George Sand sobre Delacroix
George Sand, nacida Amantine Aurore Lucile Dupin de Dudevant, era considerada una de las mejores escritoras de Francia, por encima de sus contemporáneos Victor Hugo, Balzac y Flaubert. En 1855, a la edad de 51 años, publicó Historia de Mi Vida, una autobiografía escrita con el fin de convertirse en “amiga” y en “socorro” de sus lectores. Su popularidad en vida se vio aumentada por su personalidad y por sus “innumerables retratos”, cosa que registra el escritor francés Octave Uzanne. Su fama fue decayendo después de su muerte, en 1876, al punto que esta Historia no fue reimpresa, ni siquiera en francés, por casi 100 años (hasta 1960). Quizás es por eso que el par de traducciones al español que se pueden conseguir en línea de este libro no sean buenas, saltándose incluso varios párrafos completos y numerando capítulos de forma diferente que la versión original. Pero algo es algo, y al final—parafraseando a Borges sobre los malos teatros y traducciones de las obras de Shakespeare—George Sand se abre camino.
Para lo que viene a continuación, usamos como base la más accesible de las traducciones digitales al español, al parecer anónima, y la retocamos de pies a cabeza con base en la versión original en francés. También incluimos los párrafos omitidos por el editor, el traductor o el digitalizador. Son tantos los cambios, que no podemos mostrarlos en el texto porque interrumpiríamos completamente la lectura. Pero volvamos a lo que nos incumbe.
En el capítulo 62 de la traducción base al español, o en el capítulo quinto de la quinta parte de la edición original en francés, George Sand le despeja el camino a su amigo Eugène Delacroix. Hoy, siglo y medio después de su muerte, es considerado uno de los genios de la historia del arte y de la pintura. Pero, como todo genio, en vida tuvo que sufrir la crítica de los criticones, de los que no saben hacer, de los envidiosos, de los que se rehusan a la innovación y el progreso del talento. Al final, George Sand y Delacroix terminaron del lado correcto de la historia, como siempre terminan los artistas visionarios que además tienen almas sensibles, principios y un genio inamovibles – y demasiado buen gusto.
Tanto Delacroix como Sand pertenecieron al movimiento conocido como Romanticismo, “una reacción revolucionaria contra la Ilustración y el Neoclasicismo, confiriendo prioridad a los sentimientos”. El Yo, la creatividad individual y original, la autenticidad y el liberalismo se hacen fuertes en esta época que tuvo su apogeo en la primera mitad del siglo 19. Curiosamente, esa búsqueda de diferenciación hizo crecer también los nacionalismos. Victor Hugo, Goya, Beethoven, Goethe, Byron, Baudelaire también eran románticos. Y romántica no era la relación entre Delacroix y Sand, que se conocieron en 1834 y fueron amigos hasta la muerte del pintor en 1863.
En noviembre de 1834, el director de la revista mensual Revue Des Deux Mondes le pidió al pintor y litógrafo que retratara a la escritora para un artículo. Ella acababa de terminar con Alfred de Musset, dandi dramaturgo romántico que le dedicó una obra después de la ruptura. Sobre los retratos de George Sand ya nos habló Octave Uzanne, que también nombra su apasionada relación con Musset.
Delacroix y Sand mantuvieron su amistad durante tres décadas. El pintor volvió a retratarla en otra oportunidad: un cuadro con su pareja de tiempo después: Frederic Chopin. La pareja terminó y el cuadro quedó inconcluso. El lado de Chopin fue a parar al Louvre; el de Sand al museo Ordrupgaard en Copenhague.
Te dejo con uno de los retratos más lindos sobre Eugène Delacroix, pintado con letras por George Sand, retocado en esta casa.
Autora: George Sand
Autobiografía: Historia de Mi Vida (1855)
Parte 5, Capítulo 5 (extracto)
Eugène Delacroix fue uno de mis primeros amigos del ambiente artístico. Y es ahora uno de los más antiguos. Digo antiguo al referirme al tiempo desde el cual data nuestra amistad y no a la persona. Delacroix no tiene y no tendrá vejez. Es un genio y un hombre joven. Aunque por una contradicción muy original critica continuamente el presente y se burla del porvenir, a pesar de que se complazca en conocer, sentir y querer exclusivamente las obras y a menudo las ideas del pasado, dentro de su arte es innovador por excelencia. Lo considero el maestro de estos tiempos y comparándolo con los del pasado, quedará como una de las mejores figuras en la historia de la pintura.
Como este arte no ha progresado desde el Renacimiento, y como parece poco comprendido relativamente por las masas, es natural que un artista como Delacroix, combatido durante mucho tiempo por esta decadencia del arte y por esta perversión del gusto en general, haya reaccionado con toda la fuerza de sus instintos contra el mundo moderno. En todos los obstáculos que lo rodeaban ha creído ver monstruos que debía derribar; y muchas veces esos monstruos se encontraban, para él, en las ideas del progreso, de las cuales no ha sentido o no ha querido ver más que el lado incompleto o excesivo. La suya es una voluntad demasiado exclusiva y ardiente para conformarse con cosas abstractas. En la apreciación de las cosas sociales, es él como era Marie Dorval en cuanto a las ideas religiosas.
Las imaginaciones poderosas necesitan un terreno sólido para edificar el mundo de sus ideas. No se les debe hablar de espera, hasta que la luz se haga. Aborrecen lo vago, quieren la luz del día. Esto es muy simple, porque ellos son luz y día al mismo tiempo. No se puede esperar que se calmen diciéndoles que la verdad está y estará siempre fuera del mundo en que se vive, y que la fe en el porvenir no debe cortarse con el espectáculo de las cosas presentes. Tienen una agudeza visual tan poderosa, que ven a menudo retrocesos de los hombres en una época futura, y creen que la filosofía del siglo está también en retroceso.
Este es el lugar para decir que la filosofía de aquellos de nosotros que nos enorgullecemos de ser progresistas debería demostrar cierto desarrollo en lo que a tolerancia se refiere. En el arte, en la política, y, generalmente, en toda área que no sea una ciencia exacta, queremos que exista una sola verdad; esta es, en efecto, la verdad. Pero ni bien hemos formulado esa verdad para nuestro propio beneficio, creemos que hemos encontrado la verdadera fórmula, nos persuadimos de que solo hay una, y desde allí confundimos la fórmula con la cosa en sí misma. Ahí es donde comienza el error, la lucha, la injusticia y el caos de las discusiones inútiles.
En el arte no hay más que una verdad, lo bello; hay una verdad moral, el bien; hay una verdad en la política, y esa es la justicia. Pero tan pronto como te propones a establecer individualmente el marco del que pretendes excluir todo lo que en tu opinión, no es justo, bueno y bello, sólo logras estrechar o deformar de tal modo tu concepto del ideal, que estás destinado, afortunadamente, a encontrarte solo en su opinión. El marco de la verdad es más vasto, mucho más vasto que cualquier cosa que podamos imaginar como individuos. La discusión, la denigración, el elegir para sacar de contexto, y el sensacionalismo se han convertido, sobre todo en la actualidad, en auténticas enfermedades. Tanto es así que muchos artistas jóvenes han muerto en nombre del arte, habiendo olvidado, a fuerza de hablar, que, en última instancia, se trataba de probarse a sí mismos mediante sus obras y no por sus discursos. La noción de lo infinito es la única que puede ampliar un poco al ser finito que somos, y esta noción es la que más difícilmente entra en nuestros espíritus. El infinito no se demuestra, se busca; y lo hermoso se siente mejor en el alma de lo que se puede definir por medio de reglas.
Todos los catecismos sobre arte y política de los que hablamos huelen a infancia política y artística. Dejemos que la gente discuta, puesto que esta enseñanza penosa, irritante y pueril se necesita en nuestra época; pero que los que sentimos un impulso real dentro de nosotros mismos no nos dejemos turbar por el ruido de las escuelas; hagamos nuestras obras tapándonos un poco los oídos. Luego, cuando nuestra tarea esté terminada, miremos la de los demás y no nos apresuremos en decir que no es buena, porque es diferente de la de los otros. Aprovechar es mejor que contradecir. A menudo no se saca provecho de nada, porque se quiere criticar demasiado. Exigimos demasiada lógica en los otros y demostramos no poseer la necesaria. Queremos que se vea por nuestros ojos en todas las cosas y cuanto más nos llama la atención un individuo por sus grandes facultades, más queremos asimilarle a las nuestras, que, si no son inferiores a las suyas, son por lo menos muy diferentes.
Si somos filósofos, queremos que un músico se deleite con Spinoza; si somos músicos, queremos que un filósofo nos de una interpretación de la ópera William Tell; y cuando el artista que es un innovador audaz dentro de su campo rechaza la innovación en otro, o cuando un pensador que apenas puede contener su deseo de sumergirse en los reinos inexplorados de sus creencias retrocede ante la novedad de un experimento artístico, lo llamamos inconsistencia y fácilmente exclamamos: “Artista, condeno tus obras de arte porque no perteneces a mi partido o a mi escuela; filósofo: niego tu sabiduría, porque tú no entiendes nada de la mía”. Es así como se juzga a menudo y como la crítica llega a dar la última mano a ese sistema de intolerancia, tan perfectamente fuera de razón. Esto era muy notorio hace algunos años cuando muchos diarios y revistas representaban diversos matices y opiniones. Se hubiera podido decir entonces: “Dime en qué diario escribes, y te diré a qué artista alabarás o censurarás”.
A menudo me han dicho: “¿Cómo puede usted ser amiga de tal persona, pensando ambos de un modo tan distinto? ¿Qué concesiones mutuas se ven en la obligación de hacerse?” Nunca hice ni pedí la menor concesión, y si algunas veces he discutido, ha sido para instruirme haciendo hablar a los demás; para enseñarme a mí misma, pero no necesariamente para aceptar sus soluciones. En cambio, al examinar sus procesos de pensamiento y buscar en ellos la fuente de sus convicciones, llegué a comprender qué contradicciones fácticas contiene el ser humano más organizado dentro de su lógica aparente y, a su vez, qué lógica verdadera alberga dentro de sus contradicciones aparentes. Una vez que un intelecto revela sus poderes, sus necesidades, sus objetivos, incluso sus discapacidades, junto con su grandeza, no veo ninguna razón para no aceptarlo completamente, incluidas las manchas oscuras, que, como las del sol, pueden no ser vistas por el ojo a simple vista sin una cantidad considerable de parpadeo.
Así, más allá de la estrecha amistad que me une a ciertos individuos extraordinarios, tengo un gran respeto por los asuntos que yo misma no aceptaría como dogmas, pero que veo como condiciones inevitables, tal vez incluso necesarias—las grietas internas del látigo, por así decirlo—de su desarrollo personal. Aunque un gran artista pueda negar en mi presencia alguna parte de lo que constituye la vida misma de mi alma, sigo indiferente; sé muy bien que a través de esos lugares de mi alma que están abiertos a él, él, con su ardor, me ayudará a recordar mis propias fuerzas vitales. Del mismo modo, si un gran filósofo me criticara por ser artista, solo lograría hacerme más artista reviviendo mi fe en las verdades superiores a través de la misma elocuencia con que las explicaba.
Nuestro intelecto es una caja con compartimentos que se comunican entre sí, gracias a un maravilloso mecanismo. Siempre que se nos confía un gran intelecto, es como si nos permitiera saborear todo un ramo de flores, de las cuales ciertos aromas pueden ser nocivos para nosotros individualmente, pero que nos avivan y encantan cuando se mezclan con aromas que los modifican.
Estos son algunos pensamientos que me vienen a la mente sobre Eugène Delacroix, y son igualmente aplicables a una serie de personalidades eminentes a las que he tenido la suerte de conocer, sin dejar que sus comentarios polémicos y, a veces, incluso burlones, me molesten. He sido tenaz en resistir algunos de sus pronunciamientos, pero también tenaz en mi afecto por ellos y en mi gratitud por el favor que me hicieron de despertar un sentido de mí misma dentro de mí. Aunque me ven como una soñadora incorregible, también saben que soy una amiga leal.
En cuestiones de teoría, por lo tanto, el gran maestro del que hablo puede ser melancólico y hosco, pero de persona a persona es tan encantador y bon enfant como juguetón. Sus burlas son sin amargura ni malicia, felizmente para aquellos a quienes critica, pues tiene tanto ingenio como talento, cosa que uno no cree al mirar su pintura, donde la gracia cede el lugar a la grandeza y donde la maestría no admite la gentileza y la coquetería. Sus personajes son austeros; agrada mirarlos de frente, llevan a una región más elevada que aquella en que uno vive. Dioses, guerreros, poetas o sabios, estas grandes figuras de la alegoría o de la historia, impresionan por su aspecto formidable o por su serenidad olímpica. Es imposible, mientras se los mira, imaginar el lamentable modelo de estudio que se encuentra en casi todas las pinturas más recientes, envuelto en un traje prestado que se suponía que producía una transformación. Parece que Delacroix ha hecho posar a hombres y a mujeres, y ha entornado los ojos para no verlos demasiado reales. Y, sin embargo, sus personajes son verdaderos, aunque idealizados en cuanto a su movimiento dramático o a su majestad soñadora. Son tan reales como las imágenes que ocurren dentro de nosotros cuando imaginamos al dios de la poesía o los héroes de la antigüedad. Son hombres; pero no simples como desea verlos el vulgo para poder comprenderlos. Viven; pero con esa vida grandiosa, sublime o terrible, de la cual únicamente el genio puede encontrar el soplo.
No hablo del color de Delacroix. Él únicamente sabría y tendría el derecho de demostrar esta parte de su arte que sus adversarios más obstinados no han podido discutir. Mas hablar de color en pintura, es como querer hacer sentir y adivinar la música con la palabra. ¿Se puede describir el Réquiem de Mozart? Se podría escribir un poema al escucharlo, pero sería un poema y no una traducción; las artes no se traducen unas por otras. Se unen estrechamente en las profundidades del alma; pero no hablan la misma lengua y se explican mutuamente sólo por misteriosas analogías. Se buscan, se desposan y se fecundan entre sí en medio de un éxtasis en el que cada una sigue expresándose sólo a sí misma.
“La belleza de este negocio”, me dijo una vez Delacroix con alegría en una de sus cartas, “reside en esas cosas que la palabra hablada no es capaz de expresar … Sé que me entiendes”, agregó, “una frase particular de tu carta me dice precisamente cuánto sientes las limitaciones indispensables para cada una de las artes, limitaciones que tus colegas varones a veces traspasan con admirable facilidad”.
Independientemente de cuál de las artes se trate, difícilmente hay forma de analizar el proceso creativo, a menos que se haga procediendo en el mismo nivel. Cuando los de mente superficial desean reducir los grandes procedimientos de los maestros a su propio nivel, van a la deriva sin rumbo fijo, sin penetrar en lo más mínimo en la obra maestra en cuestión; sus esfuerzos son inútiles.
Y en cuanto al análisis de los métodos de los maestros—ya sea para culpar o aclamar—, el despliegue de términos técnicos, usados más o menos con habilidad por los críticos en sus discusiones sobre pintura y música, no es más que un tour de force que engaña o no logra engañar al público. Cuando la táctica falla—como suele ocurrir con quienes discuten la profesión utilizando indiscriminadamente términos que no comprenden—, su despliegue hace sonreír incluso al aficionado más humilde. Cuando tiene éxito, el público no es más sabio en cuanto a lo que debería estar sintiendo realmente, y los estudiantes, ansiosos por capturar los secretos de los maestros, no aprenden nada. En vano se le explicará a estos críticos el método del artista; en vano se revelará la teoría científica detrás del oficio a los ingenuos embadurnadores que quedan asombrados por un trozo de lienzo y preguntan con asombro: “¿Cómo se hace eso?” Si estos métodos hubieran sido revelados a alguien por el propio maestro, serían igualmente perfectamente inútiles para quien es incapaz de crear una obra similar. Si no tiene talento, ningún medio servirá a su propósito. Si tiene talento, encontrará su medio por sí mismo, o empleará el de otro, pero a su manera, habiendo comprendido los medios sin su ayuda. Las únicas obras críticas sobre el arte que son útiles son aquellas que elevan y amplían la sensibilidad del lector desarrollando la capacidad de su sentimiento por las grandes cosas. Visto así, Diderot fue un gran crítico, y en nuestros días más de un crítico ha logrado escribir respetablemente sobre arte. Aparte de eso, solo hay esfuerzo inútil y pedantería pueril.
Tengo ante mis ojos un modelo superior de apreciación. Quiero recordar un fragmento para quienes no lo tengan a mano [tomado del texto de Eugène Delacroix Sobre el «Juicio Final» de Miguel Ángel].
“No se puede negar la impresión, sin cesar decreciente, de las obras que se dirigen a la parte más entusiasta del espíritu; es una especie de enfriamiento mortal que se apodera de nosotros poco a poco, antes de congelar enteramente las fuentes de toda veneración de toda poesía…
¿Debe uno pensar que las obras hermosas no están hechas para el público en general; que no son apreciadas por él y que guarda su admiración únicamente para objetos sin importancia? ¿Será que siente una especie de antipatía para todo lo que sea una producción extraordinaria que su instinto lo lleva naturalmente hacia lo que es vulgar y de poca duración? ¿Habría, en cualquier obra que parece, por su grandeza, escapar al capricho de la moda, una condición secreta de desagradarla, y no ve en ella más que una especie de reproche a la inconstancia de sus gustos y a la vanidad de sus opiniones?”
Después de este grito de dolor y de asombro, Delacroix nos habla del Juicio final y, sin emplear término técnico alguno, sin incitarnos en procedimientos que no necesitamos conocer, preocupado únicamente de comunicarnos su entusiasmo, arroja en nuestro cerebro el propio pensamiento de Miguel Ángel. Dice:
“El estilo de Miguel Ángel parece que fuera el único perfectamente apropiado al tema que él ha elegido. Esa especie de convencionalismo, particular en este estilo, de huir de toda trivialidad, a riesgo de caer en formas demasiado grandes y de llegar hasta lo imposible, es adecuada en la pintura de una escena que nos transporta a un medio completamente ideal. Es tan cierto que nuestro espíritu va siempre más allá de lo que el arte puede expresar en ese género, que aun la misma poesía, que parece tan inmaterial en sus medios de expresión, no da siempre una idea demasiado definida de lo que quiere expresar. Cuando el Apocalipsis de San Juan nos pinta las últimas convulsiones de la naturaleza, las montañas que se derriban, las estrellas que caen de la bóveda celeste, la imaginación más poética y más amplia encierra, dentro de un campo limitado, el cuadro que se ofrece a su imaginación. Las comparaciones empleadas por el poeta son sacadas de objetos materiales que detienen el pensamiento en su vuelo. Miguel Ángel, por el contrario, con diez o doce grupos de figuras dispuestas simétricamente y sobre una superficie que la mirada domina sin esfuerzo, nos da una idea incomparablemente más terrible de la catástrofe suprema que lleva al género humano a los pies de su juez; y la influencia enorme que tiene sobre la imaginación del que observa su cuadro, no la debe a ninguno de los recursos que pueden emplear los pintores vulgares; es únicamente lo que le sostiene en las regiones de lo sublime y nos arrastra allí, junto con él...
El Cristo de Miguel Ángel no es un filósofo ni un héroe de novela. Es Dios mismo cuyo brazo reducirá el universo a polvo. Miguel Ángel, el pintor de las formas, necesita contrastes, sombras, luces sobre cuerpos musculosos y en movimiento. El Juicio final es la fiesta de la carne; así, ¡cómo recorre ya los huesos de estos pálidos resucitados en el momento en que el sonido de la trompeta abre su tumba y los arranca del sueño de los siglos! ¡En qué variedad de actitudes poéticas abren los párpados a la luz de este día siniestro y postrero, que sacude para siempre el polvo del sepulcro y penetra hasta las entrañas de esta tierra donde la muerte ha amontonado a sus víctimas! Algunos levantan con esfuerzo la gruesa capa bajo la que han dormido tanto tiempo; otros, ya liberados de su carga, yacen como asombrados de sí mismos. Más adelante, la barca vengativa se lleva a la multitud de los réprobos. Caronte se queda ahí, golpeando a las almas perezosas con su remo — Qualunque s'adagia [Cita de Dante, Inferno III, 109: “a cualquiera que se siente”].
¿Quién ha escrito esas hermosas palabras? ¿No parece que fuera Miguel Ángel el que habla de su obra y explica el pensamiento de la misma? ¿No es esta lengua, tan grande y tan firme que no parece sostenerse en nuestro siglo, la del maestro traducida por algún escritor contemporáneo de primer orden? ¡No! Esas palabras están escritas por un maestro moderno que no se dedica a escribir y que tampoco tiene tiempo para hacerlo. Fueron volcadas sobre el papel en un día de intensa indignación contra la indiferencia del público y de la crítica, en presencia de una hermosa copia del Juicio final, debida a Sigalon, y que París estaba llamada a contemplar en el Palacio de Bellas Artes, lo que a París no le importaba en lo más mínimo. Estas páginas, de las que el maestro no quería que habláramos y que tal vez temía releer, están firmadas Eugène Delacroix.
No diré: ¿Por qué no escribió muchos otros?, sino más bien: ¿Por qué no puso doce horas más en sus días, desde ya demasiado cortos para pintar? Sólo él, creo, podría haber traducido su propio genio a la multitud, traduciéndole el de los maestros tan amados y tan bien comprendidos por él.
Transcribiré la conclusión a que llega Delacroix y por la cual se verá cómo él ha llegado a ser un pintor de la misma categoría de Miguel Ángel:
“No se ha temido afirmar que la observación de una obra de arte de Miguel Ángel dañaría el gusto de los alumnos y los podría inducir al amaneramiento, como si pudiera haber algo más funesto que el mismo amaneramiento de las escuelas. Sin duda, modelos tan llamativos no son para todas las mentes. El estudio de una manera tan ampliada, de un arte tan abstracto, si se puede decir así, es como uno de esos regímenes austeros a los que sólo se somete el temperamento endurecido. Ante tanta grandeza y tanta audacia, un alumno imberbe se vuelve hacia su maestro y ve en el desdén del gran pintor por la imitación vulgar sólo la impotencia de imitar; el maestro se pregunta, a su vez, si hará ceder la tradición ante este desprecio de toda tradición, y sin embargo el artista sublime avanza a través de los siglos rodeado de discípulos más dignos de él. Todos los grandes nombres de la pintura caminan a su lado y lo coronan con los rayos de su propia gloria...
Después de todas las grandes desviaciones a que el arte podrá verse arrastrado por el capricho y la necesidad de variar, el gran estilo del florentino será como un polo hacia el cual habrá que volverse para encontrar nuevamente el camino de toda grandeza y de toda belleza.”
¡He ahí el procedimiento! Primero adorar la belleza, luego comprenderla y, por último, extraerla de uno mismo. No hay otro camino.
Bien puede creerse que la ininteligencia de este siglo hizo sufrir mortalmente a esta alma apasionada. Afortunadamente, la encantadora alegría de su espíritu le preservó del sufrimiento que amarga. En cuanto a lo que irrita, el gigante estaba demasiado templado para enterarse. Resolvió el problema de emprender el vuelo completo, un vuelo victorioso, inmenso, y que deja la palabrería y la paradoja muy por debajo de sus pies, como esa deslumbrante figura de Apolo que arrojó a las bóvedas del Louvre, olvidando, en el esplendor de los cielos, las quimeras que acababa de enterrar. Ha resuelto este problema sin perder la juventud de su alma, la generosidad y rectitud de sus instintos, el encanto de su carácter, la modestia y el buen gusto de su actitud.
Delacroix ha recorrido varias fases de su desarrollo imprimiendo a cada una de las series de sus obras el sentimiento profundo propio de cada una de las mismas. Se inspiró en Dante, en Shakespeare, en Goethe; y los románticos, al haber encontrado en él la más alta expresión del romanticismo, creyeron que pertenecía exclusivamente a esa escuela. Pero tal ímpetu creador no podía encerrarse en un círculo tan definido. Pidió al cielo y a los hombres espacio, luz, artesonados suficientemente amplios para contener sus composiciones, y lanzándose entonces al mundo de su ideal completo, sacó del olvido al que habían sido relegadas las alegorías del Olimpo, a las cuales, como gran historiador de la poesía, mezcló con las interpretaciones de los demás siglos. Delacroix ha rejuvenecido este mundo, descolorido o disfrazado por frías tradiciones, con el fuego de su de su ardiente interpretación. Autor de personificaciones sobrehumanas, ha creado un mundo de luces y de efectos; la palabra color puede no ser suficiente para expresar lo que el público siente al contemplar esas obras, cuando se ven obligados a sentir el miedo, la convulsión o el deslumbramiento que se apoderan de ellos en tal espectáculo. Ahí estalla la individualidad del sentimiento de este maestro, enriquecido por el sentimiento colectivo de los tiempos modernos, cuya fuente oculta en las profundidades de las mentes superiores siempre crece a través de los tiempos.
Sin embargo, siempre habrá un orden de mentes sistemáticas que reprocharán a Delacroix no haber presentado a sus sentidos la forma bonita, agraciada, voluptuosa, tal como ellos entienden la expresión cariñosa. Queda por ver si lo entienden bien y si, en esta región de fantasía, son competentes para discernir lo falso de lo verdadero, lo ingenuo de lo amanerado. Lo dudo. Los que realmente entienden a Corrége, Rafael, Watteau, Prudhon, entienden igual de bien a Delacroix. La gracia tiene su sitio, y el poder el suyo. Además, las gracias son divinidades con mil caras. Son lascivas o castas según el ojo que las ve, según el alma que las formula. El genio de Delacroix es severo, y quien no sea capaz de elevarse, no podrá comprenderlo enteramente. Creo que está resignado a ello.
Pero sean cuales sean las críticas, dejará un gran nombre y grandes obras. Cuando le vemos pálido, frágil, nervioso y quejándose de mil pequeñas dolencias que le mantienen en vilo, nos sorprende que esta delicada estructura pueda producir obras colosales con una rapidez sorprendente, a través de molestias y fatigas inauditas. Y, sin embargo, ahí están, y les seguirán, si a Dios le place, muchas más obras, pues la maestría es de los que se desarrollan hasta la última hora y cuya última palabra se aferra vanamente con cada nuevo prodigio.
Delacroix no ha sido grande únicamente en su arte, sino también en su vida de artista. No hablo de sus virtudes privadas, de su culto por su familia, de su ternura hacia los amigos en desgracia; en pocas palabras, los sólidos encantos de su carácter. Esos son méritos individuales que la amistad no propala por todos lados. Las expansiones de su corazón volcadas en sus cartas admirables, lo pintarían mejor de lo que yo puedo hacerlo. Pero ¿es correcto dar a conocer así a los amigos vivos, aun cuando esta revelación sólo pueda ser la glorificación de su ser más íntimo? Me parece que no. La amistad, como el amor, tiene su pudor. Pero hay prendas morales que en Delacroix pertenecen a la apreciación pública como un noble ejemplo; es la integridad de su conducta; es el poco dinero que se necesita ganar, la vida modesta y longeva que ha preferido llevar antes que hacer, a los gustos e ideas del siglo (que suelen ser los de la gente en el poder), la más mínima concesión de sus principios artísticos. Es la perseverancia heroica con que prosiguió su carrera artística no obstante hallarse enfermo, riéndose de los desdenes, no devolviendo jamás el mal por el mal; a pesar de las encantadoras formas de ingenio y modales que le habrían hecho formidable en aquellas aburridas y terribles luchas de de amour-propre; respetándose él mismo en las menores cosas, no resintiéndose jamás con el público, exponiendo sus trabajos anualmente, aun en medio de las grandes invectivas que recibía, no descansando nunca, sacrificando sus placeres más puros, pues ama y comprende admirablemente las otras artes, a la ley imperativa de un largo trabajo infructuoso para su bienestar y su éxito: vivir, en una palabra, al día, sin envidiar la ridícula pompa con que se rodean los artistas advenedizos, aquel a cuya delicadeza de órganos y de gustos se hubiera acomodado tan bien un poco de lujo y descanso.
En todos los tiempos, en todos los países, citamos a los grandes artistas que no dieron nada a la vanidad ni a la avaricia, que no sacrificaron nada a la ambición, que no inmolaron nada a la venganza. Nombrar a Delacroix es nombrar a uno de esos hombres puros de los que el mundo piensa que basta con declararlos honorables, por no saber lo dura que es la tarea del trabajador que sucumbe y del genio que lucha.
No tengo por qué hacer la historia de nuestras relaciones. Cabe en estas pocas palabras: amistad sincera. Esto es muy raro y muy dulce, y entre nosotros es absolutamente cierto. No sé si Delacroix tiene alguna imperfección de carácter. Viví cerca de él en la intimidad del campo y en la frecuencia de las relaciones regulares, sin ver nunca en él una sola mancha, por pequeña que fuera. Y, sin embargo, nadie es más atado, más ingenuo y más abandonado en la amistad. Su oficio tiene tantos encantos que con él uno se encuentra sin falta, tan fácil es ser devoto de quien tan bien se lo merece. Le debo las mejores horas que he pasado como artista. Si otras inteligencias grandes me han iniciado en los secretos de su arte, en sus descubrimientos, en sus éxtasis, en la esfera de un ideal común, puedo decir que ninguna individualidad de artista me ha resultado más simpática y, si se me permite decirlo, más inteligible en su vigorizante expansión. Las obras maestras que uno lee, ve o escucha nunca penetran en uno mejor que cuando, de alguna manera, son dobladas en su poder por la apreciación de un genio poderoso. Tanto en música y poesía como en pintura, Delacroix es igual a sí mismo, y todo lo que dice cuando se entrega es encantador o bello sin que él se dé cuenta.
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Cf. de Conectorium:
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