajo igual que los demás hombres, y cita en este sentido palabras de San Juan Crisóstomo y de Nicolás de Lira. Pero sin contradecirles declaradamente se acoge, para justificar su rigorista interpretación, a “la fecundidad de lumbres y misterios” de la Sagrada Escritura.
Ahora bien: la tremenda exigencia que hace Quevedo al rey, ¿en qué se funda? Por una parte, ciertamente, en la idea del origen divino del poder; el rey ha sido levantado por Dios sobre los demás hombres, pero no sólo en cuanto a majestad, también en cuanto a carga: “Que los ceptros piden más sudor que los arados, y sudor teñido de las venas; que la corona es peso molesto que fatiga los hombros del alma primero que las fuerzas del cuerpo”, dice nuestro texto. Pero, en un estrato más profundo, esta concepción del oficio regio y la correspondiente lectura del texto sagrado, se basan en una peculiar moral y en una peculiar antropología, o idea del hombre.
Efectivamente, la moral de Quevedo acentúa la preocupación, cuidado o, como dice Santo Tomás, la sollicitudo. Al proceder así depende, evidentemente, de los estoicos. Pero, ¿depende sólo de los estoicos? En mi libro El protestantismo y la moral (capítulo sobre “La moral calvinista”) he hecho ver que la sobrevaloración de lo sollicitudo o cuidado es típicamente calvinista, y en Catolicismo y protestantismo como formas de existencia (páginas 156 y ss) creo haber mostrado la comunidad, a lo menos parcial, de estilo de vida, entre reformadores y contrarreformadores. He aquí por dónde Quevedo, bajo la apariencia de un retorno humanista a pensamientos estoicos, se halla incurso, a su modo, en la actitud ética moderna.
Quevedo toma partido en cuanto al rey, pero en el fondo, también en cuanto al hombre, por el cuidado y contra el descanso. El descanso existencial es la “diversión” (en nuestro texto, la caza). Dos grandes católicos barrocos, Quevedo y Pascal, han escrito en contra de la diversión; Quevedo, en contra de la “diversión real” (“Quien divierte al rey, le depone, no le sirve”) aunque, por lo demás, una gran parte de su obra sea pura diversión; Pascal, en contra de la “diversión humana”. Ahora bien: dejando aparte lo que digan estos dos grandes extremosos, preguntémonos: ¿Cuál es la significación justa de la diversión en la vida del hombre?
Aristóteles se planteó ya este problema en la Ética nicomaquea (libro X, 6). Las diversiones—diagogé, paidiá, anápausis—se buscan por sí mismas y son necesarias, si bien la felicidad no consiste en ellas. “Jugar y divertirse para poder trabajar luego, como dice Amicarsis, parece razonable. Pues el juego descansa y no es posible trabajar continuamente, sino que se requiere descanso.” Pero el descanso, la anápausis, no es el fin de la vida. La skholé u otium, sí; pero la skholé no consiste en “juego”, sino en theoría, en contemplación. Santo Tomás está de acuerdo, en lo esencial, con la doctrina aristotélica sobre la diversión, que ilustra con la comparación, tomada de las Collationes Patrum, del arco que, siempre tenso, se rompería (S. Th. II-II, 168, 2). En nuestro tiempo es Ortega quien ha llamado la atención sobre este tema.
El juicio de Ortega, expresado en el prólogo al tratado de montería del conde de Yebes, nos interesa sobre manera por haber sido Ortega el primero, con Heidegger, en considerar ontológicamente el viejo tema estoico-calvinista de la preocupación o cuidado. Ortega concibe la vida, según es sabido, como “quehacer” y “ocupación”. Pero junto a la “ocupación trabajosa” hay la “ocupación felicitaria”. Así, pues, la ocupación humana es doble: “existir” y “descansar de existir”. Esta segunda ocupación, la “diversión” es, por tanto, una “dimensión radical de la vida del hombre”, y por eso toda cultura tiene que ser también cultura de evasión y diversión.
Quevedo, probablemente, no lo pensaba así. Pero ahí está su obra, festiva y divertida, para demostrar que, por debajo de sus convicciones estoicas, así lo sentía.
El cuidado de la muerte y el cuidado de España
Hemos interpretado—demasiado de prisa, sobre todo este último—dos textos de Quevedo. El primero, se refería a la muerte; el segundo, a la tarea de gobernar a España. El cuidado ético-religioso de la muerte, el cuidado ético-político, y en último término religioso también, de España, fueron las dos grandes preocupaciones de Quevedo. En su vejez una y otra habrían de articularse en lo que Pedro Laín llamó, hace años, el “complejo reactivo de la decadencia”. Dos fracasos políticos, la decadencia de España, que Quevedo percibió agudamente, y su propia derrota dentro de la política española, se alían con la concepción estoica de la vida como omnipresente muerte, y con el sentimiento de caducidad del viejo que ve a ésta aproximarse. El famoso soneto que comienza Miré los muros de la patria mía, leído hoy y enriquecido con el equívoco sentido de la palabra “patria”, envuelve en un talante unitario todos los desengaños, todas las tristezas, todos los cansancios de Francisco de Quevedo. Una sola esperanza le iba a quedar ya a quien en nuestro segundo texto se manifestaba predicador del cuidado y enemigo del descanso: el descanso último y definitivo en Dios que, hecho hombre, tomó sobre sí el cuidado de todos los hombres.
JOSÉ LUIS L. ARANGUREN
Doctor en Filosofía.
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