Concepción Arenal: La Instrucción del Obrero (ensayo completo, 10 minutos)

Este ensayo fue dado primero como conferencia; fue una ponencia escrita para el 2do. Congreso Pedagógico Hispano-Portugués-Norteamericano, celebrado pocos meses antes de su muerte.
Autor: Concepción Arenal (1820-1923)

Ensayo: La instrucción del obrero

Redactado y expuesto en 1892

El capítulo 1 es parte de los bonus tracks de nuestra serie y libro físico Alabanza y Menosprecio de la Libertad y la Democracia

I.

La Comisión organizadora del Congreso autoriza a tratar asuntos que no estén literalmente formulados en los temas que han de discutirse; en virtud de esta autorización, haremos algunas observaciones respecto a la instrucción del obrero.

La cuestión social, como la llaman, y que, lejos de ser una, son muchas, es en gran parte cuestión pedagógica, porque para las colectividades, como para los individuos, en la manera de ser influye la manera de pensar, y en la de pensar, la de saber.

Se mencionan y discuten diferentes crisis que tienen más o menos influencia en el bienestar del obrero: crisis financiera, crisis monetaria, crisis comercial, crisis industrial; pero no se habla de la crisis intelectual que existe, y es factor poderoso de los problemas sociales.

El ideal de algunas personas, seguramente no bello, es que el trabajador manual no sepa más que trabajar con las manos. Prescindiendo aquí de si eso es bueno o malo, consignaremos que de hecho es imposible, y, por causas cuyos efectos no está en poder de nadie evitar, el obrero sabe algo, tiene algunas ideas, pero no bastantes, y de aquí la crisis intelectual.

La iniciación intelectual del pueblo, hay que repetirlo y recordarlo, es un hecho, bueno o malo, fatal o providencial, pero un hecho de que el pedagogo no puede prescindir. Se dice muchas veces que las muchedumbres se extravían porque tienen malas ideas, y más exacto sería decir que por tener pocas se apartan del buen camino.

El que discurre con pocas ideas es fácilmente avasallado por una; de lo cual resultan deformidades intelectuales algo semejantes a las del cuerpo que tiene una parte excesivamente desarrollada y el resto escuálido y raquítico. En el individuo, decir dominado por una idea fija equivale a decir trastornado; lo mismo acontece en las colectividades cuando el equilibrio intelectual no puede establecerse por falta de los elementos necesarios para formarle.

Estos desequilibrios no son peculiares de las muchedumbres, sino que en ellas se prolongan más y se manifiestan de un modo más ostensible. Por desequilibrio intelectual1 se promulga una ley injusta, se pone en práctica, y si la injusticia no pasa del todo desapercibida, al menos no produce escándalo ni ruido. Por desequilibrio intelectual se opone resistencia a una ley justa (caso mucho más raro que el anterior), y de esta resistencia, si es popular, resultan asonadas y motines y desmanes que hacen el error más ostensible y sus consecuencias más temidas. Así, pues, la mala influencia de las pocas ideas es más ostensible en el que tiene menos, pero real en todo el que no tiene bastantes.

La estadística nos da a conocer el número de españoles que saben o no leer y escribir; y como el conocimiento de las primeras letras es un medio de instruirse, no la instrucción, poco nos dicen de ella estos datos estadísticos. Recurriendo a otros, se sabe que en los centros de mayor cultura, donde hay escuelas de artes y oficios, o asociaciones que, entre otros objetos, se proponen enseñar algo, el obrero recibe alguna instrucción más que la adquirida en la escuela de primeras letras: elementos de geometría, de física, de química, de dibujo, modelado, etc. Suponiendo, es una suposición, que todo está bien dispuesto para que el operario se perfeccione en su oficio, se observa que la instrucción del hombre está descuidada. Prescindiendo de las escuelas donde hay obreros muy hábiles que aprenden mecánica aplicada y otros que apenas saben leer, y la inmensa mayoría no entienden lo que leen, supondremos las escuelas de artes y oficios bien organizadas, y veremos que en ellas se hace, como decíamos, el operario más hábil; pero el hombre, en sus relaciones industriales y económicas con los demás, sale tan ignorante como entró.

Decimos en sus relaciones industriales y económicas, porque estos breves apuntes no pueden extenderse a todo género de instrucción que el obrero, como hombre, necesita.

El ebanista o el ajustador aprenden a trabajar el hierro o la madera con perfección, pero ignoran absolutamente por qué la pieza que sale de sus manos vale más o menos en el mercado; por qué de este precio recibe él una parte mayor o menor, y por qué esa parte es insuficiente o no, según el alquiler de la casa que habita, la baratura o carestía de los artículos que consume y lo moderado o excesivo de los tributos que paga.

Esta ignorancia no es en él absoluta; tiene algunas ideas que, por ser pocas, le inducen a error, no pudiendo suspender el juicio; y no puede porque:

Es natural buscar explicación a las cosas que mortifican y remedio a los males que agobian;

Se abstiene de juzgar de lo que no entiende en astronomía, en mineralogía, y aun en política, que desdeña, pero no puede prescindir de la falta de equidad con que se retribuye su trabajo o se le exige un alquiler excesivo por la inhabitable casa que habita, o una contribución que le abruma;

Porque la falta de competencia la ven los otros, rara vez el que juzga, máxime sobre asuntos que le interesan;

Porque, además del interés, tiene acaso la pasión, que tuerce los fallos y los precipita;

Porque adquirir las ideas necesarias para un juicio exacto exige un esfuerzo penosísimo en quien tiene pocas. ¿En qué se apoya la rutina? En la dificultad de cambiar la manera de ser intelectual del rutinario. No son las novedades lo que aborrece, sino el esfuerzo de la inteligencia necesario para realizarlas, y la prueba es que él mismo dice que todo lo nuevo place y experimenta el placer de la novedad cuando se trata de diversiones, que le gustan más cuanto más variadas, porque no necesita esfuerzo intelectual para disfrutarlas. Hoy el hombre del pueblo es rutinario por la dificultad de razonar las cosas nuevas, y revolucionario por el ansia de realizarlas.

Este contraste anárquico no se atenúa, antes se refuerza, cuando los innovadores pertenecen a la clase de simplificadores, muy numerosa y muy popular, como que halaga con las facilidades que ofrece al discurso y a las más gratas esperanzas. Ignorando la relación que entre sí tienen los fenómenos sociales, y la dificultad, a veces imposibilidad para él, de determinarlas, es simpático al pueblo, al que facilita la obra de su entendimiento y le presenta un problema sencillo, de cuya solución depende su bienestar. Así, por ejemplo, de la primera simplificación resulta que todo el daño viene de la tiranía del capital; de la segunda, resulta que el capital es el dueño de fábrica; y de la tercera, que, obligándole a pagar bien a los operarios, la condición económica de éstos se transformará. Otras veces todo el mal viene de la concurrencia, primera simplificación; la segunda consiste en proteger la industria. ¿Por qué falta trabajo? También se simplifica la respuesta. Porpue está mal organizada la sociedad, de lo cual resulta que hay mucha gente descalza y muchos zapateros que no tienen que hacer.

Con unas cuantas leyes se remedia todo esto, suponiendo el caso, más favorable, de que no quiera remediarse a tiros. Y ¿cómo serán esas leyes? Ya sabrán cómo han de hacerlas los que le han hablado de ellas. El obrero sabe que con las actuales está muy mal; que con otras diferentes u opuestas estará mejor; y como todo análisis es para él laberinto, se resiste a entrar en él, y los simplificadores encuentran terreno abonado para sembrar sus facilidades imaginarias, que con frecuencia se convierten en dificultades reales.

De que el pueblo no tenga bastantes ideas para juzgar bien en cuestiones económicas ni pueda abstenerse de juzgar, resulta otro inconveniente grave: y es que da pábulo a los desvaríos de los simplificadores teóricos. Prescindiendo de los muchos que en su interés explotan la ignorancia, hay no pocos que encuentran en ella como un fermento para sus ideas quiméricas y vanas ilusiones; soñadores de buena fe, que no soñarían tanto si su imaginación, en vez de la credulidad que la sostiene y excita, encontrase el buen sentido que la enfrenara; toda colectividad extraviada contribuye más o menos a extraviar a los que la extravían.

Cuando un pueblo se halla en la crisis intelectual de que hemos hablado, con algunas ideas que estimulan su espíritu, pero no las bastantes para guiarle, es muy frecuente que, cuanto más quiere, menos sabe cómo ha de conseguirlo, y en el cómo de que prescinde suele estar la dificultad grande, si acaso no es insuperable.

Los obstáculos no se suprimen por ignorarlos, pero el ignorante suele dar por suprimidos los que ignora.


II.

Urge enseñar al obrero economía social; y no decimos política, porque esta palabra, como suele entenderse, limitaría mucho el campo de la instrucción, a nuestro parecer necesaria; no bastan algunas ideas exactas respecto a la organización del trabajo, distribución de sus utilidades, índole, causa y efectos de la concurrencia y del monopolio; es menester saber lo indispensable respecto a todo el organismo social, porque el problema, como hemos dicho y repetido, y volvemos a decir y a repetir, no está sólo ni principalmente en el taller y en la fábrica; está en el cuartel, en la escuela, en la aduana, en la oficina, en el palacio, en el presidio, en la tienda, en la bolsa, en la cátedra, en el despacho del lotero, en la casa de juego y de mal vivir, en el escritorio, en el municipio, en las Cortes, en los Ministerios, en los templos, en las tabernas, en la redacción del periódico, en los libros del usurero, en todas partes.

Es menester que sepa el obrero que, como la vida material es una serie de relaciones con la Naturaleza, la vida social es una serie de relaciones con los individuos o colectividades que componen la sociedad; y que, según estas relaciones se ajustan o no a la justicia, los que las sostienen saldrán beneficiosos o perjudicados.

El obrero está en relación con el patrono, pero lo está también con todos los que le compran o le venden algo, sean billetes de la lotería o de los toros, cigarros o copas, telas, pan, etc.; está en relación con los que hacen las leyes, los reglamentos, las ordenanzas, los decretos, y con los que le obligan a obedecerlos. Directa o indirectamente, está en relación, no sólo con sus compatriotas, sino con todo el mundo, por la influencia que en el precio de las cosas que vienen del extranjero tienen las leyes que allí rigen, las tarifas, etc., y por los numerosos ejércitos que contribuyen a la opresión y a la ruina de los pueblos.

Demostrando al obrero (y no creemos que ofrezca dificultad intelectual) que su vida social es una serie de relaciones que pueden ser en su provecho o en su daño, se le disuadiría del error, o por lo menos entraría en la duda de que la cuestión social no es tan sencilla como le dicen los que sólo le hablan de lo que debe cobrar, y no de lo que tiene que pagar y de para qué lo paga.

El conocimiento, o sólo la duda, de lo complejo de la cuestión le iría trayendo poco a poco a la idea de resolverla según es, con remedios variados como lo son los males que dan lugar a ella, y conformes al país y al momento en que han de aplicarse. Las traducciones literales, malas en literatura, son peores en sociología, como puede verso por muchos ejemplos, y entre otros, las huelgas sin conocimiento del estado de la industria cuyos trabajos se interrumpen, y sin cajas de resistencia.

A medida que los pueblos se civilizan, el número de sus relaciones aumenta; y si en ellas no hay equidad, será mayor el daño para los perjudicados: esto no es difícil de hacer comprender al obrero. En un pueblo salvaje no hay jardines públicos, ni ley de reemplazo, y no puede cometerse la injusticia de no imponer la multa al que coge una flor si es persona de quien teme o espere algo el municipal, y de que vayan a la guerra y den su sangre y su vida los que no tienen dinero para redimirse.

Con algunos ejemplos bien elegidos se puede poner de manifiesto que la vida social es una serie de relaciones sociales, y cuáles se verifican equitativamente, y en cuáles no hay equidad, y cuánto y a quién perjudican estas últimas.

También debería hacerse una clasificación de las leyes en justas e injustas, poniendo de manifiesto el daño material que de estas últimas resulta.

Decimos material, porque la fase económica de cualquier asunto es la que más interesa al obrero y la primera sobre que se le debe llamar la atención, procurando después volverla hacia la parte moral, demostrándole que si la inmoralidad se gradúa mucho, la prosperidad material es imposible: esta demostración es, por desgracia, muy fácil en España.

Cuando el obrero tuviese ideas bastantes, rectificaría muchas erróneas de las que hoy tiene; no iría ciego a estrellarse contra los efectos, como quien ignora la causa, y no siendo insensato para pedir lo imposible, podría ser fuerte para exigir lo justo.


III.

¿Querrá el obrero recibir lecciones de economía social?

¿Habrá quien se las dé?

Estas preguntas formulan dos dificultades grandes, pero no imposibles.

Es una triste ley que las necesidades del espíritu se hagan sentir menos cuando son mayores; a pesar de ella, las ideas se van infiltrando, aunque muy despacio, en esas muchedumbres (en una parte al menos) que parecían impenetrables a la cultura.

En los establecimientos para la instrucción del obrero, cualquiera que sea su índole y manera de funcionar, se ven algunos que admiran a las personas de buena voluntad y de buen sentido, que observan la perspicaz inteligencia en unos, la asiduidad y constancia en otros, y en algunos la especie de heroísmo con que, después de un trabajo rudo, mal vestidos y peor calzados, arrostran la intemperie por ir a aprender, muchas veces sin que esperen ventaja material de lo que aprenden, y sólo por el gusto de saber. De entre estos obreros (que los hay donde quiera que se enseña) saldrán los primeros alumnos de economía social, y esta enseñanza, aunque no lo parezca, será mutua; porque, como el asunto es tan interesante, se habla de él en el taller y en la fábrica en los ratos de descanso y en los de recreo; el obrero que en cuestiones sociales tiene ideas exactas contribuirá a rectificar los errores de sus compañeros mucho más que ningún docto profesor. Las verdades del burgués son sospechosas de interesadas; las del compañero se ofrecen claras al entendimiento, que las recibe sin prevención hostil, propia para obscurecerlas; es evidente la eficacia de esta enseñanza mutua, que no tiene apariencia de enseñar, y de esta propaganda tan natural que se hace y se recibe sin notarlo.

No deben, pues, desalentarse los que enseñen economía social a los obreros si tienen pocos discípulos y aunque no tengan más que uno directo, porque indirectamente pueden resultar muchos de lo aprendido por aquél.

Más o menos, habrá quien aprenda. ¿Y quien enseñe?

En todos los círculos obreros para instrucción o recreo, o para entrambas cosas, ¿no sería posible dar un curso de economía social en lecciones breves y claras?

Hay ya centenares de estos círculos en España, y a ellos acuden los obreros más inteligentes.

Tal vez haya círculos obreros en localidades donde falta persona competente para enseñarles economía social. ¿No podría formarse una asociación para esta enseñanza, que acudiera a auxiliarla donde cuente con pocos elementos, y a vivificarla en todas partes?

¿Y no podrían darse premios a los mejores manuales y cartillas para generalizar los conocimientos de economía social?

Todas estas cosas nos parece que pueden y deben hacerse; deben hacerse por aquellos que pueden y para quienes el deber es más que una palabra.

En el Congreso pedagógico hispano-portugués-americano, donde se reúnen tantas personas de claro entendimiento y buena voluntad, ¿no podría formarse el núcleo de una Asociación para popularizar la enseñanza de la economía social?

Son muchos los que, piénsenlo con más o menos claridad, o díganlo con más o menos franqueza, todo lo fían al embrutecimiento del obrero; nuestra esperanza está en su cultura.


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