Epicteto: Sobre la angustia (featuring Ryan Holiday)
Continuando la línea de lo dicho en la lectura de ayer por María Zambrano, vamos con la disertación de Epicteto sobre la angustia, según la transcribió su alumno, el historiador, senador y filósofo romano Flavio Arriano. Lo leemos en la traducción de Paloma Ortiz García (1993). Ni Epicteto ni su humor ni la angustia requieren mayor introducción.
Autor: Epicteto
Libro: Disertaciones (entre los años 100 y 135)
Libro 2, Capítulo 13: Sobre la Angustia
Cuando veo a un individuo angustiado, me digo: «¿Qué querrá éste? Si no quisiera algo de lo que no depende de él, ¿cómo iba a estar angustiado?».
Por eso el citaredo no se angustia cuando canta solo, pero sí al entrar en el teatro, aunque tenga muy hermosa voz y toque bien la cítara. Porque no sólo quiere cantar bien, sino también gozar de buena fama, y eso ya no depende de él. Por eso, cuando la ciencia le asiste, entonces tiene confianza; trae un profano, el que quieras, y no le importará; pero cuando no sabe ni ha estudiado, entonces se angustia. ¿Por qué pasa esto? No sabe qué es la muchedumbre ni el elogio de la muchedumbre, sino que aprendió a pulsar los agudos y los graves; sin embargo, qué es la alabanza que viene del vulgo y qué poder tiene en la vida, ni lo sabe ni lo ha estudiado. Es forzoso, por tanto, que tiemble y palidezca. Así que cuando veo a uno atemorizado, no puedo dejar de llamarle citaredo y puedo llamarle otra cosa... y no sólo una, sino muchas.
Y lo primero de todo, le llamo extranjero, y me digo: este hombre no sabe en qué sitio de la tierra está y, encima, estando aquí desde hace tanto tiempo, ignora las leyes y costumbres de la ciudad y no sabe qué es lícito y qué no es lícito. Y, además, tampoco recurrió nunca a un entendido en leyes que le dijera y explicara lo concerniente a las leyes. Pero no redacta un testamento sin saber cómo ha de redactarlo o consultar al que sabe; ni tampoco pone su sello a una caución de otro modo o da por escrito una promesa; sin embargo sin un experto en leyes usa el deseo y el rechazo y el impulso y el proyecto y el propósito. ¿Cómo sin un experto en leyes? No sabe que quiere lo que no le ha sido dado y que no quiere lo inevitable y que no conoce ni lo suyo ni lo ajeno. Si, efectivamente, lo supiera, nunca se vería con trabas, nunca se vería con impedimentos, no se angustiaría.
Pues, ¿cómo no? ¿Es que teme alguien por lo que no son males? No. Entonces, ¿qué? ¿Por los males, si está en su mano que no acontezcan? De ningún modo. Entonces, si lo que no depende del albedrío no son males ni bienes y lo que depende del albedrío está todo en nuestra mano y nadie puede arrebatárnoslo ni procurarnos lo que no queremos, ¿dónde hay aún lugar para la angustia? Pero nos angustiamos por el cuerpecito, por la haciendita, por el qué le parecerá al César, pero por nada de lo interior. ¿Y por no admitir la mentira, no? No, depende de mí. ¿Ni por sentir impulsos contra naturaleza? Tampoco por eso.
Cuando veas que uno está pálido, igual que el médico dice por el color: «Ése padece del bazo, ése del hígado», así también di tú: «Ése padece del deseo y del rechazo, no anda bien, tiene fiebre». Pues ninguna otra cosa cambia el color ni provoca temblor y rechinar de dientes ni hace doblar las rodillas y apoyarse ora en un pie ora en otro. [1]
Por eso Zenón[2] no estaba angustiado cuando iba a encontrarse con Antígono. En efecto, éste no tenía poder sobre nada de lo que aquél admiraba, y las cosas sobre las que tenía poder no le importaban nada a aquél. Sin embargo, Antígono estaba angustiado al ir a encontrarse con Zenón, y es normal, pues quería agradarle y eso era ajeno a él. Sin embargo, aquél no pretendía agradar a éste, como tampoco cualquier otro experto al inexperto.
—¿Que yo quiero agradarte a ti? ¿A cambio de qué? ¿Conoces las normas por las que un hombre es juzgado por otro hombre? ¿Te has aplicado a conocer qué es un hombre bueno y uno malo y cómo se llega a ser una de las dos cosas? ¿Por qué, entonces, tú mismo no eres bueno?
—¿Cómo —responde— que no lo soy?
—Porque ningún hombre bueno padece ni se agobia, ninguno gime, ninguno palidece ni tiembla ni dice: «¿Cómo me recibirá? ¿Cómo me escuchará?» Esclavo, como le parezca. ¿A ti qué te importa lo ajeno? ¿Es que ahora no va a ser culpa suya el recibir mal lo que proceda de ti?
—¿Cómo no?
—¿Puede ser de uno la culpa y de otro el mal?
—No.
—Entonces, ¿por qué te angustias por lo ajeno?
—Ya... Pero me angustio por cómo le hablaré.
—¿Así que no te está permitido hablarle como quieras?
—Pero temo ser rechazado.
—¿Acaso al ir a escribir el nombre de «Dión» temes ser rechazado?
—De ningún modo.
—¿Cuál es la causa? ¿No será que has aprendido a escribir?
—¿Cómo no?
—Entonces, ¿qué? ¿Al ir a leer no te pasaría lo mismo?
—Lo mismo.
—¿Cuál es la causa? Que toda ciencia tiene cierta fuerza y seguridad en lo suyo. ¿Es que no has aprendido a hablar? ¿Y qué otra cosa has aprendido en la escuela?
—Silogismos y equívocos.
—¿Para qué? ¿No era para hablar con habilidad? Pero, ¿el hacerlo con habilidad no consiste en hacerlo con oportunidad, con seguridad y con sagacidad, y además sin tropiezos y sin obstáculos y, por encima de todo, con confianza?
—Sí.
—¿Te angustiarías siendo jinete al llegar al campo frente a uno de a pie, cuando tú te has entrenado mientras que él carece de entrenamiento?
—Ya... Pero tiene poder para matarme.
—Entonces, di la verdad, desdichado, y no andes presumiendo ni consideres que eres filósofo, ni ignores a tus dueños sino que, mientras te sigas aferrando al cuerpo, sigue a cualquiera que sea más fuerte. Se ejercitó en hablar Sócrates, el que dialogaba de aquel modo con los tiranos,[3] con los jueces, en la cárcel. Se había ejercitado en hablar Diógenes, el que habló de aquel modo con Alejandro, con Filipo, con los piratas, con quien le compró... Deja esos asuntos a quienes se han preocupado de ellos, a quienes tienen confianza; tú anda a lo tuyo y no te apartes nunca de ello; vete a un rincón y siéntate y entrelaza silogismos y propónselos a otro, que no hay en ti un hombre que pueda servir de guía a la ciudad.[4]
Nota de la Traductora: Homero, Ilíada XIII 281. ↩︎
N.T.: Se refiere a Zenón de Citio, fundador de la escuela estoica, y a Antígono Gonatas, rey de Macedonia, unidos por la amistad. (Diógenes Laercio, VII 6). ↩︎
N.T.: Se refiere a los Treinta Tiranos [gobierno oligárquico pro-espartano después de la derrota de Atenas en la Guerra del Peloponeso] ↩︎
N.T.: Verso de autor desconocido. ↩︎
“Cuando veo a un individuo angustiado, me digo: «¿Qué querrá este? Si no quisiera algo que no depende de él, ¿cómo iba a estar angustiado?». (Epicteto, Disertaciones II, 13)
¿Qué quiere el padre ansioso que se preocupa por sus hijos? Un mundo que siempre sea seguro. ¿Qué quiere una viajera apresurada? Que el clima se calme y el tráfico desaparezca para poder tomar a tiempo a su vuelo. ¿Y un inversor nervioso? Que el mercado se recupere y una transacción le genere beneficios.
Todos estos escenarios tienen algo en común. En palabras de Epicteto, querer algo que no depende de nosotros. Entusiasmarnos, emocionarnos, ponernos nerviosos: esos momentos intensos, dolorosos y de ansiedad nos retratan en nuestro estado más vano y servil. Mirar el reloj, la fila de al lado y el cielo: es como si perteneciéramos a un culto religioso que cree que los dioses solo nos darán lo que queremos si sacrificamos nuestra paz mental.
Hoy, cuando te sientas ansioso, pregúntate: ¿Por qué tengo un nudo en el estómago? ¿Tengo yo el control o lo tiene la ansiedad? Y lo más importante: ¿Mi ansiedad me hace algún bien?”