Emma Goldman: La hipocresía del puritanismo
El puritanismo se basa en la idea de que la existencia es una maldición impuesta al ser humano por mandato de Dios. Con la finalidad de redimirse, el ser humano ha de penar constantemente, debe repudiar cada impulso natural y sano, dándole la espalda a la alegría y a la belleza.
“La roja Emma lanza algunas bombas verbales” reza el subtítulo de una noticia del Rochester Sunday de marzo de 1934, escrita en medio de la gira mediática de Emma Goldman luego de que recibiera permiso para retornar a Estados Unidos después de poco más de 14 años de haber sido deportada. La visa le duró 4 meses y no se la volvieron a renovar más. Las bombas verbales no dejó de lanzarlas nunca y lo sigue haciendo desde ultratumba. Su ensayo de 1910 La Hipocresía del Puritanismo, por supuesto, no es excepción. Revisado y aumentado por última vez en 1917 para sus Anarchism and other essays, párrafo tras párrafo, como era su costumbre y con la claridad con la que escribía, no se guarda críticas ni bombas ni comentarios tan certeros como algunas puñaladas.
En tierra norteamericana, antes de ser expulsada, escribía cosas como que ni en Rusia “se ultrajan tan frecuentemente las libertades personales como ocurre en Norteamérica, el baluarte de los eunucos puritanos”. Las libertades a las que se refiere tienen que ver con nuestros impulsos naturales: los sexuales y los que buscan esconderlos—ya sea mediante la culpa, la guerra psicológica o la ley—, siendo estos últimos de base puritana y la base de prohibiciones, la mayoría absurdas. Para Goldman—como charlamos en un capítulo anterior de la serie Sobre el Aborto, de la cual este es el sexto capítulo y la segunda aparición de la roja Emma—, las prohibiciones no solucionan el problema y son pura farsa, puro hipocresía, “como todo el mundo bien sabe”. Critica aquí la Ley Seca, las leyes construidas sobre la prostitución, el convertir en tabú las enfermedades venéreas, la prohibición del aborto, y otras “estupideces” que no son más que la consecuencia de un moralismo ideológico convertido en ley y camisa de fuerza que no tiene base ni en la realidad, ni en la esencia del ser humano. El puritanismo, dice, no hace nada más que arruinar la vida y “sigue siendo el peor enemigo de la libertad y de la belleza”.
La leemos aquí traducida por Alexis Rodríguez Mendoza en una versión “adaptada al español rioplatense” por Terramar Ediciones (2010). A excepción de la mención de The Psychology of Sex, todas las notas aclaratorias entre corchetes fueron hechas en Conectorium para mayor contexto.
Hablando del puritanismo en relación con el arte norteamericano, Mr. Gutzon Borglum [escultor del Monte Rushmore] afirmaba:
El puritanismo nos ha hecho tan egocéntricos e hipócritas por tanto tiempo, que la sinceridad y la veneración por lo que es natural en nuestros impulsos han sido limpiamente extirpadas de nosotros, con el resultado de que ya no puede haber ninguna verdad ni individualidad en nuestro arte.
Mr. Borglum pudo añadir que el puritanismo hizo la vida en sí misma imposible. Más que el arte, más que la estética, la vida representa la belleza en miles de variables; es, en realidad, un gigantesco panorama en mudanza continua. El puritanismo, por otro lado, descansa en una concepción de vida fija e inamovible; se basa en la idea calvinista, por la cual la existencia es una maldición, impuesta al ser humano por mandato de Dios. Con la finalidad de redimirse, el ser humano ha de penar constantemente, debe repudiar cada impulso natural y sano, dándole la espalda a la alegría y a la belleza.
El puritanismo impuso su reino de terror en Inglaterra durante los siglos XVII y XVIII, destruyendo y persiguiendo toda manifestación de arte y cultura. Fue el espíritu del puritanismo el que le robó a Shelley sus hijos porque no quiso inclinarse ante los dictados de la religión. Fue la misma estrechez espiritual que alejó a Byron de su tierra natal, porque el gran genio se rebeló frente a la monotonía, la vulgaridad y la pequeñez de su país. Ha sido también el puritanismo el que forzó a algunas de las mujeres más libres de Inglaterra a incurrir en la mentira convencional del matrimonio: Mary Wollstonecraft y, posteriormente, George Elliot. Y más recientemente también exigió otra víctima: la vida de Oscar Wilde. En efecto, el puritanismo nunca ha cesado de ser el más pernicioso factor en los dominios de John Bull, actuando como censor de las expresiones artísticas de su pueblo, estampando su aprobación sólo en la monotonía de la respetable clase media.
Y es por eso que el depurado patriotismo británico ha señalado a Norteamérica como un país de puritanismo provincialista. Es una gran verdad que nuestra vida ha sido infectada por el puritanismo, el cual está matando todo lo que es natural y sano en nuestros impulsos. Pero también es verdad que a Inglaterra debemos el haber transplantado este espíritu al suelo americano. Nos fue legado por nuestros padres fundadores. Huyendo de la persecución y la opresión, los afamados peregrinos del Mayflower establecieron en el Nuevo Mundo el reino de la tiranía y crimen puritano. La historia de Nueva Inglaterra, y especialmente la de Massachusetts, está llena de horrores que convirtieron la vida en tinieblas, la alegría en desesperación, lo natural en morbosa enfermedad, y la honestidad y la verdad en odiosas mentiras e hipocresías. Emplumar vivas las víctimas con alquitrán, así como condenarlas al escarnio público de los azotes, como otras tantas formas de torturas y suplicios, fueron los métodos ingleses favoritos para la purificación de los norteamericanos.
Boston, la ciudad de la cultura, ha pasado a la historia de los anales del puritanismo, como La Ciudad Sangrienta. Rivalizó incluso con Salem, en su cruel persecución de las opiniones religiosas no autorizadas. En el ahora famoso Common, una mujer medio desnuda, con un bebé en sus brazos, fue azotada públicamente por el supuesto delito de abusar de la libertad de palabra; y en el mismo lugar Mary Dyer, otra mujer cuáquera, fue ahorcada en 1659. De hecho, Boston ha sido el escenario de más de un horrible crimen cometido por el puritanismo. En Salem, en el verano de 1692, se mató a ochenta personas por brujería. No estuvo sola Massachusetts en la expulsión del diablo mediante el fuego y el azufre. Como bien dijo Canning: Los padres peregrinos infectaron el Nuevo Mundo para enderezar los entuertos del Viejo. Los horrores de esa época han encontrado su máxima expresión en el clásico norteamericano, La letra escarlata [novela de Nathaniel Hawthorne].
El puritanismo ya no emplea el torniquete y la mordaza, pero sigue manteniendo una influencia cada vez más perniciosa en la mentalidad y sentimientos de los norteamericanos. No otra cosa puede explicar el poder de un Comstock. Como los Torquemada de los días anteriores a la Guerra de Secesión, Anthony Comstock es el autócrata de la moral de los norteamericanos; dicta los cánones de lo bueno y de lo malo, de la pureza y del vicio. Como un ladrón en la noche, se desliza en la vida privada de las personas, espiando sus intimidades más recatadas. El sistema de espionaje implantado por este hombre supera en desvergüenza a la infame Tercera División de la policía secreta rusa. ¿Cómo puede tolerar el público semejante ultraje a sus libertades? Simplemente porque Comstock es la grosera expresión del puritanismo que se injertó en la sangre anglosajona, y aun los más avanzados liberales no han podido emanciparse a sí mismos. Los cortos de entendimiento y las principales figuras de Young Men’s and Women’s Christian Temperance Unions, Purity League, American Sabbath Unions y el Prohibition Party, con Anthony Comstock como su santo y patrón, son los sepultureros del arte y de la cultura norteamericana.
Europa por lo menos puede jactarse de poseer cierta vitalidad en sus movimientos literarios y artísticos, los que en sus múltiples manifestaciones trataron de ahondar en los problemas sociales y sexuales de nuestro tiempo, ejerciendo una severa crítica acerca de todas nuestras indudables fallas. Como con un bisturí de cirujano, la carcasa del puritanismo es diseccionada, intentando despejar el camino para la liberación humana del peso muerto del pasado. Pero con el puritanismo vigilando la vida norteamericana, ninguna verdad ni sinceridad es posible. No hay nada más que la sordidez y la mediocridad para dirigir la conducta humana, coartando la expresión natural y sofocando nuestros mejores impulsos. El puritanismo en este siglo XX sigue siendo el peor enemigo de la libertad y de la belleza, como cuando por primera vez desembarcó en Plymouth Rock. Repudia, como algo vil y pecaminoso, nuestros más profundos sentimientos; pero ignorando absolutamente las funciones de las emociones humanas, el puritanismo en sí es el creador de los más horribles vicios.
Toda la historia del ascetismo demuestra esta verdad irrebatible. La Iglesia, así como el puritanismo, ha combatido la carne como un mal y la quiso domeñar a toda costa. El resultado de esta malsana actitud ha comenzado a ser reconocida por los modernos pensadores y educadores. Han comprendido que “la desnudez posee un valor higiénico así como una importancia espiritual, más allá de sus influencias en tranquilizar la natural curiosidad de los jóvenes o actuando como preventivo de las emociones mórbidas. Es una inspiración para los adultos quienes crecieron sin satisfacer cualquier curiosidad juvenil. La visión de la fundamental y eterna forma humana, la cosa más cercana a nosotros en todo el mundo, con su vigor, su belleza y su gracia, es uno de los principales tónicos de la vida”. [The Psychology of Sex, Havelock Ellis.] Pero el espíritu del puritanismo ha pervertido la mente humana que ha perdido su capacidad para apreciar la belleza del desnudo, obligándonos a ocultar la forma natural con el pretexto de la castidad. Y la propia castidad no es más que una imposición artificial a la naturaleza, evidenciando una falsa vergüenza frente al cuerpo humano. La idea moderna de la castidad, en especial respecto de las mujeres, su principal víctima, es una sensual exageración de nuestros impulsos naturales. “La castidad varía según la cantidad de ropa que se lleva encima”, y de ahí que los cristianos y puristas siempre procuran cubrir al “Salvaje” con trapos, y en consecuencia convertirlo en puro y casto.
El puritanismo, con su perversión del significado y función del cuerpo humano, particularmente con respecto a la mujer, la ha condenado al celibato o a la procreación indiscriminada de una especie enferma, o a la prostitución. La enormidad de este crimen contra la humanidad se nos muestra cuando tomamos en cuenta sus resultados. A la mujer soltera se le impone una absoluta continencia sexual, bajo la amenaza de ser considerada inmoral o una perdida, con la consecuencia de producir neurastenia, impotencia, depresión y una gran variedad de trastornos nerviosos que conllevarán la disminución de la capacidad de trabajo, la limitación de la alegría por vivir, el insomnio y una preocupación por los deseos y fantasías sexuales. El arbitrario y nocivo precepto de la total continencia probablemente explica igualmente las desigualdades mentales de los sexos. Así lo cree Freud, que la inferioridad intelectual de muchas mujeres se debe a la inhibición que se les ha impuesto con el fin de la represión sexual. Habiendo así suprimido los deseos sexuales naturales de la mujer soltera, el puritanismo, por otro lado, bendice a su hermana casada con una fecundidad prolífica en el matrimonio. De hecho, no sólo la bendice, sino fuerza a la mujer, sexualmente obsesionada por la represión previa, a tener hijos, sin tener en cuenta su delicada condición física o incapacidad económica para mantener a una familia amplia. Los métodos preventivos, incluso los más seguros determinados científicamente, están completamente prohibidos e, incluso, la simple mención de los mismos, se considera como un crimen.
Gracias a esta tiranía del puritanismo, la mayoría de las mujeres se encuentran en el extremo de sus capacidades físicas. Enfermas y agotadas, se encuentran incapacitadas de ofrecer a sus hijos incluso los más elementales cuidados. Lo cual, unido a la presión económica, obliga a muchas mujeres a correr cualquier riesgo, independiente de su peligro, antes de continuar dando a luz. El hábito de provocar los abortos está alcanzando tales proporciones en Norteamérica que cuesta creerlo. De acuerdo con recientes investigaciones sobre la cuestión, diecisiete abortos son realizados cada cien embarazos. Este alarmante porcentaje sólo representa los casos conocidos por los médicos. Teniendo en cuenta el secreto con que necesariamente se tienen que practicar, y las consecuencias de la ineficacia y negligencia profesional, el puritanismo continuamente supone miles de víctimas por su propia estupidez e hipocresía.
La prostitución, aunque se la persiga, se la encarcele y se la encadene, es simplemente el gran triunfo del puritanismo. Es su niña mimada, a pesar de toda la hipócrita mojigatería. La prostituta es el furor de nuestro siglo, barriendo a lo largo de los países “civilizados” como un huracán, y dejando un rastro de enfermedades y desastres. Como único remedio, el puritanismo plantea frente a esta hija descarriada una gran represión y una más despiadada persecución. La última atrocidad está representada por la Ley Page, que ha impuesto en el estado de New York el terrible fracaso y crimen de Europa, esto es, el registro e identificación de las desafortunadas víctimas del puritanismo. De igual estúpida manera, el puritanismo busca ocultar el terrible azote que él mismo ha creado, las enfermedades venéreas. Lo más desalentador es este espíritu obtuso de cerrazón mental que ha emponzoñado a los denominados liberales, y los ha cegado para que se unan a la cruzada contra esta cosa nacida de la hipocresía del puritanismo: la prostitución y sus consecuencias. En su cobarde miopía, el puritanismo rehúsa ver que el verdadero método de prevención es afirmar abiertamente que “las enfermedades venéreas no son una cuestión misteriosa o terrible, el castigo del pecado de la carne, una especie de marca vergonzosa del diablo producto de la maldición puritana, sino una enfermedad común que puede ser tratada y curada”. Mediante sus métodos oscurantistas, de enmascaramiento y ocultación, el puritanismo ha creado las condiciones favorables para que crezcan y se expandan estas enfermedades. Su intolerancia ha quedado demostrada notablemente de nuevo por la insensata actitud frente al gran descubrimiento del profesor Ehrlich, velando hipócritamente esta importante cura para la sífilis con la vaga alusión a un remedio para “cierto veneno”.
La ilimitada capacidad del puritanismo para hacer el mal se basa en su atrincheramiento tras el Estado y las leyes. Pretendiendo salvaguardar a las personas frente a la “inmoralidad”, se ha infiltrado en la maquinaria gubernamental dándole el carácter de guardián moral de la censura legal de nuestros planteamientos, sentimientos e incluso de nuestras conductas.
El arte, la literatura, el teatro, la privacidad del correo, de hecho, nuestros más íntimos gustos, están a merced de este inexorable tirano. Anthony Comstock, o cualquier otro policía ignorante, ha recibido el poder de profanar el genio, echar por tierra y mutilar la sublime creación de la naturaleza: el cuerpo humano. Los libros que versan sobre las cuestiones más vitales de nuestra vida, y buscan echar luz sobre los peligrosamente ocultados problemas, son legalmente tratados como ataques criminales, y sus infortunados autores arrojados en la cárcel o llevados a la desesperación y la muerte.
Ni en los dominios del zar se ultrajan tan frecuentemente las libertades personales como ocurre en Norteamérica, el baluarte de los eunucos puritanos. Aquí, el único día dejado para el descanso de las masas, el domingo, se ha convertido en odioso y completamente antipático. Todos los escritores sobre las primitivas costumbres y las antiguas civilizaciones están de acuerdo en que el Sabbath era un día de festividades, libre de cuidados y obligaciones, un día de general regocijo y diversión. En todos los países europeos esta tradición sigue aportando algún alivio frente a la monotonía y estupidez de nuestra era cristiana. Todas las salas de conciertos, museos y parques están repletos con hombres, mujeres y niños, particularmente de obreros con sus familias, vivaces y alegres, olvidando la rutina y las convenciones de su existencia cotidiana. Es en este día cuando las masas demuestran lo que realmente significa la vida en una sociedad sana, con el trabajo despojado de su carácter lucrativo y su objetivo diletante.
El puritanismo ha robado a las personas incluso ese único día. Naturalmente, sólo los obreros se ven afectados: nuestros millonarios tienen sus hogares lujosos y suntuosos clubes. Los pobres, sin embargo, están condenados a la monotonía y al aburrimiento del domingo norteamericano. La sociabilidad y la diversión de la vida en la calle de Europa, aquí ha sido sustituida por la penumbra de la iglesia, del sofocante y malsano salón, o la brutalizada atmósfera de los fondos de las cantinas. En los Estados en donde está vigente la Ley Seca, las personas añoran incluso estos últimos, a no ser que puedan invertir sus magras ganancias en adquirir grandes cantidades de bebidas adulteradas. Como todo el mundo bien sabe, la Ley Seca no es más que una farsa. Ésta, como otras iniciativas del puritanismo, sólo ha supuesto una mayor profundización del “mal” en el sistema humano. En ningún otro sitio se hallan más borrachos que en nuestras ciudades prohibicionistas. Pero mientras se puedan emplear caramelos perfumados para enmascarar el fétido aliento de la hipocresía, el puritanismo triunfa. Claramente, la Ley Seca se opone al alcohol por razones de salud y economía, pero el propio espíritu de la Ley Seca, siendo en sí mismo anormal, sólo tiene éxito dando lugar a una vida anormal.
Todos los estímulos que excitan la imaginación y despiertan los espíritus son tan necesarios para nuestra vida como el aire. Estimulan el cuerpo, intensifican nuestros planteamientos de compañerismo humano. Sin estímulos, de una u otra forma, el trabajo creativo es imposible, ni tampoco el espíritu de bondad y generosidad. El hecho de que algunos grandes genios veían su reflejo en una copa demasiado frecuentemente, eso no justifica al puritanismo en su intento de amordazar el conjunto de emociones humanas. Un Byron y un Poe estimularon de tal manera la humanidad que ningún puritano podría hacerlo nunca. Los primeros han dado a la vida sentido y color; los últimos han convertido la roja sangre en agua, la belleza en vulgaridad, la variedad en uniformidad y decadencia. El puritanismo, en cualquier expresión, es un germen venenoso. En la superficie puede parecer fuerte y vigoroso; sin embargo, el veneno trabaja persistentemente, hasta que toda la estructura es derribada. Todo espíritu libre estará de acuerdo con Hippolyte Taine, en que “El puritanismo es la muerte de la cultura, la filosofía, el humor y la buena camaradería; sus características son la vulgaridad, la monotonía y la oscuridad”.
Finis
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