Étienne de La Boétie: la servidumbre y los que no la aguantan

La primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre. Pero siempre aparecen algunos, más orgullosos y más inspirados que otros, quienes sienten el peso del yugo y no pueden evitar sacudírselo, quienes jamás se dejan domesticar ante la sumisión.

Étienne de La Boétie: la servidumbre y los que no la aguantan
Contexto Condensado

Después de leer a Maquiavelo hablar sobre las conjuraciones, uno de mis mejores amigos me escribió para decirme que se podía conectar el texto del italiano con la reciente conjuración e intento de homicidio de la actual vice-presidente—y ex-presidente—argentina Cristina Kirchner. “A ver qué pasa con los conjurados”, me preguntaba. “¿O fue un lobo solitario?” Yo le respondí como se responden los amigos, con cosas que no se deberían publicar: “¿Vos le creés que fue de verdad?” Me puse conspirativo, en el sentido contemporáneo de la palabra, con la conspiración.

Y me puse a seguir la línea de Maquiavelo en sus Discursos sobre Tito Livio y, como muchas veces, me encontré con serendipias y conexiones.

Me encontré con otro discurso, el de Étienne de La Boétie sobre la Servidumbre Voluntaria, un ensayo famoso por su erudición y elocuencia, en el que el autor básicamente dice que “toda servidumbre es voluntaria y procede exclusivamente del consentimiento de aquellos sobre quienes se ejerce el poder”. La frase es de Michel Onfray en su libro Los Libertinos Barrocos. La idea de La Boétie contradice lo que imaginamos a priori, que la servidumbre es forzada. Para él, lo que hay es un adiestramiento y un acostumbramiento. “Tenemos los gobernantes que merecemos”, decimos hoy, en un remix de una frase del Eclesiástico.

Ahora, en las sociedades democráticas actuales (que no existían en el siglo 16 del francés Étienne), ¿existe la servidumbre? En el sentido de sumisión a lo que quiere el grupo que maneja un gobierno, porque la otra sigue existiendo. Y ésta también. Basta ver lo que pasa en Venezuela, en Nicaragua, en El Salvador. América parece ser el laboratorio actual de los pseudo-científicos que quieren imponer una especie de servilismo disfrazado, de derecha y de izquierda. Y Argentina, lógicamente, es uno de los experimentos.

Pero me estoy desviando de la literatura. Vuelvo al discurso sobre este tema, escrito primero en latín, y luego en francés, por un muchacho de 18 años, por lo que sorprende más la claridad que expresa en las 18 páginas originales este estudiante de derecho. Durante 24 años, el texto se paseó sólo entre abogados, políticos y filósofos, entre ellos Michel de Montaigne (autor de la última lectura que enviamos) quien, tras leerlo, quiso conocer al autor. A partir de ahí se convirtieron en mejores amigos. Trabajaron juntos en varias cosas, incluida la búsqueda de la paz en las guerras de religión entre católicos y protestantes. Poco tiempo después, atacado por la peste, Étienne de La Boétie murió a los 32 años. Montaigne lo inmortalizó en su ensayo Sobre la Amistad, y publicando—por fin—el famoso discurso de su brother.

La publicación influyó en el pensamiento de algunos eruditos, pero se mantuvo low profile durante dos siglos, hasta que a mediados del siglo 19 se hallaron dos manuscritos y nació una re-traducción al francés del diputado Charles Teste, de quien rescatamos varias notas, y desde la cual se hace la traducción al español que leemos, hecha por la Editorial Utopía Libertaria (Buenos Aires, 2008). El texto de La Boétie se conviertió entonces en algo de culto, y como todo trabajo literario de culto, se reprodujeron análisis y críticas literarias (muchas veces más largas que el trabajo original). Una de ellas es hecha por el filósofo francés Claude Lefort, quien es el que hace en realidad la conexión con la lectura de Maquiavelo que acabamos de publicar. En su ensayo El Nombre de Uno—en referencia al otro nombre con que se conoce el discurso original, el Contra Uno—, Lefort escribe:

“Y, hablando de lecturas, se impone irresistiblemente a nuestra propia memoria un predecesor de La Boétie: Maquiavelo, quien, en el capítulo de los Discorsi dedicado a las conspiraciones, en medio de un argumento sinuoso, lleno de contradicciones, emite este juicio categórico:

“Otro motivo muy importante también incita a los hombres a conspirar contra el Príncipe: el deseo de liberar a la patria de la servidumbre. Éste fue el motivo que impulsó a Bruto y a Casio a acabar con César, fue el que sublevó a tantos otros contra los Falárides, los Dionisios y tantos otros usurpadores. La única manera que le queda a un tirano de evitar esos ataques, es deponer la soberanía”. Sólo el escritor florentino, si no nos equivocamos, había tenido la audacia de afirmar que las conspiraciones en favor de la libertad están siempre abocadas al éxito. Como él, La Boétie se complace en enumerar a los grandes conspiradores. Pero observemos que los primeros nombres que cita son los de Harmodio y Aristogitón; no son tan sólo los asesinos de Pisístrato, sino también los héroes griegos de la amistad.

¿Es Maquiavelo un predecesor? No valdría la pena detenerse en esta hipótesis, si no sirviera más que para satisfacer un prurito de erudición. Tanto menos cuanto que La Boétie, al no nombrar al escritor florentino, no nos deja adivinar con certeza si ignoraba su obra, o la omitía deliberadamente.”

A La Boétie se lo tiene por predecesor de Rousseau. Pero veamos por qué se lo tiene por cercano a Maquiavelo (que escribió apenas tres décadas antes), qué dice de algunas conjuras famosas, y qué pasó con los conjurados.

Autor: Étienne de La Boétie

Ensayo: Discurso Sobre la Servidumbre Voluntaria (o, el Contra Uno) (1548 - 1572)

(extracto)

...Digamos, pues, que en el hombre, todas las cosas son naturales, tanto si se cría con ellas como si se acostumbra a ellas. Pero sólo le es innato aquello a lo que su naturaleza, en estado puro y no alterada, lo conduce. Así pues, la primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre, al igual que los más bravos caballos rabones[1] que, al principio, muerden el freno que, luego, deja de molestarlos y que, si antes coceaban al notar la silla de montar, después hacen alarde los arneses y, orgullosos, se pavonean bajo la armadura. Se dice que ciertos hombres han estado siempre sometidos y que sus padres ya vivieron así. Pues bien, éstos piensan que les corresponde soportar el mal, se dejan embaucar y, con el tiempo, crean ellos mismos las bases de quienes los tiranizan. Pero el tiempo jamás otorga el derecho de hacer el mal, aumenta por el contrario la ofensa. Siempre aparecen algunos, más orgullosos y más inspirados que otros, quienes sienten el peso del yugo y no pueden evitar sacudírselo, quienes jamás se dejan domesticar ante la sumisión y quienes, al igual que Ulises, a quien nadie ni nada detuvo hasta volver a su casa, no pueden dejar de pensar en sus privilegios naturales y recordar a sus predecesores y su estado original. Son éstos los que, al tener la mente despejada y el espíritu clarividente, no se contentan, como el populacho, con ver la tierra que pisan, sin mirar hacia adelante ni hacia atrás. Recuerdan también las cosas pasadas para juzgar las del porvenir y ponderar las presentes. Son los que, al tener de por sí la mente bien estructurada, se han cuidado de pulirla mediante el estudio y el saber. Éstos, aun cuando la libertad se hubiese perdido irremediablemente, la imaginarían, la sentirían en su espíritu, hasta gozarían de ella y seguirían odiando la servidumbre por más y mejor que se la encubriera.

El Gran Turco[2] se dio cuenta de que los libros y la sana doctrina proporcionan a los hombres, más que cualquier otra cosa, el sentido de su dignidad como personas y el odio por la tiranía, de modo que no tiene en sus tierras a muchos sabios, ni tampoco los solicita. Y, en cualquier otro lugar, por elevado que sea el número de fieles a la libertad, su celo y el amor que le prodigan permanecen pese a todo sin efecto porque no logran entenderse entre ellos. La libertad de actuar, hablar y de pensar les está casi totalmente vetada con el tirano y permanecen aislados por completo en sus fantasías. Así pues, Momo,[3] el dios burlón, no se mofó demasiado del hombre que Vulcano había creado por no haberle puesto una ventanita en el corazón para que, por ella, pudiesen leerse sus pensamientos. Se cuenta que Bruto, Casio y Casca, cuando emprendieron la liberación de Roma, o, mejor dicho, del mundo entero, no quisieron que Cicerón, el gran celador del bien público (si alguna vez los hubo), participara. Estimaron su corazón demasiado vulnerable para tan arriesgada hazaña; confiaban en su voluntad, pero no en su valentía. Sin embargo, quien quiera recordar la historia y consultar antiguos anales, comprobará que pocos fueron aquellos que, viendo a su país mal llevado y en malas manos, tomaron, con buenas, cabales y sinceras intenciones, la decisión de liberarlo y no llegaron hasta el final, y que la libertad los ha siempre favorecido. Harmodio, Aristogitón, Trasíbulo, Bruto el viejo, Valerio y Dión,[4] quienes concibieron tan virtuoso proyecto, lo llevaron a cabo felizmente: en esos casos, casi nunca a buen deseo mala fortuna. Bruto el joven y Casio suprimieron con gran acierto la servidumbre, pero, poco después de devolver la libertad, murieron, no miserablemente (¡qué blasfemia sería decir que esos hombres pudieran morir, o vivir, miserablemente!), pero sí con gran perjuicio, desgracia y ruina para la República que fue, al parecer, enterrada con ellos. Las otras acciones emprendidas después contra los emperadores romanos no fueron más allá de conjuras urdidas por algunos ambiciosos o los que no hay que compadecer por las penas de que fueron víctimas. Es evidente que lo que querían no era suprimir, sino cambiar de cabeza la corona,[5] con la intención de echar al tirano, pero de conservar la tiranía.[6] A ésos ni yo mismo les habría deseado suerte, y me alegro de que hayan mostrado con su ejemplo que no se debe abusar del santo nombre de libertad para llevar a cabo malas empresas.[7]

Pero, volviendo al hilo de mi discurso, del que casi me había apartado, la primera razón por la cual los hombres sirven de buen grado es la de que nacen siervos y son educados como tales. De ésta se desprende otra: bajo el yugo del tirano, es más fácil volverse cobarde y apocado. Le estoy muy agradecido a Hipócrates, el padre de la medicina, quien así lo afirmó en uno de sus libros. De las enfermedades.[8] Este buen hombre tenía sin duda buen corazón y bien lo mostró cuando el rey de Persia quiso atraerlo a su lado a fuerza de obsequios y ofrecimientos tentadores; él respondió francamente[9] que le remordería la conciencia ponerse a curar a los bárbaros que querían matar a los griegos y servir con su arte al que proyectaba someter a Grecia. La carta que le envió se encuentra hoy entre sus escritos y será para siempre un testimonio de su dignidad y de su noble naturaleza. Es cierto, por lo tanto, que, con la libertad, se pierde a la vez el valor. Las gentes sometidas no sienten ni alegría ni arrojo en el combate; van a la lucha casi como atados y entumecidos, como cumpliendo penosamente un deber impuesto. No sienten en su corazón el ardor de la libertad, que les hace despreciar el peligro y alimentar el deseo de alcanzar, aun a costa de su muerte, rodeado de sus compañeros de lucha, el honor y la gloria. Entre gente libre, en cambio, esos sentimientos se dan con creces, a cuál más, a cuál mejor, cada uno por el bien de todos, cada uno por sí. Todos saben que compartirán por igual los males de la derrota, o las recompensas de la victoria. Pero las gentes sometidas, además del valor en el combate, pierden, en todas las demás cosas, la vivacidad y son presa del desánimo y la debilidad; se muestran incapaces de cualquier hazaña. Los tiranos lo saben y, conscientes de que éste es su punto flaco, no hacen más que fomentarlo...


  1. Nota del Traductor: Courtauds, en los originales. Nota de Charles Teste: Caballo que tiene crin y orejas cortadas. ↩︎

  2. Nota de Conectorium: Solimán I, el Magnífico, o Kanuni; sultán del imperio otomano de 1520 a 1566. ↩︎

  3. Nota del Editor: En la mitología, personificación del Sarcasmo, hijo de la noche y hermano de las Hespérides, según Hesíodo. ↩︎

  4. N. del E.: Harmodio y Aristogitón: asesinos de Pisístrato. Trasíbulo: echó a los tiranos de Atenas en 409. Bruto el viejo y Valerio: fundadores de la República. Dión: sucesor de Dionisio como tirano de Siracusa. ↩︎

  5. Nota de Ch. T.: Lo mismo hicieron los famosos girondinos que se escaparon de la asamblea legislativa, el 20 de junio de 1792, para dirigirse a las Tullerías y encabezar la santa insurrección popular contra el tirano Capet. Salvaron a éste y, sobre el mismo trono, que era entonces tan fácil de derribar, lo vistieron ridículamente con el gorro rojo que la cabeza de un rey habría mancillado y le brindaron el poder en bandeja. Por este único hecho político, astuto y fríamente pérfido, los girondinos habrían merecido la suerte que más tarde tuvieron. ↩︎

  6. Nota de Ch. T.: Todo esto vale también para nuestra historia contemporánea que se caracteriza por un aspecto al que poca gente ha prestado suficiente atención, a no ser los intrigantes que reincidieron en él y le sacaron provecho con gran detrimento de los intereses populares. Es el siguiente: cuando, a su milagrosa vuelta de la isla de Elba, Bonaparte ahuyentó a los Borbones sobre su trono, esos tiranos acorralados, transidos de terror, sin saber qué hacer, se pusieron fanfarrones: unos se lanzaron a bravatas en Lyon, de donde salieron huyendo como cobardes; los demás intentaron organizar algunos arrestos en París y procuraron tomar precauciones especialmente con respecto al famoso Fouché, que sospechaban estaba de acuerdo con el fantasma que causaba espanto. Fouché se libró de sus garras, se puso al abrigo de su cólera. Pero, dos días después, creyeron más prudente tratar con él; le enviaron un agente diplomático, el libertino Vitrolles. A éste Fouché le dijo estas palabras que muestran la astuta politica de ese miserable: “Salvad al monarca, que yo me encargo de salvar la monarquía”. Y, en efecto, los Borbones pusieron los pies en polvorosa, y llegó Bonaparte también él con su manía de reinar; Fouché fue su ministro; Fouché lo traicionó más tarde y, tras pactar con los aliados para mandarlo a Santa Elena, permaneció como ministro de otro libertino, Luis XVIII, quien no sintió la más mínima repugnancia de trabajar con el hombre que había condenado a su hermano a muerte y de forjar con él las listas de prescripción que señalaron su retorno. Los sangrientos antecedentes de ese execrable monstruo convenían, en efecto, a la hipocresía y a la cobarde crueldad de Luis XVIII, a quien no faltaba más que el valor del crimen para ser el más feroz de los tiranos. ↩︎

  7. Nota de Ch. T.: ¿Qué diría hoy el bueno de Étienne de nuestros doctrinarios, de nuestros liberales de la restauración y del asqueroso “justo medio” que tanto han abusado, y con tanta frecuencia, de este santo nombre? ↩︎

  8. Nota de Ch. T.: No es en el libro De las enfermedades, que cita La Boétie, sino en otro titulado Sobre los aires, las aguas y los lugares, y en el que Hipócrates dice (§ 41): “Los pueblos mas belicosos de Asia, griegos o bárbaros, son los que, al no ser gobernados despóticamente, viven bajo las leyes que ellos mismos se imponen, mientras que allí, donde los hombres viven bajo reyes absolutos, son necesariamente muy tímidos”. Se encuentran los mismos pensamientos más detallados aún en el § 40 de la misma obra. ↩︎

  9. Nota de Ch. T.: Al extenderse una enfermedad pestilente en los ejércitos de Atajerjes, rey de Persia, este príncipe, aconsejado de recurrir en esta ocasión al asesoramiento de Hipócrates, escribió a Histanes, gobernador de Helesponto, para encargarle que atrajese a Hipócrates a la corte de Persia, ofreciéndole todo el oro que quisiese y asegurándole, de parte del rey, que sería tratado al igual que los grandes de Persia. Histanes ejecutó puntualmente esta orden; pero Hipócrates le respondió en seguida “que disponía de todo lo necesario para la vida y que no le estaba permitido gozar de las riquezas de los persas, ni emplear su arte para curar a los bárbaros que eran enemigos de los griegos”. La carta de Atajerjes a Histanes y la de Histanes a Hipócrates, de las que Jenofonte extrae estos detalles, se encuentran al final de las obras de Hipócrates. ↩︎



Nombra a:

Cicerón - Conectorium
Marco Tulio Cicerón​ (Arpino, 3/01/106 a.C. – Formia, 7/12/43 a.C.) fue un político, abogado, filósofo, escritor y orador romano. Uno de los más grandes retóricos y estilistas de la prosa en latín de la República, uno de los autores más importantes de la historia romana y uno de los máximos defensor…

Cf. de Claude Lefort

Nicolás Maquiavelo: De las conjuraciones
Los peligros que se corren en la ejecución de las conjuraciones nacen: o de cambios de órdenes, o de falta de ánimo en los encargados de ejecutarlas, o de errores que cometan por imprudencia o por no consumar el proyecto, dejando vivos a algunos de los que pensaban matar.

Cf. de Conectorium

Shakespeare: la muerte de Julio César
Es ventura el morir si eso se admite; y de César así somos amigos: de su miedo a morir mermando días. Inclinaos, Romanos; hasta el codo en la sangre de César, que hoy se bañen vuestras manos; y tintas vuestras armas, al Foro aproximémonos, dando el grito de paz, de libertad e independencia.
Montaigne - Conectorium
Michel Eyquem de Montaigne (Saint-Michel-de-Montaigne, Burdeos, 28/02/1533 - ibíd., 13/09/1592). Filósofo, escritor, humanista y moralista francés del Renacimiento. Creador del género literario conocido como ensayo. Calificado como el más clásico de los modernos y el más moderno de los clásicos,​ su…

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