George Sand: la misa y los santos personales
George Sand se llamaba Amantine Aurore Lucile Dupin. Nació “el año de la coronación de Napoleón”, en 1804. En 1855, cuando en vida era considerada una de las mejores escritoras de Francia (por encima de sus contemporáneos Victor Hugo, Balzac y Flaubert), decidió publicar su Historia de Mi Vida, una autobiografía escrita con el fin de convertirse en “amiga” y en “socorro” de sus lectores, especialmente de mujeres que encuentran difícil hacerse camino en un mundo de hombres (si no lo sabrá ella misma, que eligió como nombre de pluma un nombre de hombre para no ser prejuzgada). “He sufrido los mismos males, he atravesado los mismos escollos, y de ellos he salido”, es lo que quiere traducir. Amantina Aurora Lucila murió en 1876 de un cáncer gástrico en su castillo de Nohant, cerca del cual está enterrada. En 2004 se debatió—con controversias que nada tenían que ver con las controversias de su vida—trasladar sus restos donde pertenecen: el Panteón de París. Pero la población de su tierra natal la tiene por tesoro, y la literatura mundial también.
No me explayo más para dar paso al sermón de este domingo, que ya fue re-citado en la misa del segundo aniversario de Conectorium. De las traducciones de esta obra al español, hablamos otro día. Esta la tuvimos que hornear en casa, usando como masa madre la versión original en francés y la traducción de múltiples traductores al inglés publicada por la State University of New York (1991), porque las dos que rondan el universo virtual son una peor que la otra, y la única que creo que vale la pena solo se puede conseguir en el extranjero y en tapa dura. El problema radica en que el trabajo de George Sand perdió protagonismo luego de su muerte, y esta Historia no fue reimpresa, ni siquiera en francés, por casi 100 años, hasta que revivió a finales de 1960. De a poco vuelve Aurora al lugar que merecen sus textos: el Panteón de la Escritura.
Autora: George Sand
Autobiografía: Historia de Mi Vida (1855)
Parte 4
Capítulo 4
(extracto del final)
Leibnitz.—Relajación en las prácticas de la devoción, con una duplicación de la fe.—Iglesias rurales y provinciales [después del convento].—Jean-Jacques Rousseau, el Contrato Social.
Debo decir que para conservar mi fe religiosa, han obrado más en mí los poetas y moralistas de formas elocuentes que los profundos metafísicos y filósofos.
Sin embargo, ¿sería desagradecida con Leibnitz si digo que no me sirvió de nada porque no entendí todo ni retuve todo? No, mentiría. Es cierto que nos beneficiamos de las cosas cuya letra olvidamos, cuando su espíritu ha pasado a nosotros, aunque sea en pequeñas dosis. Apenas recordamos la cena de la noche anterior y, sin embargo, nutrió nuestro cuerpo. Si mi razón se molesta poco, aún a esta hora, con sistemas contrarios a mi sentir; si las fuertes objeciones levantadas contra la Providencia, a mis propios ojos, por el espectáculo de lo terrible en la naturaleza y el mal en la humanidad, son superadas por un momento de tierna ensoñación; si, finalmente, siento que mi corazón es más fuerte que mi razón para darme fe en la sabiduría y en la suprema bondad de Dios, quizás no sea sólo la necesidad innata de amar y de creer a lo que debo esta seguridad y estos consuelos. He entendido lo suficiente a Leibnitz, sin poder argumentar a favor de su ciencia, para saber que todavía hay mejores razones para preservar la ley que para abandonarla.
Así, por esa mirada rápida y preocupada con la que me había aventurado en el reino de las arduas maravillas, aparentemente, casi logré mi objetivo. Esta pobre migaja de instrucción que Deschartres encontró sorprendente de mi parte, cumplió perfectamente la predicción del abate, enseñándome que tenía todo que aprender; y el demonio del orgullo, que la Iglesia siempre le presenta a los que quieren aprender, me había dejado en verdad muy sola. Como nunca supe mucho más de él desde entonces, puedo decir que sigo esperando su visita; y en cuanto a todos los elogios equivocados sobre mi conocimiento y mi habilidad, siempre me río para mis adentros, recordando el chiste de mi jesuita: “Quizás hasta ahora no tenés realmente motivos para temer mucho esa tentación”.
Pero lo poco que había arrancado del reino de las tinieblas me había fortalecido en la fe religiosa en general, y en el cristianismo en particular. En cuanto al catolicismo... ¿había pensado en eso?
Para nada. Apenas había sospechado que Leibnitz era protestante y que Mably era filósofo. Esto no entró en mi discusión interna. Elevándome por encima de las formas de la religión, busqué abrazar la idea principal. Asistía a misa y no analizaba el culto.
Sin embargo, al recordarlo bien, debo decirlo, el culto se volvía pesado y enfermizo para mí. Sentí que mi piedad se enfriaba. Ya no era la pompa encantadora, las flores, los cuadros, la limpieza, los dulces cantos de nuestra capilla, y los profundos silencios de la tarde, y el edificante espectáculo de las hermosas monjas postradas en sus sillones. Ni más contemplación, ni más compasión, ni más oraciones sinceras me fueron posibles en estas iglesias públicas donde el culto es despojado de su poesía y misterio.
A veces iba a mi parroquia de Saint-Chartier, a veces a la de La Châtre. En el pueblo, era la perspectiva de los benditos santos y las señoras queridas de devoción tradicional, fetiches horribles que uno diría que tenían por objeto espantar a alguna horda salvaje; los absurdos bramidos de cantantes inexpertos, que hacían en latín los juegos de palabras más grotescos con la mejor buena fe del mundo; y las mujeres beatas que se dormían sobre el rosario, roncando fuerte; y el viejo cura que protestaba en medio del sermón contra la indecencia de los perros que entraban en la iglesia. En la ciudad, estaban los vestidos provincianos de las mujeres, sus cuchicheos, sus calumnias y chismes llevados al centro de la iglesia como si se tratara de un lugar destinado a observarse y difamarse unos a otros; también estaba la fealdad de los ídolos y los atroces aullidos de los colegiales a quienes se les permitía cantar misa, y que se chisteaban mientras duraba el culto. Y después todo ese jugueteo con el pan santo y las monedas inmundas que se produce durante los servicios, las peleas entre sacristanes y niños del coro por una vela que gotea o un incensario mal tirado. Todo este alboroto, todos estos incidentes burlescos y la falta de atención de cada uno, que impedía la de todos a la oración, me eran odiosos. No quería pensar en romper con las prácticas obligatorias, pero me encantaba que un día de lluvia me obligara a leer misa en mi cuarto y a rezar sola, a salvo de esa burda convergencia de falsos cristianos.
Y entonces, estas fórmulas de oraciones diarias, que nunca habían sido de mi agrado, se me volvían cada vez más insípidas. El señor de Prémord me había permitido sustituirlos por los impulsos de mi alma cuando me sentía atraída por ellos, e imperceptiblemente los olvidaba tan completamente que ya no rezaba sino por inspiración y por libre improvisación. No era muy católica, pero me dejaron componer oraciones en el convento. Hice circular algunas en inglés y en francés que se consideraron tan floridas que las disfrutamos mucho. Inmediatamente las desprecié en mí misma, decretando mi conciencia y mi corazón que las palabras son sólo palabras, y que un impulso tan apasionado como el del alma a Dios no puede ser expresado por ninguna palabra humana. Por lo tanto, cada oración era una regla que adoptaba con espíritu de penitencia y que terminó convirtiéndose en una rutina aturdidora y mortal para mi fervor.
En esa situación me encontraba cuando leí el Emilio, la Profesión de Fe del Vicario de Saboya, las Cartas de la Montaña, el Contrato Social y los Discursos.
El lenguaje de Jean-Jacques y la forma de sus deducciones se apoderaron de mí como una música soberbia iluminada por un gran sol. Lo comparé con Mozart; ¡comprendí todo! ¡Qué alegría para una colegial torpe y obstinada lograr por fin abrir completamente los ojos y no encontrar más nubes frente a ella! Me convertí, políticamente, en discípula ardiente de este maestro, y lo fui durante mucho tiempo sin ninguna restricción. En cuanto a la religión, me pareció el más cristiano de todos los escritores de su época, y teniendo en cuenta el siglo de cruzada filosófica en que había vivido, le perdoné más fácilmente haber abjurado del catolicismo, porque los sacramentos y el título le habían sido conferidos de manera irreligiosa diseñada para disgustarlo. Protestante de nacimiento, volvió a ser protestante por circunstancias justificables, tal vez inevitables; su nacionalidad hereje no me molestaba más que la de Leibnitz. Es más, yo le tenía mucho cariño a los protestantes, porque, no estando obligada a admitirlos en la discusión del dogma católico, y recordando que el abate de Prémord no condenaba a nadie y me permitía esta herejía en el silencio de mi corazón, vi en ellos gente sincera que se diferenciaba de mí sólo en formas sin importancia absoluta ante Dios.
Jean-Jacques fue el punto de parada de mis trabajos mentales. A partir de esta lectura embriagadora, me abandoné a los poetas y moralistas elocuentes, sin más preocupación por la filosofía trascendente. No leí a Voltaire. Mi abuela me había hecho prometer que no lo leería hasta los treinta años. Cumplí mi palabra. Como él era para ella lo que Jean-Jacques había sido para mí durante tanto tiempo, el apogeo de su admiración, pensó que yo tenía que estar en pleno dominio de mi razón para saborear sus conclusiones. Cuando lo leí, en efecto, lo disfruté mucho, pero no modificó nada en mí. Hay naturalezas que nunca se apoderan de otras naturalezas, por superiores que sean. Y esto no se debe, como podría imaginarse, a antipatías de carácter, como tampoco la influencia cautivadora de ciertos genios se debe a similitudes de constitución entre quienes la padecen. No me gustó el carácter personal de Jean-Jacques Rousseau; perdono su injusticia, su ingratitud, su enfermizo amor propio, y otras mil cosas bizarras, sólo por la compasión que me causan sus dolores. A mi abuela no le gustaban los rencores y el ingenio cruel de Voltaire, y tenía muy en cuenta las aberraciones de su dignidad personal.
Además, no me importa demasiado conocer a los hombres a través de sus libros, especialmente a los hombres del pasado. En mi juventud, los busqué aún menos bajo el arco sagrado de sus escritos. Tenía un gran entusiasmo por Chateaubriand, el único vivo de mis maestros en ese momento. Sin embargo, no tenía ningún deseo de conocerlo en absoluto, y sólo lo vi después a regañadientes.
Para mantener mis recuerdos en orden, tal vez debería continuar el capítulo de mis lecturas; pero uno corre el gran riesgo de aburrir hablando demasiado de si mismo, y prefiero entretejer este examen retrospectivo con algunas de las circunstancias externas relacionadas con él.
[Fin del capítulo]
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Cf. de Conectorium:
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