Albert Camus: Lo que le debo al fútbol
Después de una sonada y famosa disputa legal y política entre el Barcelona y el Real Madrid, Alfredo Di Stéfano debutaba en Europa, con la camiseta blanca, a los 27 años, el 23 de septiembre de 1953. El resto es historia del deporte rey. El mismo año, el ex-arquero de las juveniles del Racing Universitario de Argel (RUA), Albert Camus, ya de 40 años, publicaba un artículo alabando el fútbol en la revista de la RUA, alabando el deporte que alguna vez dijo que fue “su segunda universidad” y que tuvo que dejar por contagiarse de tuberculosis, y agradeciendo su influencia en su filosofía. El mismo año, Stanley Matthews llevaba al Blackpool a levantar el título más importante de su historia: la FA Cup.
Fast forward 3 años, a 1956, y la revista France Football empezaba a galardonar con el Balón de Oro al que fuera, en su criterio, el mejor futbolista con nacionalidad europea. Matthews, que tenía 41 años, sería coronado como el primero de su especie. Sir Stanley Matthews se retiraría un año después de la selección inglesa, luego de romper el récord de su época de ser el jugador más viejo en marcar en un partido internacional. No colgaría las botas, eso sí, hasta cumplir 50.
En aquella primera votación, el francés Raymond Kopa acabaría tercero, y sería también el tercer galardonado con el premio mayor. Hoy por hoy, el premio al mejor menor, el trofeo al jugador revelación, lleva su nombre. Si Kopa pudo ganar el Balón de Oro, fue sólo por una regla modificada al año siguiente: quien ya hubiera ganado el trofeo no podía recibirlo de nuevo. El año anterior a él, el ganador del segundo Balón de Oro de la historia había sido el segundo mejor votado de la primera edición: el hispano-argentino Alfredo Di Stéfano. La Saeta Rubia era tan buena, con diferencia, que por él se cambiaron hasta esquemas de premiación.
Él cambió de equipos y nacionalidad. En 1956, Di Stéfano había cambiado la camiseta albiceleste por la roja, luego de que la federación argentina hubiera decidido por años aislarse del fútbol internacional, incluyendo los Mundiales del '50 y el '54 y todo lo que hubo en el medio, por un conflicto con la federación brasileña. Di Stéfano nunca jugó un mundial: al único que pudo ir con España, el del '62, no fue por culpa de una lesión. Su único título internacional fue el precursor de la Copa América, el Campeonato Sudamericano de 1947, jugando para la Argentina, país para el que hizo 6 goles en 6 partidos (uno contra Bolivia, un hattrick contra Colombia).
Diez años después de ese título, en 1957, Di Stéfano debutaba con la selección española, ganaba su tercera de ocho ligas con el Real Madrid, y su segunda Copa de Europa (Champions) consecutiva, las cuales llegaron a ser 5. Ese año se llevaba el Ballon D'Or. El mismo año, Albert Camus, a los 44 años y a 2 años y pocos meses de morir, publicaba su novela La Peste. Luego se convertía en Premio Nobel de Literatura, tan sólo 15 años después de debutar en las letras y siendo el segundo laureado más joven de la historia del galardón.
Albert Camus, nacido en la Argelia francesa, puede que siga siendo el único Nobel de Literatura entrevistado en medio de un partido de fútbol. Fue en el Parque de los Príncipes de París, en un partido entre el Racing de París y el Mónaco. Poquito después, en ese glorioso '57, France Football le pide un artículo, y el reciente Nobel termina presentando ese ensayo que escribió para la revista de su Racing en 1953. Y el artículo es publicado en la edición que tenía a Di Stéfano como ganador y portada. Todo está conectado.
Todo está conectado en la vida diaria. El fútbol, que es cosa tan superficial para quienes no nacieron con la capacidad de vivirlo, para otros puede ser un reflejo fiel de la sociedad, de la personalidad, y hasta de la ética. El arquero Camus lo supo muy bien: “Lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.
A continuación, el artículo en español como apareció en la revista La Maga en octubre de 1996.
Autor: Albert Camus
Artículo: La Bella Época o Lo Que Debo al Fútbol (1957)
Sí, lo jugué varios años en la Universidad de Argel. Me parece que fue ayer. Pero cuando, en 1940, volví a calzarme los zapatos, me di cuenta de que no había sido ayer. Antes de terminar el primer tiempo, tenía la lengua como uno de esos perros con los que la gente se cruza a las dos de la tarde en Tizi-Ouzou. Fue, entonces, hace bastante tiempo, en 1928 para adelante, supongo. Hice mi debut con el club deportivo Montpensier. Sólo Dios sabe por qué, dado que yo vivía en Belcourt y el equipo de Belcourt-Mustapha era el Gallia.
Pero tenía un amigo, un tipo velludo, que nadaba en el puerto conmigo y jugaba waterpolo para Montpensier. Así es como a veces la vida de una persona queda determinada. Montpensier jugaba a menudo en los jardines de Manoeuvre, aparentemente por ninguna razón especial. El césped tenía en su haber más porrazos que la canilla de un centro-forward visitante del estadio de Alenda, Orán. Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre, lo que se dice, derecha.
Al cabo de un año de porrazos y Montpensier en el “Lycée” me hicieron sentir avergonzado de mí mismo: un “universitario” debe jugar con la Universidad de Argel, RUA. En ese periodo, el tipo velludo ya había salido de mi vida. No nos habíamos peleado, sólo que ahora él prefería irse a nadar a Padovani donde el agua no era tan “pura”. Ni tampoco, para ser sinceros, eran “puros” sus motivos. Personalmente, encontré que su motivo era “adorable”, aunque ella bailaba muy mal, lo que me parecía insoportable en una mujer. ¿Es el hombre, o no es, quien debe pisarle los dedos de los pies? El tipo velludo y yo prometimos volver a vernos. Pero los años fueron pasando. Mucho después comencé a frecuentar el restaurante de Padovani (por motivos “puros”) pero el tipo velludo se había casado con su paralítica, quien seguramente le prohibía bañarse, como suele ocurrir.
¿Pero qué es lo que estaba diciendo? Ah sí, el RUA. Estaba encantado, lo importante para mí era jugar. Me devoraba la impaciencia del domingo al jueves, día de práctica, y del jueves al domingo, día del partido. Así fue como me uní a los universitarios. Y allí estaba yo, golero del equipo juvenil. Sí, todo parecía muy fácil. Pero no sabía que se acababa de establecer un vínculo de años, que abarcaría cada estadio de la provincia, y que nunca tendría fin.
No sabía entonces que veinte años después, en las calles de París e incluso en Buenos Aires (sí, me ha sucedido) la palabra RUA mencionada por un amigo con el que tropecé, me haría saltar el corazón tan tontamente como fuera posible. Y ya que estoy confesando mis secretos, debo admitir que en París por ejemplo, voy a ver los partidos del Racing Club, al que convertí en mi favorito sólo porque usan las mismas camisas que el RUA, azul con rayas blancas. También debo decir que Racing tiene algunas de las mismas excentricidades que el RUA. Juega “científicamente”, pierde partidos que debería ganar. Parece que esto ahora ha cambiado (eso es lo que me escriben de Argel)—cambiado, pero no mucho. Después de todo, era por eso que quería tanto a mi equipo, no solo por la alegría de la victoria cuando estaba combinada con la fatiga que sigue al esfuerzo, sino también por el estúpido deseo de llorar en las noches luego de cada derrota.
Como zaguero está el “Grandote”—quiero decir Raymond Couard. Le dábamos bastante trabajo, si mal no recuerdo. Jugábamos duro. Los estudiantes, los nenes de papá, no escatiman nada. Pobres de nosotros—en todo sentido—¡muchos nos burlábamos de la dureza de nuestros propios pies! No teníamos más remedio que admitirlo. Y teníamos que jugar “deportivamente”, porque ésa era la dorada regla del RUA, y “firmes”, porque, cuando todo está dicho y hecho, un hombre es un hombre. ¡Difícil compromiso! Eso no puede haber cambiado, estoy seguro.
El equipo más difícil era el Olympic Hussein Dey. El estadio quedaba detrás del cementerio. Ellos nos hicieron notar, sin piedad, que podíamos tener acceso directo. En cuanto a mí, ¡pobre golero!, vinieron por mi cadáver. Sin Roger ¡lo que hubiera sufrido! Estaba Boufarik, ese centro-forward grande y gordo (entre nosotros lo llamábamos “Sandía”) se excusaba con un: “Lo siento nenito” y una sonrisa franciscana.
No voy a seguir. Ya me excedí de mis límites. Y entonces, me pongo reblandecido. Hasta en “Sandía” veo bondad. Además, seamos sinceros, bien que esto era lo que habían enseñado. Y a esta altura, no quiero seguir bromeando. Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol, lo que aprendí con el RUA, no puede morir. Preservémoslo. Preservemos esta gran y digna imagen de nuestra juventud. También estará vigilándolos a ustedes.