Hannah Arendt: la consecuencia política de la inmortalidad del alma
La consecuencia política más importante de la mezcla de política romana y filosofía griega, fue dejar a la Iglesia que elevara a categoría de dogma ideas del primer cristianismo, basadas en mitos platónicos: un elaborado sistema de premios y castigos en el más allá para las buenas y malas obras.
Así como el siglo 18 produjo algunas enciclopedias vivas, pensantes, andantes y escribientes, como Voltaire, el siglo 20 las parió también. Entre las enciclopedias sentientes más completas de esta época, y entre las más completas en historia política de la Historia, está Hannah Arendt. Esta judía alemana, exiliada y re-nacionalizada en Estados Unidos, es una de las personas que mejor estudió y comprendió lo hecho y escrito en teoría política. En cada concepto, se remontó hasta los orígenes, y desde allí, con el lenguaje sin vueltas y sin miedo que le caracteriza, supo trazar el camino.
En 1961 formuló el concepto hoy generalizado—no sin controversia—de “la banalidad del mal”. El mismo año publicó una segunda parte de sus Orígenes del Totalitarismo, y ocho ensayos en una colección titulada: Entre el Pasado y el Futuro, subtitulado Ocho ejercicios sobre el pensamiento político. En el tercero de los ejercicios, Arendt se pregunta: ¿Qué es la autoridad? A lo largo del ensayo, cruza tiempos, personas y lugares, desde su Nueva York hasta su Hannover, desde Hitler y Stalin hasta la Antigua Grecia. Allí encuentra en Platón a uno de los máximos teorizadores de la historia en materia de autoridad política, de control de masas populares, pero ya no con base en la fuerza bruta y violenta del Estado o la cabeza del Estado, sino con base en ideas, ideologías, en manipulación narrativa. En “opiniones potenciales que, quizá”, se podrían contar como verdades a medias, y que “podrían persuadir a la gente «como si fueran la verdad»”.
Platón, cuenta Arendt, se basa en algunas nociones populares para—básicamente—inventarse, o reinventar, los premios y castigos en otras vidas, el infierno y la inmortalidad del alma; la vida en el más allá como método de control de comportamiento en el más acá, como estrategia política. Platón también introdujo el término teología, que para él no significaba lo que para nosotros, sino que era “parte integrante de la «ciencia política» y, específicamente, la parte que enseña a la minoría la forma de gobernar a la mayoría”. Ya sabemos—lo venimos leyendo en este trip sobre la inmortalidad del alma y en el anterior sobre el estoicismo y el epicureísmo en el Imperio Romano—que las primeras sectas cristianas tomaron muchas ideas y mitos platónicos y los hicieron suyos, y sobre esas piedras pusieron los cimientos de la primera Iglesia, iglesia cuyo surgimiento coincidió con—o causó, según Nietzsche—la caída de Roma. Las consecuencias políticas de estas cosas que sucedieron en la zona de influencia del Mediterráneo, en el Imperium Romanum, siguen hasta hoy. Estas ideas, literalmente, cambiaron el mundo. Arendt, aquí, las conecta y las analiza.
Te dejo con un extracto (casi la mitad) del quinto capítulo de Qué es la Autoridad, gracias a la traducción de Ana Luisa Poljak (1996). Excluyo sólo una nota al pie de página de Arendt, por cuestiones de tu tiempo.
Autora: Hannah Arendt
Libro: Entre el Pasado y el Futuro (1961)
Ensayo #3: ¿Qué es la Autoridad?
Capítulo 5 (extracto)
La consecuencia política más importante de la amalgama de instituciones políticas romanas e ideas filosóficas griegas fue la de permitir a la Iglesia que interpretara las bastante vagas y conflictivas nociones del primer cristianismo acerca de la vida en el más allá a la luz de los mitos políticos platónicos, con lo que elevaba a la categoría de dogma de fe un elaborado sistema de premios y castigos para las buenas y las malas obras que no encontraban la retribución justa en la tierra. Esto no se produjo antes del siglo V, cuando se declararon heréticas las primeras enseñanzas acerca de la redención de todos los pecadores, incluido el propio Satanás (como enseñaba Orígenes y aún sostenía Gregorio de Nicea), y la interpretación espiritualista de las torturas del infierno como tormentos de la conciencia (cosa que también enseñaba Orígenes); pero esto coincidió con la caída de Roma, la desaparición de un orden secular firme, la gestión de los asuntos seculares por parte de la Iglesia y el surgimiento del papado como poder temporal. Las nociones populares y literarias sobre un más allá con premios y castigos estuvieron, por supuesto, tan diseminadas como lo habían estado en toda la Antigüedad, pero la versión cristiana original de esas creencias, coherente con las «buenas nuevas» y la redención del pecado, no era una amenaza de castigo eterno y sufrimiento perpetuo sino, por el contrario, el descensus ad inferos, la misión de Cristo en el mundo subterráneo donde pasó los tres días que mediaron entre su muerte y su resurrección para terminar con el infierno, derrotar a Satanás y evitar a las almas de los pecadores muertos, como lo había hecho con las almas de los vivos, la muerte y el castigo.
Nos resulta algo difícil medir con exactitud el origen político, no religioso, de la doctrina del infierno, porque, en su versión platónica, la Iglesia la introdujo muy temprano en el cuerpo de sus dogmas de fe. Parece por completo natural que esta incorporación con ese sesgo haya empañado la comprensión del propio Platón hasta el punto de identificar sus enseñanzas estrictamente filosóficas sobre la inmortalidad del alma, que se referían a la minoría, con su enseñanza política de un más allá con castigos y premios, que se refería sin duda a la mayoría. La preocupación del filósofo se centra en lo invisible que puede ser percibido por el alma, que es ella misma algo invisible (άειδές) y por tanto va al Hades, el lugar de la invisibilidad (‘Α-ίδης), cuando la muerte ya ha liberado a la parte invisible del hombre de su cuerpo, el órgano de la percepción sensorial.[1] Por esta causa siempre parece que los filósofos «se ocupan de la muerte y lo mortal» y la filosofía también puede denominarse «estudio de la muerte».[2] Los que no tienen ninguna experiencia de una verdad filosófica más allá del campo de la percepción sensorial es obvio que no pueden ser persuadidos de la inmortalidad de un alma sin cuerpo; para ellos, Platón inventó una cantidad de relatos con los que concluye sus diálogos políticos, en general cuando parece refutado el argumento mismo, como en La república, o cuando no ha sido posible persuadir al oponente de Sócrates, como en Gorgias. De esas narraciones, el mito de Er que se narra en La república es el más elaborado y el que ejerció mayor influencia. Entre Platón y el triunfo secular de la cristiandad en el siglo V, que implicó la sanción religiosa de la doctrina del infierno (hasta el punto de que desde entonces se convirtió en un rasgo tan general del mundo cristiano que los tratados políticos no necesitaban mencionarla específicamente), casi no hubo discusiones importantes de los problemas políticos —exceptuado Aristóteles— que no concluyeran con una imitación del mito platónico.[3] También es Platón, diferenciado de los judíos y de las primeras especulaciones cristianas sobre una vida en el más allá, el verdadero precursor de las elaboradas descripciones de Dante; en el filósofo griego encontramos por primera vez no sólo un concepto del juicio final sobre la vida eterna o la muerte eterna, sobre premios y castigos, sino también la separación geográfica de infierno, purgatorio y paraíso, a la vez que las horriblemente concretas ideas de un castigo corporal graduado.[4]
Parecen indiscutibles las implicaciones puramente políticas de los mitos de Platón en el último libro de La república, así como las de los fragmentos finales de Fedón y Gorgias. La distinción entre la convicción filosófica de la inmortalidad del alma y la políticamente deseable creencia en una vida en el más allá van paralelas con la distinción existente en la doctrina de las ideas entre la de lo bello, como la idea suprema del filósofo, y la del bien, como la idea suprema del estadista. Con todo, aunque Platón, al aplicar su filosofía de las ideas al campo político, borraba en cierta medida la distinción decisiva entre las ideas de la belleza y del bien, sustituyendo calladamente la segunda por la primera en sus difusiones sobre política, no se puede decir lo mismo acerca de la distinción entre un alma inmortal, invisible e incorpórea y un más allá en el que los cuerpos, sensibles al dolor, recibirán su castigo. Sin duda, una de las muestras más obvias del carácter político de esos mitos es que, porque implican un castigo corporal están en contradicción abierta con la doctrina de la mortalidad del cuerpo, y es evidente que el propio Platón era consciente de ese carácter contradictorio.[5] Además, cuando elaboró sus relatos, tuvo grandes precauciones para asegurarse de que se viera que se trataba no de la verdad sino de una opinión potencial que, quizá, podría persuadir a la gente «como si fuera la verdad».[6] Por último, ¿no es acaso evidente, sobre todo en La república, que todo el concepto de una vida después de la muerte quizá no tenga sentido para quienes hayan entendido el relato de la caverna y hayan sabido que el verdadero más allá es la vida terrena?
Sin duda, Platón se apoyó en creencias populares, quizá en tradiciones órficas y pitagóricas, para sus descripciones del más allá, tal como, casi mil años más urde, la Iglesia podría elegir con libertad entre las creencias y teorías por entonces más difundidas, para implantar a unas como dogma y declarar heréticas a otras. La diferencia entre Platón y sus predecesores, los que sean, es que él fue el primero en advertir las posibilidades de enorme contenido estrictamente político que había en esas creencias; de igual modo, la diferencia entre las laboradas enseñanzas de san Agustín sobre el infierno, el purgatorio y el paraíso, y las especulaciones de Orígenes o de Clemente de Alejandría fue que él (y tal vez Tertuliano antes que él) advirtió hasta qué punto esas doctrinas se podían usar como amenazas en este mundo, mucho más allá de su valor especulativo sobre una vida futura. Por cierto que nada resulta más sugestivo en este contexto que el hecho de que fuera Platón quien acuñó el vocablo «teología», ya que esta nueva palabra aparece, una vez más, dentro de una discusión estrictamente política, en La república, en unos momentos en que se habla de la fundación de ciudades.[7] Esa nueva divinidad teológica no es el Dios vivo ni el dios de los filósofos ni una deidad pagana; es una figura política, «la medida de las medidas»,[8] es decir, la norma según la cual han de fundarse las ciudades y han de establecerse las reglas de comportamiento para sus habitantes. Por otra parte, la teología enseña cómo se refuerzan esas normas en términos absolutos, aun en casos en que la justicia humana no sabe cómo hacerlo, o sea en el caso de crímenes que escapan al castigo, y también en casos en que ni siquiera la sentencia de muerte podría parecer adecuada. La «cosa principal» sobre el más allá es, como lo dice Platón de modo explícito, que «los hombres sufren diez veces cada daño que hayan hecho a cualquiera».[9] No cabe duda de que Platón no tenía la menor idea de la teología tal como la entendemos nosotros, o sea como la interpretación de la palabra de Dios cuyo texto sacrosanto es la Biblia; para él, la teología era parte integrante de la «ciencia política» y, específicamente, la parte que enseña a la minoría la forma de gobernar a la mayoría...
Véase Fedón 80, para la afinidad del alma invisible con el lugar tradicional de la divisibilidad, o decir, el Hades, que Platón explica etimológicamente como «el invisible». ↩︎
Ibíd., 64-66. ↩︎
La imitación de los temas platónicos parece estar más allá de toda duda en los casos frecuentes en que se presenta el motivo aparente de la muerte, como en Cicerón y Plutarco. Para un excelente análisis de Somnium Sciaponis de Cicerón, el mito con que el autor romano concluye su De Re Publica, véase Richard Harder, «Über Ciceros Somnium Scipionis» en Kleine Schriften, Munich, 1960, quien también demuestra de modo convincente que ni Platón ni Cicerón siguieron las doctrinas pitagóricas. ↩︎
Esto está subrayado en: Marcus Dods en Forerunners of Dante. Edimburgo, 1903. ↩︎
Véase Gorgias, 524. ↩︎
Véase Gorgias, 522/3, y Fedón, 110. En La república, 614, Platón incluso alude a un relato que Ulises cuenta a Alcínoo. ↩︎
La república, 379a. ↩︎
Como Werner Jaeger llamó al dios platónico en Theology of the Early Greek Philosophers, Oxford, 1947, p. 194n, (La teología de los primeros filósofos griegos, FCE, México, 1982). ↩︎
La república, 615a. ↩︎
Cita a:
Referencia a:
Cf. de Conectorium:
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