Ernesto Sabato sobre el prestigio de ciertas lenguas (featuring Prusia)

Las razones que se invocan para probar la superioridad de una lengua son prejuicios, deseos y peticiones de principio. Y, en última instancia, están afectivamente determinadas por el orgullo nacional o por la tímida admiración que los pueblos chicos sienten por los grandes.

Ernesto Sabato sobre el prestigio de ciertas lenguas (featuring Prusia)
Contexto Condensado

El reino de Prusia es uno de los precursores del actual estado alemán, estado cuya historia es muy compleja para resumirla aquí en pocos minutos; pero contemos algo.

Prusia, culturalmente alemana, fue primero un ducado chiquito que ocupaba lo que ahora es el norte de Polonia; esto en los siglos 16 y 17. Su capital era Königsberg, hoy conocida como Kaliningrado (famosa para los lectores de historia y para los que jugamos Medalla de Honor o Call of Duty, no recuerdo bien cuál porque las noches lechuceando, jugando esos juegos, son borrosas). Kaliningrado es ahora la capital de un enclave ruso entre Polonia y Lituania. En 1701, Prusia, ya unida con Brandenburgo, cuya capital era Berlín, pasa de ser ducado a ser reino. Brandenburgo era una marca del Sacro Imperio Romano Germánico, es decir, un territorio de su frontera, pero se desprende del imperio luego de que el primer rey de Prusia, Federico I, negociara su independencia con el emperador Leopoldo I con tal de dar apoyo militar a la campaña contra Francia en la guerra de sucesión española luego de la muerte de Carlos II de España. En Europa se juega todos contra todos desde siempre.

Hasta aquí todo tranquilo con el pequeño y pobretón reino de Prusia, pero en 1740 asume su tercer rey, su segundo Federico, y esta fiera tenía alma de conquistador. Entre guerras con todos sus vecinos, terminó negociando con Rusia y Austria una partición de Polonia entre los tres, se anexó un pedacito de lo que hoy es República Checa, y también fue creciendo en lo que hoy es Alemania. Federico II era lo que se conoce como un déspota ilustrado, que es un monarca que quiere culturizar a las masas, pero no para quitar poder a la monarquía, sino para que la vida en el reino suba su calidad. Federico impulsó así varias reformas sociales, sin dejar de censurar y oprimir todo lo que se le oponía. Fue conocido por su amor a la filosofía y a la música, por su astuta capacidad como estratega militar—que le dio el sobrenombre de el Grande—y por engrandecer el espíritu de lo alemán.

Pero Federico, escritor y también compositor musical, como todo humano, no era ajeno al espíritu de su época, y el espíritu de la Ilustración era francés. Entonces Friedrich, que nació en Berlín, estudiaba y leía obras escritas en francés, y en ese idioma escribió su Anti-Maquiavelo, poco antes de ser coronado rey. Quizá no imaginaba el poderío filosófico que ejercería lo alemán poco tiempo después de su muerte. Como dato: su contemporáneo fue Kant, nacido en Königsberg, y por más de tres décadas también Goethe, nacido en Frankfurt, que en ese momento era parte del Sacro Imperio Romano Germánico, y cuando murió Schopenhauer en la misma ciudad, ya era parte de Prusia. Schopenhauer nació en Gdansk dos años después de la muerte de Federico, cuando esta ciudad era parte de Polonia, pero es considerado alemán porque esta ciudad también fue conquistada por Prusia, y porque toda la zona era parte de la antigua Orden Teutónica (Deutscher Orden). Quizá Federico sí imaginaba que sus expansiones abrían paso a un Imperio Alemán, encabezado por su Prusia, cosa que sucedió ocho décadas después de su muerte (después, obviamente, del aplastante dominio napoleónico).
El dominio territorial de los imperios o reinos se convierte también en un dominio cultural, y las lenguas que hablan los dominadores ganan, inevitablemente, prestigio. El mundo hoy se comunica en inglés, esto gracias a la conquista cultural que inició el Reino Unido y que continuaron los Estados Unidos de forma abrumadora. Hasta hace no muchas décadas, el idioma de la diplomacia era el francés, ahora poca gente lo aprende; pero clases de inglés hay en todos los colegios privados del mundo, y en todos los públicos donde la educación pública funciona. El latín dominó el mundo culto durante siglos, antes lo hizo el griego. Mañana, ¿será el mandarín? Aunque culturalmente hasta los chinos han asumido la ética y la estética occidental, pero mucha gente ahora estudia su idioma para poder hacer negocios con ellos.

Sobre el prestigio de ciertas lenguas filosofa el argentino Ernesto Sabato, en español, en el idioma “del ser y estar”, porque España conquistó todo América. Lo hace en un corto ensayo publicado en su colección Heterodoxia, publicada en 1953. La palabra que usa de título demuestra el prestigio y el poderío del griego que, milenio y medio después del final de su dominio, sigue incrustado hasta la médula de los idiomas que predominan el globo. Heterodoxia viene del griego ἑτεροδοξία, compuesta por έτερός (heteros), que quiere decir “desigual, otro, o diferente” (heterosexual, heterogéneo, etc.); y δόξα (doxa), que quiere decir opinión. Literalmente, heterodoxia quiere decir “opinión diferente”, algo en desacuerdo con el dogma o las doctrinas tradicionales del lugar y el momento. Si Federico el Grande hubiera escrito su Anti-Maquiavelo en alemán en vez de en francés, ¿hubiera sido esto heterodoxo? ¿O hubiera sido lo esperado? Si no hubiera escrito nada hubiera sido ortodoxo (ὀρθός (orthós), “recto, correcto”).

Escribe Sabato que “Federico II estudiaba en francés la metafísica de Christian Wolff, como esos granjeros norteamericanos que no comen sus propias espinacas hasta que vuelven envasadas desde Chicago. No era que fuese mejor estudiar a Wolff en francés—al fin y al cabo este señor había pensado y escrito en alemán—. Es que Francia constituía el país más poderoso y todos lo admiraban, empezando por los propios franceses”.

Si el príncipe hubiera escrito su tratado en alemán, con total seguridad, Voltaire no lo hubiera alabado tanto (al tratado y a Federico), y quizá no hubiera insistido en publicarlo, ni en ser su editor, ni en escribirle el prólogo. Si Federico no hubiera sido un enamorado del espíritu ilustrado, cuya cuna era Francia, no hubiera llamado a Voltaire a su corte. Y sin este prestigio de lo francés y lo ilustrado, quizá Rusia, gracias a Catalina la Grande, admiradora de Voltaire y déspota ilustrada, no se hubiera “europeizado”.

Vuelvo a Sabato: “Voltaire definía el genio de la lengua nacional como «una aptitud para decir de la manera más corta y armoniosa lo que las otras lenguas expresan menos felizmente»”. El autor argentino tilda este nacionalismo de “provincialismo”, pero uno que “abarcaba por aquel entonces todo el planeta”. Luego vino el dominio del alemán: “Acero y filosofía... respaldado por una gran industria pesada y una formidable metafísica”. Y desde que Sabato publicó esto hasta nuestros días, el dominio cambió hacia el inglés, y ya no sólo se sueña con que las letras de uno se vean traducidas a este idioma hoy universal, sino con el éxito como se entiende en esa cultura, y en ese mercado.

Pasa que el prestigio de una lengua trae consigo también los sueños, las filosofías y las metafísicas de la cultura conquistadora. Los chicos ahora sueñan con ser millonarios y famosos, porque eso se sueña que se puede en los Estados Unidos, y porque los chicos “admiran a los grandes”. (Hasta hace quinientos años, si no nacías noble y rico, no había forma de lograrlo; luego apareció la posibilidad de hacerlo vía el comercio y las armas; ¿qué soñaban los chicos en las épocas en que había poca o nula posibilidad de movilidad social?) Si los chicos ahora quieren ser deportistas, cantantes, actores, o crear videos para Tiktok o Youtube—como se anda compartiendo en un “estudio” en internet—, es porque ese es el camino más visible a la fama y el dinero.

¿Qué se soñará cuando el mundo tenga por dominio lo chino? ¿Copiar y mejorar? Y si el dominio lo ejerce el español, el éxito, ¿significará que se permita parquear en doble fila, tener tiempo para compartir con otros y dormir siesta? ¿Cuál es la marca de cada idioma? ¿Y de cada idioma en cada cultura? Porque no es lo mismo la cultura del español en España que en Sudamérica; no es lo mismo el portugués de Portugal que el de Brasil.

Las chances que tiene un idioma de convertirse en potencia cultural no las sabemos. Esto nos queda claro con el ejemplo del alemán y los hábitos de Federico y con la inesperada conquista actual de la música mundial hecha por el idioma español gracias al reggaetón (y menos mal, porque la otra opción era el pop coreano). ¿Qué pensaría de esta victoria cultural de las masas el músico e ilustrado de Federico el Grande? Poco importa, porque el mundo ya cambió: en el poder hoy sólo quedan déspotas y demagogos, que mucho saben de propaganda y de prestigio, pero no tienen nada de ilustrados, esa es la marca de nuestra época “democrática”.

Autor: Ernesto Sabato

Libro: Heterodoxia (1953)

Sobre el Prestigio de Ciertas Lenguas

Federico II estudiaba en francés la metafísica de Christian Wolff, como esos granjeros norteamericanos que no comen sus propias espinacas hasta que vuelven envasadas desde Chicago. No era que fuese mejor estudiar a Wolff en francés —al fin y al cabo este señor había pensado y escrito en alemán—. Es que Francia constituía el país más poderoso y todos lo admiraban, empezando por los propios franceses, que en esta admiración siempre han precedido a los demás. Francia tenía los mejores castillos, las mejores mujeres, los vinos más exquisitos, la lengua más clara. Voltaire definía el genio de la lengua nacional como “una aptitud para decir de la manera más corta y armoniosa lo que las otras lenguas expresan menos felizmente”.

Que esta opinión tenía un valor muy relativo lo prueba la afirmación de Shum, ex embajador de Sajonia en Berlín. Obligado tal vez por cortesanía a ejecutar la absurda traducción de Wolff, comentaba luego, despechado: “El alemán es mucho más propio para argumentaciones metafísicas y abstractas que el francés; es más rico en vocablos, menos expuesto a ambigüedades y, por consiguiente, es capaz de expresar todo pensamiento con mayor precisión, limpieza y vigor”.

Inútil agregar que la opinión de Shum es tan provinciana como la de Voltaire, si pasamos por alto el hecho de que el provincialismo de Voltaire abarcaba por aquel entonces todo el planeta. Si un filósofo procede bárbaramente y acuña los vocablos que su lengua no tiene, cada vez que su pensamiento lo requiere —y siempre los filósofos han cometido esta clase de vandalismos—, no hay ninguna dificultad para expresar la menor sutileza. Esto no es una hipótesis, sino la tranquila constatación de un fenómeno histórico: jamás se ha dado un caso en que un filósofo se haya visto incapacitado de expresar sus ideas en su lengua nativa. Ni Kant tuvo tropiezos al poner su abstruse sistema en alemán, ni Aristóteles en griego, ni Santo Tomás en latín, ni Berkeley en inglés, ni Maimónides en árabe, ni Vico en italiano.

Lo que pasa es que en estos problemas lingüísticos se mezclan prejuicios de otro origen. Al nacionalismo francés comenzaba a oponerse el nacionalismo alemán, y las opiniones de Shum —aunque por aquel tiempo no tenían probabilidades de generalizarse— echaron las bases de los prejuicios que un día iban a dominar el mundo sobre la superioridad del alemán filosófico. Faltaban todavía los vastos tratados de metafísica y, sobre todo, el poderoso ejército, las grandes industrias y los increíbles sabios. Cuando llegó esa época de esplendor, todos empezamos a estudiar el alemán y todos estábamos convencidos —con excepción, tal vez, de los franceses— de su rigor ejemplar, de su solidez sintáctica, de su riqueza; olvidando que hasta un poco antes de Kant había sido considerada como una lengua de bárbaros. Como en las pesadillas, tremendos esfuerzos apenas nos permitían levantar un pie y dar un insignificante paso, aplastados por la masa de su sus declinaciones y su sintaxis. Pero más bien experimentábamos una especie de tortuoso placer, en medio del pavor, porque esa misma dificultad nos parecía estar garantizando la admirable complejidad del idioma, apto así para seguir las más sutiles complejidades del pensamiento. ¡Y qué satisfacción sentíamos cuando terminábamos la laboriosa fabricación de una frase! Nos retirábamos un poco para observar esa suerte de puente de acero que habíamos logrado levantar, en una inviolable arquitectura de tensas vigas, bulones y remaches. Habitualmente era una frase que en español modestamente significaba: “No he comido el dulce de leche que estaba sobre la mesa”. ¡Pero qué admirable grandeza filosófica adquiría en el otro idioma! Hasta ese nicht que parecía clausurar con llave, para toda la eternidad, sin apelación posible, el problema del dulce de leche, ¡qué terminante era en alemán, qué preciso, qué férreo! Acero y filosofía. Por una misteriosa asociación de impresiones, el idioma alemán quedaba respaldado por una gran industria pesada y una formidable metafísica.

De este modo, las razones que se invocan para probar la superioridad de una lengua son prejuicios, deseos y peticiones de principio. Y, en última instancia, están afectivamente determinadas por el orgullo nacional o por la tímida admiración que los pueblos chicos sienten por los grandes. Así, la complejidad de una sintaxis es alternativamente ensalzada o vituperada, según la posición que el país ocupe en ese momento de la historia universal. Cuando una multitud se arrodillaba delante de las declinaciones alemanas, se olvidaba que los ingleses, con una gramática infantil, crearon una literatura y una filosofía tan importantes como las germánicas. Nosotros solemos enorgullecemos de la sutil diferencia entre ser y estar, sin advertir que a los más complicados escritores ingleses y franceses no les va tan mal sin ese precioso recurso.

Pero así como el común de las gentes sólo se emboba ante un cuadro después de haber investigado la firma, la mayor parte admira las peculiaridades lingüísticas de los grandes países, mientras las despreciaría de pertenecer a los senegaleses. ¿Qué se diría, por ejemplo, de una lengua en que las cuatro patas de un animal tuviesen diferente nombre? Muchos vacilarán, pero en cuanto sepan que es cosa germánica opinarán que es una muestra de riqueza expresiva. Una vez que se hayan despachado abundantemente, convendrá agregar que otra nación usufructúa esa ganga: está en el África Central.

Fenómenos como éste deberían hacernos cautelosos en materia de lenguaje, pero a cada rato volvemos a repetir los lugares comunes sobre el rigor sintáctico, la claridad, la precisión y las mil tonterías que forman un discurso académico en elogio de la lengua. Los cafres emplean un lenguaje cuando están entre hombres y otro cuando la conversación se realiza entre representantes de los dos sexos. Esta bárbara complicación nos parecería la maravilla más ingeniosa si fuera atributo del francés.


Cf.:

Federico de Prusia: contra Maquiavelo, la caza y sobre el arte de la guerra
El príncipe que solo se dedica a estudiar el arte de la guerra, no cumple su misión sino a medias, porque tiene otros deberes que llenar distintos de los de soldado. He dicho en el primer capítulo de esta obra que los príncipes son a la vez magistrados y generales, no como los pinta Maquiavelo.
Stefan Zweig sobre el estado alemán antes de la Primera Guerra Mundial
«Además, en 1914, después de casi medio siglo de paz, ¿qué sabían las grandes masas de la guerra? No la conocían. Apenas habían pensado en ella. Era una leyenda y precisamente la distancia la había convertido en algo heroico y romántico». ¿Sucede lo mismo hoy? ¿La vemos lejana, improbable?

#español#Alemania