Hannah Arendt: los refugiados, la nación-estado y el estado policial
En diciembre de 1948, Hannah Arendt y Albert Einstein firmaron, junto con otros casi 30 intelectuales judíos que vivían en Estados Unidos, una carta dirigida al New York Times y a la opinión pública en la que se reclamaba no dar alas ni legitimidad a Menájem Beguín y su tour político por Estados Unidos. Beguín era líder de la organización terrorista judía Irgun, convertida en el partido político Libertad, con el que buscaba ganar las elecciones del recientemente creado Estado de Israel. En la carta, los denunciantes decían que este partido era “muy parecido en su organización, métodos, filosofía política y atractivo social a los partidos nazi y fascista”. Una declaración fortísima para gente de un pueblo que acababa de liberarse del sometimiento de los nazis y el fascismo.
Cuando los nazis ascendieron al poder en 1933, Arendt, que era parte de la Organización Sionista de Alemania, fue arrestada durante unos días por su trabajo de investigación sobre la propaganda antisemita. Al poco tiempo huyó, y desde el exilio trabajó para la Resistencia y mantuvo su investigación, un pedazo de la cual encontramos en su libro de 1951 Los Orígenes del Totalitarismo.
El libro está dividido en tres secciones: antisemitismo, imperialismo y totalitarismo — este último, “una nueva forma de gobierno” diferente y peor que el despotismo, la tiranía y la dictadura por su uso del terror para someter a la población.
Los judíos fueron apátridas durante milenios, ella lo fue desde 1937, cuando Alemania le quitó la nacionalidad, hasta 1950, cuando Estados Unidos le concedió la suya. Arendt estudió y trató también la condición de los apátridas en este libro, así como el hecho de que los judíos se hayan visto frecuentemente enfrentados con los pueblos entre los que vivían, aunque lamentó, en el prólogo a la primera parte, la inexistencia y “la necesidad, más grande que nunca, de un tratamiento imparcial y verdadero de la historia judía”. En su tratado, ella se concentra en los “elementos de la historia del siglo XIX que realmente figuran entre los «orígenes del totalitarismo». Aún queda por escribir una historia que abarque el antisemitismo, tarea que está más allá del alcance de este libro”. La tarea principal, para ella, es comprender el antisemitismo. Y comprender significa “un atento e impremeditado enfrentamiento a la realidad, un soportamiento de ésta, sea como fuere”; “examinar y soportar conscientemente la carga que nuestro siglo ha colocado sobre nosotros, y no negar su existencia ni someterse mansamente a su peso”.
Como parte del proceso, dice Arendt: “Las evoluciones políticas del siglo XX han empujado al pueblo judío al centro de la tormenta de acontecimientos. Fenómenos tan pequeños y carentes de importancia en términos de política mundial como la cuestión judía y el antisemitismo, se convirtieron en el agente catalizador, en primer lugar, del crecimiento nazi y del establecimiento de la estructura organizadora del Tercer Reich, en el que cada ciudadano tenía que demostrar que no era judío; después, en el de una guerra mundial de una ferocidad sin equivalentes, y finalmente, de la aparición del crimen sin precedentes de genocidio en medio de la civilización occidental, las fábricas de la muerte. Me parece obvio que todo esto haya exigido no sólo una lamentación y una denuncia, sino también una comprensión”.
Y de su mano volvamos al inicio de este contexto y al inicio de esta serie sobre el sionismo, movimiento por el que ella luchó y cuyo lado fascista terminó denunciando, porque lo que sucede ahora en Israel y Palestina no sucede de la nada, y merece, más que una lamentación, una comprensión. Aunque Arendt no habla aquí de sionismo ni del Estado de Israel, vale repetir que trató de tratar la cuestión judía de forma imparcial. Y en las líneas finales de esta sección escribe algo sobre el tema de los apátridas y refugiados cuando se hizo realidad el sueño sionista, sobre lo que los palestinos denominan Nakba, cosa que es relevante en esta serie porque negar lo que ocurrió es lo contrario a tratar de comprender el problema.
Una nota extra: la Primera Guerra Mundial dio pie al nacimiento de varios estados-naciones y al surgimiento de una gran masa de apátridas, refugiados y minorías. Al cabo de ésta nace la Sociedad de Naciones, precursora de la ONU que surge después de la Segunda Guerra Mundial. Entre los Tratados de Paz al final de la Primera, se propusieron términos para el trato de minorías. Algunos dicen que son “los primeros tratados internacionales de derechos humanos”. Pero lo que se firma en papel no siempre se cumple en cancha.
Libro: Orígenes del Totalitarismo
> Parte 2: Imperialismo
>> Capítulo 9: La decadencia de la nación-estado y el final de los derechos del hombre
>>> Sección 1: La «nación de las minorías y los apátridas»
>>>> Extracto del final de la sección (dejamos fuera las notas de la autora)
Publicado por primera vez en 1951, fue revisado y reeditado en 1958 y 1966.
Traducción de Guillermo Solana (1974)
...El mejor criterio por el que decidir si alguien se ha visto expulsado del recinto de la ley es preguntarle si se beneficiará de la realización de un delito. Si un pequeño robo puede mejorar, al menos temporalmente, su posición legal, se puede tener la seguridad de que ese individuo ha sido privado de sus derechos humanos. Porque entonces un delito ofrece la mejor oportunidad de recobrar algún tipo de igualdad humana, aunque sea como reconocida excepción a la norma. El único factor importante es que esta excepción es proporcionada por la ley. Como delincuente, incluso un apátrida no será peor tratado que otro delincuente, es decir, será tratado como cualquier otro. Sólo como violador de la ley puede obtener la protección de ésta. Mientras que dure su proceso y su sentencia estará a salvo de la norma policial arbitraria, contra la que no existen abogados ni recursos. El mismo hombre que ayer se hallaba en la cárcel por obra de su simple presencia en este mundo, que no tenía derecho alguno y que vivía bajo la amenaza de la deportación, que podía ser enviado sin sentencia ni proceso a algún tipo de internamiento porque había tratado de trabajar y de ganarse la vida, podía convertirse en un ciudadano casi completo por obra de un pequeño robo. Aunque no tenga un céntimo, puede contar ahora con un abogado, quejarse de sus carceleros y ser atentamente escuchado. Ya no es la escoria de la Tierra, sino suficientemente importante como para ser informado de todos los detalles de la ley conforme a la cual será procesado. Se ha convertido en una persona respetable.
Un medio mucho menos seguro y mucho más difícil para elevarse desde una posición de anomalía no reconocida al status de excepción reconocida sería el de convertirse en un genio. De la misma manera que la ley sólo conoce una diferencia entre los seres humanos, la diferencia entre el no criminal normal y el criminal anómalo, así una sociedad conformista ha reconocido exclusivamente una forma de individualismo determinado, el genio. La sociedad burguesa europea quería que el genio permaneciese al margen de las leyes humanas, que fuera un género de monstruo cuya principal función social fuese la de crear interés, y no importaba el que realmente estuviera fuera de la ley. Además, la pérdida de la nacionalidad privaba a las personas no sólo de protección, sino también de toda identidad claramente establecida y oficialmente reconocida, un hecho del cual eran muy exacto símbolo los febriles esfuerzos por obtener al menos un certificado de nacimiento del país que les desnacionalizó; uno de sus problemas quedaba resuelto cuando lograban el grado de distinción que rescataba a un hombre de la amplia multitud innominada. Sólo la fama respondería eventualmente a la repetida queja de los refugiados de todos los estratos sociales de que «aquí nadie sabe quién soy yo»; y es cierto que las posibilidades de un refugiado famoso mejoran de la misma manera que un perro con un nombre tiene más probabilidades de sobrevivir que un simple perro callejero que es tan sólo un perro.
La Nación-Estado, incapaz de proporcionar una ley a aquellos que habían perdido la protección de un Gobierno nacional, transfirió todo el problema a la policía. Esta fue la primera vez que la policía de Europa occidental recibió autoridad para actuar por su cuenta, para gobernar directamente a las personas; en una esfera de la vida pública ya no era un instrumento para afirmar el cumplimiento de la ley, sino que se convirtió en una autoridad dominadora, independiente del Gobierno y de los Ministerios. Su fuerza y su emancipación de la ley y del Gobierno crecieron en proporción directa a la afluencia de refugiados. Cuanto mayor era la proporción de apátridas efectivos y de apátridas en potencia con respecto a la población en general —en la Francia de la preguerra había alcanzado un 10% del total—, mayor era el peligro de una transformación gradual en un Estado policía.
No es necesario decir que los regímenes totalitarios, donde la policía se había elevado hasta la cumbre del poder, se hallaban especialmente ansiosos de consolidar su poder a través de la dominación de amplios grupos de personas que, al margen de cualquier delito cometido por algunos individuos, se hallaran en cualquier caso fuera del redil de la ley. En la Alemania nazi las Leyes de Nuremberg, con su distinción entre ciudadanos del Reich (ciudadanos completos) y nacionales (ciudadanos de segunda clase sin derechos políticos), habían abierto el camino para una evolución en la que, eventualmente, todos los nacionales de «sangre extranjera» podían perder su nacionalidad por decreto oficial; sólo el estallido de la guerra impidió que entrara en vigor la correspondiente legislación, que había sido detalladamente preparada.
Por otra parte, los crecientes grupos de apátridas en los países no totalitarios se vieron conducidos a una forma de ilegalidad organizada por la policía que determinó prácticamente una coordinación del mundo libre con la legislación de los países totalitarios. El hecho de que en definitiva se organizaran campos de concentración para los mismos grupos en todos los países, aunque existieran considerables diferencias en el trato a los internados, fue tan característico como el que la selección de los grupos se confiara exclusivamente a la iniciativa de los países totalitarios: si los nazis metían a una persona en un campo de concentración y ésta lograba escapar, digamos, a Holanda, los holandeses la metían en un campo de internamiento. Así, mucho tiempo antes del estallido de la guerra, la policía de cierto número de países occidentales, bajo el pretexto de la «seguridad nacional», había establecido por su propia iniciativa íntimas relaciones con la Gestapo y la GPU [de Rusia], de forma tal que existía una independiente política exterior de la policía.
Esta política exterior dirigida por la policía funcionó al margen por completo de los Gobiernos oficiales: las relaciones entre la Gestapo y la policía francesa nunca fueron tan cordiales como en la época del Gobierno del Frente Popular de León Blum, que era guiado por una política decididamente anti-alemana. En contra de los Gobiernos, las diferentes organizaciones policíacas nunca se sintieron abrumadas por los «prejuicios» respecto de ningún régimen totalitario; la información y las denuncias enviadas por los agentes de la GPU eran tan bien recibidas como las de los agentes fascistas y de la Gestapo. Conocían el destacado papel del aparato policíaco en todos los países totalitarios, conocían su elevado status social y su importancia política, y jamás se molestaron en ocultar sus simpatías. El hecho de que eventualmente hallaran los nazis tan escasa resistencia en la policía de los países que ocuparon y que fueran capaces de organizar el terror como lo organizaron con la ayuda de estas fuerzas policíacas locales fue debido, al menos en parte, a la poderosa posición que la policía había logrado a lo largo de los años en su irrefrenada y arbitraria dominación de los apátridas y los refugiados.
Tanto en la historia de la «nación de minorías» como en la formación del pueblo apátrida, los judíos desempeñaron un papel significativo. Se hallaban a la cabeza del llamado movimiento de minorías por obra de su gran necesidad de protección (que sólo podía compararse con la necesidad de los armenios) y de sus excelentes relaciones internacionales, pero, por encima de todo, porque no formaban mayoría en ningún país y por eso podían ser considerados como la minorité par excellence, es decir, la única minoría cuyos intereses sólo podían ser defendidos mediante una protección internacionalmente garantizada.
Las necesidades especiales del pueblo judío eran el mejor pretexto posible para negar que los Tratados [de minorías] fuesen un compromiso entre la forzosa tendencia de las nuevas naciones a asimilar a los pueblos extranjeros y las nacionalidades que por razones de oportunidad no podían obtener el derecho a la autodeterminación nacional.
Un incidente semejante hizo destacar a los judíos en la discusión del problema de los refugiados y de los apátridas. Los primeros Heimatlose o apatrides, tal como fueron creados por los primeros Tratados de Paz, eran en su mayoría judíos que procedían de los Estados sucesores y no podían o no querían colocarse bajo la nueva protección de minorías en sus patrias. Pero no constituyeron una considerable proporción de apátridas hasta que Alemania obligó a la judería alemana a la emigración y a pasar al estado de apátrida. Mas en los años que siguieron a la activa persecución hitleriana de los judíos alemanes, todos los países con minorías comenzaron a pensar en expatriar a éstas, y era natural que empezaran con la minorité par excellence, la única nacionalidad que realmente no tenía más protección que un sistema de minorías, convertido para entonces en una completa burla.
La noción de que el estado de apátrida es primariamente un problema judío fue un pretexto utilizado por todos los Gobiernos que trataron de acabar con el problema ignorándolo. Ninguno de los políticos fue consciente de que la solución hitleriana del problema judío, reduciendo primero a los judíos alemanes a la categoría de una minoría no reconocida en Alemania, empujándoles como apátridas al otro lado de la frontera y, finalmente, recogiéndoles en todas partes para enviarles a los campos de exterminio, era para el resto del mundo una demostración elocuente de la forma de «liquidar» realmente todos los problemas relativos a las minorías y los apátridas. Después de la guerra resultó que la cuestión judía, que había sido considerada la única insoluble, estaba, desde luego, resuelta —principalmente gracias a un territorio primero colonizado y luego conquistado—, pero esto no resolvió el problema de las minorías y de los apátridas. Al contrario, como virtualmente todos los demás acontecimientos de nuestro siglo, la solución de la cuestión judía produjo simplemente una nueva categoría de refugiados, los árabes, aumentando por ello el número de apátridas y fuera de la ley con otras 700.000 u 800.000 personas. Y lo que sucedió en Palestina dentro de un pequeño territorio y en términos de centenares de miles de personas, se repitió después en la India a escala aún mayor, implicando a muchos millones. Desde los Tratados de Paz de 1919 y 1920 los refugiados y los apátridas se han adherido como una maldición a los Estados de reciente creación creados a la imagen de la Nación-Estado.
Para estos nuevos Estados, la maldición aporta los gérmenes de una enfermedad mortal. Porque la Nación-Estado no puede existir una vez que ha quedado roto su principio de igualdad ante la ley. Sin esta igualdad legal que originalmente estaba concebida para sustituir a las antiguas leyes y a las normas de la sociedad feudal, la nación se disuelve en una masa anárquica de individuos privilegiados y de individuos desfavorecidos. Las leyes que no son iguales para todos revierten al tipo de los derechos y privilegios, algo contradictorio con la verdadera naturaleza de las Naciones-Estados. Cuanto más clara es la prueba de su incapacidad para tratar a los apátridas como personas legales y mayor la extensión de la dominación arbitraria mediante normas policíacas, más difícil es para los Estados resistir a la tentación de privar a todos los ciudadanos de status legal y de gobernarles mediante una policía omnipotente.