George Orwell: Notas sobre el Nacionalismo
¿Cómo darnos cuenta de que estamos perdiendo esta libertad política? Cuando veamos que nos hemos entregado a lo político — o, mejor dicho, a la politización. Esto lleva, inevitablemente, a la polarización. Que la cosa rime escapa de mis manos.
George Orwell toca aquí, de alguna manera, los mismos temas —esto también es inevitable— que en su ensayo Sobre la libertad de prensa, pero le pone un nombre al fanatismo político: «nacionalismo». Lleva el concepto más allá de las naciones, y usa esta palabra sólo “a falta de otra mejor”.
Escribió este ensayo en mayo de 1945, justo cuando la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin, durante el escalofriante clímax de los nacionalismos. Definió y delineó al tipo de personas a quienes no le interesan los hechos ni el sentir ajeno, sino sólo lo que dice su narrativa, que escuchan sólo lo que quieren escuchar. Convengamos en que esto nos sale natural: por lo general, nadie quiere creer algo que «le mueve el piso» ni lo que no le conviene. Racionalmente y desde afuera, es fácil decir que todo tiene un límite y que vos no justificarías lo injustificable, pero, arrastrado por una corriente, la verdad es que uno no sabe dónde puede ir a parar. Por eso es importante conocer los sesgos propios, para que charlatanes, bullshitters y lobos —y sus discursos, desinformación y propaganda—, no puedan encerrarnos en un corral. Conocer otros corrales y campos libres es importante. Orwell tuvo la suerte de viajar y observar otras culturas, de caer presa de ideales y caer luego decepcionado. Nosotros tenemos la suerte de que se dedicó a escribir sus observaciones.
Notes on Nationalism fue publicado en octubre de 1945, en la primera edición de la revista británica Polemic, revista enfocada en “filosofía, psicología y estética” — cosa que no es un dato menor para entender por qué tuvo sólo ocho números hasta su cierre en 1947. La primera edición fue publicada en forma de libro para evadir la prohibición de tiempos de guerra que impedía la creación de nuevos periódicos. Era editada por Humphrey Richard Slater, autor, pintor y ex-comunista (dato también no menor para entender esta empresa). En total, Orwell contribuyó con cinco ensayos a esta magazine en la que también fue asiduo Bertrand Russell.
1) Empieza este ensayo haciendo referencia a una estrofa del Don Juan de Lord Byron: “I know that what our neighbours call ‘longueurs’ / (We’ve not so good a word, but have the thing…)”. En francés, longeur quiere decir «longitud». Con relación a la literatura, ya podés adivinar a qué se refieren: a una sección quizás demasiado larga.
2) Cuando el autor habla de la intelligentsia se refiere a esa parte de la intelectualidad que mezcla arte, cultura, filosofía y política, con ideas generalmente inclinadas «hacia la izquierda». El vocablo tiene origen ruso y es fácil notar —él mismo lo explica— que se refiere a los intelectuales ingleses que apoyaban la causa comunista.
3) El jingoísmo es un tipo de ultra nacionalismo británico, de carácter expansionista e imperialista. Algunos lo traducen como «patrioterismo». Orwell escribió sobre Kipling, en 1941, que era un jingoísta “moralmente insensible y estéticamente desagradable. Es mejor empezar por admitir eso, y luego tratar de averiguar por qué es que sobrevive”. (Artículo sobre Kipling publicado en la revista Horizon, donde Orwell conoció a su segunda esposa, Sonia Mary Brownell; se casaron tres meses antes de la muerte de él.)
4) Un Little Englander era, entre los siglos 18 y 19, usualmente, un liberal que se oponía a la expansión del Imperio Británico. También se usaba para señalar a conservadores tradicionalistas con la misma opinión. En todo caso, era alguien que creía que Inglaterra era superior a los demás. Desde la época del Brexit se utiliza para señalar a nacionalistas ingleses, muchas veces xenófobos, que creen que Inglaterra es superior a todos los otros países.
5) Hechos 19, versículo 28: “Grande es Diana de los efesios”. Diana era para los romanos la diosa Artemisa de los griegos. Su templo en Éfeso, hoy en Turquía, era una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Como con toda atracción turística, los artesanos y comerciantes de alrededor vivían de vender joyas y figuritas relacionadas a la diosa y el templo. El pasaje bíblico hace referencia al enojo y alboroto que causaron los comerciantes cuando vieron lo que quería hacer (san) Pablo en el lugar.
6) La «magia simpática», o «magia por analogía», se vincula a la idea de que “lo similar produce lo similar”; un ejemplo famoso es el uso de muñecos vudú, donde, si ponés un alfiler en algún lugar, le provocaría un dolor en el mismo lugar a la persona que supuestamente representa.
7) Chiang Kai-Shek, o Jiang Jieshi (蔣介石, 1887-1975) fue presidente (dictador) de la República de China entre 1950 y 1975. La República de China, por si acaso, hoy es Taiwán, no hay que confundirla con la continental República Popular de China, de la que Kai-Shek salió huyendo en 1949 luego de perder la Guerra Civil China contra el bando comunista liderado por Mao Zedong. El episodio que narra Orwell sucedió mientras Chiang lideraba la ofensiva militar del Partido Nacionalista Chino, que él mismo dirigía, y que logró unificar gran parte de la China continental. La brutal represión, que es mucho más fuerte de lo que cuenta Orwell, sucedió apenas cinco años después de que Russell dijera que la China era “el último refugio de la libertad”. Fue tan brutal, que lo expulsaron del partido; luego formó un gobierno paralelo.
8) Stalin nació en Georgia («the country, not the state»); Hitler, en Austria; Napoleón, en Córcega; Éamon de Valera (presidente de Irlanda), en Nueva York; Benjamin Disraeli, en el seno de una familia judía sefardí de origen italiano; Raymond Poincaré, en un ducado (Bar-le-duc) que se integró a Francia a finales del siglo 18; William Maxwell Aitken, Primer Barón Beaverbrook (luego Lord Beaverbrook en el Reino Unido), nació en Canadá.
9) El partido Tory es el partido conservador británico.
10) «Gentiles»: término que usan los judíos para describir a las personas y naciones de herencia no judía.
11) La Peace Pledge Union es una de las ONG pacifistas más antiguas del Reino Unido; la Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional era uno de los grupos paramilitares de la Italia fascista de Mussolini, más conocida como los Blackshirts (o Camisa negra) porque ése era su uniforme.
12) El Alamein es una ciudad costera en el norte de Egipto donde se libraron un par de batallas claves en la Segunda Guerra Mundial, que al final ganaron los aliados.
13) La Batalla de Inglaterra se libró entre julio y octubre de 1940 en los cielos británicos, y fue la primera derrota alemana de la Segunda Guerra Mundial.
14) La traducción fue hecha en esta casa y es la primera que existe al voseo.
Ensayo: Notas Sobre el Nacionalismo
Publicado en 1945.
Este ensayo es parte de nuestra serie y libro físico Alabanza y Menosprecio de la Libertad y la Democracia.
En algún lugar Byron utiliza la palabra francesa longueur, y comenta a la pasada que, aunque en Inglaterra no tenemos la palabra, sí tenemos la cosa en considerable abundancia. Del mismo modo, hay un hábito mental que está muy extendido y que afecta a nuestro pensamiento en casi toda cuestión, pero al que todavía no se le ha dado un nombre. Como equivalente más cercano he elegido la palabra «nacionalismo», pero enseguida se verá que no la estoy utilizando tanto en el sentido ordinario que le damos, porque la emoción de la que estoy hablando no siempre se vincula a lo que se denomina una nación, es decir, una única raza o zona geográfica. Puede vincularse a una iglesia o clase, o puede funcionar meramente en sentido negativo, contra algo y sin necesidad de ningún objeto positivo de lealtad.
Por «nacionalismo» entiendo, en primer lugar, el hábito de asumir que los seres humanos pueden clasificarse como insectos y que bloques enteros de millones o decenas de millones de personas pueden etiquetarse como «buenos» o «malos»[1]
con total certeza. Pero, en segundo lugar —y esto es mucho más importante—, me refiero al hábito de identificarse a uno mismo con una única nación u otra entidad, situándola más allá del bien y el mal, y no reconociendo otro deber que el de promover sus intereses. El nacionalismo no debe confundirse con el patriotismo. Ambas palabras se utilizan normalmente de forma tan vaga que cualquier definición es susceptible de ser cuestionada, pero tenemos que establecer una distinción entre ellas, ya que involucran dos ideas diferentes e incluso opuestas. Por «patriotismo» me refiero a la devoción a un lugar particular y a un modo de vida particular que uno cree que es el mejor del mundo, pero que no desea imponer a otras personas. El patriotismo es defensivo por naturaleza, tanto militar como culturalmente. El Nacionalismo, por otro lado, es inseparable del deseo de poder. El propósito permanente de todo nacionalista es conseguir más poder y más prestigio, no para sí mismo, sino para la nación o entidad en la que ha elegido hundir su propia individualidad.
Todo esto es lo suficientemente obvio cuando se aplica a los movimientos nacionalistas más notorios e identificables de Alemania, Japón y otros países. Frente a un fenómeno como el nazismo, que podemos observar desde fuera, casi todos diríamos prácticamente lo mismo sobre él. Pero aquí tengo que repetir lo que he dicho antes, que sólo utilizo la palabra «nacionalismo» a falta de otra mejor. Nacionalismo, en el sentido extendido en el que estoy usando la palabra, incluye movimientos y tendencias como el comunismo, el catolicismo político, el sionismo, el antisemitismo, el trotskismo y el pacifismo. No significa necesariamente lealtad a un gobierno o a un país, y menos aún al propio país, y ni siquiera es estrictamente necesario que las entidades de las que se ocupa existan realmente. Por nombrar algunos ejemplos obvios, la Judería, el Islam, la Cristiandad, el Proletariado y la Raza Blanca son todos objetos de apasionados sentimientos nacionalistas; pero su existencia puede ser seriamente cuestionada, y no existe una definición de ninguno de ellos que sea universalmente aceptada.
También vale la pena notar una vez más que el sentimiento nacionalista puede ser puramente negativo. Hay, por ejemplo, trotskistas que se han convertido simplemente en enemigos de la URSS sin desarrollar una lealtad correspondiente hacia ninguna otra entidad. Cuando uno capta las implicaciones de esto, la naturaleza de lo que refiero por nacionalismo se vuelve más clara. Un nacionalista es alguien que piensa únicamente, o principalmente, en términos de prestigio competitivo. Puede ser un nacionalista positivo o negativo —es decir, puede emplear su energía mental en impulsar o en denigrar—, pero, de todos modos, sus pensamientos siempre giran en torno a victorias, derrotas, triunfos y humillaciones. Observa la historia, especialmente la contemporánea, como el ascenso y el declive sin fin de grandes entidades de poder, y cada acontecimiento que sucede le parece una demostración de que su propio bando está en la cima y algún odiado rival en el fondo. Pero, finalmente, es importante no confundir el nacionalismo con la mera adoración del éxito. El nacionalista no se basa simplemente en el principio de aliarse con el bando más fuerte. Al contrario, luego de elegir su bando, se persuade a sí mismo de que es el más fuerte, y es capaz de aferrarse a su creencia incluso cuando los hechos están abrumadoramente en su contra. El nacionalismo es hambre de poder atemperada por el autoengaño. Todo nacionalista es capaz de la deshonestidad más flagrante, pero también —ya que es consciente de servir a algo más grande que él mismo— está inquebrantablemente seguro de tener razón.
Ahora que he dado esta larga definición, creo que se admitirá que el hábito mental del que estoy hablando está muy extendido entre la intelligentsia inglesa, más ahí que entre la masa del pueblo. Para aquellos que se interesan profundamente por la política contemporánea, ciertos temas se han infectado tanto por consideraciones de prestigio que un enfoque genuinamente racional de los mismos es casi imposible. Entre los cientos de ejemplos que uno podría elegir, tomemos esta pregunta: ¿Cuál de los tres grandes aliados, la URSS, Gran Bretaña y Estados Unidos, ha contribuido más a la derrota de Alemania? En teoría debería ser posible dar una respuesta razonada y quizá incluso definitiva a esta pregunta. En la práctica, sin embargo, no se pueden hacer los cálculos necesarios, porque cualquiera que se moleste por esta cuestión lo hará inevitablemente en términos de prestigio competitivo. Por lo tanto, empezaría por decidir a favor de Rusia, Gran Bretaña o Estados Unidos, según el caso, y sólo después empezaría a buscar los argumentos que parecieran apoyar su postura.
Y hay toda una serie de cuestiones afines de las que sólo se puede obtener una respuesta honesta de alguien indiferente al tema en cuestión, y cuya opinión sobre el mismo, en cualquier caso, probablemente no tiene ningún valor. De ahí, en parte, el notable fracaso en nuestros tiempos de la predicción política y militar. Es curioso reflexionar que, de todos los «expertos» de todas las escuelas, no hubo ni uno solo que fuera capaz de prever un acontecimiento tan probable como el Pacto Ruso-Alemán de 1939[2]
. Y cuando se supo la noticia del Pacto, se dieron las explicaciones más salvajemente divergentes y se hicieron predicciones que fueron falsificadas casi inmediatamente, basándose, en casi todos los casos, no en un estudio de probabilidades, sino en el deseo de hacer que la URSS luzca buena o mala, fuerte o débil. Los comentaristas políticos o militares, como los astrólogos, pueden sobrevivir a casi cualquier error, porque sus seguidores más devotos no buscan en ellos una evaluación de los hechos, sino la estimulación de lealtades nacionalistas[3]
. Y los juicios estéticos, especialmente los literarios, suelen corromperse del mismo modo que los políticos. Sería difícil para un nacionalista indio disfrutar leyendo a Kipling o para un conservador ver méritos en Mayakovsky, y siempre existe la tentación de afirmar que cualquier libro con cuya corriente no se está de acuerdo debe ser un mal libro desde el punto de vista literario. La gente de perspectiva fuertemente nacionalista suele realizar este truco sin ser consciente de su deshonestidad.
En Inglaterra, si consideramos simplemente el número de personas implicadas, es probable que la forma dominante de nacionalismo sea el old-fashioned jingoísmo británico. Es cierto que sigue estando muy extendido, y mucho más de lo que la mayoría de los observadores hubiera creído hace una docena de años. Sin embargo, en este ensayo me ocupo principalmente de las reacciones de la intelligentsia, entre los que el jingoísmo e incluso el viejo tipo de patriotismo están casi muertos, aunque ahora parecen estar resurgiendo entre una minoría. Entre la intelligentsia, no hace falta decir que la forma dominante de nacionalismo es el comunismo, utilizando esta palabra en un sentido muy amplio para incluir, no sólo a los miembros del Partido Comunista, sino a los «compañeros de viaje» y a los rusófilos en general. Un comunista, para mi propósito aquí, es alguien que ve a la URSS como su patria y siente que es su deber justificar la política rusa y promover los intereses rusos a toda costa. Obviamente, tales personas abundan hoy en Inglaterra, y su influencia directa e indirecta es muy grande. Pero también florecen muchas otras formas de nacionalismo, y uno puede tener una mejor perspectiva del asunto observando los puntos de semejanza entre corrientes de pensamiento diferentes e incluso aparentemente opuestas.
Hace diez o veinte años, la forma de nacionalismo que más se asemejaba al comunismo actual era el catolicismo político. Su mayor exponente —aunque quizá fuera un caso extremo más que uno típico— fue G. K. Chesterton. Chesterton era un escritor de mucho talento que eligió reprimir tanto su sensibilidad como su honestidad intelectual en aras de la propaganda católica romana. Durante los últimos veinte años de su vida, más o menos, toda su producción fue en realidad una repetición interminable de lo mismo, bajo su laboriosa astucia, tan simple y aburrida como “Grande es Diana de los efesios”. Cada libro que escribía, cada párrafo, cada frase, cada incidente de cada historia, cada trozo de diálogo tenía que demostrar más allá de toda posibilidad de error la superioridad del católico sobre el protestante o el pagano. Pero Chesterton no se contentaba con pensar que esta superioridad era meramente intelectual o espiritual: tenía que traducirse en términos de prestigio nacional y poder militar, lo que implicaba una idealización ignorante de los países latinos, especialmente Francia. Chesterton no había vivido mucho tiempo en Francia, y su imagen de ella —como una tierra de campesinos católicos cantando incesantemente la Marsellesa mientras bebían vino tinto— tenía tanta relación con la realidad como la que tiene la comedia Chu Chin Chow con la vida cotidiana en Bagdad. Y esto cargaba no sólo una enorme sobreestimación del poder militar francés (tanto antes como después de 1914-18 sostuvo que Francia, por sí sola, era más fuerte que Alemania), sino una tonta y vulgar glorificación del proceso real de la guerra. Los poemas de batalla de Chesterton, como Lepanto o La balada de Santa Bárbara, hacen que La carga de la Brigada Ligera parezca un tratado pacifista: son quizá los fragmentos más chabacanos de grandilocuencia que se pueden encontrar en nuestro idioma. Lo interesante es que si la basura romántica que habitualmente escribía sobre Francia y el ejército francés la hubiera escrito otra persona sobre Gran Bretaña y el ejército británico, él habría sido el primero en burlarse. En política interior era un Little Englander, un verdadero aborrecedor del jingoísmo y el imperialismo, y según sus criterios un verdadero amigo de la democracia. Sin embargo, cuando miraba hacia fuera, hacia el campo internacional, podía renunciar a sus principios sin siquiera darse cuenta de que lo estaba haciendo. Así, su creencia casi mística en las virtudes de la democracia no le impedía admirar a Mussolini. Mussolini había destruido el gobierno representativo y la libertad de prensa por los que Chesterton había luchado tanto en su país, pero Mussolini era italiano y había hecho fuerte a Italia, y eso zanjaba la cuestión. Tampoco encontró Chesterton nunca una palabra que decir sobre el imperialismo y la conquista de las razas de color cuando eran practicados por italianos o franceses. Su dominio de la realidad, su gusto literario e incluso, hasta cierto punto, su sentido moral, se dislocaban tan pronto como se veían implicadas sus lealtades nacionalistas.
Obviamente, hay semejanzas considerables entre el catolicismo político, ejemplificado por Chesterton, y el comunismo. También las hay entre cualquiera de ellos y, por ejemplo, el nacionalismo escocés, el sionismo, el antisemitismo o el trotskismo. Sería una simplificación excesiva decir que todas las formas de nacionalismo son iguales, incluso en su atmósfera mental, pero hay ciertas reglas que valen en todos los casos. Las siguientes son las principales características del pensamiento nacionalista:
Obsesión. En lo posible, ningún nacionalista piensa, habla o escribe nunca nada que no sea sobre la superioridad de su propia entidad de poder. Es difícil, si no imposible, para cualquier nacionalista ocultar su lealtad. El más mínimo insulto a su entidad, o cualquier elogio a una organización rival, lo llena con un malestar que sólo puede aliviar haciendo alguna réplica afilada. Si la entidad elegida es un país real, como Irlanda o la India, generalmente reivindicará su superioridad, no sólo en poder militar y virtud política, sino también en arte, literatura, deporte, estructura del idioma, belleza física de los habitantes y quizás incluso en clima, paisaje y cocina. Mostrará gran sensibilidad por cosas como la exhibición correcta de las banderas, el tamaño relativo de los titulares y el orden en que se nombran los distintos países[4]
. La nomenclatura desempeña un papel muy importante en el pensamiento nacionalista. Los países que han conseguido su independencia o que han pasado por una revolución nacionalista suelen cambiar sus nombres, y es probable que cualquier país u otra entidad alrededor de la cual giren fuertes sentimientos tenga varios nombres, cada uno de ellos con una implicación diferente. Ambos bandos de la guerra civil española tenían entre los dos nueve o diez nombres que expresaban diferentes grados de amor y odio. Algunos de estos nombres (por ejemplo, «Patriotas» para los partidarios de Franco, o «Bando leal» para los partidarios del Gobierno) eran francamente cuestionables, y no había ninguno que las dos facciones rivales pudieran haber acordado utilizar. Todos los nacionalistas consideran un deber difundir su propia lengua en detrimento de las lenguas rivales, y entre los angloparlantes esta lucha reaparece de forma más sutil como una lucha entre dialectos. Los anglófobos estadounidenses se negarán a utilizar una frase si saben que es una jerga de origen británico, y el conflicto entre latinizadores y germanizadores tiene usualmente motivos nacionalistas. Los nacionalistas escoceses insisten en la superioridad de los escoceses de las Tierras Bajas, y los socialistas cuyo nacionalismo toma la forma de odio de clase despotrican contra el acento de la BBC e incluso contra la pronunciación de la «a» larga. Se pueden nombrar múltiples casos. El pensamiento nacionalista frecuentemente da la impresión de estar teñido por la creencia en la magia simpática, una creencia que probablemente se manifiesta en la costumbre generalizada de quemar efigies de los enemigos políticos, o de utilizar fotografías de ellos como blancos en las galerías de tiro.
Inestabilidad. La intensidad con la que se mantienen no impide que las lealtades nacionalistas sean transferibles. Para empezar, como ya he señalado, pueden estar ligadas, y a menudo lo están, a algún país extranjero. Es muy común encontrar que los grandes líderes nacionales, o los fundadores de movimientos nacionalistas, ni siquiera pertenecen al país que glorificaron. A veces son directamente extranjeros, o, con mayor frecuencia, vienen de zonas periféricas donde la nacionalidad es dudosa. Algunos ejemplos son Stalin, Hitler, Napoleón, de Valera, Disraeli, Poincaré, Beaverbrook. El movimiento pangermánico fue en parte creación de un inglés, Houston Chamberlain. En los últimos cincuenta o cien años, el nacionalismo transferido ha sido un fenómeno común entre los intelectuales literarios. Con Lafcadio Hearne la transferencia fue a Japón, con Carlyle y muchos otros de su época a Alemania, y en nuestra propia época suele ser a Rusia. Pero el hecho peculiarmente interesante es que también es posible la re-transferencia. Un país u otra entidad que ha sido adorada durante años puede convertirse de repente en detestable, y algún otro objeto de afecto puede ocupar su lugar casi sin intervalo. En la primera versión del Bosquejo de la Historia de H. G. Wells, y en otros de sus escritos de aquella época, uno encuentra a los Estados Unidos elogiados casi tan extravagantemente como Rusia es elogiada hoy por los comunistas; sin embargo, en pocos años, esta admiración acrítica se había convertido en hostilidad. El comunista intolerante que se convierte en un espacio de semanas, o incluso de días, en un trotskista igualmente intolerante, es un espectáculo común. En la Europa continental, los movimientos fascistas se reclutaron en gran medida entre los comunistas, y es muy posible se produzca en los próximos años el proceso inverso. Lo que permanece constante en el nacionalista es el estado mental: el objeto de sus sentimientos es cambiante, y puede ser imaginario.
Pero, para un intelectual, la transferencia tiene una función importante que ya he mencionado brevemente en conexión con Chesterton. Le da la posibilidad de ser mucho más nacionalista —más vulgar, más tonto, más maligno, más deshonesto— de lo que jamás podría ser en nombre de su país natal, o de cualquier entidad de la que tuviera un conocimiento real. Cuando uno ve la basura servil o fanfarrona que se escribe sobre Stalin, sobre el Ejército Rojo, etc., por personas suficientemente inteligentes y sensibles, se da cuenta de que esto sólo es posible porque se ha producido algún tipo de disrupción. En sociedades como la nuestra, es inusual que cualquiera que pueda describirse como intelectual sienta un profundo apego por su propio país. La opinión pública —es decir, la parte de la opinión pública de la que el intelectual es consciente—, no se lo permite. La mayoría de la gente que le rodea es escéptica y desafecta, y él puede adoptar la misma actitud por imitación o por pura cobardía; en ese caso habrá abandonado la forma de nacionalismo que tiene más a mano sin acercarse a una perspectiva genuinamente internacionalista. Sigue sintiendo la necesidad de una patria, y es natural que la busque en algún lugar del extranjero. Una vez encontrada, puede regodearse sin restricciones en exactamente esas mismas emociones de las que cree haberse emancipado. Dios, el Rey, el Imperio, la bandera de la Unión — todos los ídolos derrocados pueden reaparecer bajo diferentes nombres, y por el mismo hecho de que no son reconocidos por lo que son, pueden ser adorados con buena conciencia. El nacionalismo transferido, como el uso de chivos expiatorios, es una forma de alcanzar la salvación sin alterar la propia conducta.
Indiferencia ante la realidad. Todos los nacionalistas tienen la habilidad de no ver las semejanzas entre conjuntos de hechos similares. Un conservador británico defenderá la autodeterminación en Europa y se opondrá a ella en la India sin ningún sentimiento de incoherencia. Las acciones se consideran buenas o malas, no por sus propios méritos, sino según quién las haga, y no hay casi ningún tipo de ultraje —tortura, uso de rehenes, trabajos forzados, deportaciones masivas, encarcelamiento sin juicio, falsificación, asesinato, bombardeo de civiles— que no cambie su color moral cuando lo comete «nuestro» bando. El diario liberal News Chronicle publicó, como ejemplo de espantosa barbarie, fotografías de rusos ahorcados por los alemanes, y uno o dos años más tarde publicó con calurosa aprobación fotos casi exactamente iguales de alemanes ahorcados por los rusos[5]
. Lo mismo sucede con los eventos históricos. La historia se piensa en gran medida en términos nacionalistas, y cosas tales como la Inquisición, las torturas del tribunal de la Cámara Estrellada, las hazañas de los bucaneros ingleses (Sir Francis Drake, por ejemplo, quien estilaba hundir vivos a los prisioneros españoles), el Terror francés, los héroes del Motín de la India que volaron a cientos de indios lanzándolos desde cañones, o los soldados de Cromwell cortando con navajas las caras de mujeres irlandesas, se convierten en cosas moralmente neutrales o incluso en cosas meritorias cuando se considera que se hicieron por la causa «correcta». Si uno mira para atrás, durante el último cuarto de siglo, encontrará a duras penas algún año en el que no se reportaran atrocidades de alguna parte del mundo; y, aún así, ni un solo caso de estas atrocidades —cometidas en España, Rusia, China, Hungría, México, Amritsar, Esmirna— fue creído y desaprobado unánimemente por la intelligentsia inglesa. La decisión de si tales hechos eran censurables, o incluso la decisión de si ocurrieron, se tomó siempre según la predilección política.
El nacionalista no sólo no desaprueba las atrocidades cometidas por su propio bando, sino que tiene una notable capacidad para ni siquiera enterarse de ellas. Durante casi seis años, los admiradores ingleses de Hitler se las arreglaron para no enterarse de la existencia de Dachau y Buchenwald. Y los que hacen más ruido denunciando los campos de concentración alemanes a menudo ignoran, o apenas saben, que también hay campos de concentración en Rusia. Grandes eventos como la hambruna ucraniana de 1933, en la que murieron millones de personas, han escapado a la atención de la mayoría de los rusófilos ingleses. Muchos ingleses no han oído casi nada sobre el exterminio de judíos alemanes y polacos durante la guerra actual. Su propio antisemitismo ha causado que este gigantesco crimen rebote en sus conciencias. En el pensamiento nacionalista hay hechos que son a la vez verdaderos y falsos, conocidos y desconocidos. Un hecho conocido puede ser tan insoportable que usualmente se deja de lado y no se le permite la entrada a procedimientos lógicos, o, por otro lado, puede entrar en todos los cálculos y sin embargo nunca ser admitido como un hecho, ni siquiera en la propia mente.
Todo nacionalista es atormentado por la creencia de que el pasado puede ser alterado. Pasa parte de su tiempo en un mundo de fantasía en el que las cosas suceden como deberían —en el que, por ejemplo, la Armada Española fue un éxito o la Revolución Rusa fue aplastada en 1918—, y transferirá fragmentos de este mundo a los libros de historia siempre que sea posible. Muchos de los escritos propagandísticos de nuestro tiempo son simple y llana falsificación. Hechos materiales son suprimidos, las fechas son alteradas, las citas son removidas de su contexto y manipuladas para cambiar su significado. Eventos que, según se estime, no deberían haber sucedido, no se mencionan, y al final, se niegan[6]
. En 1927, Chiang Kai-Shek hirvió vivos a cientos de comunistas y, sin embargo, en un lapso diez años se había convertido en uno de los héroes de la izquierda. El reajuste de la política mundial lo llevó al campo antifascista, por lo que se consideró que la ebullición de los comunistas «no contaba», o quizá que no había ocurrido. El fin principal de la propaganda es, lógicamente, influir en la opinión contemporánea, pero quienes reescriben la historia probablemente creen, al menos parcialmente, que de verdad están introduciendo hechos al pasado. Cuando uno considera las elaboradas falsificaciones cometidas para demostrar que Trotsky no desempeñó un papel valioso en la guerra civil rusa, es difícil sentir que los responsables están simplemente mintiendo. Lo más probable es que sientan que su versión fue lo que ocurrió a la vista de Dios, y que modificar los registros en consecuencia está justificado.
La indiferencia hacia la verdad objetiva es fomentada por el aislamiento de una parte del mundo respecto a otra, lo que hace cada vez más difícil descubrir lo que realmente está sucediendo. Puede existir una auténtica duda sobre los acontecimientos más enormes. Por ejemplo, es imposible calcular en millones, tal vez incluso en decenas de millones, el número de muertos causados por la guerra actual. Las calamidades que son constantemente reportadas —batallas, masacres, hambrunas, revoluciones— tienden a inspirar en el ciudadano promedio un sentimiento de irrealidad. Uno no tiene ninguna forma de verificar los hechos, ni siquiera puede estar completamente seguro de que hayan sucedido, y siempre se presentan interpretaciones totalmente diferentes de distintas fuentes. ¿Cuáles fueron los aciertos y errores del levantamiento de Varsovia de agosto de 1944? ¿Es cierto lo de los hornos de gas alemanes en Polonia? ¿Quién fue realmente el culpable de la hambruna bengalí? Probablemente se pueda descubrir la verdad, pero los hechos se expondrán de forma tan deshonesta en casi cualquier periódico, que el lector común puede ser perdonado, ya sea por tragarse las mentiras o por no formarse una opinión propia. La incertidumbre general sobre lo que realmente está sucediendo hace que sea más fácil aferrarse a creencias lunáticas. Como nada se puede probar ni refutar del todo, el hecho más inequívoco se puede negar impúdicamente. Por otra parte, aunque no cesa de darle vueltas al poder, a la victoria, la derrota, o la venganza, el nacionalista suele estar medio desinteresado por lo que pasa en el mundo real. Lo que quiere es sentir que su entidad está superando a alguna otra, y puede conseguirlo más fácilmente denigrando a un adversario que examinando los hechos para ver si le apoyan. Toda controversia nacionalista se sitúa en el nivel de la sociedad de debate. Nunca es del todo concluyente, ya que cada participante cree invariablemente que ha alcanzado la victoria. Algunos nacionalistas no están lejos de la esquizofrenia, viviendo felizmente en sueños de poder y conquista que no tienen conexión con el mundo físico.
He examinado lo mejor que he podido los hábitos mentales que son comunes a todas las formas de nacionalismo. Lo siguiente es clasificar esas formas, pero, obviamente, esto no puede hacerse de forma exhaustiva. El nacionalismo es un tema enorme. El mundo está atormentado por innumerables delirios y odios que se entrecruzan de forma extremadamente compleja, y algunos de los más siniestros aún no han hecho mella en la conciencia europea. En este ensayo me ocupo del nacionalismo tal como se da entre la intelligentsia inglesa. En ellos, mucho más que en el común de los ingleses, no está mezclado con el patriotismo y, por lo tanto, puede estudiarse en estado puro. A continuación se enumeran las variedades de nacionalismo que ahora mismo florecen entre los intelectuales ingleses, con los comentarios que parezcan necesarios. Es conveniente utilizar tres epígrafes: Positivo, Transferido y Negativo, aunque algunas variedades encajarán en más de una categoría.
Nacionalismo positivo
1. Neo-torismo. Ejemplificado por personas como lord Elton, A. P. Herbert, G. M. Young, el profesor Pickthorn, por la literatura del Tory Reform Committee y por revistas como la New English Review y la Nineteenth Century and After. La verdadera fuerza motriz del neo-torismo, que le da su carácter nacionalista y lo diferencia del conservadurismo ordinario, es el deseo de no reconocer que el poder y la influencia británicos han declinado. Incluso aquellos que son lo suficientemente realistas como para ver que la posición militar de Gran Bretaña ya no es lo que era, tienden a afirmar que las «ideas inglesas» (usualmente no explicadas) deben dominar el mundo. Todos los neo-tories son anti-rusos, pero a veces el énfasis principal es anti-estadounidense. Lo significativo es que esta escuela de pensamiento parece estar ganando terreno entre jóvenes intelectuales, a veces ex-comunistas, que han pasado por el habitual proceso de desilusión y se han desilusionado de eso. El anglófobo que de repente se vuelve violentamente pro-británico es una cosa bastante común. Escritores que ilustran esta tendencia son F. A. Voigt, Malcolm Muggeridge, Evelyn Waugh, Hugh Kingsmill, y una evolución psicológicamente similar puede observarse en T. S. Eliot, Wyndham Lewis y varios de sus seguidores.
2. Nacionalismo celta. Los nacionalismos galés, irlandés y escocés tienen puntos de diferencia, pero se parecen en su orientación anti-inglesa. Los miembros de los tres movimientos se han opuesto a la guerra sin dejar de describirse a sí mismos como pro-rusos, y los más extremos han llegado incluso a ingeniárselas para ser simultáneamente pro-rusos y pro-nazis. Pero el nacionalismo celta no es lo mismo que la anglofobia. Su fuerza motriz es la creencia en la grandeza pasada y futura de los pueblos celtas, y tiene un fuerte tinte de racismo. Se supone que el celta es espiritualmente superior al sajón —más simple, más creativo, menos vulgar, menos esnob, etc.—, pero el ansia de poder habitual está ahí bajo la superficie. Un síntoma de esto es la ilusión de que Irlanda, Escocia o incluso Gales podrían preservar su independencia sin ayuda, y no deben nada a la protección británica. Entre los escritores, buenos ejemplos de esta escuela de pensamiento son Hugh McDiarmid y Sean O'Casey. Ningún escritor irlandés moderno, ni siquiera de la talla de Yeats o Joyce, está completamente libre de rastros de nacionalismo.
3. El sionismo. Tiene las características inusuales de un movimiento nacionalista, pero su variante estadounidense parece ser más violenta y maligna que la británica. Lo clasifico dentro del nacionalismo directo y no transferido porque florece casi exclusivamente sólo entre los judíos. En Inglaterra, por varias razones bastante incongruentes, la intelligentsia es mayoritariamente pro-judía en la cuestión de Palestina, pero no son muy apasionados con el tema. Todos los ingleses de buena fe también son pro-judíos en el sentido de desaprobar la persecución nazi. Pero es difícil de encontrar entre los gentiles cualquier lealtad nacionalista real o creencia en la superioridad innata de los judíos.
Nacionalismo transferido
1. Comunismo
2. Catolicismo político
3. Colour feeling. La actitud despectiva de antaño hacia los «nativos» se ha debilitado mucho en Inglaterra, y se han abandonado diversas teorías pseudocientíficas que enfatizaban la superioridad de la raza blanca[7]
. Entre la intelligentsia, el sentimiento del color sólo se da en su forma transpuesta, es decir, como creencia en la superioridad innata de las razas de color. Esto es cada vez más común entre los intelectuales ingleses, probablemente como resultado del masoquismo y la frustración sexual más que del contacto con los movimientos nacionalistas orientales y negros. Incluso entre los que no tienen una opinión tan firme sobre la cuestión del color, el esnobismo y la imitación ejercen una poderosa influencia. Casi cualquier intelectual inglés se escandalizaría ante la afirmación de que las razas blancas son superiores a las de color, mientras que la afirmación contraria le parecería intachable aunque no estuviera de acuerdo con ella. El apego nacionalista a las razas de color suele mezclarse con la creencia de que su vida sexual es superior, y existe una gran mitología subterránea sobre las proezas sexuales de los negros.
4. Sentimiento de clase. Entre los intelectuales de clase alta y media, sólo en su forma transpuesta, es decir, como creencia en la superioridad del proletariado. También en este caso, dentro de la intelligentsia, la presión de la opinión pública es abrumadora. La lealtad nacionalista hacia el proletariado y el odio teórico más vicioso hacia la burguesía pueden coexistir, y a menudo lo hacen, con el esnobismo ordinario en la vida cotidiana.
5. Pacifismo. La mayoría de los pacifistas pertenecen a oscuras sectas religiosas o simplemente son humanitarios que se oponen a quitar la vida y prefieren no seguir sus pensamientos más allá de ese punto. Pero existe una minoría de pacifistas intelectuales cuyo motivo real, aunque no confesado, parece ser el odio a la democracia occidental y la admiración por el totalitarismo. La propaganda pacifista suele reducirse a decir que un bando es tan malo como el otro, pero si se examinan de cerca los escritos de los pacifistas intelectuales más jóvenes, se descubre que no expresan en absoluto una desaprobación imparcial, sino que se dirigen casi exclusivamente contra Gran Bretaña y Estados Unidos. Además, no tienen por regla condenar la violencia como tal, sino sólo la violencia utilizada en defensa de los países occidentales. No se culpa a los rusos, a diferencia de los británicos, por defenderse con medios bélicos y, de hecho, toda la propaganda pacifista de este tipo evita mencionar a Rusia o China. Tampoco se afirma que los indios deban abjurar de la violencia en su lucha contra los británicos. La literatura pacifista abunda en comentarios equívocos que, si significan algo, parecen querer decir que los estadistas del tipo de Hitler son preferibles a los del tipo de Churchill, y que la violencia es quizás excusable si es lo suficientemente violenta. Tras la caída de Francia, los pacifistas franceses, enfrentados a una verdadera disyuntiva que sus colegas ingleses no han tenido que tomar, se pasaron en su mayoría a los nazis, y en Inglaterra parece haber habido una pequeña coincidencia de miembros entre la Peace Pledge Union y los Blackshirts. Escritores pacifistas han escrito elogiando a Carlyle, uno de los padres intelectuales del fascismo. En general, es difícil no sentir que el pacifismo, tal como aparece entre un sector de la intelligentsia, está secretamente inspirado por la admiración por el poder y la crueldad exitosa. Se cometió el error de atribuir esta emoción a Hitler, pero podría volver a transferirse fácilmente.
Nacionalismo negativo
1. Anglofobia. Dentro de la intelligentsia, una actitud burlona y ligeramente hostil hacia Gran Bretaña es más o menos obligatoria, pero en muchos casos se trata de una emoción no fingida. Durante la guerra se manifestó en el derrotismo de la intelligentsia, que persistió mucho después de que quedara claro que las potencias del Eje no podían ganar. Mucha gente se alegró sin disimulo cuando cayó Singapur o cuando los británicos fueron expulsados de Grecia, y hubo una notable falta de disposición a creer en las buenas noticias, por ejemplo, lo de El Alamein, o el número de aviones alemanes derribados en la Batalla de Inglaterra. Los intelectuales ingleses de izquierda no querían, por supuesto, que los alemanes o los japoneses ganaran la guerra, pero muchos de ellos no podían evitar sentir cierto placer al ver humillado a su propio país, y querían sentir que la victoria final se debería a Rusia, o quizá a Estados Unidos, y no a Gran Bretaña. En política exterior, muchos intelectuales siguen el principio de que cualquier facción apoyada por Gran Bretaña debe estar equivocada. Como resultado, la opinión «ilustrada» es en gran medida un reflejo de la política conservadora. La anglofobia es siempre susceptible de invertirse, de ahí ese espectáculo bastante común: el pacifista de una guerra que es belicista en la siguiente.
2. Antisemitismo. Actualmente hay pocas pruebas al respecto, porque las persecuciones nazis han hecho necesario que cualquier persona pensante se ponga del lado de los judíos contra sus opresores. Cualquier persona lo suficientemente educada como para haber oído la palabra «antisemitismo» afirma como algo natural estar libre de ella, y los comentarios antijudíos se eliminan cuidadosamente de todas las clases de literatura. En realidad, el antisemitismo parece estar muy extendido, incluso entre los intelectuales, y la conspiración general de silencio probablemente contribuye a exacerbarlo. La gente de izquierda no es inmune a él, y su actitud a veces se ve afectada por el hecho de que los trotskistas y anarquistas tienden a ser judíos. Pero el antisemitismo es más natural en las personas de tendencia conservadora, que sospechan que los judíos debilitan la moral nacional y diluyen la cultura nacional. Los neo-tories y los católicos políticos son propensos a sucumbir al antisemitismo, por lo menos intermitentemente.
3. Trotskismo. Esta palabra se utiliza con tanta ligereza que incluye a los anarquistas, a los socialistas democráticos e incluso a los liberales. Yo la utilizo aquí para referirme a un marxista doctrinario cuyo principal motivo es la hostilidad al régimen de Stalin. El trotskismo puede estudiarse mejor en panfletos oscuros o periódicos como el Socialist Appeal que en las obras del propio Trotsky, que no era en absoluto un hombre de una sola idea. Aunque en algunos lugares, por ejemplo en Estados Unidos, el trotskismo es capaz de atraer a un número bastante grande de adeptos y convertirse en un movimiento organizado con un pequeño führer propio, su inspiración es esencialmente negativa. El trotskista está en contra de Stalin igual que el comunista está a su favor y, como la mayoría de los comunistas, no quiere tanto alterar el mundo exterior como sentir que la batalla por el prestigio va a su favor. En todos los casos existe la misma fijación obsesiva en un solo tema, la misma incapacidad para formarse una opinión genuinamente racional basada en probabilidades. El hecho de que los trotskistas sean en todas partes una minoría perseguida, y que la acusación que se les suele hacer, es decir, la de colaborar con los fascistas, sea absolutamente falsa, crea la impresión de que el trotskismo es intelectual y moralmente superior al comunismo; pero es dudoso que haya mucha diferencia. Los trotskistas más típicos, en cualquier caso, son excomunistas, y nadie llega al trotskismo si no es a través de uno de los movimientos de izquierda. Ningún comunista, a no ser que esté atado a su partido por años de hábito, está seguro contra una repentina caída en el trotskismo. El proceso contrario no parece ocurrir con la misma frecuencia, aunque no hay ninguna razón clara para que no suceda.
En la clasificación que he intentado arriba, parecerá que a menudo he exagerado, simplificado en exceso, hecho suposiciones injustificadas y dejado fuera la existencia de motivos normalmente decentes. Esto era inevitable, porque en este ensayo intento aislar e identificar tendencias que existen en todas nuestras mentes y pervierten nuestro pensamiento, sin que necesariamente se den en estado puro ni operen continuamente. En este punto es importante corregir la imagen excesivamente simplificada que me he visto obligado a hacer. Para empezar, uno no tiene derecho a suponer que todo el mundo, o que todos los intelectuales, están infectados por el nacionalismo. En segundo lugar, el nacionalismo puede ser intermitente y limitado. Un hombre inteligente puede sucumbir a medias a una creencia que le atrae, pero que sabe que es absurda, y puede mantenerla alejada de su mente durante largos periodos, sólo volviendo a ella en momentos de ira o sentimentalismo, o cuando está seguro de que no hay cuestiones importantes en juego. En tercer lugar, un credo nacionalista puede adoptarse de buena fe por motivos no nacionalistas. En cuarto lugar, en una misma persona pueden coexistir varios tipos de nacionalismo, incluso tipos que se anulan entre sí.
Hasta ahora he dicho “el nacionalista hace esto” o “el nacionalista hace eso”, utilizando, para ilustrarlo, el tipo de nacionalista extremo, apenas cuerdo, que no tiene áreas neutrales en su mente ni interés en nada excepto la lucha por el poder. En realidad, este tipo de personas son bastante comunes, pero no valen ni la pólvora ni el tiro. En la vida real hay que luchar contra Lord Elton, D. N. Pritt, Lady Houston, Ezra Pound, Lord Vanisttart, el Padre Coughlin y todo el resto de su lúgubre tribu, pero sus deficiencias intelectuales apenas necesitan ser señaladas. La monomanía no es interesante, y el hecho de que ningún nacionalista del tipo más intolerante pueda escribir un libro que siga pareciendo digno de leerse después de un lapso de años tiene un cierto efecto desodorizante. Pero cuando se ha admitido que el nacionalismo no ha triunfado en todas partes, que todavía hay personas cuyos juicios no están a merced de sus deseos, el hecho es que los problemas urgentes —la India, Polonia, Palestina, la Guerra Civil española, los juicios de Moscú, los negros americanos, el pacto ruso-alemán o lo que sea— no pueden discutirse, o al menos nunca se discuten, a un nivel razonable. Los Elton, los Pritt y los Coughlin, cada uno de ellos siendo simplemente una enorme boca vociferando la misma mentira una y otra vez, son obviamente casos extremos, pero nos engañamos a nosotros mismos si no nos damos cuenta de que todos podemos parecernos a ellos en momentos desprevenidos. Que se toque una determinada nota, o un tema delicado —y puede ser un tema cuya existencia misma haya sido insospechada hasta entonces—, y la persona más ecuánime y de temperamento más dulce puede transformarse de repente en un partidario vicioso, ansioso únicamente de «marcarle» a su adversario, indiferente a la cantidad de mentiras que diga o errores lógicos cometa en el camino para lograrlo. Cuando Lloyd George, que se oponía a la guerra de los bóeres, anunció en la Cámara de los Comunes que los comunicados británicos, si se sumaban, afirmaban haber matado a más bóeres de los que contenía toda la nación bóer, consta que Arthur Balfour se puso en pie y gritó: “¡Canalla!” Muy pocas personas están a prueba de errores de este tipo. El negro desairado por una mujer blanca, el inglés que escucha a Inglaterra criticada ignorantemente por un americano, el apologista católico que recuerda la Armada española, todos reaccionarán de la misma manera. Un pinchazo en el nervio del nacionalismo, y las decencias intelectuales pueden desvanecerse, el pasado puede ser alterado, y los hechos más claros pueden ser negados.
Si uno alberga en algún lugar de su mente una lealtad u odio nacionalista, algunos hechos, aunque en cierto sentido se sepa que son verdaderos, son inadmisibles. He aquí algunos ejemplos. A continuación enumero cinco tipos de nacionalistas, y contra cada uno de ellos adjunto un hecho que es imposible que ese tipo de nacionalista acepte, incluso en sus pensamientos secretos:
Tory británico: Gran Bretaña saldrá de esta guerra con poder y prestigio reducidos.
Comunista: Si no hubiera sido ayudada por Gran Bretaña y Estados Unidos, Rusia habría sido derrotada por Alemania.
Nacionalista irlandés: Eire sólo puede seguir siendo independiente gracias a la protección británica.
Trotskista: El régimen de Stalin es aceptado por las masas rusas.
Pacifista: Esos que «abjuran» de la violencia sólo pueden hacerlo porque otros cometen violencia en su nombre.
Todos estos hechos son manifiestamente obvios si uno no se deja llevar por sus emociones, pero para el tipo de persona que se menciona en cada caso también son intolerables, por lo que hay que negarlos y construir falsas teorías sobre su negación. Vuelvo al asombroso fracaso de la predicción militar en la guerra actual. Creo que es cierto que la intelligentsia se ha equivocado más sobre el desarrollo de la guerra que la gente común, y que se ha dejado llevar más por sentimientos partidistas. El intelectual promedio de izquierda creía, por ejemplo, que la guerra estaba perdida en 1940, que los alemanes estaban destinados a invadir Egipto en 1942, que los japoneses nunca serían expulsados de las tierras que habían conquistado, y que la ofensiva de bombardeos angloamericana no estaba haciendo mella en Alemania. Podía creer estas cosas porque su odio hacia la clase dominante británica le impedía admitir que los planes británicos pudieran tener éxito. No hay límite para las locuras que uno puede tragarse si está bajo la influencia de sentimientos de este tipo. He oído decir, por ejemplo, que las tropas norteamericanas habían sido traídas a Europa no para luchar contra los alemanes, sino para aplastar una revolución inglesa. Hay que pertenecer a la intelligentsia para creer cosas así, ningún hombre corriente podría ser tan tonto. Cuando Hitler invadió Rusia, los funcionarios del Ministerio de Información emitieron, “como antecedente”, una advertencia de que cabía esperar que Rusia se derrumbara en seis semanas. Por otra parte, los comunistas consideraron cada fase de la guerra como una victoria rusa, incluso cuando los rusos habían sido expulsados casi hasta el mar Caspio y habían perdido varios millones de prisioneros. No es necesario multiplicar los ejemplos. La cuestión es que, en cuanto intervienen el miedo, el odio, los celos y el culto al poder, el sentido de la realidad se desquicia. Y, como ya he señalado, también se desquicia el sentido del bien y del mal. No hay crimen, absolutamente ninguno, que no pueda ser condonado cuando «nuestro» bando lo comete. Incluso si uno no niega que el crimen ha ocurrido, incluso si uno sabe que es exactamente el mismo crimen que uno ha condenado en algún otro caso, incluso si uno admite en un sentido intelectual que es injustificado — aún así uno no puede sentir que está mal. La lealtad está en juego, por lo que la piedad deja de funcionar.
La razón del auge y la expansión del nacionalismo es una cuestión demasiado amplia para plantearla aquí. Basta con decir que, en las formas en que aparece entre los intelectuales ingleses, es un reflejo distorsionado de las espantosas batallas que se libran en el mundo exterior, y que sus peores locuras han sido posibles gracias al desmoronamiento del patriotismo y de las creencias religiosas. Si se sigue esta línea de pensamiento, se corre el peligro de caer en una especie de conservadurismo o de quietismo político. Se puede argumentar plausiblemente, por ejemplo —incluso es probablemente cierto—, que el patriotismo es una vacuna contra el nacionalismo, que la monarquía es una protección contra la dictadura y que la religión organizada es una protección contra la superstición. O de nuevo, se puede argumentar que no es posible una perspectiva imparcial, que todos los credos y causas implican las mismas mentiras, locuras y barbaridades; y esto se aduce a menudo como razón para mantenerse totalmente al margen de la política. No acepto este argumento, aunque sólo sea porque en el mundo moderno nadie que pueda describirse como intelectual puede mantenerse al margen de la política en el sentido de no preocuparse por ella. Creo que uno debe participar en política —utilizando la palabra en un sentido amplio— y que debe tener preferencias: es decir, debe reconocer que algunas causas son objetivamente mejores que otras, aunque se promuevan por medios igualmente malos. En cuanto a los amores y odios nacionalistas de los que he hablado, forman parte de la constitución de la mayoría de nosotros, nos guste o no. No sé si es posible librarse de ellos, pero sí creo que es posible luchar contra ellos, y que esto es esencialmente un esfuerzo moral. Se trata, en primer lugar, de descubrir lo que uno es en realidad, cuáles son realmente sus propios sentimientos, y luego de tener en cuenta los inevitables prejuicios. Si odiás y temés a Rusia, si estás celoso de la riqueza y el poder de Estados Unidos, si despreciás a los judíos, si tenés un sentimiento de inferioridad hacia la clase dominante británica, no podés deshacerte de esos sentimientos simplemente reflexionando. Pero podés al menos reconocer que los tenés, y evitar que contaminen tus procesos mentales. Los impulsos emocionales que son ineludibles, y tal vez incluso necesarios para la acción política, deberían poder coexistir con una aceptación de la realidad. Pero esto, repito, requiere un esfuerzo moral, y la literatura inglesa contemporánea, en la medida en que se mantiene viva ante las grandes cuestiones de nuestro tiempo, muestra cuán pocos de nosotros estamos preparados para hacerlo.
[Fin]
Notas del autor:
[1]
Las naciones, e incluso entidades más vagas como la Iglesia católica o el proletariado, son considerados comúnmente como individuos y a menudo se los denomina «ella». Comentarios patentemente absurdos como “Alemania es naturalmente traicionera” se pueden encontrar en cualquier diario, y generalizaciones temerarias sobre el carácter nacional son dichas por casi todos (“el español es naturalmente un aristócrata” o “todo inglés es un hipócrita”). Cada tanto se ve que estas generalizaciones son infundadas, pero el hábito de hacerlas persiste, y personas que profesan una visión internacional, como por ejemplo Tolstoi o Bernard Shaw, son a menudo culpables de ellas.
[2]
Algunos escritores de tendencia conservadora, como Peter Drucker, predijeron un acuerdo entre Alemania y Rusia, pero esperaban una alianza o amalgama que fuera permanente. Ningún escritor marxista o de izquierda, de cualquier color, se acercó en lo más mínimo a la predicción del Pacto.
[3]
Los comentaristas militares de la prensa popular pueden clasificarse en su mayoría como pro-rusos o anti-rusos, pro-Blimp o anti-Blimp. Errores como creer inexpugnable a la Línea Maginot o predecir que Rusia conquistaría Alemania en tres meses no han mellado su reputación, porque siempre decían lo que su audiencia particular quería oír. Los dos críticos militares más favorecidos por la intelligentsia son el capitán Liddell Hart y el general Fuller; el primero enseña que la defensa es más fuerte que el ataque, y el segundo que el ataque es más fuerte que la defensa. Esta contradicción no ha impedido que ambos sean aceptados como autoridades por el mismo público. La razón secreta de su popularidad en los círculos de izquierda es que ambos están en desacuerdo con la Oficina de Guerra.
[4]
Algunos estadounidenses han expresado su descontento porque «angloamericano» es la forma normal de combinación de estas dos palabras; se ha propuesto sustituirla por «americano-británico».
[5]
El News Chronicle aconsejó a sus lectores que vieran la película de noticias en la que se podía presenciar toda la ejecución, con primeros planos. El Star publicó, con aparente aprobación, fotos de mujeres colaboracionistas casi desnudas acosadas por la turba de París. Estas fotografías tenían un marcado parecido con las fotografías nazis de judíos siendo acosados por la turba de Berlín.
[6]
Un ejemplo es el Pacto Ruso-Alemán, que está siendo borrado lo más rápidamente posible de la memoria pública. Un corresponsal ruso me informa de que ya se está omitiendo la mención del Pacto en los anuarios rusos que recogen los acontecimientos políticos recientes.
[7]
Un buen ejemplo es la superstición de la insolación. Hasta hace poco se creía que las razas blancas eran mucho más propensas a la insolación que las de color, y que un hombre blanco no podía caminar con seguridad bajo el sol tropical sin un sombrero. No existía prueba alguna de esta teoría, pero servía para acentuar la diferencia entre «nativos» y europeos. Durante la presente guerra, la teoría se abandonó tranquilamente y ejércitos enteros maniobraron sin sombreros en los trópicos. Mientras sobrevivió la superstición de la insolación, los médicos ingleses en la India parecen haber creído en ella tan firmemente como creen los laicos.
[Fin]
Ensayos del libro «Alabanza y menosprecio de la democracia»
Citado en la serie «Sobre Ucrania»:
Citado en la serie «Cripto, creators y charlatanes»
https://www.orwellfoundation.com/the-orwell-foundation/orwell/essays-and-other-works/notes-on-nationalism/