Francis Bacon sobre la muerte (featuring Lord Byron)
Los hombres temen a la muerte como los niños temen a la oscuridad; y como ese miedo natural en los niños es incrementado con cuentos, también lo es el otro. Y bien dijo ese que habló sólo como filósofo y hombre de naturaleza: «la pompa de la muerte asusta más que la muerte misma».
“¡Desgraciados! ¿qué buscan? ¿La muerte que en todas partes está?” Eso escribía Séneca renegando del impulso conquistador del hombre, que lo lleva incluso a utilizar el viento para atravesar mares y librar batallas en territorios ajenos, y no solo ajenos, sino también desconocidos. Una locura. Pero puede que el hombre busque la muerte no sólo por valiente, sino porque está cansado de la vida o porque siente que lleva una existencia miserable. Esto lo dice Séneca también, y se recuerda: “pensá cuánto tiempo has hecho vos lo mismo”. Esto lo cita Francis Bacon en su ensayo Sobre la muerte, el segundo de sus Essays estrenados por primera vez en 1597, que se fueron ampliando hasta 1625, poco antes de su muerte.
Dos veces cita Bacon a Séneca en este corto ensayo, en el que recita varias veces en latín las últimas palabras de varios gobernantes romanos. A la hora de la hora, no hay espacio para el disimulo ni para la pompa o espéctaculo que rodea a la muerte, espectáculo o imaginación que tememos más que a la muerte misma (Séneca, otra vez).
Pero vuelvo al tedio, porque la rutina puede liquidar a cualquiera. A la frase de Séneca, el parlamentario, juez y canciller inglés, considerado el padre del empirismo, lord Bacon, añadía: “Un hombre moriría, aunque no fuese valiente ni miserable, solo por el cansancio de hacer la misma cosa a menudo, una y otra vez”. Me hizo recuerdo a una frase que se puede encontrar en algunas noticias y relaciones de muertes: “se cansó de abotonarse y desabotonarse”. La frase fue usada incluso por Lord Byron en su diario:
“Me fui a la cama y dormí sin soñar, pero no de forma reparadora. Desperté y me levanté una hora antes de ser llamado; pero vagabundeé tres horas mientras me vestía. Cuando se sustrae de la vida la infancia (que es vegetación), dormir, comer y beber, abotonarse y desabotonarse, ¿cuánto queda de la pura existencia? El verano de una azucena.”
Las últimas palabras de Lord Bacon fueron: “Te he buscado en los campos y jardines, pero te he encontrado, Señor, en tu Santuario, tu Templo”. Leyendo este ensayo, es probable que haya premeditado estas palabras más de dos décadas antes.
Las últimas palabras de Lord Byron: “Ahora, me voy a dormir”.
Autor: Francis Bacon
Libro: Ensayos de Moral y de Política (1597 - 1625)
2: De la Muerte
Los hombres temen a la muerte como los niños temen a la oscuridad; y como ese miedo natural en los niños es incrementado con cuentos, también lo es el otro. Ciertamente, la contemplación de la muerte como liberación o pago de los pecados, y como el pasaje a otro mundo, es algo sagrado y religioso; pero el temor de la misma, visto como un tributo que se le debe a la naturaleza, es algo débil.
Hay en las meditaciones religiosas, a veces, una mezcla entre vanidad y superstición. Se puede leer en algún libro de frailes que un hombre debería reflexionar, a partir del dolor que se siente cuando uno tiene apenas la punta de un dedo presionado o maltratado, cómo debe doler la muerte cuando todo el cuerpo se está pudriendo y disolviendo; aun cuando la mayoría de las veces la muerte sucede con menos dolor que la fractura de una extremidad, ya que las partes más vitales no son las más sensibles.
Y bien dijo ese que habló sólo como filósofo y hombre de naturaleza: pompa mortis magis terret, quam mors ipsa (“la pompa de la muerte asusta más que la muerte misma”, Séneca). Los quejidos, y las convulsiones, y la palidez de la cara, y los amigos llorando, y el vestir de luto, y las exequias funerarias, y lo demás, muestran a la muerte como algo terrible.
Vale la pena observar que no hay pasión en la mente del hombre, tan débil, que no pueda igualar y dominar el miedo a la muerte; y por lo tanto, la muerte no es un enemigo tan terrible cuando el hombre tiene tantos recursos dentro suyo que pueden ayudarle a ganar el combate. El deseo de venganza triunfa sobre la muerte, el amor la desprecia, el honor aspira a la misma, el duelo vuela hacia ella, el miedo la preocupa; incluso leemos que después de que el emperador Otón se suicidó, la piedad, que es la más tierna de las afecciones, provocó muchas muertes entre sus seguidores más fieles, por mera compasión con su soberano.
A esto, Séneca añade el disgusto y la saciedad: Cogita quamdiu eadem feceris; mori velle, non tantum fortis aut miser, sed etiam fastidiosus potest. (Pensá cuánto tiempo has hecho lo mismo; para querer morir, uno puede ser no sólo valiente o miserable, sino también estar hastiado). Un hombre moriría, aunque no fuese valiente ni miserable, solo por el cansancio de hacer la misma cosa a menudo, una y otra vez. No es menos digno de observar la poca alteración del buen espíritu cuando se acerca la muerte; porque los hombres parecen ser los mismos hasta el último instante.
César Augusto murió en un elogio: Livia, conjugii nostri memor, vive et vale (“Livia, recordá nuestro matrimonio, viví, y adiós”).
Tiberio, disimulando; como dijo Tácito de él: Jam Tiberium vires et corpus, non dissimulatio, deserebant (“Llegaba la hora de la fuerza y el cuerpo de Tiberio, no de la disimulación”).
Vespasiano, en una broma, sentado en su silla: Ut puto deus fio (“Me convierto en un dios”).
Galba, con una sentencia: Feri, si ex re sit populi Romani (“Matame, si eso será útil al pueblo romano”), mientras le ofrecía el cuello a su asesino.
Septimio Severo, en un mandato: Adeste si quid mihi restat agendum (“Acérquense y terminemos lo que me queda por hacer”).
Y así hay varios. Ciertamente los estoicos se empeñaron mucho en despreciar la muerte, y en sus grandes preparaciones, la hicieron parecer más temible. Mejor dijo ese qui finem vitae extremum inter munera ponat naturae (“que colocan el final de la vida entre los dones de la naturaleza”, Juvenal). Es tan natural morir, como lo es nacer; y para un infante, probablemente, lo uno es tan doloroso como lo otro.
El que muere en medio de una ocupación profunda, es igual al que lo hace herido mortalmente; quienes, en el momento de morir, apenas sienten dolor, ya que tienen la mente fijada e inclinada hacia algo que es bueno, lo que evita los dolores de la muerte. Pero, sobre todo, creelo, el canto más dulce cuando un hombre se ha dedicado a metas y expectativas dignas, es Nunc dimittis (“Ahora soltás, Señor, a tu siervo”; canto de Simeón en el Evangelio de Lucas).
La muerte también tiene esto: que abre la puerta hacia la buena fama, y extingue la envidia. Extinctus amabitur idem (“El mismo que ha sido envidiado, será amado cuando muera”, Horacio).
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