Canciones y contradicciones católicas
El rol de la Iglesia y la Filosofía es decirte: tranquilo, todo está bien, vos guiate por estos principios. Junto con la ciencia, parten del mismo lugar. El problema está cuando se vuelven dogmáticas y absolutistas, que si no creés ciegamente, como en John Wick y en la Iglesia, estás excomunicado.
Conectorium cumple hoy, cinco de mayo, tres años. En conmemoración, preparo una edición de tres partes/ensayos sobre nuestras contradicciones como humanos, apoyadas en contenido que hemos estado leyendo y que leeremos este mes.
La primera parte es sobre nuestras contradicciones como católicos. A veces pienso —o digo— que ya no soy católico porque “ya no creo en la Iglesia”. Eso implica que antes creía. Pasa que nací y me crié en una sociedad católica, y uno no puede huir muy lejos de sus raíces. Otras veces, más recientes, creo que lo católico va más allá de la Iglesia, que es un estilo de vida, una cultura; y es una en la que me siento en casa. Piense lo que yo piense, inconscientemente, me sigo guiando por su marco moral. Y sobre él escribo.
Creo que si existe una crisis moral en el mundo, se debe al desapego de las religiones. Creo que el desapego está justificado por cosas como las que escribo a continuación, pero nos pasó lo que le pasa a todos los que huyen de su hogar: la sensación de estar perdidos. ¿Dónde vamos? ¿Dónde nos refugiamos? Huimos hacia las ideologías (sobre ellas escribo en la segunda parte), pero a veces el remedio es peor que la enfermedad. Ahora —el tiempo pone las cosas en su lugar— ya no reniego de las religiones institucionalizadas sino que entiendo su necesidad. Ya no creo —ingenuamente— que su fin esté cerca; al contrario, creo que el mundo necesita una o varias nuevas religiones o filosofías de forma urgente, porque no es buena una ciudad (espiritual) donde abundan los homeless: el riesgo que conlleva la anarquía es el surgimiento de la tiranía.
Tercer aniversario de Conectorium
Parte 1: Canciones y contradicciones católicas
“Para los fieles de la Iglesia romana, los deberes del hombre en sociedad son irreconciliables con la ley de salvación; fuera de la vida monástica, su código es un laberinto de contradicciones e incoherencias”. No son palabras mías, parafraseo a George Sand, en 1855. Desde el siglo 15, todo católico pensante ha cuestionado sus creencias en algún momento, y el actuar de su Iglesia, que siempre intentó suprimir las dudas infundiendo culpa, miedo, y autoritarismo. «Tenés que tener fe» ha sido un argumento incontestable. «¿Por qué?» «Porque yo lo digo, y sino sos un hereje y estás excomulgado».
No obstante, la Iglesia católica, que como toda religión institucionalizada y como toda obra humana está plagada de contradicciones y pecados, ha sabido ser hogar y consuelo de cientos de millones, brindando tierra firme a quienes ya no quieren navegar por el mar de la incertidumbre. Ante las crisis existenciales, que provocan en todos y cada uno las mismas interrogantes, una religión es un abrazo protector y tranquilizador. Es un framework, un código firme y estable a través del tiempo, que proporciona firmeza y estabilidad. Lograr esto, durante siglos, es una tarea monumental. Necesitás instrumentos —la palabra divina, iglesias y ritos— que provoquen misma sensación: «en esta obra magnífica de la Creación vos sos diminuto, el peso de la existencia no recae sobre tus hombros», y al mismo tiempo «no sos insignificante porque sos mi creación, mi hijo». “Sentirse grande por dentro, y pequeño en el infinito”, como canta Torkuatos. La calma es inmediata, como la ligereza que provee una buena confesión.
Esa sensación de sobrecogimiento abrumador se siente con toda su fuerza en la Basílica de San Pedro. La cantidad de emociones que se experimentan en su interior son casi indescriptibles, y esto sucede by design. El arte abunda y es perfecto, el edificio es majestuoso y te hace sentir chiquito, el miedo deja de hacerte ruido y el vacío interno se llena de una presencia inenarrablemente reconfortante. “Yo soy el que soy” se escucha por todas partes, y lo que era ambiguo resulta claro y obvio. Todo es mágico y celestial. Pero a la vez es tanta la opulencia, que uno no puede evitar sentirse contrariado al recordar tantos sermones sobre la pobreza y la humildad, y al encontrar cada ciertos metros alcancías que piden limosna y donaciones. Y es que mantener y administrar un hogar para tanta gente no es barato; esa es la vida real, que vuelve a apoderarse de tu espíritu al salir; “crawling in your skin”, poco a poco, como canta Linkin Park.
Ya hace un año reflexioné sobre esta experiencia en el Vaticano para el segundo aniversario de Conectorium (también junto a George Sand). Y ahora, en el tercer festejo desde esa salida a la luz el 5.5.2020, me veo todavía atacado por los mismos temas: las ganas de aprender, la angustia existencial y las contradicciones. Al final —o al principio—, este espacio surgió como surgen todos los espacios de lectura y filosofía: para batallar o acallar los monstruos internos. En el camino uno se da cuenta que los comparte con todo el mundo, y que la batalla no se puede ganar definitivamente; con ellos sólo existe la tregua.
Pero saber que uno no está solo trae sosiego; ése es el poder del sentido de pertenencia y el de la tribu. Este fue el papel durante siglos de la Iglesia y la Filosofía; decirte: «tranquilo, todo está bien, vos guiate por estos principios, los de esta comunidad». Filosofía, religión y ciencia parten del mismo lugar: la necesidad de encontrar sentido, de «saber quiénes somos» y nuestro lugar o rol en el Universo, y cuál es la mejor forma de movernos en Él. El problema está cuando la tribu se vuelve dogmática y absolutista, demandando fe ciega. “Por lo tanto, para cualquiera que piense, su fe se tambalea”, como escribió Sand, “porque mucha sabiduría trae mucha frustración, de modo que el que aumenta su conocimiento aumenta su dolor”, como escribió Salomón hace tres mil años. Y aquí empieza el viaje espiritual hacia idearios más liberales o que sientan más lógicos y coherentes, y nacen las ideologías y los idealismos, que luego también pecan con el mismo orgullo y la misma soberbia: «lo que nosotros decimos es la verdad, y si no estás de acuerdo y no hacés lo que decimos sos enemigo» — como en John Wick y en la Iglesia Católica: estás excomunicado. Cometen el mismo error del “ciego absolutismo del papado”, que “se declaró infalible en la interpretación de las palabras de Cristo”, y con ello “lo mataron”, porque se dieron a ellos mismos el rol de divinidad. Si te creés dueño de la verdad, entonces te creés Dios — o uno de ellos. Así, los idealismos se convierten en nuevas doctrinas y credos. Tanto huimos los millenials de las religiones, para terminar siendo presas de narrativas... “No hay nada nuevo bajo el sol”.
Y a falta de certezas, abrazos protectores, espacios físicos que brindan paz, clérigos confesores, y palabras divinas, acabamos el último par de generaciones con epidemias de depresiones, ataques de ansiedad, pánico y otros desórdenes mentales, que intentamos resolver con pastillas, drogas, psicólogos, psiquiatras, retiros, chamanes, gurús de todo tipo y espacios virtuales. Y nuestro refugio se mudó a los diferentes ismos, y el mundo se volvió políticamente polarizado, y en vez de tender puentes e istmos entre continentes, nos refugiamos en islas.
Pero ni la polarización ni la angustia son cosa nueva; si de esta última nacen la ciencia, las artes, las religiones, la filosofía. Toda generación tiene sus dudas y sus remedios. Salomón, otra vez: “lo que ha sido es lo que será”; en palabras de Marco Aurelio: “quien ha visto el presente, todo lo ha visto; todas las cosas, tal como ahora se producen, también antes se produjeron”; la Historia presenta siempre la misma obra sólo que con otros actores. Los monstruos internos los llevamos desde siempre, llevamos siglos como contradicciones andantes, llevamos milenios persiguiendo viento.
Durante un par de siglos, como cuentan George Sand y Teresa de la Parra, una respuesta para el “alma turbada y confusa” era la jesuita: la “nueva Iglesia dentro de la Iglesia, tolerante y tolerada, la última piedra angular de la fe cristiana”. La orden que conocía que estábamos llenos de dudas y que no buscaba aplacarlas con absolutismo sino con relativismo: “andá como podás y según tus fuerzas, la verdad se adapta a cada circunstancia y a cada creyente”. Pero la Societas Iesu es también una institución humana, y hasta su Papa cometerá los mismos pecados...
Advierto que los párrafos que vienen son crudos y contradictorios, pero necesarios; creo que cuentan la base para un cisma católico este siglo 21.
De entre los escándalos de la Iglesia —que han habido cientos—, no conozco uno peor. Hace un milenio la división fue entre católicos y ortodoxos, hace quinientos años entre católicos y protestantes; pero sus motivos fueron más culturales que morales, diferentes a lo de hoy. Ya todos sabemos de lo que estoy hablando, y poco tiene que ver con los escándalos financieros y de corrupción, que son perdonados rápidamente por los fieles. No; estoy hablando de los escándalos de abuso sexual de menores.
El (ex) Papa Benedicto XVI recibió informes que quebraron su fe, pero decidió proteger el branding de su Iglesia. Antes los había recibido Juan Pablo II, que también pecó por omisión. ¿Qué va a hacer Jorge Bergoglio, que tomó el nombre de San Francisco como símbolo de reconstrucción de la Iglesia? ¿También nada? ¿También encubrimiento? El mundo está cansado que la Iglesia Católica intente esconder a sus delincuentes, de que no entregue a sus lobos disfrazados de pastores a la justicia, de que chantajee víctimas, de que pague por silencios, de la protección de pederastas; y, peor que eso, de que, a sabiendas de lo que hacen, no sólo no los entreguen, sino que ni siquiera los retiren, que apenas los muden de lugar. No creo que realmente piensen que la confesión de los pecados sea suficiente; semejante ingenuidad es inconcebible, quizá imperdonable.
Luego de varios días de hablar y escribir sobre los jesuitas en este espacio, de decir que, como los de ninguna otra orden, sus sacerdotes supieron ser guías espirituales y entender que somos contradicciones andantes, al mismo tiempo salta a la luz el caso de uno de sus curas en Bolivia, pederasta, que abusó de por lo menos 85 niños. Si la noticia sobre un sólo niño se siente como un golpe seco en el pecho, cien se sienten como puñaladas.
Es famosa la frase de Stalin: “una muerte es una tragedia, un millón de muertes solo es estadística”; pero para la posteridad y para no olvidar, cito sólo algunos de los casos más conocidos y reportados de una ola de informes que se inició recién desde 1940; sólo Dios sabrá cuántos casos hubo en realidad.
600 niños sólo en Maryland; casi 5.000 en Portugal y también en Australia; 12.000 en Canadá, 14.000 en Irlanda y también en los Países Bajos; casi 20.000 en los Estados Unidos. En Argentina: 3.000; Alemania: 4.000 (cerca de quinientos en un coro que dirigió algún tiempo el hermano de Benedicto). En Francia: 330.000 niños —sí, escribí bien la cifra— en los últimos 70 años. En España, desde que una comisión del diario El País comenzó una investigación activa sobre el tema en 2018, ya van reportando casi 2.000 casos, donde 44 acusados ya habían sido señalados anteriormente — pasa que a muchos acusados la Iglesia en vez de entregarlos a la justicia, simplemente los muda de lugar, donde siguen haciendo lo mismo. Y es precisamente en este periódico donde el investigador dedicado al tema, Julio Núñez, desvela el accionar del jesuita en Bolivia, cuyo nombre me rehuso a repetir aquí. Un cura que, además, se dio el lujo de dejar a un diario con casi cuatrocientas páginas donde contó a detalle lo sucedido. El «pobrecito» dice que no sabía cómo dejar de pecar. Reverendo, pero «reverendo hijo de puta», como dicen en Argentina. “Pardon me while I burst into flames”, como canta Incubus, pero “I've had enough of these people's mindless games”. El tipo se murió sin pagar sus cuentas, dejándole el diario digital a su novio, que sabía lo que hacía, como lo sabían sus superiores, y los superiores de éstos, y varios otros colegas... por décadas. Y no hicieron nada para apartarlo de la presencia de niños a su alrededor. Y lo encubrieron, y taparon las denuncias.
Después de él, se destaparon un par de casos más de sacerdotes de la misma orden, y el colega que escuchó a las víctimas y que decidió denunciarlos frente a su superior en Bolivia, se enteró de que ya sabían todo, y al poquito tiempo lo expulsaron de la Compañía de Jesús.
¿No te indigna? ¿No te enfurece? El insulto se queda muy corto para tipos que abusaron de hasta cientos de pequeños, para violadores de niños. ¿Tenemos acaso que esperar que pague sus cuentas en otra vida? ¿Tenemos que creer en la fábula de Platón de que existen el cielo y el infierno para encontrar así consuelo a la crueldad de la Naturaleza, y la desilusión que se siente cuando toca aceptar que no existe tal cosa como la justicia?
Para una religión con cerca de 1.300 millones de fieles vivos (¿cuántos activos?), siendo simplistas, que el 0,1% de ellos hayan sido víctimas de abuso siendo menores de edad es inconcebible (1 de cada mil fieles). Si mantenemos que el porcentaje de la población mundial de menores de 14 años es el 25%, estamos hablando de 1 de cada 250 niños católicos... Y no todos tienen alguna educación a manos de clérigos, sino la minoría. El dato es escalofriante.
Entiendo que no es lo mismo comparar 1,3 millones de personas a lo largo de 80 años con 1.300 millones de personas vivas hoy, que desde 1940 hasta hoy la población casi que se ha triplicado, que el porcentaje de menores de 14 años no es el mismo a través del tiempo, que muchos de los implicados ya están muertos; pero (y por eso mismo) no podemos saber el total de casos, ni el total de fieles y clérigos en cada época, ni sabemos hoy por hoy cuántos de los católicos son practicantes. Soy simplista en mis cálculos por eso, sólo para tirar un dato del que no importa su exactitud —que puede ser un tercio quizás el doble—, sino los escalofríos que provoca sin importar cuánto varíe.
Y todavía hay más. En el mundo son como 460.000 los clérigos; y sólo en España tres mil son acusados de estos delitos; en Estados Unidos son cerca de siete mil; en Australia dos mil, como en Alemania; en Portugal, Argentina, Bolivia, Polonia e Italia se cuentan por cientos. Y así podemos seguir país por país, y cavando e indagando vamos a terminar encontrando que cerca del 8% de los sacerdotes católicos son abusadores de niños. O sea, en una cena donde hayan trece, uno será traidor. Y habrá traicionado decenas de veces, y no se habrá colgado de un árbol como muestra de su angustia o arrepentimiento.
En estos momentos es cuando uno agradece que las mujeres no tengan más espacio en la Iglesia católica, porque si hubieran más niñas dentro del sistema, no quiero ni imaginar lo que podría suceder. Porque todavía hay más: en iglesias y conventos con lugares “de acogida” para madres solteras, se han descubierto fosas de fetos y niños recién nacidos, hijos de relaciones entre curas y monjas —¿cuántas sin consenso?— y frutos de las madres recibidas. Es en estos momentos cuando uno entiende por qué Sinead O'Connor rompió una foto del Papa mientras cantaba War de Bob Marley, cambiando un poco la letra: “until the ignoble and unhappy regime which holds all of us through child abuse... everywhere is war”. Y esto fue en 1992, ya pasaron tres décadas y todavía no hay solución a la vista.
Es una contradicción llegar a agradecer que la religión cristiana sea sexista; que la religión del amor y del perdón, de la devoción a la Madre María, no abrace a las madres solteras o divorciadas; que no permita el voto ni la voz de las mujeres. La Iglesia, que se divorció varias veces, no permite que lo hagan sus fieles. La Iglesia del Maestro que enseñó a poner la otra mejilla, peca de orgullo. Critica la riqueza y pide votos de pobreza, mientras se sienta en un trono de oro, y transa con la mafia y los corruptos. Condena la herejía, pero encubre con su manto a los peores. Su mensaje es el amor al prójimo, excepto si piensa diferente, porque esos, y sobre todo esas, acaban en la hoguera. No permite el matrimonio entre sus sacerdotes, y peor que tengan hijos, pero obliga a sus seguidores a recibir de ellos cursillos, consejos y peroratas sobre matrimonio y paternidad. Exige celibato y castidad, y condena la pederastia y la homosexualidad, excepto si pasa dentro del claustro. Pide obediencia, pero no obedece ni sus propias leyes. Condena el aborto, excepto si se practica dentro de su jurisdicción. “Se ve obligada a mentirse a sí misma y a permitir a cada uno lo que prohíbe a todos”. Pero el problema no son las contradicciones, porque todos queremos normas para regirnos y habrá quienes las trasgredan; el problema está en creerse dueños de la verdad, en no admitir que fallan y que los tiempos cambian, en creerse eternos y divinos.
“Dejad que los niños vengan a mí”, dijo el Maestro, ¿y qué hicieron con estas palabras? ¿Cómo conciliar la fe en esta institución con la protección de abusadores? ¿Hay perdón para la religión del perdón? ¿Nos queda amor para la religión del amor? Madre Iglesia, en esta etapa de la historia tan necesaria, «¿por qué nos has abandonado?» Los que fuimos criados y bautizados católicos no nos queremos ir de nuestra casa, pero nos empujás. “Our lives are changing lanes, you ran me off the road”, como canta The Strokes.
De las contradicciones que ha creado Dios, el remanso de las religiones institucionalizadas es una de las más grandes.
Pero que nadie dude de su necesidad: ¿cuántas almas vagarían por el mundo, perdidas, si no fuera por ellas? Como todos los dudantes, yo también llegué a pensar que eran innecesarias, y también —ingenuamente— que tenían los días contados. Ahora entiendo lo contrario: siempre han habido religiones o filosofías, todas las sociedades y culturas las han tenido, y siempre las van a haber. Son necesarias. El humano no puede moverse sin bastones, sin apoyo, sin explicaciones; por muy ilógicas o metafísicas que sean, no importa, lo que se busca es seguridad, heurísticas, reglas sencillas que permitan saber lo que «está bien» y lo que «está mal», diferenciar lo propio de lo extraño en un santiamén. La regla de oro universal, con una cultura, ritos y un sentido común que la envuelva. Los humanos necesitan algo más grande que ellos y que los una, de lo contrario corremos el riesgo de vivir en un caos anárquico de ideologías, riesgo que corremos hoy y que da pie a que surjan charlatanes, manipuladores, locos y todo tipo de contradicciones que atenten contra nosotros mismos, cosa que, por la naturaleza humana que busca un orden y tranquilidad para moverse, hace que surjan tiranías.
Por eso creo que hay espacio para un cisma católico o para el surgimiento de una nueva religión, o una nueva reforma dentro de la Iglesia, o un par de nuevas filosofías. Creo que la humanidad las necesita, y urgente. Y los fieles católicos necesitan un escape, una catarsis, una resurrección. Cuando alguien se conduce constantemente de forma errática, pensamos inicialmente que está perdido, zafado, y nos alejamos de él; pero en el fondo lo que pide a gritos es ayuda, alguien que le vuelva a marcar el paso y el camino. Y creo que ahora mismo no sólo la Iglesia romana se está comportando así, sino también el mundo. Si la Historia repite el teatro, en este o en el siguiente acto deberíamos tener un quiebre y algunos nos volverán a decir: «tranquilo, todo pasa, todo va a estar bien, esta es tu casa».
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