Borges: La Memoria de Shakespeare

Al cabo de los años, un hombre puede simular muchas cosas pero no la felicidad / Descubrí, como otras tantas veces, que era un cobarde / Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por mi razón. Mis amigos venían a visitarme; me asombró que no percibieran que estaba en el infierno

Borges: La Memoria de Shakespeare
Contexto Condensado

El tiempo circular, en la primera de las corrientes que historió Borges, demanda volver al inicio para cerrar y volver a empezar; así que retornamos a él. La tercera de las corrientes, “la menos pavorosa y melodramática, pero también la única imaginable”, demanda “la concepción de ciclos similares, no idénticos” — o sea, que la historia se plagie a sí misma.

Si mezclamos el tiempo circular donde todo se repite tal cual como sucedió antes con la ley de causa y efecto, una cosa lleva a otra, que lleva a otra, que lleva a otra, que al final lleva a la cosa inicial de nuevo — lo que significa que esta cosa es una causa de sí misma, y estamos en un círculo que no se puede romper. La serie alemana Dark, difundida por Netflix, nos rompió la cabeza jugando con este concepto.

La primera temporada de la serie abre con una cita de Einstein: “La distinción entre pasado, presente y futuro es sólo una ilusión obstinadamente persistente”. Einstein no creía en el libre albedrío, y para ilustrar esto parafraseó a Schopenhauer: “El hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere”. Esta cita abre Déjà vu, el primer capítulo de la tercera y última temporada de Dark (una cosa lleva a la otra), y el sentido de la cita se entiende mejor en su alemán original: “Der Mensch kann zwar tun, was er will, aber er kann nicht wollen, was er will”. La retraduzco con menos juego de palabras, pero más juego de cintura: “El hombre puede hacer lo que quiere, pero no tiene voluntad sobre lo que quiere”. No tenemos la capacidad de decidir qué es lo que queremos hacer y qué es lo que nos gusta, eso simplemente se nos impone.

Pero lo que nos gusta y lo que queremos depende de lo que vivimos, o sea, de nuestra memoria. La memoria, eso sí, tiene sus trucos, que son para nosotros indescifrables. Estos trucos nos construyen narrativas, cuentos que nos contamos a nosotros mismos para que la existencia tenga sentido. Así vamos buscando y creando explicaciones hasta que llegamos a «conclusiones». Muchas veces, mirando en retrospectiva la sucesión de eventos, nos decimos: «esto pasó porque antes pasó tal cosa» — los puntos se conectan en el futuro, como dijo Steve Jobs. Otras veces, en arranques de clarividencia, nos inventamos o podemos atisbar nuestro destino; decimos, con absoluta seguridad: «esto pasa para que pase tal cosa, es mi designio». Planchamos el tiempo circular y lo volvemos una línea recta con un principio y un fin; pero viéndolo desde afuera, si lo que sucede es un designio y todo lo que pasó antes pasó para que pase lo que pasa ahora con cada uno de nosotros, entonces no hay pasado, no hay presente y no hay futuro, todo está predeterminado, como recitó Einstein. Borges juega con esta idea en uno de sus cuentos más famosos, El Aleph. (Yo a este tema regreso siempre, obligado quizá por el eterno retorno, quizá por destino, quizá por la memoria: fue una de las últimas charlas que tuve con mi abuela.)

Uno de los mejores guiños del destino, y uno de los mejores atisbos literarios del destino, es el del libro La Memoria de Shakespeare, el último libro de cuentos que publicó Borges. Reúne cuatro short stories publicados entre 1977 y 1983, y lleva el nombre del último de ellos según el orden del libro, el último de sus cuentos cuando se leen sus obras completas. Abre su historia diciendo, profética y poéticamente: “Shakespeare ha sido mi destino”. Al final, así lo fue.

Como a Shakespeare —lo vimos junto a Robert Greene en la lectura anterior—, a Borges lo acusaron de plagio. También de ser un apologista del plagio; como ejemplo de esto se suele citar una frase que escribió en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: “No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo”. (Cada aniversario de Conectorium —este 5/5 cumplió 4 años—, volvemos a esta idea.) Quizás más que plagio tenemos que hablar de literatura intertextual. Y ahora plagio aquí un conocimiento que me llegó en una conversación reciente, de la que olvidé las palabras exactas: que Borges leyó un cuento cuando era niño, olvidó que lo había leído, y de repente lo escribió de nuevo siendo grande. El cuento en cuestión se llama El Otro — y no es el único en el que se ve la influencia Giovanni Papini (este conocimiento también lo plagio).

En algún momento Borges dirigió una “colección de lecturas fantásticas” que llevaba el nombre de uno de sus textos: La Biblioteca de Babel. Presentó 33 títulos, prologados cada uno por él mismo. En el prólogo de El espejo que huye, obra de Papini, escribe:

“No sin justificada timidez un mero argentino, un vástago remoto de Roma, se atreve a prologar un libro de Gian Falco —bajo ese nombre lo conocí— para lectores italianos. Yo tendría once o doce años cuando leí, en un barrio suburbano de Buenos Aires, Lo trágico cotidiano y El piloto ciego, en una mala traducción española. A esa edad se goza con la lectura, se goza y no se juzga. Stevenson y Salgari, Eduardo Gutiérrez y Las mil y una noches son formas de felicidad, no objetos de juicio. No se piensa siquiera en comparar; nos basta con el goce. Leí a Papini y lo olvidé. Sin sospecharlo, obré del modo más sagaz; el olvido bien puede ser una forma profunda de la memoria. Sea lo que fuere, quiero referir una experiencia personal. Ahora, al releer aquellas páginas tan remotas, descubro en ellas, agradecido y atónito, fábulas que he creído inventar y que he reelaborado a mi modo en otros puntos del espacio y del tiempo. Más importante aún ha sido descubrir el idéntico ambiente de mis ficciones”.

Así como a Soergel se le incrustó la memoria de Shakespeare, a Borges se le incrustó la de Papini.

En La Memoria de Shakespeare, además de homenajear al Bardo de Avon, de hablar sobre el poder de la memoria sobre nuestra narrativa e identidad y de tocar el peso de la memoria como en Funes el Memorioso (el tema del olvido lo perseguía), Borges usa estas cosas como pretextos para hablar de lo susodicho: las traducciones (Montaigne por John Florio, Plutarco por Thomas North), el plagio en el mundo académico (“no recordé que Samuel Butler, en 1899, ya había formulado esa tesis”), el tiempo y el espacio como cosa circunstancial (“no diré el lugar, ni la fecha; sé harto bien que tales precisiones son, en realidad, vaguedades”), y la literatura intertextual (esto lo decimos circularmente cada vez que volvemos a Borges). Como dijo Sabato: “A Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato policial y de pronto se encuentra con Dios o con el falso Basílides”. Sabato también se preguntó: “La influencia que Borges ha ido teniendo sobre Borges parece insuperable. ¿Estará destinado, de ahora en adelante, a plagiarse a sí mismo?” Tatiana Bubnova escribe: “¿Está el texto borgeano vertido sobre sí mismo? Todo es relación entre textos: intertextualidad, diálogo entre textos”. Que las mismas ideas retornen siempre a su cabeza es, para el escritor, un regalo; para el curioso, recordar o inventar dos o más veces lo mismo es un atisbo hacia los oscuros mecanismos de la memoria.

Dijo Borges sobre La Memoria de Shakespeare, en una entrevista con Reina Roffé:

“hay gente que dice que el mejor cuento mío, o quizás el único, es Funes, el memorioso, que es un lindo relato que nació de una larga experiencia del insomnio. Yo vivía en el hotel de Adrogué, que ha sido demolido, trataba de dormir y me imaginaba ese vasto hotel, sus muchos patios, las muchas ventanas, los distintos pisos, y no podía dormir. Entonces surgió el cuento: un hombre abrumado por una memoria infinita. Ese hombre no puede olvidar nada y cada día le deja literalmente miles de imágenes; él no puede librarse de ellas y muere muy joven abrumado por su memoria infinita. Es el mismo argumento de otros cuentos míos; yo presento cosas que parecen regalos, que parecen dones, y luego se descubre que son terribles. Por ejemplo, un objeto inolvidable en El Zahir; la enciclopedia de un mundo fantástico en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius; en El Aleph hay un punto donde se concentran todos los puntos del espacio cósmico. Esas cosas resultan terribles. Y he escrito un cuento, La memoria de Shakespeare, que me fue dado por un sueño. Estaba en Europa, nos contábamos sueños María Kodama y yo. Ella me preguntó qué había soñado. Yo le dije: un sueño muy confuso del cual recuerdo una frase. La frase era en inglés: «I sell you Shakespeare's memory». Después pensé que lo de vender estaba mal; ese trabajo comercial me desagradó, entonces pensé en una persona que le da a otra la memoria de Shakespeare o la que él tuvo unos días antes de morir. Ese cuento está hecho para ser un cuento terrible, un hombre que está abrumado por la memoria de Shakespeare, que casi enloquece y no puede comunicárselo a nadie porque Shakespeare lo ha comunicado mejor en su obra escrita, en las tragedias, en los dramas históricos, en las comedias y en los sonetos.”

En otro diálogo, preguntado por su ceguera por Roberto Alifano, declaró: “Todo lo que nos ocurre, incluso las humillaciones, las desventuras, los bochornos, todo nos es dado como material, o como arcilla, para que modelemos nuestro arte”. Esta idea se ve plagiada en este cuento que se publicó el 15 de mayo de 1980 en el diario Clarín. Quizás una buena forma de describirlo es una frase de Nietzsche, el “más patético inventor o divulgador” de la segunda corriente del tiempo circular, una cita que abre el primer capítulo de la segunda temporada de Dark: “Y cuando mirás mucho tiempo dentro del abismo, el abismo también mira dentro tuyo”. El capítulo se llama Principios y finales. All's well that ends well.
Autor: Jorge Luis Borges (1899-1986)

Cuento: La memoria de Shakespeare

Publicado en 1980, en español

Hay devotos de Goethe, de las Eddas y del tardío cantar de los Nibelungos; Shakespeare ha sido mi destino. Lo es aún, pero de una manera que nadie pudo haber presentido, salvo un solo hombre, Daniel Thorpe, que acaba de morir en Pretoria. Hay otro cuya cara no he visto nunca.

Soy Hermann Soergel. El curioso lector ha hojeado quizá mi Cronología de Shakespeare, que alguna vez creí necesaria para la buena inteligencia del texto y que fue traducida a varios idiomas, incluso el castellano. No es imposible que recuerde asimismo una prolongada polémica sobre cierta enmienda que Theobald intercaló en su edición crítica de 1734 y que desde esa fecha es parte indiscutida del canon. Hoy me sorprende el tono incivil de aquellas casi ajenas páginas. Hacia 1914 redacté, y no di a la imprenta, un estudio sobre las palabras compuestas que el helenista y dramaturgo George Chapman forjó para sus versiones homéricas y que retrotraen el inglés, sin que él pudiera sospecharlo, a su origen (Urprung) anglosajón. No pensé nunca que su voz, que he olvidado ahora, me sería familiar... Alguna separata firmada con iniciales completa, creo, mi biografía literaria. No sé si es lícito agregar una versión inédita de Macbeth, que emprendí para no seguir pensando en la muerte de mi hermano Otto Julius, que cayó en el frente occidental en 1917. No la concluí; comprendí que el inglés dispone, para su bien, de dos registros —el germánico y el latino— en tanto que nuestro alemán, pese a su mejor música, debe limitarse a uno solo.

He nombrado ya a Daniel Thorpe. Me lo presentó el mayor Barclay, en cierto congreso shakespiriano. No diré el lugar, ni la fecha; sé harto bien que tales precisiones son, en realidad, vaguedades.

Más importante que la cara de Daniel Thorpe, que mi ceguera parcial me ayuda a olvidar, era su notoria desdicha. Al cabo de los años, un hombre puede simular muchas cosas pero no la felicidad. De un modo casi físico, Daniel Thorpe exhalaba melancolía.

Después de una larga sesión, la noche nos halló en una taberna cualquiera. Para sentirnos en Inglaterra (donde ya estábamos) apuramos en rituales jarros de peltre cerveza tibia y negra.

—En el Punjab —dijo el mayor— me indicaron un pordiosero. Una tradición del Islam atribuye al rey Salomón una sortija que le permitía entender la lengua de los pájaros. Era fama que el pordiosero tenía en su poder la sortija. Su valor era tan inapreciable que no pudo nunca venderla y murió en uno de los patios de la mezquita de Wazil Khan, en Lahore.

Pensé que Chaucer no desconocía la fábula del prodigioso anillo, pero decirlo hubiera sido estropear la anécdota de Barclay.

—¿Y la sortija? —pregunté.

—Se perdió, según la costumbre de los objetos mágicos. Quizás esté ahora en algún escondrijo de la mezquita o en la mano de un hombre que vive en un lugar donde faltan pájaros.

—O donde hay tantos —dije— que lo que dicen se confunde. Su historia, Barclay, tiene algo de parábola.

Fue entonces cuando habló Daniel Thorpe. Lo hizo de un modo impersonal, sin mirarnos. Pronunciaba el inglés de un modo peculiar, que atribuí a una larga estadía en el Oriente.

—No es una parábola —dijo—, y si lo es, es verdad. Hay cosas de valor tan inapreciable que no pueden venderse.

Las palabras que trato de reconstruir me impresionaron menos que la convicción con que las dijo Daniel Thorpe. Pensamos que diría algo más, pero de golpe se calló, como arrepentido. Barclay se despidió. Los dos volvimos juntos al hotel. Era ya muy tarde, pero Daniel Thorpe me propuso que prosiguiéramos la charla en su habitación. Al cabo de algunas trivialidades, me dijo:

—Le ofrezco la sortija del rey. Claro está que se trata de una metáfora, pero lo que esa metáfora cubre no es menos prodigioso que la sortija. Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.

No acerté a pronunciar una palabra. Fue como si me ofrecieran el mar.

Thorpe continuó:
—No soy un impostor. No estoy loco. Le ruego que suspenda su juicio hasta haberme oído. El mayor le habrá dicho que soy, o era, médico militar. La historia cabe en pocas palabras. Empieza en el Oriente, en un hospital de sangre, en el alba. La precisa fecha no importa. Con su última voz, un soldado raso, Adam Clay, a quien habían alcanzado dos descargas de rifle, me ofreció, poco antes del fin, la preciosa memoria. La agonía y la fiebre son inventivas; acepté la oferta sin darle fe. Además, después de una acción de guerra, nada es muy raro. Apenas tuvo tiempo de explicarme las singulares condiciones del don. El poseedor tiene que ofrecerlo en voz alta y el otro que aceptarlo. El que lo da lo pierde para siempre.

El nombre del soldado y la escena patética de la entrega me parecieron literarios, en el mal sentido de la palabra.

Un poco intimidado, le pregunté:
—¿Usted, ahora, tiene la memoria de Shakespeare?

Thorpe contestó:
—Tengo, aún, dos memorias. La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen. Hay una zona en que se confunden. Hay una cara de mujer que no sé a qué siglo atribuir.

Yo le pregunté entonces:
—¿Qué ha hecho usted con la memoria de Shakespeare?

Hubo un silencio. Después dijo:
—He escrito una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias. Creo que es todo. Le he prevenido que mi don no es una sinecura. Sigo a la espera de su respuesta.

Me quedé pensando. ¿No había consagrado yo mi vida, no menos incolora que extraña, a la busca de Shakespeare? ¿No era justo que al fin de la jornada diera con él?

Dije, articulando bien cada palabra:
—Acepto la memoria de Shakespeare.

Algo, sin duda, aconteció, pero no lo sentí. Apenas un principio de fatiga, acaso imaginaria. Recuerdo claramente que Thorpe me dijo:

—La memoria ya ha entrado en su conciencia, pero hay que descubrirla. Surgirá en los sueños, en la vigilia, al volver las hojas de un libro o al doblar una esquina. No se impaciente usted, no invente recuerdos. El azar puede favorecerlo o demorarlo, según su misterioso modo. A medida que yo vaya olvidando, usted recordará. No le prometo un plazo.

Lo que quedaba de la noche lo dedicamos a discutir el carácter de Shylock. Me abstuve de indagar si Shakespeare había tenido trato personal con judíos. No quise que Thorpe imaginara que yo lo sometía a una prueba. Comprobé, no sé si con alivio o con inquietud, que sus opiniones eran tan académicas y tan convencionales como las mías.

A pesar de la vigilia anterior, casi no dormí la noche siguiente. Descubrí, como otras tantas veces, que era un cobarde. Por el temor de ser defraudado, no me entregué a la generosa esperanza. Quise pensar que era ilusorio el presente de Thorpe. Irresistiblemente, la esperanza prevaleció. Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas:

And shake the yoke of inauspicious stars
From this worldweary flesh.

Recordaría a Anne Hathaway como recuerdo a aquella mujer, ya madura, que me enseñó el amor en un departamento de Lübeck, hace ya tantos años. (Traté de recordarla y sólo pude recobrar el empapelado, que era amarillo, y la claridad que venía de la ventana. Este primer fracaso hubiera debido anticiparme los otros.)

Yo había postulado que las imágenes de la prodigiosa memoria serían, ante todo, visuales. Tal no fue el hecho. Días después, al afeitarme, pronuncié ante el espejo unas palabras que me extrañaron y que pertenecían, como un colega me indicó, al A, B, C, de Chaucer. Una tarde, al salir del Museo Británico, silbé una melodía muy simple que no había oído nunca.

Ya habrá advertido el lector el rasgo común de esas primeras revelaciones de una memoria que era, pese al esplendor de algunas metáforas, harto más auditiva que visual.

De Quincey afirma que el cerebro del hombre es un palimpsesto. Cada nueva escritura cubre la escritura anterior y es cubierta por la que sigue, pero la todopoderosa memoria puede exhumar cualquier impresión, por momentánea que haya sido, si le dan el estímulo suficiente. A juzgar por su testamento, no había un solo libro, ni siquiera la Biblia, en casa de Shakespeare, pero nadie ignora las obras que frecuentó. Chaucer, Gower, Spenser, Christopher Marlowe. La Crónica de Holinshed, el Montaigne de Florio, el Plutarco de North. Yo poseía de manera latente la memoria de Shakespeare; la lectura, es decir la relectura, de esos viejos volúmenes sería el estímulo que buscaba. Releí también los sonetos, que son su obra más inmediata. Di alguna vez con la explicación o con las muchas explicaciones. Los buenos versos imponen la lectura en voz alta; al cabo de unos días recobré sin esfuerzo las erres ásperas y las vocales abiertas del siglo dieciséis.

Escribí en la Zeitschrift für germanische Philologie que el soneto 127 se refería a la memorable derrota de la Armada Invencible. No recordé que Samuel Butler, en 1899, ya había formulado esa tesis.

Una visita a Stratford-on-Avon fue, previsiblemente, estéril.

Después advino la transformación gradual de mis sueños. No me fueron deparadas, como a De Quincey, pesadillas espléndidas, ni piadosas visiones alegóricas, a la manera de su maestro, Jean Paul. Rostros y habitaciones desconocidas entraron en mis noches. El primer rostro que identifiqué fue el de Chapman; después, el de Ben Jonson y el de un vecino del poeta, que no figura en las biografías, pero que Shakespeare vería con frecuencia.

Quien adquiere una enciclopedia no adquiere cada línea, cada párrafo, cada página y cada grabado; adquiere la mera posibilidad de conocer alguna de esas cosas. Si ello acontece con un ente concreto y relativamente sencillo, dado el orden alfabético de las partes, ¿qué no acontecerá con un ente abstracto y variable, ondoyant et divers, como la mágica memoria de un muerto?

A nadie le está dado abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado. Ni a Shakespeare, que yo sepa, ni a mí, que fui su parcial heredero, nos depararon ese don. La memoria del hombre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San Agustín, si no me engaño, habla de los palacios y cavernas de la memoria. La segunda metáfora es la más justa. En esas cavernas entré.

Como la nuestra, la memoria de Shakespeare incluía zonas, grandes zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. No sin algún escándalo recordé que Ben Jonson le hacía recitar hexámetros latinos y griegos y que el oído, el incomparable oído de Shakespeare, solía equivocar una cantidad, entre la risotada de los colegas.

Conocí estados de ventura y de sombra que trascienden la común experiencia humana. Sin que yo lo supiera, la larga y estudiosa soledad me había preparado para la dócil recepción del milagro.

Al cabo de unos treinta días, la memoria del muerto me animaba. Durante una semana de curiosa felicidad, casi creí ser Shakespeare. La obra se renovó para mí. Sé que la luna, para Shakespeare, era menos la luna que Diana y menos Diana que esa obscura palabra que se demora: moon. Otro descubrimiento anoté. Las aparentes negligencias de Shakespeare, esas absence dans l'infini de que apologéticamente habla Hugo, fueron deliberadas. Shakespeare las toleró, o intercaló, para que su discurso, destinado a la escena, pareciera espontáneo y no demasiado pulido y artificial (nicht allzu glatt und gekünstelt). Esa misma razón lo movió a mezclar sus metáforas.

my way of life
Is fall'n into the sear, the yellow leaf

Una mañana discerní una culpa en el fondo de su memoria. No traté de definirla; Shakespeare lo ha hecho para siempre. Básteme declarar que esa culpa nada tenía en común con la perversión.

Comprendí que las tres facultades del alma humana, memoria, entendimiento y voluntad, no son una ficción escolástica. La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.

Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía. No tardé en descubrir que ese género literario requiere condiciones de escritor que ciertamente no son mías. No sé narrar. No sé narrar mi propia historia, que es harto más extraordinaria que la de Shakespeare. Además, ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vividos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?

Goethe constituye, según se sabe, el culto oficial de Alemania; más íntimo es el culto de Shakespeare, que profesamos no sin nostalgia. (En Inglaterra, Shakespeare, que tan lejano está de los ingleses, constituye el culto oficial; el libro de Inglaterra es la Biblia.)

En la primera etapa de la aventura sentí la dicha de ser Shakespeare; en la postrera, la opresión y el terror. Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal. Advertí con temor que estaba olvidando la lengua de mis padres. Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por mi razón.

Mis amigos venían a visitarme; me asombró que no percibieran que estaba en el infierno.

Empecé a no entender las cotidianas cosas que me rodeaban (die alltägliche Umwelt). Cierta mañana me perdí entre grandes formas de hierro, de madera y de cristal. Me aturdieron silbatos y clamores. Tardé un instante, que pudo parecerme infinito, en reconocer las máquinas y los vagones de la estación de Bremen.

A medida que transcurren los años, todo hombre está obligado a sobrellevar la creciente carga de su memoria. Dos me agobiaban, confundiéndose a veces: la mía y la del otro, incomunicable.

Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.

He olvidado la fecha en que decidí liberarme. Di con el método más fácil. En el teléfono marqué números al azar. Voces de niño o de mujer contestaban. Pensé que mi deber era respetarlas. Di al fin con una voz culta de hombre. Le dije:

—¿Quieres la memoria de Shakespeare? Sé que lo que te ofrezco es muy grave. Piénsalo bien.

Una voz incrédula replicó:
—Afrontaré ese riesgo. Acepto la memoria de Shakespeare.

Declaré las condiciones del don. Paradójicamente, sentía a la vez la nostalgia del libro que yo hubiera debido escribir y que me fue vedado escribir y el temor de que el huésped, el espectro, no me dejara nunca.

Colgué el tubo y repetí como una esperanza estas resignadas palabras:

Simply the thing I am shall make me live.

Yo había imaginado disciplinas para despertar la antigua memoria; hube de buscar otras para borrarla. Una de tantas fue el estudio de la mitología de William Blake, discípulo rebelde de Swedenborg. Comprobé que era menos compleja que complicada.

Ese y otros caminos fueron inútiles; todos me llevaban a Shakespeare. Di al fin con la única solución para poblar la espera: la estricta y vasta música: Bach.

P.S. 1924 —Ya soy un hombre entre los hombres. En la vigilia soy el profesor emérito Hermann Soergel, que manejo un fichero y que redacto trivialidades eruditas, pero en el alba sé, alguna vez, que el que sueña es el otro. De tarde en tarde me sorprenden pequeñas y fugaces memorias que acaso son auténticas.


Viene de:

Robert Greene: unos tigres, un ataque a Shakespeare, y la vida que se acaba y se repite
Si una triste experiencia los mueve hacia la prudencia, o si una desdicha inaudita les ruega prestar atención, no dudo que mirarán hacia atrás con pena por su tiempo pasado, y se esforzarán con arrepentimiento en gastar el que está por venir. Hombres básicos son si por mi desdicha no son advertidos.
Shakespeare en el Día del Libro: las pasiones humanas, las rosas y Enrique VI
¿Qué valor tiene, cuando un perro gruñe, meter la mano entre sus dientes cuando se puede espantarlo a patadas? / Si no te odiara mortalmente lamentaría tu miserable estado. Zapatea y rabia, para que yo cante y baile / Se confirma el adagio: montados, los mendigos llevan sus caballos a la muerte
Borges: El tiempo circular
Yo suelo regresar eternamente al Eterno Regreso; en estas líneas procuraré (con el socorro de algunas ilustraciones históricas) definir sus tres modos fundamentales. El tercer modo de interpretar las eternas repeticiones es el menos pavoroso y melodramático, y también el único imaginable.

Continúa en:

Memes intertextuales (con Irene Vallejo, Julia Kristeva, Magritte et al.)
Parecido entre literatura y memes. La influencia de un mito en los Red Hot Chili Peppers, en un cuadro de Botticelli, otro de Magritte y varios textos. El bautizo de lo «intertextual» por Julia Kristeva ft. Bajtín; ejemplos de intertextualidad por Irene Vallejo, y otros más. El portal NYC-Dublín.