Federico de Prusia: contra Maquiavelo, la caza y sobre el arte de la guerra
Segunda entrega del menjunje maquiavélico en el que vamos a divagar los lunes durante un tiempito. Conectémonos a la primera entrega, en la que mezclamos a Maquiavelo en El Príncipe con Aristóteles y Polibio. Escribía nuestro autor toscano, en el capítulo 14, que en tiempos de paz:
“el príncipe debe estudiar la Historia, examinar las acciones de los hombres ilustres, ver cómo se han conducido en la guerra, analizar el por qué de sus victorias y derrotas para evitar éstas y tratar de lograr aquéllas; y sobre todo hacer lo que han hecho en el pasado algunos hombres egregios que, tomando a los otros por modelos, tenían siempre presentes sus hechos más celebrados. Como se dice que Alejandro Magno hacía con Aquiles, Julio César con Alejandro, Escipión con la vida de Ciro, escrita por Jenofonte”.
Este libro se publicó en 1532, cinco años después de la muerte de su autor. Menos de cincuenta años después, en 1580 y en Francia, Montaigne hace eco de lo escrito por Maquiavelo y nos deja una pista de la influencia de la que ya gozaba el tratado del político italiano, convertido en un clásico casi instantáneamente:
“Cuéntase que algunos guerreros tuvieron determinados libros en particular predicamento: Alejandro Magno, Homero; Escipión Africano, Jenofonte; Marco Bruto, Polibio; y Carlos V, Felipe de Comines. De la época actual se dice que Maquiavelo goza todavía de autoridad en algunos lugares; pero el difunto mariscal de Strozzi, que eligió a César como consejero, mostró mucho mejor acierto, pues a la verdad éste debería ser el breviario de todo militar, como patrón único y soberano en el arte de la guerra.”
El mariscal Strozzi, como Maquiavelo, nació en Florencia, pero era un adolescente cuando murió nuestro personaje principal. Piero Strozzi luchó para Francia, a favor de la república florentina, en la guerra italiana de 1542-1546, parte de un conflicto más grande que enfrentó, por un lado una unión entre franceses y otomanos, y por el otro Carlos V y sus vastos territorios: España y sus tierras en América, los Países Bajos, Bélgica, Nápoles, Sicilia y Cerdeña y el Sacro Imperio Romano Germánico (hoy el norte de Italia, Alemania, República Checa, Suiza, Austria, una partecita de Francia y otra de Polonia; “no fue de ningún modo sagrado, ni romano, ni un imperio”, según Voltaire). Strozzi, luchó después en varios otros lugares a favor de los franceses y su reina florentina Catalina de Médici. No viene al caso seguir con su historia, excepto lo que dice Montaigne de él: que eligió a Julio César como guía. César, “breviario de todo militar, patrón único y soberano en el arte de la guerra.”
“El arte de la guerra”, escribe Maquiavelo en el susodicho capítulo, “es lo único que compete a quien manda”, porque “un príncipe no debe tener otro objeto ni pensamiento ni preocuparse de cosa alguna fuera” de este arte.
Esto es refutado dos siglos después por el rey de Prusia Federico II, que pasó a la historia como el Grande debido a su destreza como estratega militar, pero que muy poco antes de llevar la corona no gustaba de las estratagemas y escribió un examen de El Príncipe, capítulo por capítulo, publicado como el Anti-Maquiavelo (del que Voltaire fue editor y promotor). El príncipe Federico, que reinó sobre un territorio desmembrado del Sacro Imperio Romano Germánico, dice, en su Examen del capítulo 14 de Il Principe:
“El príncipe que solo se dedica a estudiar el arte de la guerra, no cumple su misión sino a medias , porque tiene otros deberes que llenar distintos de los de soldado. He dicho en el primer capítulo de esta obra que los príncipes son a la vez magistrados y generales, no como los pinta Maquiavelo, semejantes a los dioses de Homero, que eran poderosos y fuertes, pero no justos y equitativos. Francisco Sforza, en cuyo ejemplo se apoya el autor, tenía razón en ser exclusivamente hombre de guerra, porque era un usurpador”.
Recordemos que el tratado de Maquiavelo es la biblia de quien quiere tomar (usurpar) el poder, y que en el capítulo 14—así como en otros capítulos—alaba a Francisco Sforza, que “por medio de las armas, llegó a ser duque de Milán, de simple ciudadano que era; y sus hijos, por escapar a las incomodidades de las armas, de duques pasaron a ser simples ciudadanos”.
Pero no nos quedemos aquí. Leamos qué más tiene que decir el rey prusiano, que aumentó el prestigio de su estado y de lo alemán con su astucia y sus conquistas, pero que antes escribió su tratado en francés. Lo que dice Federico de la dedicación a la caza tiene sentido, aunque haga de todo su capítulo un sobre-análisis de apenas un párrafo de Maquiavelo. Este análisis, que encaja perfectamente en su faceta de ilustrado, tiene mucho sentido por lo que simboliza sobre el uso que hacemos del tiempo: lo tratamos como cosa vulgar y lo desperdiciamos.
Para finalizar volviendo al inicio de esta introducción, escribe el rey alemán: “no nos dice la historia que César, Alejandro o Escipión hayan cazado en su vida”; excepto enemigos en sus propias tierras, claro, de eso nunca se cansaron.
Autor: Federico de Prusia
Tratado: El Anti-Maquiavelo (1739)
Capítulo 14: Examen
El príncipe que solo se dedica a estudiar el arte de la guerra, no cumple su misión sino a medias, porque tiene otros deberes que llenar distintos de los de soldado. He dicho en el primer capítulo de esta obra que los príncipes son a la vez magistrados y generales, no como los pinta Maquiavelo, semejantes a los dioses de Homero, que eran poderosos y fuertes, pero no justos y equitativos. Francisco Sforza, en cuyo ejemplo se apoya el autor, tenía razón en ser exclusivamente hombre de guerra, porque era un usurpador.
Las razones que mueven a Maquiavelo a recomendar a los príncipes el ejercicio de la caza me parecen débiles y fútiles en extremo. El autor cree que por este medio aprenderán los príncipes a conocer la situación topográfica del territorio que gobiernan; y yo creo que, si el rey de Francia o el soberano de un gran imperio se propusiese adquirir de esta manera un conocimiento exacto de sus estados, necesitaría recorrerlos con la misma constancia con que la tierra gira alrededor del sol.
El lector me permitirá que descienda a examinar esta materia más detalladamente, pues, aunque sea digresión, toda vez que el placer de la caza es la pasión dominante de los reyes, nobles y grandes señores, sobre todo en Alemania, no creo que serán ociosas algunas reflexiones sobre este punto.
La caza es un placer sensual que desarrolla el cuerpo y embrutece la inteligencia. Sus apasionados me dirán que es el placer más noble y antiguo de cuantos han conocido los hombres, y que muchos héroes de la antigüedad fueron cazadores. Esto podrá ser muy bien; yo no condeno el uso, sino el abuso. Hoy día la caza es una diversión que dura algunas horas; pero antiguamente y sobre todo, en tiempos del feudalismo, era una ocupación diaria y seria. Nuestros antepasados no sabían en qué ocuparse; y por eso distraían su ociosidad persiguiendo a las fieras en los bosques, no teniendo la capacidad ni la cultura necesaria para pasar el tiempo en buena sociedad. Yo pregunto si son estos ejemplos dignos de imitarse en nuestros días; si la rudeza de costumbres debe dar lecciones a la cortesanía, o si no es mas natural que los siglos ilustrados sirvan de modelo a los siglos bárbaros.
El hombre es superior al animal por su inteligencia, no por la fuerza; y la inteligencia de un cazador de profesión abunda demasiado en rústicas ideas. Hay algunos tan groseros y brutales en sus maneras, que es de temer lleguen a ser con el tiempo tan inhumanos para con sus semejantes como lo son para con los animales; o cuando menos debe suponerse que la costumbre de hacer padecer a los animales y de verlos sufrir con indiferencia borrará de sus corazones esos sentimientos piadosos que nos inducen a compadecer y aliviar las miserias humanas. Y en tal caso, ¿qué nobleza puede haber en semejantes placeres? ¿Cómo puede ser digna esta ocupación de un ser inteligente?
Se objetará que la caza es un ejercicio saludable, habiendo demostrado la experiencia que los que se han dedicado a ella han llegado a una edad muy avanzada, y que es muy conveniente a los príncipes porque les permite hacer gala de magnificencia, los distrae de los cuidados del gobierno, y los familiariza con la imagen de la guerra. Yo estoy muy lejos de condenar el ejercicio moderado; pero observaré de paso que el ejercicio continuo y sistemático no es absolutamente indispensable sino a los enfermos y a los incontinentes. Pocos príncipes habrán vivido tanto como el cardenal de Fleury, el de Jiménez de Cisneros o el papa Clemente XII, y sin embargo no fueron cazadores. ¿Y de qué sirve que el hombre llegue a la edad de Matusalén si ha de llevar una vida indolente e inútil? Cuanto mas estudie y medite, tanto mejores serán sus obras, y tanto más fruto sacará de la vida.
La magnificencia, es verdad, conviene a los príncipes; pero pueden manifestarla por otros medios mucho más útiles para sus súbditos. La caza solo sería útil si fuese tanta la abundancia de animales que dañase a las campiñas o causase perjuicios de consideración en los sembrados y plantíos; en cuyo caso, el príncipe debiera tener cazadores o monteros bien pagados, que purgasen sus estados de tamaña plaga. Un buen rey no tiene jamás tiempo suficiente para instruirse y atender a los cuidados de su gobierno.
A Maquiavelo, en particular, podría yo responder que no es necesario ser cazador para ser gran capitán. Gustavo Adolfo, Turena, Marlborough, el príncipe Eugenio, a quienes nadie disputará el rango de hombres ilustres y hábiles generales, no cazaron nunca; ni nos dice la historia que César, Alejandro o Escipión hayan cazado en su vida. Si el objeto del autor es que los príncipes ejerciten a la vez el cuerpo y la inteligencia, debiera proponerles el ejemplo de los filósofos peripatéticos [seguidores de Aristóteles, que filosofaban caminando; περῐ (peri, “alrededor”) + πατέω (patéō, “camino”)]; pues yo creo que un hombre puede hacer reflexiones mas sólidas sobre el mapa de un país, o sobre el arte de la guerra, mientras se pasea tranquilamente, que no cuando los galgos, ciervos, perdices distraen su imaginación. Recuerdo que un gran príncipe, que hizo en Hungría su segunda campaña, estuvo a pique de caer prisionero de los turcos por haberse extraviado cazando. Sería también muy conveniente que los generales prohibiesen la caza a los ejércitos que van de marcha, para evitar los desórdenes de que ha sido causa esta diversión.
Concluyo, pues, diciendo que es muy excusable en los príncipes este pasatiempo, siempre que lo disfruten con poca frecuencia o con el objeto de dar treguas a sus cuidados, que suelen a veces ser muy tristes. Yo no excluyo ningún placer moderado; pero creo que el mayor de todos es el de saber gobernar, hacer la felicidad de los pueblos, proteger y ver prosperar las ciencias y las artes; y desgraciado el príncipe que busque otros placeres.
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