Epicteto: Sobre la libertad
Libre es quien vive como quiere; quien no puede ser forzado, estorbado ni apresurado. Ni ansiar ni temer, eso es libertad. Esto y vivir seguro y ser feliz es lo que busca cualquiera, porque ¿quién quiere vivir en el error, engañado, siendo injusto, quejumbroso, despreciado, obligado? Nadie.
La joya que viene a continuación, que habla sobre cómo somos esclavos de otros y de las circunstancias, no necesita un precalentamiento filosófico. Hablemos un poco de su origen, sus transcripciones y traducciones.
Las Disertaciones de Epicteto no las escribió el filósofo, sino Arriano, su alumno, que las transcribió un tiempo después de escucharlas, a principios del siglo 2. Según él, lo hizo tan fiel como pudo a los Discursos que escuchó, y sin querer tomar ningún crédito por lo dicho, atribuyendo cada palabra a su maestro. Flavio Arriano fue un senador, filósofo e historiador romano. Fue cónsul el año 129, y escribió también un reverendo tratado sobre Alejandro Magno. Nació en una ciudad que ahora es parte de Turquía (Izmit, o Nicomedia en tiempos del Imperio romano), y acudió a las charlas de Epicteto en la zona de Epiro, que hoy comparten Grecia y Albania. Todo esto para que nos hagamos una idea de cuánto la gente se movía dentro del Imperio, y el intercambio comercial, cultural y de ideas que existía—al contrario, por ejemplo, de lo vivido por Kant, que en ochenta años no se movió de la ciudad germana de Königsberg —hoy un enclave ruso rodeado por Polonia, llamado Kaliningrado—, y que siguió durante décadas exactamente la misma rutina planificada casi al minuto. Esto lo hizo por «voluntad propia», pero ¿te parece que Kant era libre?
Pero volvamos a lo grecorromano. ¿Bajo qué título publicó Arriano sus transcripciones de estas charlas que daba Epicteto después de clases? A ciencia cierta no se sabe, pero sí se sabe que las escribió en griego koiné, una evolución del griego ático que él hablaba, que fue tomando el lado oriental del Imperio romano y que sirve de base a los textos helenísticos de la Biblia —todavía se sigue usando en el rito ortodoxo—, y que luego evolucionó hasta llegar al griego de nuestros días. En algún momento medieval estos textos, que en principio eran ocho volúmenes y ahora sólo conocemos cuatro, se publican con el nombre de Ἐπικτήτου διατριβαί: literalmente Las diatribas de Epicteto. Una diatriba es hoy en día un “discurso escrito u oral en el que se injuria o censura a alguien o algo”; pero antes, en latín, era simplemente un “discurso, debate, o discusión”, pero en un sentido académico. En griego, διατριβαί quiere decir “disertaciones, charlas informales”; y διατριβή quiere decir, literalmente, “pasatiempo, entretenimiento”. Imaginate que los griegos tenían por hobby el moverse, el debate y el aprendizaje; no por nada su lengua y su filosofía nos siguen influenciando hasta hoy. Tener como pasatiempo videojuegos, mirar videos y memes y fotos ajenas, chismear sobre celebridades y atletas, discutirnos por ideologías, y los innumerables debates vulgares y vanos en redes sociales... las formas que tenemos para matar el tiempo en nuestros días, estas nuestras esclavitudes, no creo que sean influencia para futuras generaciones. No es una crítica a la tecnología, que no tiene la culpa de nuestra naturaleza; nuestra esencia busca constantemente cómo hacernos la vida más cómoda y cómo evitar la incertidumbre, y en ese camino va construyendo jaulas y prisiones para alojarnos.
Pero volvamos a Epicteto, que se cree que nació en una ciudad griega, Hierápolis, hoy en ruinas en Turquía, y que murió en otra ciudad en ruinas, Nicópolis, en Epiro, ciudad que fundó Augusto, el primer emperador romano. A ella llegó Epicteto después de haber sido expulsado de Roma e Italia por el emperador Domiciano, junto con todos los filósofos estoicos, por haber cometido el crimen de oponerse vocalmente a su tiranía y la de los anteriores emperadores. Pero uno que va por ahí predicando que ni magistrados ni el emperador ni senadores ni cónsules son gente libre, diciéndole a la gente que los llame de esclavos si así lo perciben, no puede esperar otra sentencia.
Epicteto, como todos nosotros, no era libre: su vida dependía de lo que dictaban como leyes otros, de su entorno, de las circunstancias del momento, de voluntades ajenas. Pero no sólo eso. Epicteto fue esclavo de los «de verdad», de los que se compran y venden, de los que hacen trabajos forzados: así fue como llegó a Roma, como esclavo de un liberto (un tipo de ex-esclavo, todavía medio sirviente). Pero ni siendo siervo nuestro filósofo dejó de aprender y enseñar, y así se ganó su libertad, y así predicó esforzándose en conocer la naturaleza del humano. Porque una cosa es filosofar sin haber conocido el infierno y sin haber tenido necesidades, sobre cosas metafísicas y de poco sentido, y que nunca encontrarán respuesta; y otra cosa es filosofar sobre cosas que sirven en la vida real, en la práctica. Si discutimos sobre cosas vanas o lejanas, si perdemos nuestro tiempo en banalidades en internet, es porque vivimos una vida muy cómoda. Tenemos muchísimo tiempo para filosofar; tanto, que ni siquiera lo hacemos.
Pero estoy divagando (del latín divagari, “deambular, pasear lejos”). Lejos han paseado estas Pláticas de Epicteto (y Arriano), libres a través del tiempo y el espacio. Aquí las leés en una traducción «nueva», quizá la primera al voseo, construidas sobre muchos cimientos: la versión en griego; dos traductores de inteligencia artificial —que poco entienden de matices, juegos y cambios del lenguaje, y que no entienden bien koiné—; algunas traducciones al inglés —George Long (1877), la de Thomas Wentworth Higginson (1865), a su vez apoyada sobre la que hizo Elizabeth Carter (1758)—; y una traducción al español —Paloma Ortiz (1993), que a su vez se apoya en algunos casos en la traducción de Pablo Jordán de Urríes (1963)—. ¿Por qué someterse a este proceso? Porque, ¿por qué no? ¿Por qué no pasar un poco del tiempo así, haciendo algo que uno quiere hacer y que encima involucra trabajar el intelecto, en vez de entregarlo a voluntades y algoritmos ajenos?
Te dejo con un extracto de esta charla Sobre la libertad, mejor que cualquier TED talk y que casi cualquier diatriba que toque el tema en Youtube o TikTok. Te dejo con Epicteto, cuyo espíritu —a pesar de de las variaciones, transcripciones, traducciones, y retraducciones— “se abre camino”.
Libro: Disertaciones
> Libro 4
>> Capítulo 1: Sobre la libertad
>>> Extracto
Discursos dados y redactados entre los años 100 y 135
Parte de esta lectura es parte de los bonus tracks de nuestra serie y libro físico Alabanza y Menosprecio de la Libertad y la Democracia
Libre es quien vive como quiere; quien no puede ser forzado, obligado, estorbado ni apresurado; y cuyos impulsos no tienen trabas, sus apetitos son alcanzables, y no cae en lo que debe evitar. ¿Quién quiere vivir en el error? Nadie. ¿Quién quiere vivir engañado, expuesto, siendo injusto, desenfrenado, quejumbroso, despreciado? Nadie. Ninguno de los malvados vive como quiere, por lo tanto, tampoco son libres. ¿Y quién quiere vivir en pena, con miedo, con envidia, compadecido, fallando y fracasando en sus deseos, desviándose y cayendo en lo que quiere evitar? Nadie. ¿Hay entre los malvados alguno sin tristezas, sin miedos, que no se haya obstinado en sus deseos y luego fracasado? No hay; entonces no hay ninguno de ellos que sea libre.
Si un hombre que ha sido dos veces cónsul escucha estas cosas, y le añadís: “pero vos sos sabio, esto no va con vos”, te perdonará. Pero si le decís la verdad: “nada te diferencia de los que han sido vendidos tres veces en cuanto a no ser un esclavo”, ¿qué más podés esperar sino golpes?
—¿Cómo es eso de que soy un esclavo? —dirá él—. Mi padre es libre, mi madre es libre, nadie puede comprarme; y también soy senador, y amigo del César, y he sido cónsul, y tengo muchos esclavos.
—En primer lugar, querido senador, quizás tu padre era esclavo de este tipo de servidumbre, y tu madre y tu abuelo, y todos tus antepasados; y si ellos fueron libres, ¿qué tiene que ver esto con vos? ¿Y si ellos eran de naturaleza noble y vos innoble, y si ellos intrépidos y vos un cobarde, y si ellos recatados y vos un libertino?
—¿Y qué tiene que ver esto con la servidumbre?
—¿No se parece a la esclavitud el obrar en contra de tu voluntad, quejándote, obligado?
—Puede ser —dice—. Pero, ¿quién puede obligarme a hacer, sino el amo de todos, el César?
—Vos mismo acabás de admitir que tenés un amo. En todo caso, que no te consuele el que sea, como decís, el amo de todos: antes bien, date cuenta que igual sos esclavo, pero de una familia importante. Porque así también suele gritar la gente de Nicópolis: “¡Por suerte del César, somos libres!” Ahora, si te parece, no hablemos del César, pero respondeme: ¿alguna vez has amado a alguien? ¿Una chica, un muchacho, un esclavo, o alguien libre?
—¿Y esto qué tiene que ver con ser esclavo o libre?
—¿Nunca te mandó esa persona amada a hacer algo que no querías hacer? ¿Nunca adulaste a tu esclavito? ¿Nunca le besaste los pies? Pero si alguien te forzara a besar los pies del César, esto te parecería un insulto y excesiva tiranía. ¿Qué otra cosa es la esclavitud? ¿Alguna vez fuiste de noche a algún lugar que no querías? ¿Nunca gastaste lo que no querías gastar? ¿No has lamentado y suspirado palabras? ¿No te has sometido a ser abusado y excluido [por esa persona amada]? Y si te avergüenza confesar tus propias locuras, mirá lo que dice y hace Trasónides [personaje de una comedia de Menandro], quien, habiendo combatido tantas cosas —quizás más batallas que vos—, salió de noche, cuando Geta [su esclavo] no se atrevía a salir, y si se le obligaba a hacerlo, hubiera ido renegando y lamentando la amargura de la servidumbre. Y Trasónides, ¿qué dice después? “Me ha esclavizado una muchacha vulgar, a mí, a quien jamás esclavizó ningún enemigo. ¡Infeliz! Sos esclavo de una muchacha y encima una despreciable. ¿Por qué, entonces, seguís llamándote libre? ¿Por qué alardeás de tus expediciones militares?” Y después pide una espada, y se enoja con la persona que, por bondad, se la niega; y le manda regalos a ella que lo odia; y suplica, y llora, y ni bien tiene un pequeño éxito, vuelve a vanagloriarse. ¿Y entonces qué? ¿Era lo suficientemente libre como para no ansiar ni temer? “Ni ansiar ni temer, eso es libertad”.
Pensemos ahora en la idea que nos hacemos de libertad en los animales. Algunos crían leones mansos, los tienen encerrados y los alimentan, incluso algunos hasta los pasean. ¿Y a quién se le ocurre decir que un león así es libre? ¿No está más esclavizado cuanto más a gusto vive? ¿Qué león que tenga sentido y razón quisiera ser uno de esos leones? Y otra más, esas aves que son capturadas y alimentadas, ¿cuánto sufren al tratar de escapar? Algunas se mueren de hambre antes que someterse a una vida así; y las que sobreviven, que lo hacen con sufrimiento, ni bien encuentran un resquicio para escapar, vuelan. Tanto anhelan su libertad natural y ser independientes, libres de estorbos.
—¿Y qué daño te puede hacer este encierro?
—Pero, ¿qué decís? Estoy hecho para volar donde yo quiera, para vivir al aire libre, para cantar cuando me plazca. ¿Me quitás todo eso y después me preguntás qué me pasa?
Por esto, diremos que sólo son libres los que no soportan el cautiverio, los que, ni bien son capturados, escapan mediante la muerte. Así dice también Diógenes en alguna parte, que el único camino a la libertad es morir serenamente, y al rey persa le escribe: “No podés esclavizar a los atenienses más de lo que se puede esclavizar a los peces”. “¿Cómo es eso? ¿No puedo atraparlos?” “Si lo hacés, te abandonarán y desaparecerán como los peces. Cuando atrapás un pez, muere; y si los hombres que capturás, mueren, ¿de qué sirvió esta expedición?” Esta es la voz de un hombre libre que ha estudiado rigurosamente el asunto y, como cabe esperar, lo ha captado. Pero si vos andás buscando [el meollo del asunto] en un lugar distinto de donde está, ¿por qué te sorprende no encontrarlo nunca?
El esclavo desea ser liberado inmediatamente. ¿Para qué? ¿Creés que es porque quiere pagar a los recaudadores su cuota de emancipación? No, sino porque se imagina que hasta hoy ha vivido restringido y afligido por no poder hacerlo. “Si se me libera —piensa—, todo es felicidad, no sirvo a nadie, hablo con todos de igual a igual, voy y vengo donde quiera y como quiera”. Cuando es liberado, inmediatamente, no teniendo dónde comer, busca a quién halagar, alguien con quién cenar. Luego, o trafica su cuerpo y padece las cosas más terribles —y aunque consiga un pesebre ha sido reducido a una esclavitud mucho peor que la anterior—, o incluso si se vuelve próspero, es ignorante a lo bueno, se enamora de una muchacha, se lamenta, se encuentra infeliz, y desea volver a ser esclavo. Se dice a sí mismo: “¿Qué daño sufrí en mi esclavitud? Otro me vestía, otro me daba zapatos, otro me alimentaba, otro me cuidaba cuando estaba enfermo, y yo le hacía unos pocos servicios. Pero ahora, miserable, ¡las cosas que sufro siendo esclavo de muchos en vez de uno sólo! Pero si consigo los anillos [del rango ecuestre], entonces estaré contento y feliz”. Primero, para conseguirlos, sufre el derecho de piso, y una vez los tiene, todo vuelve a ser lo mismo. “Pero entonces —se dice—, si me alisto en el servicio militar, me libraré de todos mis males”. Se alista; sufre todos los azotes, y sin embargo pide un segundo y un tercer mando en el ejército, y como colofón a su carrera es nombrado senador, y entonces se vuelve un siervo que va al senado, y ahí es cuando experimenta su más fina y espléndida esclavitud.
No seás necio y aprendé lo que dijo Sócrates: cuál es la naturaleza de cada cosa, y no aplicar al azar presunciones generales a casos particulares; porque ésta es la causa de todos los males de los hombres: no saber aplicar los principios generales a lo particular. Cada uno piensa diferente. Uno dice que sufre; otro, que es pobre; otro, que tiene una madre y un padre duros; otro, que no tiene el favor del César; y no es así, lo que pasa es que no saben adaptar sus presunciones. Porque, ¿quién no tiene una idea de lo que le es malo, pernicioso, perjudicial, de lo que debe evitarse a toda costa? Una presunción no se contradice con otra, hasta que toca aplicarla.
¿Cuál es entonces este mal, tan perjudicial y que debe evitarse? “No ser amigo del César”, dice alguien; porque se desvió del camino, fracasó en la aplicación de sus principios, se afligió, buscó lo que no servía para llegar a lo que se propone; porque ahora que es amigo del César no está más cerca de lo que buscaba. ¿Qué es lo que cualquiera busca? Vivir seguro, ser feliz, hacer todo lo que quiera, no ser estorbado ni obligado. Cuando uno se convierte en amigo del César, ¿deja de estar restringido, de ser coaccionado? ¿Está libre de obstáculos? ¿Está tranquilo? ¿Es feliz?
¿A quién debemos preguntar sobre esto? ¿Qué testigo más fidedigno tenemos que este mismo hombre que se ha hecho amigo del César? Acercate al medio y contanos: ¿cuándo dormías más tranquilo, ahora o antes de ser amigo del César? Inmediatamente dice:
—Dejá, por Dios, de burlarte de mi suerte. No sabés lo que sufro; ni bien llega el sueño, ya llega otro diciendo que César ya se ha despertado, que acaba de salir; y luego vienen los apuros y los afanes.
—¿Y cuándo comías con mayor placer, ahora o antes?
Escuchen también lo que dice sobre estas cosas: si no lo invitan, se aflige; si lo invitan, come como un esclavo más entre los siervos con su amo, atento todo el tiempo de no hacer ni decir una tontería. ¿Y a qué le tiene miedo? ¿A ser azotado como un esclavo? Eso sería un buen castigo. No; más bien, como corresponde un hombre amigo del César, lo que teme es perder la cabeza. ¿Y cuándo te bañabas más tranquilo? ¿Cuándo hacías tus ejercicio con menos inquietudes? En resumen, ¿qué vida preferís vivir? ¿la de entonces o la de ahora? Puedo jurar que no hay nadie tan estúpido o necio como para no lamentar más sus desgracias a medida que es más amigo del César.
Cuando ni los que se llaman reyes viven como quieren, ni los amigos de los reyes, ¿quiénes, entonces, son libres? Vas a encontrar la verdad si la buscás; la naturaleza te ha dado los medios para descubrirla. Y si no sos capaz de lograrlo por tu cuenta, escuchá a los que ya buscaron. ¿Qué dicen? ¿Piensan que la libertad es un bien?
—El mayor.
—¿Es posible que quien alcance el mayor bien pueda ser infeliz o fracasado?
—No.
—Así que, si ves a alguien infeliz, desdichado, obrando mal, lamentándose, ¿afirmás con seguridad que no es libre?
—Lo afirmo.
—Bueno, pues, ahora hemos dejado las cuestiones de compra-venta, posesión, propiedad y declaraciones para convertirse en esclavo. De acuerdo a lo que afirmaste, si el gran rey de Persia fuera infeliz, no puede ser libre; y lo mismo un rey pequeño, o alguien de rango consular, o quien haya sido dos veces cónsul.
—De acuerdo.
—Contestame una cosa más: ¿creés que la libertad es algo grade, noble y valioso?
—¿Cómo no habría de serlo?
—¿Se puede alcanzar algo tan grande, noble y valioso siendo despreciable y servil?
—No se puede.
—Entonces, cuando veás a alguien sometido a otro, adulándolo en contra de su propia opinión, afirmá con firmeza que esa persona tampoco es libre; y no sólo cuando lo hace por un poco de cena, sino también si lo hace por el gobierno de una provincia o por un cargo de cónsul. A los que lo hacen por pequeñeces llamalos esclavitos, y esclavazos, como corresponde, a los que lo hacen por cosas grandes.
—Ok, de acuerdo.
—¿Te parece que la libertad te da independencia y autonomía?
—¿Cómo no?
—Entonces, a cualquiera que veás bajo el poder de otro que lo puede restringir, estorbar y obligar, declará que no es libre. Y no te me perdás observando a sus abuelos o bisabuelos, ni preguntando si ha sido comprado o vendido; sino, si lo escuchás decir desde adentro y apasionadamente: “¡Amo, señor!”, llamalo esclavo, aunque le precedan los doce fasces [auxiliares que desfilaban con los cónsules de Roma]. Y si lo escuchás decir: “¡Pobre de mí! ¡cuánto sufro!”, llamalo esclavo. Y si lo ves quejándose, lamentándose, desdichado, llamalo esclavo, aunque lleve la toga praetexta [indumentaria de senadores y magistrados]. Y si no hace ninguna de estas cosas, todavía no digás que es libre; aprendé primero sus opiniones, sus principios, y si están sujetos a coacción, restricción, necesidad, o a la decepción de la mala fortuna; y si encontrás que es así, llamalo esclavo con vacaciones en Saturnalia [fiesta donde los siervos podían comportarse de igual a igual con sus amos]. Decile que su dueño se ha ido, que volverá pronto, y vas a ver lo que sufre.
—¿Quién volverá?
—Cualquiera que tenga el poder de quitarle o concederle lo que desee.
—¿O sea que tenemos muchos amos?
—Así es. Porque tenemos a las circunstancias y a las cosas mismas como amos que preceden a nuestros señores, y éstas son muchas, y quienes controlan estas cosas y circunstancias se convierten inevitablemente en nuestros amos. Porque no le temés al César sino a la muerte, al destierro, a la confiscación de tus bienes, a la prisión, a la deshonra. Tampoco nadie ama al César, a menos que sea alguien de mucho mérito, sino que amamos la riqueza y el cargo en el gobierno. Cuando amamos, odiamos y tememos estas cosas, los que disponen de ellas son necesariamente nuestros amos. Por eso incluso los adoramos como dioses, porque pensamos: “quien tiene el poder de darnos un bien mayor o mayores ventajas, es una deidad”. Y luego razonamos erróneamente: “esta persona tiene el poder sobre las mejores ventajas, entonces es algo divino”; pero, por necesidad, la conclusión que nace de estas dos premisas es falsa...
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