Hannah Arendt: ¿qué es la libertad?
Que la prueba de la causalidad—la posibilidad de prever los efectos si se conocen todas las causas—no se pueda aplicar al campo de los asuntos humanos no es una prueba de libertad, sólo significa que no estamos en condiciones de conocer todas las causas que entran en juego. ¿Libertad=libre albedrío?
En una entrevista con William F. Buckley Jr., en su programa Firing Line, Borges dijo: “El inglés es a la vez una lengua germánica y latina. Esos dos registros — para cualquier idea que tengás, tenés dos palabras. Esas palabras no van a significar exactamente lo mismo”.
En inglés, la palabra libertad tiene dos traducciones: liberty y freedom. “Ninguna otra lengua europea, antigua o moderna, ofrece tal posibilidad de elección”, como dijo Hanna Fenichel Pitkin (1931-2023), cuya especialidad se define en inglés como politcal theorist. Continúa ella:
“Entre los muchos teóricos que equiparan freedom con liberty hay, sin embargo, una notable excepción. Hannah Arendt consideraba esta diferencia conceptual precisamente como algo fundamental en sus preocupaciones teóricas más urgentes, y consideraba que nuestra ceguera ante ella era sintomática de debilidades modernas fundamentales”.
Arendt profundizó sobre el tema en sus ensayos On Revolution (1963) y en What is Freedom? De éste leemos un extracto líneas abajo: el primero de sus cuatro capítulos. En el tercero escribió: “la idea de freedom [con relación al «libre albedrío»] no desempeñó ningún papel en la filosofía anterior a San Agustín. La razón de este sorprendente hecho es que, tanto en la antigüedad griega como en la romana, freedom era un concepto exclusivamente político”.
John Stuart Mill (padrino de Bertrand Russell) escribe lo mismo en su ensayo Sobre la libertad (1859): “en la antigüedad esta contienda era entre súbditos, o algunas clases de súbditos, y el gobierno. Por liberty se entendía protección contra la tiranía de los gobernantes políticos”. Entonces, cuando Epicteto discursea Sobre la libertad, lo hace sobre la libertad política — y no olvidemos que Epicteto fue, durante largo tiempo, esclavo. Vamos a leer a Arendt citando a Epicteto, y vale traer lo que no leemos en el segundo capítulo, donde cita a Mill diciendo: “Nadie pretende que las acciones sean tan libres como las opiniones”. Y en On Revolution lo cita mientras dice: “La conversión del ciudadano de las revoluciones en el individuo privado de la sociedad del siglo 19 se ha descrito a menudo, normalmente, en términos de la Revolución Francesa, que hablaba de citoyens y burgueses. A un nivel más sofisticado, podemos considerar esta desaparición del «gusto por la libertad política» como el repliegue del individuo hacia un «dominio interior de la conciencia» donde encuentra la única «región apropiada de la libertad humana»” — una cita que vemos recitada aquí.
A lo largo de este libro hablamos más de esa libertad política, que implica la ausencia o presencia de restricciones; alabamos la oportunidad de practicarla, menospreciamos su abuso.
Ahora freedom se usa comúnmente en inglés para denotar el grado de capacidad que tenés de hacer lo que te plazca, pero liberty implica el uso responsable de esa capacidad con relación a los demás y sus restricciones: o sea, usar tu freedom sin afectar la freedom ajena. Y añadamos lo que dijo Epicteto: “Libre es quien vive como quiere … y no cae en lo que debe evitar.”
Y ahora vale la pena preguntarse: What is freedom? Y que la pregunta la responda una defensora de la libertad — aunque diga que esto “parece ser un emprendimiento sin esperanzas”. Hannah Arendt se vio perseguida por la eterna pregunta sobre qué es la libertad. Nació en un pueblo que ahora es parte de Hanover, en 1906, cuando ésta era parte de la Prusia que comandaba el Imperio Alemán. Johanna Arendt era judía. Cuando en 1933 los nazis ascienden al poder, trabajaba para la resistencia en la Organización Sionista de Alemania. Ya había publicado trabajos en contra del movimiento e investigaba la propaganda antisemita, una investigación entonces ilegal. Por eso fue arrestada por ocho días; ella y su madre.
Decidieron huir, primero a Ginebra y luego a París, donde continuó trabajando para la causa judía y la resistencia. En 1937 los nazis le quitaron la nacionalidad alemana; en el exilio, era una apátrida, una condición sobre la que también investigó exhaustivamente. Cuando en 1940 el Tercer Reich invade Francia, y ella y su segundo esposo son enviados a dos campos de concentración distintos; pero ambos lograron escapar, y se reencontraron en Montauban, donde estaba su madre. De ahí se movieron a Marsella. Su escape hacia Nueva York en 1941 —vía Lisboa, luego de atravesar España—, y el contexto de esa huída, se puede ver en la serie Transatlantic de Netflix.
En 1950 dejó el estado de statelessness: recibió la nacionalidad estadounidense. A los pocos años ya se había convertido en la autoridad sobre el autoritarismo: probablemente nadie trató mejor el tema del totalitarismo. Escritora, periodista, profesora y political theorist, es una de las filósofas más influyentes del siglo pasado. Murió a los 69 años, en 1975, en su departamento en Nueva York. El New York Times reportaba: “La Dra. Arendt se desplomó, al parecer de un ataque al corazón, mientras se encontraba con unos amigos”. En su máquina de escribir acababa de escribir el título de la tercera parte de su último trabajo, The Life of the Mind.
¿Qué es la libertad? se publicó en 1961 en la primera versión de la colección Entre el pasado y el futuro, que contenía seis ensayos; se agregaron dos más para la edición de 1968. La traducción la hicimos en esta casa, y es la primera que hay al voseo.
Algunas notas extras para su lectura:
1) Donde leás “libertad”, la autora escribió “freedom”; por lo hablado antes, mantengo los “liberty” originales.
2) Nihil ex nihilo = nada viene de la nada; nihil fit sine causa = nada sucede sin una razón.
3) Max Planck es el padre de la teoría cuántica; Nobel de Física en 1918.
4) Raison d’être = razón de ser; respeto el escrito original.
5) Arendt introdujo la idea de la vita contemplativa en contraste con la vita activa. Quizás no hay necesidad de traducirlas para entenderlas; pero, si la maravilla de la contemplación no te ha encontrado hasta ahora, podemos resumir que, para Arendt, la una hace referencia a la actividad mental, el pensamiento reflexivo y la introspección, la otra a la vida pública y la acción.
Libro: Entre el Pasado y el Futuro
> Ensayo: ¿Qué es la libertad?
>> Capítulo 1
Publicado por primera vez en 1961.
Este capítulo es parte de nuestra serie y libro físico Alabanza y Menosprecio de la Libertad y la Democracia
Plantear la pregunta ¿qué es la libertad? parece ser un emprendimiento sin esperanzas. Es como si contradicciones y antinomias antiguas estuvieran esperando para forzar la mente a dilemas de imposibilidad lógica, de modo que, dependiendo del cuerno del dilema al que uno está aferrado, se vuelve tan imposible la concepción de la libertad o su opuesto como entender la noción de la cuadratura del círculo. En su forma más simple, la dificultad puede resumirse como la contradicción entre nuestro actuar consciente y nuestra conciencia, que nos dicen que somos libres y entonces responsables, y nuestra experiencia diaria en el mundo exterior, en el que nos orientamos según el principio de causalidad. En todos los asuntos prácticos, y especialmente en los políticos, consideramos que la libertad humana es una verdad evidente, y es sobre esta premisa axiomática que se establecen las leyes en las comunidades humanas, se toman las decisiones y se emiten los juicios. En todos los campos del quehacer científico y teórico, por el contrario, procedemos de acuerdo con la verdad no menos evidente del nihil ex nihilo, del nihil sine causa, es decir, partiendo del supuesto de que incluso «nuestras propias vidas están, en última instancia, sujetas a causalidad», y que si existiera en nosotros, en última instancia, un ego libre, ciertamente nunca hace su aparición inequívoca en el mundo de los fenómenos y, por lo tanto, nunca puede ser objeto de comprobación teórica. De ahí que la libertad resulte ser un espejismo en el momento en que la psicología se asoma a lo que supuestamente es su dominio más profundo; porque “el papel que la fuerza desempeña en la naturaleza, como causa del movimiento, tiene su contrapartida en la esfera mental en la motivación como causa de la conducta”1. Es cierto que la prueba de causalidad —la previsibilidad del efecto si se conocen todas las causas— no puede aplicarse al ámbito de los asuntos humanos; pero esta imprevisibilidad no es una prueba de la libertad, sólo significa que simplemente no estamos en condiciones de conocer nunca todas las causas que entran en juego, y esto en parte debido al gran número de factores que intervienen, pero también porque las motivaciones humanas, a diferencia de las fuerzas naturales, siguen ocultas a todos los observadores, tanto a la inspección de nuestros semejantes como a la introspección.
La mayor aclaración en estos temas oscuros se la debemos a Kant y a su insight de que la libertad no es más accesible para el sentido interno y dentro del campo de la experiencia interna de lo que lo es para los sentidos con los que conocemos y comprendemos el mundo. Sea o no la causalidad una cosa operativa en los ámbitos de la naturaleza y el universo, es sin duda una categoría mental para poner en orden todos los datos sensoriales, cualquiera que sea su naturaleza, y así hace posible la experiencia. De ahí que la antinomia entre la libertad práctica y la no-libertad teórica, ambas igualmente axiomáticas en sus respectivos campos, no se refiera meramente a una dicotomía entre ciencia y ética, sino que radica en las experiencias de la vida cotidiana de las que tanto la ética como la ciencia toman sus respectivos puntos de partida. No es la teoría científica, sino el pensamiento mismo, en su estado pre-científico y pre-filosófico, lo que parece disolver la libertad en la que se basa nuestra conducta práctica en la nada. Porque el momento en que reflexionamos sobre un acto realizado bajo el supuesto de que somos un agente libre, parece quedar bajo el dominio de dos tipos de causalidad: de la causalidad de la motivación interior, por un lado, y del principio causal que rige el mundo exterior, por otro. Kant salvó a la libertad de este asalto doble contra ella distinguiendo entre una razón «pura» o teórica, y una «razón práctica» cuyo centro es el libre albedrío; por lo que es importante tener en cuenta que el agente de libre albedrío —prácticamente todo lo importante— no aparece nunca en el mundo de los fenómenos, ni en el mundo exterior de nuestros cinco sentidos ni en el campo del sentido interior con el que me siento a mí mismo. Esta solución, que opone el dictado de la voluntad al entendimiento de la razón, es bastante ingeniosa y puede incluso bastar para establecer una ley moral cuya consistencia lógica no tiene nada que envidiar a las leyes naturales. Pero no elimina la mayor y más peligrosa de las dificultades, es decir, que el pensamiento mismo, tanto en su forma teórica como pre-teórica, hace desaparecer la libertad; aparte de que debe parecer raro que la facultad de la voluntad, cuya actividad esencial consiste en dictar y mandar, sea la que alberga la libertad.
En cuanto a la cuestión política, el problema de la libertad es crucial, y ninguna teoría política puede permitirse el lujo de permanecer despreocupada ante el hecho de que este problema ha conducido al “bosque oscuro en el que la filosofía ha perdido su camino”2. La tesis de las consideraciones que siguen es que la razón de esta oscuridad es que el fenómeno de la libertad no aparece en absoluto en el ámbito del pensamiento, que ni la libertad ni su opuesto se experimentan en el diálogo entre yo y yo mismo a través del cual surgen las grandes cuestiones filosóficas y metafísicas, y que la tradición filosófica, cuyo origen a este respecto consideraremos más adelante, ha distorsionado, en vez de clarificar, la idea misma de libertad tal como sucede en la experiencia humana, al trasladarla desde su campo original, el ámbito de la política y los asuntos humanos en general, a un dominio interior, la voluntad, donde estaría abierta a la introspección. Como primera justificación preliminar de este planteamiento, cabe señalar que, históricamente, el problema de la libertad ha sido la última de las grandes cuestiones metafísicas consagradas —como el ser, la nada, el alma, la naturaleza, el tiempo, la eternidad, etc.— en convertirse en tema de investigación filosófica. No hay ninguna preocupación por la libertad en toda la historia de la gran filosofía, desde los presocráticos hasta Plotino, el último filósofo antiguo. Y cuando la libertad hizo su primera aparición en nuestra tradición filosófica, fue la experiencia de la conversión religiosa la que le dio origen —de Pablo primero y de Agustín después—.
El ámbito en el que siempre se ha conocido la libertad, no como un problema, desde luego, sino como una cosa de la vida del día a día, es el ámbito político. Y aún hoy, nos demos cuenta o no, la cuestión política y el hecho de que el hombre es un ser dotado del don de la acción deben estar siempre presentes en nuestra mente cuando hablamos del problema de la libertad; porque la acción y la política, entre todas las capacidades y potencialidades de la vida humana, son las únicas cosas que ni siquiera podríamos concebir sin suponer al menos que existe la libertad, y difícilmente podemos tocar una sola cuestión política sin tocar, implícita o explícitamente, el problema de la libertad del hombre. La libertad, además, no es sólo uno de los muchos problemas y fenómenos del ámbito político propiamente dicho, como la justicia, el poder o la igualdad; la libertad, que sólo en raras ocasiones —en tiempos de crisis o revolución— se convierte en el objetivo directo de la acción política, es en realidad la razón por la que los hombres viven juntos en una organización política. Sin ella, la vida política como tal carecería de sentido. La raison d’être de la política es la libertad, y su campo de experiencia es la acción.
Esta libertad que damos por sentada en toda teoría política, y que incluso los que alaban la tiranía deben tener en cuenta, es todo lo contrario a la «libertad interior», el espacio interno en el que los hombres pueden escapar de la coerción externa y sentirse libres. Este sentimiento interior carece de manifestaciones externas y, por tanto, es políticamente irrelevante por definición. Cualquiera que sea su legitimidad, y por muy elocuentemente que haya sido descrito en la antigüedad tardía, es históricamente un fenómeno tardío, y originalmente fue el resultado de un distanciamiento del mundo en el que las experiencias terrenales se transformaron en experiencias dentro de uno mismo. Las experiencias de libertad interior son derivadas, ya que siempre presuponen una retirada del mundo exterior, donde la libertad fue negada, hacia un interior al que ningún otro tiene acceso. El espacio interior en el que el yo se protege del mundo no debe confundirse con el corazón o la mente, ya que ambos sólo existen y funcionan en interrelación con el mundo. No el corazón y no la mente, sino la interioridad como lugar de libertad absoluta dentro del propio yo, fue descubierta en la antigüedad tardía por quienes no tenían un lugar propio en el mundo y, por tanto, carecían de una condición terrenal que, desde la antigüedad temprana hasta casi mediados del siglo XIX, se consideraba unánimemente como un requisito previo para la libertad.
El carácter derivativo de esta libertad interior, o de la teoría de que “la región apropiada de la liberty humana” es el “campo interior de la conciencia”3, aparece más claramente si nos remontamos a sus orígenes. No es el individuo moderno —con su deseo de desplegarse, desarrollarse y expandirse, con su temor justificado a que la sociedad se lleve lo mejor de su individualidad, con su insistencia enfática “en la importancia del genio” y la originalidad—, sino los sectarios populares y divulgadores de la antigüedad tardía —que apenas tienen algo más en común con la filosofía que el nombre—, los más representativos en este tema. Así, los argumentos más persuasivos a favor de la superioridad absoluta de la libertad interior se encuentran aún en un ensayo de Epicteto, que comienza afirmando que libre es quien vive como quiere4, una definición que extrañamente hace eco de una frase de la Política de Aristóteles en la que la afirmación “libertad significa hacer lo que a uno le gusta” se pone en boca de los que no saben lo que es la libertad5. Epicteto prosigue a demostrar que un hombre es libre si se limita a lo que está en su poder, si no se mete en un ámbito donde pueda ser estorbado6. La “ciencia de vivir”7 consiste en saber distinguir entre el mundo ajeno sobre el que no se tiene poder y el yo del que puede disponer a su antojo8.
Históricamente, es interesante observar que la aparición del problema de la libertad en la filosofía de Agustín fue precedida por el intento consciente de divorciar la noción de libertad de la política, para llegar a una formulación mediante la cual uno pueda ser esclavo en el mundo y seguir siendo libre. Conceptualmente, sin embargo, la libertad de Epicteto, que consiste en ser libre de los propios deseos, no es más que una inversión de las nociones políticas antiguas vigentes; y el trasfondo político sobre el que se formuló todo este cuerpo de filosofía popular, la obvia decadencia de la libertad en el Imperio Romano tardío, se manifiesta todavía con bastante claridad en el papel que desempeñan en él nociones como poder, dominación y propiedad. Según la concepción antigua, el hombre sólo podía liberarse de la necesidad mediante el poder sobre otros hombres, y sólo podía ser libre si poseía un lugar, un hogar en el mundo. Epicteto trasladó estas relaciones terrenales a relaciones dentro del propio ser humano, con lo que descubrió que ningún poder es tan absoluto como el que el hombre produce sobre sí mismo, y que el espacio interior en el que el hombre lucha y se somete a sí mismo es más enteramente suyo, es decir, más protegido de las injerencias exteriores, de lo que cualquier hogar terrenal puede llegar a ser.
Por lo tanto, a pesar de la gran influencia que el concepto de una libertad interior, no política, ha ejercido sobre la tradición del pensamiento, parece seguro decir que el hombre no sabría nada de la libertad interior si no hubiera experimentado primero la condición de ser libre como una realidad terrenal tangible. Primero tomamos conciencia de la libertad o de su opuesto en nuestro trato con los demás, no en el trato con nosotros mismos. Antes de que se convirtiera en un atributo del pensamiento o en una cualidad de la voluntad, la libertad se entendía como la condición del hombre libre, que le permitía moverse, alejarse del hogar, salir al mundo y encontrarse con otras personas de obra y de palabra. Esta libertad estaba claramente precedida por la liberación: para ser libre, el hombre debía liberarse de las necesidades de la vida. Pero la condición de libertad no seguía automáticamente al acto de liberación. La libertad necesitaba, además de la mera liberación, la compañía de otros hombres que estuvieran en el mismo estado, y necesitaba un espacio público común para reunirse con ellos — un mundo políticamente organizado, en otras palabras, en el que cada uno de los hombres libres pudiera insertarse de palabra y obra.
Obviamente, no todas las formas de relación humana ni todos los tipos de comunidad se caracterizan por la libertad. Donde los hombres viven juntos pero no forman un cuerpo político —como, por ejemplo, en las sociedades tribales o en la intimidad del hogar— los factores que rigen sus acciones y conducta no son la libertad, sino las necesidades de la vida y la preocupación por su preservación. Además, donde sea que el mundo hecho por el hombre no se convierte en escenario para la acción y la palabra —como en comunidades gobernadas despóticamente que destierran a sus súbditos a la estrechez del hogar e impiden así el surgimiento de un ámbito público—, la libertad no tiene realidad terrenal. Sin un ámbito público políticamente garantizado, la libertad carece de espacio terrenal para aparecer. Puede ser que habite en los corazones de los hombres como un deseo, voluntad, esperanza o anhelo; pero el corazón humano, como todos sabemos, es un lugar muy oscuro, y cualquier cosa que ocurra en su oscuridad difícilmente puede llamarse un hecho demostrable. La libertad como hecho demostrable y la política coinciden y se relacionan entre sí como dos lados de un mismo asunto.
Sin embargo, es precisamente esta coincidencia entre política y libertad la que no podemos dar por sentada a la luz de nuestra experiencia política actual. El auge del totalitarismo, su pretensión de subordinar todas las esferas de la vida a las exigencias de la política y su consistente desconocimiento de los derechos civiles, sobre todo de los derechos a la privacidad y a la libertad frente a la política, nos hace dudar no sólo de la coincidencia entre política y libertad, sino de su misma compatibilidad. Nos inclinamos a creer que la libertad comienza donde termina la política, porque hemos visto que la libertad ha desaparecido cuando las llamadas consideraciones políticas se impusieron a todo lo demás. Al fin y al cabo, ¿no tenía razón el credo liberal «cuanta menos política, más libertad»? ¿No es cierto que cuanto menor es el espacio ocupado por lo político, mayor es el campo disponible para la libertad? En efecto, ¿no medimos el alcance de la libertad en cualquier comunidad por el margen libre que concede a actividades aparentemente no políticas, a la libre empresa económica o a la libertad de enseñanza, religión, de actividades culturales e intelectuales? ¿No es cierto, como creemos todos de alguna manera, que la política es compatible con la libertad sólo porque y en la medida en que garantiza una posible libertad de la política?
Esta definición de liberty política como una potencial libertad de la política no nos viene impuesta únicamente por nuestras experiencias más recientes; ha desempeñado un papel importante en la historia de la teoría política. No tenemos que ir más lejos que los pensadores políticos de los siglos XVII y XVIII, quienes la mayoría de las veces simplemente identificaban la libertad política con la seguridad. El fin supremo de la política, “el fin del gobierno”, era la garantía de seguridad; la seguridad, a su vez, hacía posible la libertad, y la palabra «libertad» designaba una quintaesencia de actividades que tenían lugar fuera del ámbito político. Incluso Montesquieu, aunque tenía una opinión no sólo diferente sino mucho más elevada de la esencia de la política que Hobbes o Spinoza, podía equiparar ocasionalmente la libertad política con la seguridad9. El auge de las ciencias políticas y sociales en los siglos XIX y XX ha ampliado incluso la brecha entre libertad y política; porque el gobierno, que desde el inicio de la Edad Moderna se había identificado con el dominio total de lo político, se consideraba ahora el protector designado, no tanto de la libertad como del proceso vital, los intereses de la sociedad y sus individuos. La seguridad seguía siendo el criterio decisivo, pero no la seguridad del individuo frente a la “muerte violenta”, como en Hobbes (donde la condición de toda liberty es librarse del miedo), sino una seguridad que permitiera un desarrollo imperturbable del proceso vital de la sociedad en su conjunto. Este proceso vital no está ligado a la libertad, sino que sigue su propia necesidad inherente; y sólo puede llamarse libre en el sentido en que hablamos de una corriente que fluye libremente. Aquí la libertad ni siquiera es el objetivo no político de la política, sino un fenómeno marginal — el que, de alguna manera, forma el límite que el gobierno no debe traspasar a no ser que la vida misma y sus intereses y necesidades inmediatas estén en juego.
Así, no sólo nosotros, que tenemos nuestras propias razones para desconfiar de la política en aras de la libertad, sino toda la época moderna ha separado libertad y política. Podría descender todavía más al pasado y evocar recuerdos y tradiciones más antiguos. El concepto secular premoderno de libertad era ciertamente enfático en su insistencia en separar la libertad de los súbditos de cualquier participación directa en el gobierno; para el pueblo, “liberty y la libertad consistían en tener el gobierno de esas leyes por las que su vida y sus bienes pudieran ser más suyos, y no por tener participación en el gobierno, que es algo que no les corresponde”, como lo resumió Carlos I en su discurso desde el patíbulo. No fue por un deseo de libertad por lo que la gente acabó exigiendo su participación en el gobierno o su admisión en el ámbito político, sino por desconfianza en quienes tenían poder sobre su vida y sus bienes. El concepto cristiano de libertad política, además, surgió de la sospecha y hostilidad de los primeros cristianos hacia el ámbito público como tal, de cuyas preocupaciones exigían ser absueltos para ser libres. Y esta libertad cristiana en aras de la salvación había sido precedida, como ya vimos, por la abstención de los filósofos de la política como requisito previo para la forma de vida más elevada y libre, la vita contemplativa.
A pesar del enorme peso de esta tradición y a pesar de la urgencia, quizá aún más reveladora, de nuestras propias experiencias, ambas presionando hacia la misma dirección de un divorcio de la libertad respecto de la política, creo que el lector puede creer que sólo ha leído una vieja perogrullada cuando he dicho que la raison d’être de la política es la libertad y que esta libertad se experimenta ante todo en la acción. A continuación no haré más que reflexionar sobre esta vieja perogrullada.
1 Sigo a Max Planck, Causation and Free Will (en The New Science, Nueva York, 1959), porque los dos ensayos, escritos desde el punto de vista del científico, poseen una belleza clásica en su simplicidad y claridad no simplificadoras.
2 Ibid.
3 John Stuart Mill, On Liberty.
4 Ver Sobre la libertad en Disertaciones, libro 4, 1, § 1.
5 1310a25 y ss.
6 Op. cit., § 75.
7 Ibid., § 118.
8 §§ 81 and 83.
9 Ver Esprit des Lois, 12, 2: “La liberté philosophique consiste dans l’exercice de la volonté. . . . La liberté politique consiste dans la sûreté.”
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