Francis Bacon: De los hábitos y la educación
Los hábitos contraídos en la niñez son sin disputa los más dominantes. Lo que llamamos educación no es otra cosa que hábitos adquiridos en la infancia. Hay que exceptuar a los individuos que tienen cuidado de dejar su alma abierta; no contraen ningún hábito del que no puedan deshacerse.
Siguiendo los pasos de Montaigne, que en 1580 reinventaba el género literario del ensayo, Sir Francis Bacon, en 1597, publicaba sus propios Essays. La edición original, titulada Ensayos: Meditaciones religiosas. Lugares de persuasión y disuasión. Visto y permitido, contaba con tan solo 10 artículos. La edición de 1612 ya tenía 38. Y en 1625 se republicó con 58 entradas, bajo el título Ensayos, o Consejos, civiles y morales. Hoy se los conoce en español como Ensayos de Moral y de Política.
Es en este libro donde nace la frase “si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña”—Bacon era muy bueno jugando con las palabras, y quizá por eso fue nombrado Gran Canciller en 1612, cuando ya llevaba poco más de un año en el Consejo Privado de Su Majestad. Mientras ocupaba este cargo publica su aclamado Novum Organum, poniendo una piedra fundamental en la historia del método científico y el empirismo, refutando a Aristóteles, de quien, como Montaigne, se prestó el origen de este género literario.
A continuación leemos su texto sobre los hábitos y la educación—muy relacionados también para Aristóteles—, en la traducción del escritor y periodista español Arcadio Roda Rivas, quien empezó este trabajo a sus 25 años, poco antes de ser diputado y luego senador del reino.
Autor: Francis Bacon
Libro: Ensayos de Moral y de Política (1597 - 1625)
38: De los Hábitos y de la Educación
Los pensamientos de los hombres dependen de sus inclinaciones y de sus gustos; sus discursos dependen de sus luces, de los maestros que han tenido y de las opiniones que han abrazado; pero sus acciones se determinan solamente por sus hábitos, como lo observa Maquiavelo, aunque aplicando esta observación a un caso de muy odiosa naturaleza.
Tratándose de ejecutar, es necesario no fiarse de la energía del carácter ni de las más encarecidas promesas, si todo ello no está fortalecido y como sancionado por los hábitos. “Por ejemplo”, dice el autor citado, “para verificar un atentado peligroso y comprometido, ya sea de conspiración, ya de cualquiera otra especie, no os fiéis de la ferocidad natural del individuo ni de la audacia con que lo emprende, sino de un hombre que ya tenga templadas sus manos al calor de la sangre”. Esto es cierto, pero también lo es que Maquiavelo no había oído hablar del monje Jacobo Clemente, ni de Ravaillac, ni de Jáureguy, ni de Baltasar Gerardo, ni de Guido Faux. Sin embargo de estas excepciones es su regla muy segura, siendo indudable que el carácter natural y los más sagrados compromisos, no tienen tanto poder como los hábitos.
Solamente el fanatismo puede rivalizar con ellos, habiendo hecho en nuestros días tan grandes progresos, que los asesinos cuyo brazo han armado por primera vez, no han cedido en firmeza y seguridad a los criminales más endurecidos: de igual modo, las resoluciones dictadas por la superstición tienen para todo acto sangriento la misma fuerza que los hábitos; pero en todos los demás casos, la preponderancia y ventaja de los hábitos son bien claras y manifiestas. ¡Oh! ¿quién podrá dudar de su poder, cuando se ve a los hombres que después de tantas promesas, de tantas protestas, de compromisos formales, de palabras empeñadas, hacen y repiten precisamente lo mismo que otras veces han hecho, como si fuesen autómatas o máquinas movidas sólo por el resorte de los hábitos? He aquí algunos ejemplos de su poder tiránico.
Hay indios, y entiéndase que sólo hablamos de los gimnosofistas, que se sientan tranquilamente sobre una hoguera y se sacrifican abrasados. Se ve también a las viudas disputarse el honor de ser quemadas con los cadáveres de sus esposos. Los jóvenes de Esparta se dejaban azotar sobre los altares de Diana hasta que su piel brotaba sangre, sin exhalar una sola queja. Recuerdo que en el principio del reinado de la reina Isabel, un rebelde de Irlanda que había sido condenado a la última pena, hizo presentar un memorial para obtener la gracia de ser ahorcado con una cuerda de mimbres torcidos, y no con una ordinaria, por ser ésta, según decía, la costumbre de su país. En la Moscovia hay monjes que durante el invierno se imponen la penitencia de meterse en el agua y permanecer en ella hasta que se hiela en su derredor. Una vez que tal es el poder de los hábitos, tratemos de adquirir solamente los buenos.
Los hábitos contraídos en la niñez son sin disputa los más dominantes. Lo que llamamos educación, no es en el fondo otra cosa que hábitos adquiridos en la infancia. Se sabe, por ejemplo, que los niños y los jóvenes aprenden las lenguas más fácilmente que los adultos; y esto consiste en que en las dos primeras edades la lengua es más dócil y se presta más fácilmente a los movimientos que exige la formación de los sonidos articulados. Por la misma razón, teniendo más soltura y docilidad los miembros durante el período de la juventud, el cuerpo de los jóvenes se acostumbra con menos inconvenientes a toda clase de ejercicios y movimientos, mientras que los que empiezan más tarde encuentran mucho más trabajo para vencer las dificultades que se les presentan. Hay, sin embargo, que exceptuar a algunos individuos, que tienen cuidado de dejar su alma abierta a las nuevas impresiones, sin contraer ningún hábito del que no puedan deshacerse, a fin de estar siempre en disposición de perfeccionarse.
Pero si los hábitos tienen tanto dominio sobre los individuos aislados, tienen también un gran poder sobre los que se hallan reunidos en colectividad, como en un ejército, en un colegio, en un convento, etc. En este último caso, el ejemplo instruye y dirige, el trato con los demás sostiene y fortifica, la emulación despierta y aguijonea, y los honores y recompensas elevan el ánimo: de suerte que en estas corporaciones, los hábitos adquieren el máximum de su fuerza. La experiencia prueba sobradamente que la multiplicación de las virtudes en nuestra especie, es el efecto de sabios institutos gobernados por una juiciosa disciplina, y de otras asociaciones bien ordenadas y dirigidas. Se observa que las repúblicas, y en general los buenos gobiernos, alimentan las virtudes ya nacidas, pero rara vez saben sembrar la semilla de otras nuevas y hacerla germinar. La dificultad consiste hoy día en que los medios más eficaces se aplican a fines poco dignos del hombre.
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