José Cadalso, en el día del traductor

Contexto Condensado

Hoy viernes 30 de septiembre, se celebra el Día Internacional de la Traducción. Según cuenta Wikipedia (al día de hoy), es la “fecha en que se conmemora el fallecimiento de Jerónimo de Estridón, traductor de la Biblia y santo patrono de los traductores”. Eusebio Hierónimo, san Jerónimo y Doctor de la Iglesia, tradujo la Biblia del griego y del hebreo al latín en el siglo 4.

El trabajo del traductor es durísimo, no sólo porque hay que meterse en la cabeza y la obra del autor que se transcribe, para entender qué quiso decir—e imaginate de cientos, como en la Biblia—, sino también porque una palabra o una frase mal traducida te puede sacar a un autor completamente de contexto, o de su estado de gracia. Si no se traduce también el carácter, se lo puede manchar. Y en el caso de la Biblia, bueno, ya sabemos que puede conducir a miles de años de traumas y tergiversaciones.

Thomas Jefferson, que quiso traducir a Epicteto siendo presidente de los Estados Unidos, y a quién leíamos ayer, ya criticaba estas tergiversaciones cristianas de “la moralidad más sublime que haya salido jamás de los labios del hombre”. Jefferson no es el primer presidente o rey traductor de obras: Mitre, Alfonso el Sabio, Solón, Cicerón—la lista no es tan larga como la de gobernadores escritores, pero cuenta entre sus miembros a gente que marcó de verdad la historia. Pero quienes en realidad han hecho historia en la traducción y en la sabiduría, son esos que no han ocupado cargos políticos y que han trabajado a lo largo del tiempo, en todos los rincones del mundo, por el simple y mero gusto y placer de saber más, y de compartir conocimiento. Muchos, muchísimos, lo han hecho anónimamente. Muchísimos, también, lo han hecho sabiendo que si los encontraban los podían matar. Y todos lo han hecho por amor a la sabiduría. Y a ellos, gracias.

Abajo, un texto de José Cadalso para conmemorar la fecha. A los que traducen, feliz día, y a los que leen traducciones, feliz finde.

Autor: José Cadalso

Libro: Cartas Marruecas (1774)

Carta 51: De Gazel a Ben-Beley

El uso fácil de la imprenta, el mucho comercio, las alianzas entre los príncipes y otros motivos han hecho comunes a toda la Europa las producciones de cada reino de ella. No obstante, lo que más ha unido a los sabios europeos de diferentes países es el número de traducciones de unas lenguas en otras; pero no creas que esta comodidad sea tan grande como te figuras desde luego. En las ciencias positivas, no dudo que lo sea, porque las voces y frases para tratarlas en todos los países son casi las propias, distinguiéndose éstas muy poco en la sintaxis, y aquéllas sólo en la terminación, o tal vez en la pronunciación de las terminaciones; pero en las materias puramente de moralidad, crítica, historia o pasatiempo, suele haber mil yerros en las traducciones, por las varias índoles de cada idioma. Una frase, al parecer la misma, suele ser en la realidad muy diferente, porque en una lengua es sublime, en otra es baja, y en otra media. De aquí viene que no sólo no se da el verdadero sentido que tiene en una, si le traduce exactamente, sino que el mismo traductor no la entiende, y, por consiguiente, da a su nación una siniestra idea del autor extranjero, siguiendo a tanto exceso alguna vez este daño, que se dejan de traducir muchas cosas porque suenan mal a quien emprendiera de buena gana la traducción si le sonasen bien, como si le acompañaran las cosas necesarias para este ingrato trabajo, cuales son a saber: su lengua, la extraña, la materia y las costumbres también de ambas naciones. De aquí nace la imposibilidad positiva de traducirse algunas obras. El poema burlesco de los ingleses titulado Hudibras no puede pasarse a lengua alguna del continente de Europa. Por lo mismo, nunca pasarán los Pirineos las letrillas satíricas de Góngora, y por lo propio muchas comedias de Molière jamás gustarán sino en Francia, aunque sean todas composiciones perfectas en sus líneas.

Esto, que parece desgracia, lo he mirado siempre como fortuna. Basta que los hombres sepan participarse los frutos que sacan de las ciencias y artes útiles, sin que también se comuniquen sus extravagancias. La nobleza francesa tiene cierta especie de vanidad: exprésela el cómico censor en la comedia Le Glorieux, sin que esta necedad se comunique a la nobleza española; porque ésta, que es por lo menos tan vana como la otra, se halla muy bien reprendida del mismo vicio, a su modo, en la ejecutoria del drama intitulado El Dómine Lucas, sin que se pegue igual locura a la francesa. Hartas ridiculeces tiene cada nación sin copiar las extrañas. La imperfección en que se hallan aún hoy las facultades beneméritas de la sociedad humana prueba que necesita del esfuerzo unido de todas las naciones que conocen la utilidad de la cultura.


Thomas Jefferson: yo también soy epicúreo
Así como usted, yo también soy epicúreo. Considero que las doctrinas genuinas de Epicuro contienen todo lo que hay de racional en la filosofía moral que nos han dejado Roma y Grecia. Epicteto nos ha dado lo que había de bueno en los estoicos; todo lo demás, lo de sus dogmas, es hipocresía y teatro.

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