Ernesto Sabato sobre Pitágoras
Como todos los personajes históricos, Pitágoras es un ente que se propaga en el espacio y en el tiempo, fuera de sus límites carnales y después de su desintegración física. Para la posteridad, el Pitágoras que nació en la isla de Samos casi no interesa; nos interesa más mito construido.
Ernesto Sabato fue físico, fue pintor, fue escritor, fue ensayista—y lo sigue siendo. Vivió casi 100 años, desde 1911 hasta 2011, por lo que su trayectoria literaria es tan vasta como su influencia. Argentino, sus padres eran calabreses. “Bajo el cielo de Calabria—dice Sabato—ayudado por la Música, la Aritmética y la Geometría, fue el poderoso cerebro de Pitágoras el primero que tuvo la intuición de este topos uranos.”
Don Ernesto escribía y pronunciaba su apellido en italiano: Sábato. Hizo con las palabras siempre lo que le dio la gana, porque las supo manejar muy bien. En 1945 estrenó Uno y el Universo, un libro compuesto de ensayos cortitos, artículos que escribió ese mismo año, y que le valieron un premio por su prosa de la municipalidad de Buenos Aires. Sabato tenía 34 años. En 1968 se publicó una edición final, en la que don Ernesto, ya no siendo la misma persona a los 57 que dos décadas atrás, expresa en el prólogo lo siguiente:
“Durante muchos años me negué a reeditar este librito, a pesar de las insistencias de editores y amigos. Estoy tan lejos de la mayor parte de las ideas expuestas en él que siento, al reexaminarlas, la misma tierna ironía con que miramos las viejas fotos familiares: sí, claro, ahí está uno, ciertos gestos lo delatan, quizá una misma inclinación de la cabeza o una forma de colocar las manos. Pero ¡cuántas arrugas en torno de los labios y de los ojos nos separan! ¡Qué devastación ha traído el tiempo sobre aquella sonrisa y aquel resto de frescura o de espíritu juguetón! ¡Qué abismos se han abierto entre el muchacho de la fotografía y el hombre de ahora! ¡Cuántas ilusiones se advierten allí que han sido agostadas por el frío y las tormentas, por los desengaños y las muertes de tantas doctrinas y seres que queríamos! Al fin pensé que esta negativa a reeditar el libro podría tomarse como una cobardía intelectual, y así cedí a la reimpresión.”
Hemos leído un poquito sobre quién era Pitágoras, que no es el mismo ya muerto que el Pitágoras que se paseó en vida. Sabato aborda este tema con maestría. Nos pasea, también, por su numerología, y menciona su influencia en Platón—que ya la conocemos. Hemos leído un pedacito del Fedón, y Sabato alude al otro de sus mitos sobre la inmortalidad del alma, el del Fedro. Aquí vemos otra muestra de su influencia en Platón, en el cristianismo primitivo, y en la cábala judía. De la inmortalidad del alma de Pitágoras, no queda duda.
Autor: Ernesto Sabato
Libro: Uno y el Universo (1945)
Pitágoras
Como todos los personajes históricos, Pitágoras es un ente que se propaga en el espacio y en el tiempo, fuera de sus límites carnales y después de su desintegración física. Para la posteridad, el Pitágoras que nació en la isla de Samos y murió en Metaponte, casi no interesa, es un falso-Pitágoras que debe de haber pronunciado frases y cometido acciones adversas al pitagorismo. Nos interesa más el verdadero Pitágoras, ese mito que frágilmente construido con algunos fragmentos dudosos de Filolao, Heráclito, Heródoto, ha resistido como un promontorio de dura roca el embate de dos mil quinientos años.
La Fama se adelanta precedida y propagada por la Equivocación y, aun en los casos en que es merecida, raramente se debe a lo más valioso; muchos aprecian a Cervantes por esos convencionales cuentos de pastores que plagan el Quijote; otros admiran en Shakespeare esas calamitosas frases que yuxtapone a los versos más dramáticos:
Here's to my love! O true apothecary!
Thy drugs are quick. Thus with a kiss I die.
Son generalmente los defectos, los vicios, las tonterías, las vulgaridades y las frases que nunca dijeron lo que realza la celebridad de los grandes hombres. Einstein es famoso por la frase “todo es relativo”, y por su pelo; la frase es equivocada y expresa un programa mortal para Einstein; el pelo nada tiene que hacer con la genialidad de su propietario.
Difícilmente un gran hombre escapa a este melancólico destino y tanto más difícilmente cuanto más famoso, porque las equivocaciones aumentan con la popularidad y con el tiempo. Las famas antiguas son asi las peores: como en esos monumentos restaurados en todas las épocas ya no queda casi nada del original. Cuando el hombre ha dejado una obra escrita —el caso de Platón— se puede siempre reivindicar la verdadera doctrina en medio de las falsas interpretaciones, aunque de todos modos es un hermoso problema distinguir una interpretación falsa de una verdadera, pues, por esencia, una interpretación es ya algo distinto del original; pero cuando, como en el caso de Pitágoras, no hay documentos dejados por el autor, todos y en la medida en que han contribuido a la creación del mito tienen derecho a reivindicar su propia contribución. En estos casos, es una pretensión escolástica la de querer mostrar al “verdadero” pensador: su única verdad es su historia.
Este monstruoso Pitágoras nace en la isla de Samos, enseña sus doctrinas en Italia, entra en la teología cristiana y se propaga, a través de la magia y de la arquitectura, a todo el pensamiento occidental hasta nuestros días. Su fama es merecida y puede decirse que de haber prevalecido sobre Aristóteles, el pensamiento moderno habría llegado varios siglos antes; pero las causas de su fama constituyen lo menos valioso de su doctrina: el teorema del triángulo rectángulo era ya conocido antes de él y la magia de los números pequeños había sido ya elaborada por los chinos (es muy difícil no ser precedido por los chinos) y es lo más deleznable de toda su obra.
Realizando experiencias con el monocordio, Pitágoras descubrió que el tañido de una cuerda al mismo tiempo que el de otra cuerda de longitud mitad, da un acorde perfecto; es el armonioso sonido que forman una nota con su octava. Nuevos experimentos revelaron que todos los acordes eran siempre producidos por cuerdas que guardaban entre sí relaciones de longitud dadas por números pequeños y enteros. De pronto, la inefable y sutil armonía musical se mostraba rígidamente gobernada por los números.
Es posible imaginar el revuelo que este descubrimiento debe de haber producido en la logia pitagórica; el descubrimiento es en verdad un hecho importante en la historia de la ciencia, porque frente al puro razonamiento introduce la experiencia y la medida, los más grandes motores del movimiento científico moderno; pero, desde luego, no fue por esa razón que la logia se entusiasmó sino porque reforzaba ciertos postulados de la organización.
El entusiasmo no es el estado de ánimo más favorable para escribir un buen poema; con mayor razón, tampoco lo es para organizar una concepción del mundo. Es cierto que la idea pitagórica de la medición es muy superior a la idea aristotélica de la clasificación y es muy probable que la ciencia moderna habría llegado antes de haber prevalecido ese aspecto del pitagorismo. La causa de que no haya sido así es, quizá, la exaltación de sus partidarios, que deformó y exageró la esencia de la doctrina.
Es difícil ver la relación que puede haber entre un monocordio y el sistema planetario; pero el entusiasmo, como el amor, tiene la virtud de disminuir la inteligencia y de convertir los deseos en realidades objetivas: hay que creer para ver. Los pitagóricos decretaron que el universo respondía a un esquema musical y que los planetas giraban a distancias adecuadas de un centro común para que sus rotaciones produjesen una armonía celestial regida por los números pequeños. Esa música celeste tenía un pequeño inconveniente: no se oía.
El descubrimiento del monocordio inició la orgía númerológica: los números enteros y pequeños eran mágicos y sagrados, regían el Cosmos como a un gran instrumento musical. El 1 era el número místico por excelencia, puesto que era el origen de todos los demás, el que por desdoblamiento engendra la multiplicidad del mundo; el 2 es el signo de ese desdoblamiento o de esa oposición, como en la tesis y en la antítesis de Hegel; el 3, suma del origen y de la duplicidad, tiene que ser, necesariamente, un número sagrado; el 4 es el cuadrado de 2; la suma del 3 y del 4 da el 7, prestigioso en muchas religiones y clubes internacionales. La combinación ansiosa de estas cifras da origen a tantos resultados que casi no queda ningún número pequeño —y grande— que no pueda aspirar a la magia. San Agustín hace, por ejemplo, la siguiente combinación: el 1 (Dios) sumado al 3 (Trinidad) da 4; la suma de las cuatro primeras cifras da 10; el 4 multiplicado por 10 da 40, razón por la cual esta cantidad debe ser considerada como sagrada para los ayunos; en opinión del santo, el desconocimiento de esta clase de manejos dificulta enormemente el entendimiento de las Escrituras.
El nombre de Pitágoras fue propagado con esta clase de interpretaciones. En el Critias nos enteramos de que en la Atlántida había diez príncipes, diez provincias y diez toros sagrados. El 5, mitad del 10, suma del primer número masculino y del primer número femenino, es la cifra de Afrodita y sus cualidades están a la vista: había 5 planetas, los acordes derivan de quintas, la mano tenía 5 dedos; como consecuencia, el pentágono, la estrella de cinco puntas y el pentagrama eran sagrados.
El pitagorismo y la cábala judía se propagaron al cristianismo primitivo y a la masonería. La edificación quedó vinculada a problemas sobre la estructura del Universo y, así como los templos se construían de acuerdo con ciertos números regulares, el Cosmos debía de obedecer a alguna cifra secreta impuesta o respetada por el Gran Arquitecto; encontrar esa cifra equivalía a encontrar la clave del misterio y durante siglos infinidad de hombres se empeñaron en esa pesquisa. El doctor Evelino Leonardi, por ejemplo, en su obra La unidad de la Naturaleza, manifiesta haber encontrado por fin la clave, el número 744; de acuerdo con el astrónomo Gabriel, cada 744 años el Sol, la Tierra y la Luna se vuelven a encontrar en la misma posición recíproca; pero 744 equivale a 67 períodos de manchas solares undecenales; con la ayuda del 11 y del 744, el doctor Leonardi encuentra interesantes vínculos entre las formaciones geológicas, el desarrollo del feto humano, el número de electrones atómicos y la multiplicación del ganado vacuno (op. cit., capítulo IV).
El pitagorismo, en tanto que arte de cubilete y magia combinatoria, nada tiene que hacer con el pensamiento moderno. La grandeza del pitagorismo reside en algo menos popular pero que permite colocarlo como iniciador de la matemática moderna: el descubrimiento de que el número pertenece a un universo que no es el universo físico en que vivimos.
Tres pirámides y tres panteras no tienen casi nada de común: aquéllas son inertes, geométricas, no se reproducen, no tienen garras, no son cuadrúpedos ni carnívoros. Y sin embargo, entre ambos grupos hay un núcleo idéntico que queda cuando todos los caracteres físicos han sido descartados: la trinidad de los dos grupos.
Los niños no saben razonar con números puros: necesitan sumar manzanas o libros; mucho más tarde, inconscientemente, prescinden de los objetos físicos y calculan con números puros, abstraídos de la realidad física por un largo proceso mental. Es muy probable que en los pueblos primitivos haya pasado algo semejante y es Pitágoras a quien el mundo occidental debe el primer atisbo de este notable hecho: aunque participan en este mundo, los números y las formas geométricas son entes abstractos que pertenecen a una realidad más pura y esencial.
Sin embargo, que para llegar hasta el ente matemático se necesite un proceso mental no significa que sea inventado por la mente: el hombre no inventa el carácter común a un grupo de pirámides y uno de panteras; descubre algo preexistente. El tres y el triángulo existieron antes de aparecer los hombres y subsistirán, por toda la eternidad, después que estos seres hayan desaparecido del Universo.
Cheops, construida con dura piedra y con el sacrificio de miles de esclavos, es implacablemente derruida por la arena y el viento del desierto; la pirámide matemática que forma su alma, invisible, ingrávida, impalpable, resiste el embate del tiempo; más, todavía, está fuera del tiempo, no tiene origen, no tiene fin.
Este mundo de los entes matemáticos es un mundo rígido, eterno, invulnerable, un helado Museo de formas petrificadas que nuestro universo físico, en un proceso sin fin y sin eficacia, intenta copiar.
Mucho tiempo después de la muerte de Pitágoras, Platón intentó, con el mito de Fedro, explicar el misterioso acceso del hombre mortal e imperfecto a ese museo de las formas eternas: el espíritu y el apetito son dos caballos alados que arrastran el carro conducido por el alma; todavía no se ha corporizado, todavía tiene algo de los dioses y marcha con ellos hacia el lugar donde residen las formas puras. Cuando alcanzaba a entrever el resplandor divino de las formas, el alma pierde el gobierno de sus caballos y cae a tierra, donde se encarna y olvida el maravilloso mundo que entrevió. Ahora estará condenado a ver las groseras encarnaciones de las formas puras que constituyen este universo cotidiano, fluyente y contradictorio. Su inteligencia es quizá un resto de su confraternidad con los dioses; las ciencias exactas del peso, del cálculo y de la medida, le advierten en un arduo proceso que este mundo fluyente es quizá una ilusión y que por detrás del árbol que tímidamente crece y muere, de los hombres que luchan y de las civilizaciones que aparecen y desaparecen, hay un mundo rígido donde imperan el Número y las Formas Eternas.
Bajo el cielo de Calabria, ayudado por la Música, la Aritmética y la Geometría, fue el poderoso cerebro de Pitágoras el primero que tuvo la intuición de este topos uranos.
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