Concepción Arenal: El delito colectivo, capítulo 5
Concepción Arenal escribió este ensayo sobre el delito colectivo pocos meses antes de morir. Lo hizo “para el Congreso de Antropología criminal de Bruselas, pero nos faltó salud, y expiró el plazo en que debían presentarse los trabajos mucho antes de haber terminado el nuestro”. En este escrito, ella intenta, no hacer “un análisis completo del delito colectivo, ni dar una lección”, sino “comunicar al lector una esperanza”.
El cuarto capítulo de los siete que son en total, lo tenemos como final de la serie sobre fanáticos, cripto, creators y charlatanes. El quinto capítulo lo leemos hoy mientras charlamos sobre la guerra, sobre todo la guerra civil. En el capítulo anterior, Arenal escribía:
“No se atribuyan, pues, a teorías ni a principios consecuencias que lo son de la guerra: cuando se prolonga, los beligerantes, aunque sostengan causas diferentes, las defienden de un modo idéntico o muy parecido, porque el combate es ilegislable. Muchos miles de hombres viven y mueren buenos porque una circunstancia exterior no vivificó los gérmenes de su maldad; la guerra es una terrible fecundadora de estos gérmenes, y nadie que la estudie o la haya visto de cerca puede dudarlo; los rebeldes y los que defienden la ley menosprecian la justicia, prescinden o se burlan de la humanidad, y si una idea, una causa hizo delincuentes colectivos, la lucha prolongada hace reos de delito común, y a veces grandes malvados.”
Palabras fuertes, pero certeras. “En la guerra todo vale”, decimos, y así es. Ambos bandos—todos los bandos—se comportan igual, cometiendo crímenes que en momentos de paz son inimaginables e imperdonables. Como se hace en bollo, lo que somos es “delincuentes colectivos”. Éste es el trip del libro (queda claro en el título): los delitos que se cometen en masa, en manada, arrastrados por la muchedumbre.
Una vez más, re-citando el capítulo cuarto: “los desmanes y las crueldades en las luchas, más que resultado de esta o de la otra idea, son consecuencia de la guerra, y cuando ésta se prolonga, amigos y enemigos de la libertad o de la religión se conducen con frecuencia como impíos y tiranos; conviene repetirlo”.
Avancemos ahora al capítulo quinto. Antes de volver a la guerra, que quede claro una cosa: “delito no es sinónimo de maldad”, y se puede cometer un delito pero ser el bueno de la película.
Autora: Concepción Arenal
Libro: El Delito Colectivo (1892)
Capítulo 5
Hemos dicho que, en nuestro concepto, delito no es sinónimo de maldad, y que puede ser una acción mala, buena o sublime.
- Los que arrancan un esclavo a la muerte o a las torturas que manda o autoriza su amo;
- Los que arrebatan al fanatismo religioso la víctima que conduce al tormento o a la hoguera;
- Los que salvan a un hombre honrado o inocente que un poder injusto, cruel y suspicaz, va a inmolar,
Éstos y otros semejantes son delincuentes, no culpables; son beneméritos, y malhechor el que los combate, y verdugo el que los sacrifica.
Cuando el delincuente no es culpable, ya se comprende que puede tener derecho a rebelarse contra la ley o el tirano que desconoce y pisa esos derechos que pueden llamarse esenciales. La vida, la libertad, la hacienda, la honra, todo está a merced de la crueldad, de la rapacidad, de la injuria del déspota y de sus satélites. Por esta horrenda ignominia han pasado todos los pueblos; en ella viven muchos todavía, y no están tan lejos de nosotros que podamos mirarla con la indiferencia que inspiran las cosas remotas. Fernando VII, de execrable y execrada memoria, aun era señor de vidas y haciendas, y no fue teórico su señorío; le practicaba confiscando bienes y ahorcando inocentes.
Continuemos, volvamos al 1892. Entramos ahora en materia: la propaganda de los gobiernos opresores, la única justificación para tomar las armas, la importancia de los medios de comunicación (y la rapidez para transmitir información o para aislarla), la guerra civil como la “más terrible de las guerras” (porque ocurre “entre hermanos”), la libertad y su uso (y cómo hacerla crecer), y el camuflarse entre la censura para transmitir lo que se quiere transmitir.
Cuando el poder imperante es cruel y rapaz, y está a merced suya la vida, la hacienda y el honor, y no hay ley que le contenga, o si existe la pisa, entonces los que se rebelan contra él son delincuentes honrados.
Otra condición necesitan para serlo, y es que el poder opresor no se deja discutir; que la propaganda de la justicia se persiga, y que la única protesta posible sea la protesta armada.
No se hacen muy fácilmente cargo de esta situación los que viven hoy en los pueblos cultos, aunque no lo sean mucho, donde hay imprenta, y tribuna, y reuniones, y viajes frecuentes, y mil medios de comunicar las ideas y propagarlas.
Se comprenderá la situación opuesta sin estudiar épocas remotas de nuestra historia; en los últimos tiempos de ese mismo Fernando VII, que nunca para nada bueno puede citarse, se perseguía el pensamiento con feroz suspicacia. Eran libros prohibidos todos los que directa o indirectamente podían desacreditar el poder establecido, a juicio de los que no le tenían en el asunto porque les faltaba ciencia, imparcialidad y calma. Imprimir nada que pareciera censura no se le ocurría a nadie. Se entregaban con frecuencia abiertas las cartas de las personas sospechosas, que lo eran, con pocas excepciones, todas las ilustradas, confinadas a las aldeas más míseras, levantando así con el aislamiento una valla que no podían salvar sus ideas. ¡Ay del que entonase una canción patriótica o tocara un himno! Para oír el de Riego, muerto ya Fernando VII, cerrábamos puertas y ventanas, y aun así se tuvo por temeridad tocarle. ¡Tan grande era el terror que el poder inspiraba!
Y el caso propuesto no es aún el más desfavorable para la propaganda de las ideas, no sólo perseguidas en otro tiempo con mayor ferocidad, sino aisladas, porque la comunicación entre los hombres estaba limitada a los que nacían cerca, y no había correos, ni libros, etc., etc.
Debe tenerse presente, todo esto para no juzgar mal a los rebeldes de otras épocas, ni a los de la nuestra, en países atrasados, en que los abusos del poder son inhumanos y no hay medio de combatirlos más que por la fuerza. Faltando estas dos circunstancias, los delincuentes colectivos son verdaderos culpables.
Sin un motivo poderoso, muy poderoso, sin una verdadera necesidad para la vida del derecho, no se debe recurrir a las armas; porque si los males de la guerra son tan grandes que deben espantar a toda conciencia sana, los de la rebelión son todavía mayores. El combate entre hermanos es más encarnizado; la hueste rebelde, compuesta de elementos heterogéneos, menos disciplinados, y la exaltación que se necesita para sublevarse, y la indignación con intervalos de desdén que sienten los dueños del poder contra los que le atacan, y la explosión de pasiones contenidas que la lucha desenfrenada y el convencimiento sincero en muchos de la legitimidad y la santidad de la causa que se defiende con entusiasmo, con fanatismo, todo contribuye a que la guerra civil sea la más terrible de las guerras, y que al promoverla se incurra en la mayor de las responsabilidades.
Si esta responsabilidad, verdaderamente abrumadora, no puede, en conciencia, aceptarse sin una necesidad imperiosa, sin una justicia evidente contra poderes que llaman delito de lesa majestad al razonamiento que los analiza, ¿cómo habrá derecho a rebelarse contra los que dejan oír la voz de la razón y pueden ser discutidos? Dondequiera que hay derecho para discutir, no le hay para combatir a mano armada, y al hacerlo no se combate a éste o al otro Gobierno, se ataca a la justicia. Para cohonestar este ataque se dicen muchas cosas, y una de las más vociferadas es que se ponen trabas a la discusión en la tribuna, en las reuniones, en la prensa; que no hay, en fin, bastante libertad. ¡La libertad! Poca basta, cuando se sabe usar de ella, para conquistar la necesaria. En una época en que la de imprenta estaba muy mermada en España (había nada menos que previa censura), un escritor de talento, pero sin experiencia periodística, vio su primer artículo casi del todo mutilado por el lápiz rojo del censor; escribió otro artículo, que también sufrió algunas mutilaciones; el tercero pasó íntegro, como todos los que escribió después. «He tomado ya el aire al censor, decía el articulista, y ya sé el MODO de decir todo lo que necesito decir»; y lo dijo.
Tal vez se alegue que esto supone cierta habilidad que no tiene cualquiera: convendremos en ello; pero no se perdería mucho en que cualquiera no escribiese para el público. Hemos propuesto el caso más desfavorable, el de la previa censura, y no es, ya se comprenderá, que aboguemos por ella; es mala, muy mala, pero mucho menos poderosa de lo que se dice, y en la prensa periódica más veces se echa de menos imparcialidad y ciencia que libertad. Si se formara una colección de los artículos denunciados, se vería que, por regla general, muy general, no lo han sido por cosa que importe saber, sino por lo que, sin perjuicio ninguno de la causa que defienden, pudiera haberse callado o dicho de otro modo; las denuncias son casi siempre por el modo de decir.
Otra colección mucho más numerosa podría formarse con los artículos denunciables que no se han denunciado, menos por tolerancia de los fiscales, que por imposibilidad material e intelectual.
Con la libertad de la tribuna sucede lo mismo: buena educación, buena voluntad y buena inteligencia, y el diputado dirá todo lo que quiera y necesite decir para defender su causa. Al que en son de censura nos pregunte si pretendemos que todos los diputados tengan esas dotes, le responderemos que, si no las tienen, el mal que de esa carencia resulte no se remediará a balazos.
De las reuniones con un fin social o político puede decirse lo propio: si no están formadas por mayorías intolerantes, más dispuestas a pegar que a escuchar, o con minorías vocingleras que suplen las razones por interjecciones, se expondrá todo lo que sea necesario o conveniente decir, y testigo ridículo o impotente, el delegado de la autoridad estará allí sólo para probar que ella comprende tan poco en qué consiste su debilidad y su poder como los que la combaten por fuerza.
La libertad de comunicar y propagar las ideas aunque sea o parezca mermada por su esencial e inevitable poder de expansión, tarda poco en ser suficiente, si sabe utilizarla el pueblo que la posee; por eso los poderes tiránicos o despóticos, instintiva o razonadamente, la aborrecen y persiguen; desde el momento en que son discutidos, comprenden que serán arruinados; la libertad es, en su organismo, como el aire en la circulación de la sangre: por poco que sea, mata.
En un pueblo en que se pueden comunicar las ideas y propagarlas, gritan los rebeldes: ¡No somos bastante libres! —¿No? Pues es que no sabéis hacer uso de la libertad, porque, si supierais, ella os daría medio de aumentarla; y una de dos: o no sabéis aprovechar la que tenéis y es inútil daros más, o poseáis la suficiente y es inútil aumentarla; peor que inútil perjudicial, porque el instrumento que no se puede emplear para el bien, o se emplea para el mal, o, cuando menos, estorba. Las lentitudes, la dificultad para consolidarse y dilatar su esfera de acción, lejos de ser perjudiciales, son necesarias; el peso de las responsabilidades que impone no se levanta por los brazos escuálidos que tienen todavía las cicatrices de la cadena, y para esta gimnasia social, entre otras cosas, se necesita tiempo. Y el tiempo necesario, que no se suple con nada, que no se abrevia sino con inteligencia y virtudes, ¿con qué queréis suplirlo? ¿Traéis una legión sagrada de apóstoles y de pensadores con inteligencia y abnegación sin límites, que den al entendimiento luz, a la conciencia ejemplo, al corazón consuelo? No; traéis la fuerza, que puede llamarse, que es bruta, cuando se emplea, no como suprema razón, sino como suprema soberbia, o como suprema locura, porque de entrambos parece que hay bastante en el hecho de combatir a tiros lo que puede combatirse con razones. ¿No sabéis darlas, y erigís vuestra impotencia en derecho de combatir a mano armada? ¡Qué derecho! ¿No sabe el pueblo comprenderlas? Y ¿las verá más claras entre el humo de la pólvora e inoculadas a sablazos? ¡Qué aberración! Y cuando las ideas circulan con más o menos dificultad, pero circulan, ¿por qué, en vez de dejar que sigan su curso natural, rectificándose las erróneas, prevaleciendo las exactas, venís a dictar las vuestras, como si fuerais los infalibles intérpretes de la verdad? ¡Qué insolencia! Y ¿vais a buscar un bien problemático aceptando como premisa indispensable el mal de los medios violentos, vais a abrir la horrible sima de la lucha a mano armada, donde se sepultan tantas vidas y tantas honras, y cubrir la patria de luto, de lágrimas y de sangre, y tal vez de descrédito la causa que defendéis, por el modo de defenderla? ¡Qué responsabilidad y qué culpa!
Esta responsabilidad y esta culpa es mayor porque los poderes que hay medio de discutir, con un poco más o menos de libertad, pero que, en fin, discuten, no son de los intolerables, de aquellos que, atacando los derechos esenciales, aquellos derechos del hombre que pueden llamarse humanos, se hacen reos de lesa humanidad y autorizan la apelación a la fuerza de que tan inicuamente abusan.
Los poderes discutidos pueden dirigir, y a veces dirigen muy mal, la cosa pública, desacreditan, rebajan, empobrecen, arruinan el país; pero cuando esto hacen no es como opresores, sino como corruptores y corrompidos, representantes y explotadores de la corrupción y de la ignorancia general. ¿Qué vale contra ellas la rebeldía desmoralizadora de las luchas a mano armada? Quien por medio de la guerra quiere remediar males cuyo origen está en la inmoralidad y en la ignorancia, algo se parece al que pretendiera sanear una ciudad descubriendo las alcantarillas.