Federico de Prusia: respuesta a Maquiavelo sobre si el príncipe debe ser malo o bueno
En la primera mitad del siglo 16, Nicolás Maquiavelo componía su magnum opus El Príncipe, y se posicionaba en la historia como uno de los más grandes pensadores y entendedores del arte de la política. Cuando empezó el trabajo tenía por lo menos 43 años. Poquito más de dos siglos después, en 1739, un joven príncipe de verdad, de 27 años, escribía y publicaba anónimamente una refutación a lo escrito por el toscano. Un año después, este Federico era coronado como el tercer rey de Prusia y pasaría a la historia conocido como el Grande por su gran capacidad de estratega militar. Durante siglos, Europa vivió constantemente en guerra, pero Federico II supo mantenerla al borde de una hecatombe al controlar un posible enfrentamiento entre María Teresa de Austria y Catalina de Rusia. Lógicamente, este “favor” tuvo su precio: la existencia de Polonia.
Friedrich der Große hablaba varios idiomas, no solo el de la guerra. Hablaba el del arte y la cultura, el del despotismo ilustrado, y siendo alemán, hablaba muy bien francés. Su Anti-Maquiavelo, editado y publicado por Voltaire, fue escrito en francés. Pero si no fuera por la insistencia de Voltaire, el libro no hubiera visto la luz oficialmente (aunque al principio, dada su condición de príncipe próximo a ser rey, anónimamente). Y es que Federico supo también, como casi todo autor o creativo, avergonzarse de la ingenuidad de su primer obra. Responderle con 27 años y no mucha experiencia política a un hombre más zorro de 43—bueno, el Tiempo ha puesto cada obra en el escalón del podio donde pertenece. Y el monarca prusiano, una vez enfrentado con la realidad política del reinado, no pudo más que observar cómo se convertía, en algunos casos, en ejemplo vivo del manual de acción maquiavélico.
Haciendo un examen cortito de las jóvenes ideas de Federico, sobre todo con la que aparece aquí un poco obsesionado: escribe que ningún príncipe de Europa le brindaría simpatías a un usurpador, pero luego fue muy cercano a Catalina la Grande (que fue muy amiga de cartas, literalmente pen pal, de Voltaire, en un ejemplo de que las amistades se pueden hacer, tranquilamente, por chat y por mensajes: esto no es algo nuevo).
Veamos ahora su examen del capítulo 19 de El Príncipe, donde Maquiavelo, así como en el extracto que leímos de sus Discursos, discurre sobre conspiraciones y conjuraciones, trip en el que por ahora andamos. Lo leemos, al igual que la lectura que trata de refutar, en una edición de 1854, en la que fue la primera traducción al español de esta obra (y respetamos el español orijinal del trabajo y la época). La tarea fue encargada (pareciera que a dos traductores distintos) por la imprenta de don José Trujillo, hijo, que se dignó en publicar la obra como la pensó Voltaire, y como debería leerse: capítulo por capítulo, la original seguida de la refutación. Casi dos siglos después: gracias don José.
Autor: Federico de Prusia
Tratado: El Anti-Maquiavelo (1739)
Capítulo 19: Examen
La manía de inventar sistemas no ha sido un privilejio esclusivo de los filósofos: los hombres políticos la han padecido igualmente, y mas que todos ellos Maquiavelo. Demostrar que el príncipe debe ser impostor y malvado, he aquí la base de su sistema, las palabras sacramentales de su relijion. Igual en perversidad a los monstruos de que Hércules purgó la tierra, no tiene por fortuna agudos dientes, ni aceradas uñas, ni escamas impenetrables que emboten el filo de nuestras armas: por eso es tan fácil combatirle sin tener la fuerza de Hércules, ni necesitar el auxilio de su terrible maza.
Y en efecto, ¿qué necesito yo agotar mis fuerzas con sutiles argumentos para probar que la justicia y la bondad son virtudes necesarias a todo príncipe? El hombre político que quiera sostener lo contrario no puede menos de ser vencido en la lucha; porque, si sostiene que un príncipe, seguro ya de su trono, debe ser cruel, falso y tirano, su maldad misma causará su perdicion; y si quiere revestir de tan odiosos vicios a un usurpador, con el fin de asegurar su usurpacion, tampoco lo conseguirá, porque los soberanos y las repúblicas todas se negarán a prestarle apoyo, y le declararán la guerra; siendo evidente que un particular no puede elevarse a la soberanía sinó desposeyendo a un príncipe lejítimo, o usurpando la autoridad de una república, con lo cual no se atraerá seguramente las simpatías de los príncipes de Europa.
Debo, no obstante, hacerme cargo de algunas reflexiones de Maquiavelo que no me parecen bien fundadas. El autor dice que un príncipe se hace odioso cuando se apodera injustamente de los bienes de sus súbditos, o mancha la castidad de sus esposas o hijas. Es cierto que un principe codicioso, injusto, violento o cruel será aborrecido; pero no siempre se juzga con igual severidad el amor a las mujeres. Julio Cesar, a quien llamaban en Roma el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos, Luis XIV, cuyos amores fueron tan escandalosos, y Augusto I, rey de Polonia, que galanteaba a parceria con sus súbditos, no fueron aborrecidos a causas de estos vicios. Si la libertad romana hundió tantos puñales en el pecho de Cesar, fue porque Cesar era un usurpador, no porque fuese lascivo.
No faltará quien oponga, en defensa de Maquiavelo, la espulsion de los reyes de Roma, ocasionada por el atentado de Tarquino contra la castidad de Lucrecia. A esto respondo que la revolucion de Roma no fue debida al amor que el jóven Tarquino profesaba a la bella romana, sino al modo violento con que quiso manifestarlo; y como su violencia despertaba el recuerdo de otras peores cometidas por los Tarquinos, el pueblo se aprovechó de aquella ocasion para vengarse de ellos. Digo esto, suponiendo que la aventura de Lucrecia no sea fabulosa.
Y no se crea que es mi ánimo escusar en los príncipes el amor a los galanteos: esta inclinacion es censurable segun los preceptos de la moral; pero niego que sea causa de aborrecimiento para los pueblos, como pretende Maquiavelo. El amor a las mujeres es una debilidad escusable hasta cierto punto en los buenos príncipes, siempre que no la acompañen la violencia o la injusticia. Un rey puede enamorarse con tanta facilidad como Luis XIV, Carlos II de Inglaterra, o Augusto I de Polonia; pero no debe imitar ni a Tarquino ni a Neron.
Observemos de paso una de las muchas contradicciones que abundan en la obra de Maquiavelo. En este capítulo dice que el príncipe debe tratar de atraerse el amor de sus súbditos, como medio seguro de evitar las conspiraciones; y en el capítulo XVII sostiene que debe pensar sobre todo en hacerse temer, porque no se puede confiar en el amor de los pueblos. ¿Cual de estas dos opiniones es la verdadera del autor? Maquiavelo habla como los oráculos, a fin de que cada cual pueda interpretarle segun convenga; pero debió tener presente que el lenguaje de los oráculos era el lenguaje de los impostores.
Las conjuraciones y los rejicidios no están ya en moda por las mismas razones que el autor alega. En este respecto, pueden los príncipes vivir tranquilos; solo el fanatismo relijioso es capaz hoy dia de poner en juego estos resortes. Entre las muchas cosas buenas que dice Maquiavelo sobre esta materia, hay una que, en boca suya, pierde toda su escelencia, porque le falta sinceridad. «Los conspiradores, dice, pierden gran parte de su valor por temor del castigo que les amenaza; mientras que el soberano tiene en ventaja suya la majestad de su mando, la autoridad de las leyes, etc.» ¿De qué leyes habla el autor puesto que su sistema de gobierno se funda en la tiranía pura, en la usurpacion, en el interés y en la crueldad?
Razon tiene Maquiavelo en aconsejar a los príncipes que procuren atraerse las simpatías del pueblo y de los grandes, estableciendo juezes magistrados que decidan entre ambas clases, para evitar de este modo la odiosidad del fallo. Es estraño que un escritor tan amigo del despotismo y de la usurpacion nos proponga ahora el ejemplo del gobierno de Francia, y apruebe el poder que en otro tiempo tuvieron los Parlamentos en aquel pais. Yo creo, sin embargo, que, si hay en la actualidad algun gobierno que merezca servir de modelo a los demas, ese gobierno es el de Inglaterra, donde el Parlamento es el juez entre el pueblo y el rey, y donde el rey tiene ámplios poderes para hacer bien, y está incapacitado para hacer mal.
El autor emprende en seguida una larga discusion sobre la vida de los emperadores romanos desde Marco Aurelio hasta los dos Gordianos, y atribuye la causa de aquellos frecuentes cambios de soberanos a la venalidad del Imperio. Pero no fué esta la causa: Calígula, Claudio, Neron, Galba, Othon y Vitelio tuvieron un fin funesto sin haber comprado a Roma como Didio Juliano. La venalidad fue una razon mas, que contribuyó al asesinato de tantos emperadores pero la verdadera causa de estas revoluciones sucesivas era la forma del gobierno romano. La guardia pretoria llegó a ser en Roma lo que han sido después los Mamelucos en Ejipto, los jenízaros en Turquía y los Strelits en Moscovia. Constantino puso coto a las demasías de aquella soldadesca, y llegó finalmente a suprimirla; pero ya era tarde: el mal ejemplo pasado y las desgracias sucesivas del Imperio espusieron la vida de los subsiguientes emperadores a la accion del puñal y del veneno.
Es, sin embargo, digno de notarse que todos los malos emperadores murieron de muerte violenta; mientras que Teodosio murió tranquilo en su lecho, y Justiniano vivió feliz por espacio de ochenta años. Insisto, pues, en que apenas hay un príncipe malo que haya sido dichoso: el mismo Augusto solo logró vivir tranquilo cuando volvió al camino de la virtud. El tirano Commodo, sucesor del divino Marco Aurelio, fue asesinado a pesar del respeto que infundía la memoria de su padre. Caracalla no pudo librarse de la muerte que él mismo se acarreó con su odiosa crueldad. Alejandro Severo fue muerto por la traicion de aquel Maximino de Tracia que pasa por jigante en la historia; y Maximino fue a su vez inmolado al justo furor de la opinion publica, alarmada por su continua barbarie. Maquiavelo se equivoca cuando dice que este último debió su muerte al desprecio que hacía el pueblo de su oscuro nacimiento. El hombre que se eleva al poder por su valor o sus virtudes es hijo solo de su reputacion; y los pueblos le apreciarán por su conducta, no por la humildad o nobleza de su cuna. Pupiano era hijo de un herrador de aldea; Probo lo fue de un jardinero; Diocleciano de un esclavo; Valentiniano de un cordonero; y todos ellos fueron respetados. Sforza, conquistador de Milan, era un campesino humilde; Cromwell, que avasalló la Inglaterra e hizo temblar a Europa, era hijo de un simple comerciante; el gran Mahoma, fundador del imperio mas grande del Universo, había sido mozo de un mercader; Samon, primer rey de Esclavonia, era un traficante francés; el célebre Piast, cuyo nombre aun conservan los polacos del dia, fue electo rey cuando calzaba las polainas de labriego, y vivió respetado de todos hasta la edad de cien años. ¡Y cuántos jenerales, cuantos ministros y altos funcionarios han labrado la tierra con la azada! La Europa está llena de estos ejemplos, y de ello debemos felicitarnos, porque nos prueban que el verdadero mérito halla siempre recompensa. Yo no desprecio la sangre ilustre de los Carlos Magnos; al contrario, tengo poderosos motivos para enorgullecerme de tan ilustre descendencia; pero confieso que la virtud y el mérito me cautivan aun mas que los blasones.
No debo dejar pasar otro error que ha padecido Maquiavelo al asegurar que en la época del emperador Severo, bastaba tolerar la insolencia de las tropas para ponerse al abrigo de las revoluciones. La historia de los emperadores que reinaron antes y después de Severo contradice este aserto; ella nos dice que cuanta mas impunidad hallaban los pretorianos, tanto mas crecían en licencia y desenfreno; si era peligroso reprimirlos, no lo era menos desvanecerlos con lisonjas. Hoy dia las tropas no son temibles en este respecto, porque están divididas en pequeños cuerpos que se vijilan unos a otros, y por la severidad de la ley de ascensos y otras concernientes a la buena disciplina. Los emperadores turcos están aun espuestos a morir con la soga al cuello, porque no han sabido imitar esta sana política; porque el sultan es esclavo de sus jenízaros, como los turcos son esclavos del sultan. En la Europa cristiana, el príncipe debe evitar que se establezcan privilejios odiosos entre las tropas de su mando, porque esto daría orijen a rivalidades funestas.
En vez del emperador Severo, cuyo ejemplo propone Maquiavelo a los que logren elevarse al imperio, yo propondría el de Marco Aurelio. Ciertamente Cesar Borja, Severo y Marco Aurelio formarian un estraño maridaje; seria querer reunir la virtud y la prudencia con la perversidad y el crimen. Jamás me cansaré de repetir que Cesar Borja con toda su hábil crueldad tuvo un fin desgraciado, y que Marco Aurelio, aquel filósofo coronado, tan probo como virtuoso, no sufrió durante su vida ningún reves de la fortuna.
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