Concepción Arenal: El delito colectivo, capítulo 4
Autora: Concepción Arenal
Libro: El Delito Colectivo (1892)
Capítulo 4
El delito colectivo, además de un medio social apropiado, necesita, como hemos dicho, una idea, que es su origen, su impulso, pero no siempre su ley, lo cual consiste en que la colectividad que ha de realizarla es muy heterogénea.
Bajo el punto de vista intelectual, consta:
- De los que comprenden bien la idea;
- De los que sólo la comprenden en parte;
- De los que no la comprenden y van a defenderla por espíritu de imitación, o por imaginar que es la realidad de sus ilusiones;
- De los que no solamente desconocen la idea, sino que le dan una significación opuesta a la que tiene, y emplean una misma palabra para expresar cosas diferentes.
Bajo el punto de vista moral, las diferencias son aún mayores. En la colectividad delincuente suelen estar:
- Los que tienen fe en la idea y abnegación por la causa: los héroes, los apóstoles, los mártires;
- Los que tienen fe en la idea pero no abnegación por la causa, que les parece buena para que la defiendan otros;
- Los que, aceptando la idea como buena, la juzgan propia para ser explotada y procuran explotarla;
- Los que no se preocupan de la idea ni les importa la causa de que se dicen defensores, sino como medio de servir sus intereses o satisfacer sus malas pasiones;
- Los malvados que, en vez de la debilidad del aislamiento, quieren la fuerza de la asociación, y buscan en el partido medios de hacer mal que no tendrían solos o en cuadrilla;
- Los débiles que, sin ser malos, se ven arrastrados como en un torbellino, haciendo bien o mal con poco mérito y poca culpa suya, por ser materia que pesa o influye en lo recio del choque, pero que se mueve a impulso ajeno;
- Los malos, que la idea eleva, y el amor a la causa, si no purifica, modifica; de modo que son capaces por ella de acciones desinteresadas y hasta de sacrificios;
- Los buenos, que lo habían parecido y aun sido siempre, hasta que la fermentación colectiva despertó en ellos energías perturbadoras y malos instintos que hallaron con el poder medios de satisfacerse;
- Los desamparados material o moralmente; los aniquilados por la ignominia, que creen recobrar un momento su personalidad, agregándose a los que la tienen, gritando viva o muera, haciendo bien o haciendo mal.
¡Cómo no ha de haber voces desacordes, movimientos desarreglados, en colectividades tan heterogéneas, que comprenden con frecuencia, bajo el punto de vista intelectual, desde el hombre más inteligente hasta el más limitado, y en el moral desde la abnegación más heroica al egoísmo más vil!
A veces dan el mismo grito de combate turbas rapaces y soldados de esa legión sagrada que ha perecido en la cruz, en el campo de batalla, en el tormento, en el patíbulo, por salvar a sus semejantes del error y de la tiranía, por darles la verdad y la libertad, y el consuelo del amor y la paz de la justicia. En tierras remotas, y al través de los siglos, la causa que defienden es siempre la misma: el bien de sus semejantes, que quieren realizar de este o del otro modo, a costa del sosiego, de la vida, y hasta de lo que en su tiempo se tiene por honra. ¿Quién que sea capaz de nobles afectos, que sabe pensar y tiene derecho y medios de comunicar su pensamiento, no siente gratitud, entusiasmo y dolor por las desdichas, los beneficios y los méritos de los iniciadores de las grandes ideas y de las grandes cosas, que han sucumbido dejando en su tumba como eterno epitafio el testamento en que legaron a la humanidad su doctrina? Borremos con amor y veneración el odio y la calumnia de que fueron víctimas.
Hay delitos colectivos iniciados por ambiciosos vulgares que piensan más en el engrandecimiento de su persona que en el triunfo de su idea, y no choca que su miseria moral se comunique a sus secuaces; lo que, por el contrario, parece extraño, es ver, y se ve con frecuencia, llenos de abnegación a defensores de una causa personificada en un jefe lleno de egoísmo.
Contraste aun más doloroso es el de una obra emprendida por humanidad y defendida muchas veces por hombres inhumanos: esto se verifica en mayor o menor escala, según los tiempos y las circunstancias, cuando se recurre a la fuerza, cuando se emprende la guerra. ¿Por qué?
Porque a la voz del combate acuden los delincuentes comunes, que creen rehabilitarse defendiendo una causa que cubre con su bandera los atentados y los facilita y los deja impunes, y aun el día del triunfo los premia. ¿Quién no recuerda bandidos que la guerra hizo generales? Y lo peor del mal es su difícil, si no imposible, remedio. Durante nuestras largas y sangrientas luchas intestinas hemos oído a personas dignísimas considerar como el mayor sacrificio que hacían por su causa la necesidad de alternar con gente indigna, y lamentarse con palabras que a la distancia de tantos siglos recordaban las de Bruto al protestar contra la cooperación de los corrompidos amigos de Casio. Y este sacrificio, el mayor de todos, es necesario desde el momento que se recurre a la fuerza; no es posible, de hecho, rehusar el concurso de los que son o se creen fuertes y están resueltos. De estos resueltos los hay entusiastas que de buena fe arrostran el peligro por amor a la causa; pero podrán no ser muchos o no ser bastantes, porque se necesita una gran exaltación en la persona honrada, naturalmente pacífica y habituada a la quietud y al sosiego, para lanzarse a los azares de la guerra, que ofrece atractivos para el aventurero audaz que por naturaleza ama el peligro, y tiene la propensión o el hábito de hostilizar la ley. Tal vez miente amor a la causa; pero no hay que escrupulizar mucho, y si ofrece su brazo no se le puede negar un arma; de hecho no se puede, porque todas parecen pocas, y probablemente lo serán, para alcanzar el triunfo.
Los auxiliares con mucha fe y poco juicio, que tal vez acaban de perder, son otra causa de daño y descrédito para las revoluciones; además de los que el fanatismo religioso, social o político convierte en verdaderos monomaníacos que intentan avasallar con la idea fija que los avasalla, hay equilibrios mentales inestables que se rompen al ponerse en contacto con la atmósfera candente de las revoluciones, y que no dejan de influir en ellas, porque la exaltación que los extravía, lejos de desacreditarlos, les da prestigio entre las muchedumbres, predispuestas a contagiarse con el virus de su demencia; el que habla en razón a gentes groseras y fanatizadas, no puede competir con los que participan de su fanatismo, y en vez de pedir esfuerzos al discurso y sacrificios al egoísmo, los empujan por la suave pendiente de las pasiones halagadas; los insensatos no son muchas veces convertidos en ídolos, sino porque, al adorarlos, las multitudes se adoran a sí mismas en ellos.
La exaltación, que extravía cuando se arenga, se discute o se toman determinaciones, puede decirse que enloquece en el combate; entonces se multiplican unos por otros todos los elementos perturbadores de la razón y de la justicia, cuya voz ahoga la ira feroz, la venganza implacable; y el conocimiento del peor de los individuos de aquella colectividad no puede dar idea del mal que hacen todos juntos: el combate es una especie de epilepsia contagiosa con accesos homicidas.
Lo más grave y lo más triste es ver de cuánto mal son capaces los buenos, los que por tales se tenían y lo habían sido hasta que la lucha vino a desnaturalizarlos, como se dice, o, para hablar con más propiedad, a revelar su naturaleza. Esta terrible revelación no es obra de ningún principio, de ninguna idea; es consecuencia del combate, que despierta malos instintos dormidos y pone en el caso, y hasta en la necesidad a veces, de satisfacerlos; es resultado de la guerra, que ennoblece infamias, ensalza bajezas, disculpa o premia crueldades, da mando a muchos que necesitaban estar sujetos a estrecha obediencia, y poderes sin límites a los que la autoridad omnímoda trastorna, como esas bebidas que enloquecen. No se atribuyan, pues, a teorías ni a principios consecuencias que lo son de la guerra: cuando se prolonga, los beligerantes, aunque sostengan causas diferentes, las defienden de un modo idéntico o muy parecido, porque el combate es ilegislable. Muchos miles de hombres viven y mueren buenos porque una circunstancia exterior no vivificó los gérmenes de su maldad; la guerra es una terrible fecundadora de estos gérmenes, y nadie que la estudie o la haya visto de cerca puede dudarlo; los rebeldes y los que defienden la ley menosprecian la justicia, prescinden o se burlan de la humanidad, y si una idea, una causa hizo delincuentes colectivos, la lucha prolongada hace reos de delito común, y a veces grandes malvados.
La fuerza armada que se subleva, es para las revoluciones otro elemento moralmente perturbador; porque si bien puede haber, y hay en ella, personas de abnegación identificadas con la causa que defienden, suele haber muchas cuyo único móvil es el cálculo, y está la masa inconsciente, que pasa con facilidad de soldadesca engañada a soldadesca desenfrenada; a la posibilidad y aun a la facilidad de este engaño contribuye el que los ejércitos se recluten en la ínfima clase del pueblo; siendo el servicio militar obligatorio, irredimible por dinero, en cada compañía hay algunos soldados que discurren, lo cual destruye la omnipotencia del sargento, que no puede sacarlos al campo o a la calle sin que sepan a qué van; donde la opinión pública es fuerte, basta a enfrenarlos; pero donde no, es un elemento de desorden el que las clases más ilustradas y con mayores hábitos de independencia no formen parte del ejército sino como oficiales.
Para hacer más heterogéneos los elementos de las rebeliones y de las revoluciones existe uno que no prepondera, pero que debe mencionarse. Cuando no hay lucha material, o es breve, o se toma poca o ninguna parte en ella, la idea tiene a veces un poder moralizador, purificador podría decirse, porque gente grosera se espiritualiza, y gente egoísta hace sacrificios por la causa que llama y hace suya; al identificarse con ella prescinde algo, a veces mucho, del bien propio para ocuparse del ajeno; y aunque la pasión no sea extraña a estos sacrificios, siempre levantan el ánimo del que los hace. En el DEBE de las revoluciones, es justicia consignar este HABER.
Como decíamos, ¿no es inevitable que los delincuentes colectivos sean mal juzgados por jueces que son parte, y reos que forman el conjunto más heterogéneo, desde el pensador al fanático, desde el circunspecto al insensato, desde el que se mejora al que se deprava, desde el santo más sublime hasta el criminal más empedernido? Los partidarios prescinden de los vicios, los adversarios de las virtudes, y los tribunales condenan o absuelven más bien que juzgan; la posteridad, y acaso remota, es la única que tal vez puede fallar en justicia.
Hemos dicho que los desmanes y las crueldades en las luchas, más que resultado de esta o de la otra idea, son consecuencia de la guerra, y cuando ésta se prolonga, amigos y enemigos de la libertad o de la religión se conducen con frecuencia como impíos y tiranos; conviene repetirlo, porque ciertas clases, además del monopolio del poder, parecen dispuestas a atribuirse el de las virtudes.
En los delitos colectivos, cuando las muchedumbres se desbordan y cometen grandes excesos y crueldades, los elementos que más contribuyen a ellos no existirían sin el egoísmo y la ignorancia y la miseria moral de los ricos, ¿De qué se compone esa hez que aúlla y se ensangrienta muchas veces en los tumultos populares?
- De insensatos que habían dado ya muchas pruebas de serlo, y en una sociedad bien organizada estarían recluídos;
- De delincuentes que acabó de corromper la prisión, o al salir de ella no han hallado una mano que los sostenga en el buen propósito de vivir trabajando, y, rechazados de la sociedad honrada, viven inevitablemente en estado de guerra con ella;
- De vagos que no lo serían si hubiese verdadera idea de orden que los obligara a trabajar;
- De semisalvajes embrutecidos en la ignorancia y en los sufrimientos, a quienes el espectáculo de ajenos goces provoca, irrita, desespera;
- De niños corrompidos antes de que puedan ser viciosos, que no han recibido más que malos ejemplos y malos tratamientos; de niños que parece que nunca se han reído o que tienen risa de calavera;
- De prostitutas autorizadas y protegidas por los Gobiernos, seducidas y pagadas primero por los ricos, y abandonadas después a los miserables, como esos ramos de flores que perfuman los salones y luego van a parar al arroyo.
A esto se llama desdeñosa y equivocadamente “el pueblo”. No; esto no es el pueblo, esto es la secreción purulenta del egoísmo y de la ignorancia de las clases acomodadas.
Y aun con tales elementos, los delitos colectivos no llegan nunca a los horrores de las iniquidades legales, nunca. ¡Qué decimos los delincuentes colectivos! Ni aun los comunes más feroces han torturado a sus víctimas como las atormentaban jueces, sacerdotes y verdugos en nombre de la ley. Estremece, horroriza, espanta, no hay palabras para expresar lo que se siente al leer la descripción, que no hay fuerzas para concluir, de uno de los infinitos tormentos legales; al lado de ellos no parecen crueles las ejecuciones en masa y los asesinatos de fugitivos y heridos en el campo de batalla.
En los tumultos populares, el ruido es más que el estrago; las iniquidades legales se consuman en silencio, con orden material; se asesina en tres tiempos a la voz de mando, y se tortura conforme a reglas minuciosas escritas en un libro o, cuando no había libros, conservadas fielmente en la memoria.
Se habla de los contrastes entre las doctrinas y las acciones de los demagogos. Y ¿qué mayor contraste que sacerdotes, jueces y verdugos, descoyuntando los huesos y desgarrando las carnes de una débil mujer que no es culpable, y todo esto delante de un crucifijo o invocando el nombre de aquel Jesús divino que también fue torturado e inmolado legalmente?
Y por abreviar, no hablemos de las guerras declaradas y sostenidas por los poderes legales, que han inmolado millones de hombres; de las guerras con sus incendios, sus devastaciones, sus crímenes, sus ignominias y sus héroes. ¡Sus héroes! ¡No es fácil hallar rebeldes más siniestros, ni más viles, que Napoleón en Jaffa y Nelson en Nápoles!
Leé el siguiente capítulo de este ensayo:
Cripto, Creators y Charlatanes
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